Dicen
que había una vez un anciano muy rico, pero también muy avaro. Era un verdadero
usurero y prestaba dinero con un interés desmedido. Recaudaba habitualmente
sus intereses, viajando de un lado para otro. Como le faltaban las fuerzas,
con no poco dolor de su corazón se compró un asno. Para no exponerse a que el
asno enfermase o muriese, y así perder lo que había pagado por el mismo, lo
utilizaba sólo cuando tenía que desplazarse a considerable distancia. Cierto
día tenía que viajar muy lejos y decidió utilizar el asno. Pero el asno no
estaba acostumbrado a cargar a su amo y, al poco tiempo de ser montado,
comenzó a jadear gravemente. El anciano se asustó. ¡No vaya a ser que me quede
sin asno y sin dinero! Descabalgó e incluso le quitó la silla de montar para
que el animal se repusiera. Entonces el asno salió de estampida. El anciano,
renqueando, trató de seguirlo, penosamente, pues no deseaba tampoco deshacerse
de la silla de montar.
Cuando
el anciano llego a su casa, lo primero que hizo, sin despojarse siquiera de la
silla de montar, fue preguntar por el asno. Sí, había regresado. Así que el
anciano, a pesar de estar empapado de sudor y tener una espasmódica
respiración, se sintió aliviado.
Ciertamente
poco le duró su alivio. Unas horas después su envejecido corazón se detenía, no
sin antes haber preguntado a sus sirvientes:
-Pero
¿de verdad que ha regresado el asno?
005. Anonimo (china),
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