Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 17 de junio de 2012

Tres combates por el abanico


El Monje Tang, acompañado por sus discípulos el Rey Mono, el Cerdo de las Ocho Abstinencias y el Monje Sha, iba en su peregrinación a los cielos del oeste en busca de las escrituras búdicas. Un día, al llegar al pie de la Flamante Montaña, ellos descubrieron su camino bloqueado por el fuego.
Un viejo campesino que por allí pasaba dijo al Rey Mono: "Sólo la Princesa del Abanico Mágico, esposa del Monstruo Buey, tiene un abanico hecho de hojas de palma que puede apagar el fuego."
"Pero no es fácil -continuó diciendo el viejo campesino-convencer a la Princesa de que apague el fuego ni aun ofreciéndole gran cantidad de preciosos regalos."
El Rey Mono de un salto hacia el cielo llegó a la Cueva de Palma donde solicitó que la Princesa le prestara el abanico.
La Princesa sintióse sumamente disgustada al conocer las pretensiones del Rey Mono pese a que no traía un solo presente.
"Te daré el filo de mi espada antes que prestarte mi abanico”, gritó ella.
El Rey Mono se inclinó para recibir el filo prometido, más los repetidos golpes no le causaron ningún daño.
Viéndose incapaz de competir con el Rey Mono, la Princesa pretendió marcharse.
No obstante, el Rey Mono le exigió que cumpliera su palabra, y esto los trabó en batalla.
Frustrada, después de un día de combates, la Princesa sacó su abanico.
Y lo agitó causando tal ventarrón que el Rey Mono flotó en el aire como una hoja.
Llevado por la corriente fue a parar en una colina a la mañana del día siguiente.
Allí el Rey Mono se encontró al Buda de los Buenos Auspicios Espirituales quien le ofreció una píldora mágica que podría detener el viento. El Rey Mono la metió en su boca.
Agradeció al Buda su favor, y de un salto mortal volvió a la cueva.
La Princesa del Abanico Mágico se sorprendió: "¿Cómo ha podido regresar tan pronto ese mono miserable? Imposible, mi abanico puede enviar a cualquiera a más de 54.000 kilómetros."
La Princesa del Abanico Mágico se precipitó hacia el Rey Mono, y éste sonriendo demandó de nuevo el abanico. Ella provocó otro vendaval, más violento que el primero, pero el Rey Mono no se movió.
No sabiendo qué hacer, la Princesa se retiró al interior de su cueva y cerró de un golpe la puerta.
Transformándose en un insecto, el Rey Mono voló dentro de la cueva por entre la juntura de la puerta.
Cuando ella pidió té para calmar su sed el Rey Mono se introdujo en su vaso.
Ella tomó el té tragando el insecto. “¡Présteme su abanico señora!" Una voz venía desde las entrañas de la Princesa.
La Princesa desconcertada dio un salto y preguntó a su criada si la puerta estaba bien cerrada. Poco después se dio cuenta de que la voz del Rey Mono venía de su propio cuerpo.
El Rey Mono, en el estómago de la Princesa, se puso a patear causándole fuertes dolores.
La Princesa no pudo más y rodó por el suelo cuando el Rey Mono tuvo la ocurrencia de dar saltos mortales. -¡Perdóneme la vida, Rey Mono! –suplicó ella.
Como la Princesa ordenó a su criada traer el abanico, el Rey Mono salió volando al exterior.
Recuperando su forma original, el Rey Mono tomó el abanico y salió del lugar.
Llenos de esperanza en poder proseguir su camino, sus com-pañeros de peregrinación lo esperaban frente a la Flamante Montaña.
Pero, ¡cuál no sería la sorpresa del Rey Mono cuando al agitar el abanico las llamas se alzaron con mayor violencia!
Los cuatro viajeros se vieron obligados a retroceder 10 kilómetros para descansar en la vivienda del Dios del Paraje.
El Dios del Paraje les brindó alimento y manifestó: "El Monstruo Buey está de banquete en el Palacio del Dragón, tú puedes preguntarle por el verdadero."
Aunque el Palacio del Dragón se encontraba en las profundidades del mar, el Rey Mono se lanzó a él con arrojo.
Transformado en cangrejo se puso en marcha hacia el Palacio del Dragón.
El Monstruo Buey estaba en esos momentos bebiendo con el Dragón Espíritu y...
Había dejado su montura Impermeable Ojos de Oro atada a un pilar fuera del Palacio.
Fue entonces que al Rey Mono le vino la buena idea de hacerse pasar por el Monstruo Buey y así pedirle a la Princesa el abanico.
Montó a la bestia y se dirigió a la cueva.
La Princesa, tomándolo por su esposo, le dio la bienvenida a la entrada de la cueva.
Bebieron juntos mientras ella le contaba sus desgracias.
"Pero no te preocupes por eso -dijo ella- le di al Rey Mono un abanico falso.”
La Princesa sacó de su boca un diminuto abanico y lo puso en manos del “Monstruo Buey" quien sorprendido por el tamaño preguntó: "¿Cómo se puede extinguir fuego con objeto tan chiquito?"
Creyendo que su marido estaba borracho y que por consiguiente había olvidado el secreto, ella le recordó cómo se transformaba en grande y cómo se usaba.
Con el abanico en su poder, el Rey Mono recobró su forma y partió dando un salto.
Entre tanto, el Monstruo Buey que había descubierto que su cabalgadura Impermeable Ojos de Oro había desaparecido, se apresuró a volver a su cueva.
La Princesa del Abanico Mágico estaba tan enojada que al ver a su marido la emprendió con él, censurándolo por haber dejado que el Rey Mono se llevara a Impermeable Ojos de Oro y con él su abanico.
El Monstruo Buey se transformó en el Cerdo de las Ocho Abstinencias y corrió tras el Rey Mono con el objetivo arrebatarle el abanico.
El Monstruo Buey alcanzó al Rey Mono y le dijo que el Monje Tang lo había enviado para ayudarle a llevar el trofeo.
El Rey Mono, engañado, entregó a su "ayudante" el abanico.
El Monstruo Buey redujo el abanico y se lo metió en la boca.
Luego recobró su propia figura. Desengañado, el Rey Mono trabó combate con su adversario.
El real Cerdo de las Ocho Abstinencias acudió en ayuda del Rey Mono.
Vencido, el Monstruo Buey sacó el abanico de su boca.
Por orden del Rey Mono, el Monstruo Buey se vio obligado a hacer que el abanico volviera a su gran tamaño.
El Rey Mono al instante volvió a la Flamante Montaña y agitando su abano extinguió el fuego. Fue tarea fácil: al primer movimiento, hubo viento; al segundo, huracán y, al tercero, lluvia.
El Rey Mono meneó el abanico cuarenta y nueve veces para que jamás volviera a aparecer el fuego. En el rostro de las gentes se dibujó una sonrisa: ya nunca más tendrían que ofrecer costosos presentes a la Princesa.
Enfrentándose a la fresca brisa el Monje Tang y sus discípulos continuaron su peregrinación a los cielos del oeste en busca de las escrituras búdicas.

 005. Anonimo (china),

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