Hace
muchos siglos todo el mundo hablaba en China de la portentosa inteligencia y
la sin par belleza de la hija del entonces emperador reinante. La princesa era
maestra en todas las artes de su tiempo. Nadie conocía mejor las ciencias y
las letras, ni era capaz de tocar el laúd con más gracia, ni podía llegar a
componer poesías más delicadas que las que brotaban del pincel de la bellísima
princesa.
Desde
hacía algún tiempo algo había empezado a preocupar hondamente al emperador; su
querida hija había llegado ya a la edad de desposarse y el buen padre no
acababa de encontrar a nadie que fuera lo suficientemente digno de ella. Tras
mucho cavilar y cavilar, por fin, un buen día, el emperador creyó haber encontrado
la solución de su problema y sonrió satisfecho. Iba a imponer una condición a
los pretendientes de la princesa, una condición nada fácil de satisfacer: el
que lograra salir con bien de ella habría demostrado por su ingenio que merecía
ser su yerno.
El
emperador llamó inmediatamente a un alto dignatario a su presencia y le habló así:
-Ningún
cortesano ignora, y vos tampoco, naturalmente, que deseo casar a la princesa;
he meditado largamente sobre cuál podía ser el hombre que la mereciera por esposa
y he tardado varias lunas en decidir lo que habría que hacer para encontrar a
ese hombre. Mis largas meditaciones me han servido para llegar a la conclusión
de que sólo la merecerá aquel que sea capaz de ofrecerle una rosa azul. Promulgaréis
inmediatamente un edicto, dando a conocer mi decisión, para que todos los
jóvenes aspirantes a su mano sepan a qué atenerse.
Muchos
eran los pretendientes de la princesa, pero tan pronto como fue promulgado el
edicto imperial casi todos, descorazonados, abandonaron la esperanza de
convertir a la princesa en su esposa; sólo tres decidieron enfrentarse con tan
difícil prueba: un valiente guerrero, un rico mercader y un alto dignatario.
Cuando
fue advertida de que sólo quedaban tres de sus numero-sos pretendientes la
princesa se llevó una gran alegría. En el fondo de su corazón deseaba que
también éstos fracasaran; no había conocido nunca el amor y todavía no deseaba
casarse.
El
valiente guerrero estaba preparando las armas para partir tan pronto como
despuntara el día; había escogido entre sus hombres a los más valientes y se
disponía a emprender la marcha hacia la frontera; le habían dicho que en una
zona fronteriza existía un rey cuyos fabulosos tesoros y extrañas flores
cautivaban a cuantos podían llegar a contemplarlas.
Partió
pues el guerrero acompañado de su escolta y anduvo días y días y noches y
noches a través de valles, llanuras y montañas, hasta que logró llegar a la
apartada región hacia donde se dirigía.
En
cuanto le vieron llegar, las gentes del país corrieron a avisar despavo-ridas a
su señor. La fama de aquel valiente se había exten-dido a través de todo el
imperio y todos sabían que era inútil luchar contra él y ofrecer resistencia.
El rey
se quedó muy preocupado cuando se enteró que tan terrible enemigo había
llegado hasta la puerta de su palacio. Tras mucho meditar llegó a la conclusión
de que lo mejor era recibirle en son de paz y como un amigo.
Mandó en
seguida a un emisario a parlamentar con el guerrero y le hizo decir que
inmediatamente iba a serle concedida una audiencia privada. El guerrero se
mostró muy complacido, y contestó al emisario que al día siguiente por la
tarde iría a palacio a entrevistarse con su señor.
Llegó la
tarde del día tan temido y esperado. El guerrero se presentó ante el rey,
puntualmente, seguido de sus hombres. El rey le recibió lo más amablemente que
pudo y le preguntó casi tímidamente.
-Decidme,
señor, ¿habéis venido desde tan lejos acaso para conquistar mi reino?
-No, no
es ese mi propósito. He venido hasta aquí porque me han dicho que ningún
palacio alberga más tesoros ni más rarezas que el vuestro. Busco una rosa azul
y me han asegurado que sólo aquí puedo encontrarla.
El rey
se quedó un momento cabizbajo y pensó entre sí: «¡Lástima! Poseo millares de
cosas raras y valiosas, pero no tengo ninguna rosa azul; mas si le digo la
verdad este valiente guerrero se enfurecerá...» Tras haber reflexionado
durante unos momentos el soberano sonrió ligeramente al guerrero y le dijo:
-Honorable
guerrero, serás complacido; ven mañana por la tarde otra vez a mi palacio y te
entregaré lo que deseas.
