Una
vez vivía una madrastra que, además de su hijastra, tenía una hija propia. Todo
lo que hacía su hija lo daba por bien hecho, y la llamaba "niña
juiciosa"; pero su hijastra, por más que se esforzaba en complacerla, todo
se lo hacía mal y del revés. Y no obstante, la hijastra era una verdadera
alhaja y en buenos manos se hubiera amoldado como la cera; pero, con la
madrastra, no hacía más que llorar. ¿Qué podía hacer la pobrecita? Las
tempestades se calman, pero los escándalos de una vieja regañona no tienen fin.
Encuentra para gritar los pretextos más desatinados y es capaz de empeñarse en
que se peine uno los dientes. A la madrastra se le metió en la cabeza echar a
la hijastra de casa.
-Llévatela
-le decía al marido-, llévatela adonde quieras; pero que no la vean mis ojos,
que mis oídos no la oigan. No quiero que esté un momento más en el tibio
dormitorio de mi propia hija; abandónala en mitad del campo, entre la nieve.
El
hombre se quejó llorando, pero obedeció y puso a su hija en el trineo sin
atreverse siquiera a taparla con la manta del caballo. Se llevó a la
desventurada a los desiertos campos, la dejó sobre un montón de nieve, y
después de santiguarse, volvió corriendo a casa paro no presenciar la muerte de
su hija.
La
pobrecita se vio abandonada a la entrada del bosque, se sentó bajo un pino,
estremecida de frío y empezó a rezar en voz baja sus oraciones. De pronto
percibió un rumor extraño. Morozko estaba crepitando en un árbol vecino y
saltaba de rama en rama haciendo chasquear los dedos. Y he aquí que, de salto
en salto, se acercó al pino a cuyo pie se sentaba la muchacha y dando
chasquidos con sus dedos se puso a brincar contemplando a la hermosa niña.
-¡Mocita,
mocita, soy yo, Moroz Narizrubia!
-¡Buenos
días, Moroz! Dios te envía para consuelo de mi alma pecadora.
-¿Estás
caliente, mocita?
-¡Caliente,
caliente, padrecito Morozushko! Moroz empezó a bajar crepitan-do con más ruido y
chasqueando los dedos con más alegría. Y de nuevo habló a la muchacha:
-¿Estás
caliente, mocita? ¿Estás caliente, preciosa?
La
niña apenas podía respirar, pero siguió diciendo:
-¡Sí,
caliente, Morozushko; caliente, padrecito!
Morozko
crepitó con más ruido e hizo chasquear los dedos con más entusiasmo, y por
última vez preguntó:
-¿Estás
caliente, mocita? ¿Estás caliente, preciosa?
La
niña estaba aterida y sólo pudo contestar con un hilo de voz:
-¡Oh,
sí, caliente, querido pichoncito mío, Morozushko!
Morozko
la amó por tan tiernos palabras, y movido a compasión, la envolvió en pieles
para hacerla entrar en calor y la obsequió con un cofre grande, lleno de
atavíos de novia, de donde sacó un vestido todo aderezado de oro y plata. La
muchacha se lo puso, y ¡oh, qué bella y apuesta estaba! Sentose bajo el árbol y
empezó a cantar canciones. Y entretanto, su madrastra que ya estaba preparando
el banquete fúnebre le decía al marido:
-¡Anda
y entierra a tu hija!
El
hombre salió de casa obedeciendo a su mujer. Pero el perrito que estaba bajo la
mesa gritó:
-¡Guau,
guau! La hija del dueño va vestida de plata y oro, mas la hija de la dueña no
tendrá galanes que la miren.
-¡Cállate,
necio! Aquí tienes un pastel para ti, pero has de decir: "Los galanes
vendrán por la hija de la dueña, pero a la hija del dueño sólo le quedarán los
huesos".
El
perrito se comió el pastel, pero volvió a gritar:
-¡Guau,
guau! La hija del dueño viste de plata y oro, mas la hija de la dueña no tendrá
galanes que la miren.
La
vieja pegó al perro y le dio pasteles, pero el perrito siguió gritando:
-La
hija del dueño viste de plata y oro, mas la hija de la dueña no tendrá galanes
que la miren.
Crujió
el suelo, las puertas se abrieron de par en por y entraron la gran arca y
detrás de ella la hijastra vestida de plata y oro y resplandeciente como el
sol. Al verla la madrastra, levantó los brazos y exclamó:
-¡Marido
mío! ¡Marido mío! Saca un par de caballos y llévate a mi hija inmediatamente.
Déjala en el mismo campo y en el mismo sitio.
El
marido llevó a la hija al mismo sitio. Y Moroz Narizrubia se acercó y viendo a
la muchacha empezó a preguntarle:
-¿Estás
caliente, mocita?
-¡Vete
al cuerno! -replicó la hija de la vieja. ¿No estás viendo que tengo brazos y
piernas entumecidos de frío?
Morozko
comprendió que por más saltos y cabriolas que ejecutase no obtendría una
respuesta amable, y acabó por disgustarse con la hijastra y helarla, hasta que
murió de frío.
-¡Marido
mío, marido mío! Ve a buscar a mi hija. Llévate los caballos más veloces y
procura que no vuelque el trineo y se estropee el arca.
-¡Guau,
guau! Los pretendientes se casarán con la hija del dueño, pero de la hija de la
vieja no traerán más que un saco de huesos.
-¡No
mientas! Toma un pastel, cómetelo y di: ¡Traerán a la hija de la dueña vestida
de plata y oro!
Y
las puertas se abrieron de par en par, la vieja salió al encuentro de su hija y
en vez de ella abrazó un cadáver helado. Y se puso a gritar llorando
desesperadamente, sabiendo que su maldad y su envidia eran la causa de la
muerte de su hija.
062. Anonimo (rusia)
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