Tan
pronto como el guerrero hubo marchado, el rey mandó llamar a toda prisa a su
mejor orfebre y habló unos momentos con él en privado. El orfebre asintió
respetuosamente con la cabeza a todo cuanto le dijo su señor.
Al día
siguiente por la tarde, tan pronto como el sol se empezó a ocultar tras las
montañas, el guerrero se presentó de nuevo ante el rey; éste le recibió tan
amablemente como la otra vez y en seguida hizo venir a su presencia al orfebre.
El artesano entró en la sala, hizo más de cien reverencias y entregó un hermoso
cofrecito de jade al soberano. El rey a su vez lo ofreció sonriente a su
visitante diciendo:
-Valiente
guerrero, os entrego la rosa azul.
Al mismo
tiempo que decía estas palabras abrió el cofrecito y un zafiro tallado en
forma de preciosa rosa apareció ante la vista del guerrero, que se quedó muy
satisfecho al contemplarlo. Ya tenía lo que buscaba. Se inclinó varias veces
ante su benefactor, dio las gracias y salió de palacio.
Anduvo
el guerrero otra vez días y días seguido de su escolta hasta que llegó de nuevo
a la capital del imperio. Se hallaba satis-fecho por tener la rosa azul.
Tan
pronto como fue de día se encaminó presurosamente hacia palacio, vestido con
sus mejores galas. En palacio fue recibido inme-diatamente por el emperador y
la princesa, quien al ver la preciosa joya se limitó a decir:
-¡Qué
puede importarme a mí poseer una joya más! Esto no es una rosa azul.
El
guerrero compungido y avergonzado se retiró haciendo mil reverencias.
El alto
dignatario no pensó ir tan lejos como el guerrero a buscar la rosa azul:
conocía a un artesano de una habilidad portentosa. Nadie era capaz de hacer
unas piezas de porcelana tan perfectas como él. El letrado mandó traerle a su
presencia y le dijo:
-Tienes
que hacerme una taza en la que esté pintada una rosa azul. Si consigues hacer
algo fuera de lo corriente, que maraville por su perfección y su arte, te
daré cuanto me pidas.
El artesano
corrió presuroso hacia su taller y se puso inmediata-mente manos a la obra. Al
cabo de tres días había conseguido hacer una taza adornada con una rosa azul,
cuya transparencia parecía algo sobrehumano.
Muy
contento el artesano fue a entregársela al alto dignatario. Éste quedó
maravillado al verla y dio al artífice de muy buena gana todo lo que éste le
pidió y aún algo más.
Aquella
misma mañana, el letrado se dirigió muy contento hacia el palacio con su taza
convenientemente colocada dentro de un precioso estuche de seda. Entró muy
satisfecho en el palacio, cruzó rápida-mente pasillos y salas y se hizo
anunciar inmediatamente al empera-dor. Éste le hizo esperar muy poco; llamó a
su hija y se dispuso a recibir al alto dignatario. Nuestro hombre entró muy
alegre, se inclinó repetidas veces ante el emperador y ante la princesa. Luego
sin decir una palabra abrió el estuche con cuidado y mostró su contenido.
Un ¡oh!
de admiración se escapó de los labios de la princesa. Nunca había visto una
porcelana igual. Muy sonriente dio las gracias al letrado y añadió:
-Vuestro
regalo es verdaderamente delicado, lo aprecio mucho, pero esa rosa azul no es
de verdad. No puedo ser vuestra esposa.
Sonrió
de nuevo y se quedó con la taza.
El alto
dignatario sonrió también, se inclinó y se marchó con el mal humor que es de
suponer.
Enterado
el mercader de los dos fracasos de sus rivales, sonrió misteriosamente y se
dijo que a él no le iba a ocurrir lo mismo. Conocía a un afamado floricultor
capaz de lograr cualquier prodigio. Era un hombre muy entendido. Si le ofrecía
una buena cantidad de dinero, estaba seguro de que lograría hallarle una rosa
azul.
El rico
mercader entró en casa del floricultor y tras haberle saludado le dijo lo que
quería. El buen hombre quedó anonadado, al saber de lo que se trataba:
-Honorable
señor, cuánto lo siento. Podría ofreceros rosas rojas, blancas, amarillas, o
de un suave tono rosado, pero no azul. ¡Oh, honorable señor, es imposible, no
hay rosas azules!
-¡Pues
las habrá! Si logras obtenerla te daré una buena cantidad de sapeques, si no te
haré propinar una buena paliza. Te doy tres días de plazo.
El pobre
floricultor estaba desesperado. El buen hombre no dejaba de lamentarse.
Entonces su mujer que era muy lista le sugirió una idea. Para lograr una rosa
azul la única manera era introducir un rosa blanca dentro de un recipiente que
contuviera un preparado con tinte azul. El floricultor decidió hacer lo que
le había dicho su mujer y efectivamente logró que la rosa blanca se tornara
azul. El tinte se notaba un poco, pero desde luego la rosa era azul. El
mercader cuando vio la rosa se alegró mucho, pagó espléndidamente al
floricultor y se alejó muy satisfecho con la compra.
Decidió
ir cuanto antes a palacio para que la rosa no se le marchitara. El emperador,
en cuanto uno de sus cortesanos le hubo anunciado que el feliz portador de la
rosa azul estaba en palacio, le recibió inmediatamente. La princesa, esta vez,
al principio se quedómuy sorprendida al ver la flor que le enseñaba el
mercader, mas en cuanto la tuvo entre sus manos, exclamó airadamente:
-Esto es
una superchería. Esa rosa no es azul ni lo ha sido nunca, ha sido teñida con
algún colorante como si se tratara de un vestido. ¡Que saquen a ese hombre
inmediatamente de aquí!
Al
mercader no le dio ni tiempo de hacer una reverencia. Cortésmente fue invitado
a salir de allí cuanto antes.
El
semblante del emperador estaba triste; temía que nunca lograría ver casada a
su hija. Ningún pretendiente se veía capaz de traer una rosa azul.
Cierta
tarde en que la princesa se paseaba por su jardín oyó a alguien que cantaba
acompañándose del laúd. Cantaba extraordina-riamente bien. La letra de la
canción era un delicado poema que conmovió inmediatamente el ánimo de la
princesa. Ésta se acercó hacia el sitio de donde venía la voz y la música y vio
al otro lado de la verja del jardín a un apuesto joven, que estaba pulsando
las últimas notas de su canción. La princesa le llamó y el joven a sus
preguntas contestó que era un poeta que cantaba sus canciones por el mundo. La
princesa y el poeta pronto comprendieron que se habían enamorado perdidamente
el uno del otro; la doncella ahora que estaba enamorada lamentaba amargamente
que su padre hubiera puesto una prueba tan difícil a los pretendientes a su
mano. Tristemente le contó al joven poeta todo lo referente a la rosa azul,
pero el muchacho no pareció asustarse demasiado. Le prometió a su amada que
mañana por la mañana entraría en palacio con una preciosa rosa tal como la
exigía el emperador.
Al día
siguiente el poeta se levantó muy de mañana y se encaminó hacia el palacio. Por
el camino encontró un rosal de flores blancas, cogió una de las rosas, todavía
húmedas de rocío, y con ella en la mano prosiguió su camino hacia el palacio.
Al llegar allí anunció a los chambelanes el objeto de su visita e
inmediatamente fue introducido ante el emperador y la princesa; que aquel día
se hallaban además rodeados de toda la corte.
El joven
poeta hizo unas cumplidas reverencias y entregó su florido obsequio a la
princesa que exclamó con una sonrisa encantadora:
-¡Qué
maravillosa rosa azul! ¡Jamás he visto otra igual!
Se oyó
un murmullo de desaprobación general. ¡Cómo podía decir aquello la princesa
si la flor era una sencilla rosa blanca!
La
princesa en contestación a aquellos rumores se limitó a decir sonriente:
-Parece
mentira que no seáis capaces de ver que esta rosa es completamente azul.
El
emperador esbozó una sonrisa y añadió :
-Si mi
hija la princesa dice que es azul lo será, porque estamos de acuerdo en opinar
que nadie hay más inteligente que ella en todo nuestro imperio.
Tras
decir estas palabras el soberano otorgó su imperial permiso para que se
celebrara la boda, y según cuenta la leyenda nunca hubo en el celeste imperio
una pareja más feliz que la formada por la princesa y el poeta.
005. Anonimo (china),
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