El Zar había partido a la guerra y la Zarina , desconsolada, se
sentaba al amanecer en la ventana de su palacio y allí permanecía hasta
medianoche esperando a su señor. Pasaron las semanas y los meses, y la víspera
de Navidad la Zarina
dio a luz una niña. Precisamente aquel mismo día regresó el Zar de la guerra,
pero los dolores del parto, los sufrimientos por la ausencia de su esposo y la
emoción de verlo de nuevo acabaron con su vida, mientras las campanas repicaban
en honor del Hijo de Dios.
La pena del Zar fue sincera y
amarga, pero al cabo de un año se casó por segunda vez. La nueva Zarina era
esbelta como un abedul y bella como un haz de trigo cuando el sol lo dora. Su
alma, sin embargo, no era hermosa, sino orgullosa y llena de envidia. Poseía un
espejo de plata que, bajo su apariencia corriente, tenía el don de la palabra y
la Zarina
hablaba frecuentemente con él y le preguntaba:
-Espejito, tesoro mío, sólo tú
conoces la verdad. Dime cuál es la mujer más hermosa y la que posee los labios
más rojos y la más blanca frente.
El espejo contestaba:
-Vos sois la más bella; nadie puede
negarlo.
Y la coqueta Zarina reía de gozo
ante la adulación del espejo. Así aumentaba su orgullo y su desprecio por todos
los demás.
Mientras tanto la hija del Zar
crecía en el palacio como una flor, y por su belleza y simpatía despertaba el
afecto de todos los que la conocían.
Un día llegó a palacio un correo
con este mensaje para el Zar:
-El príncipe Alexei os saluda y os
pide la mano de vuestra hija.
El Zar, que conocía y apreciaba al
príncipe, le otorgó la mano de su hija. La dote fueron siete ricas ciudades de
su reino con un centenar de palacios. Ordenó también que se celebrasen fiestas
por el noviazgo de la pequeña princesa y pidió a los súbditos, ricos y pobres,
que participasen de su alegría.
Cuando las fiestas estaban a punto
de celebrarse, la perversa Zarina se vistió con un traje espléndido y preguntó
al espejo:
-Espejito, dime, ¿quién es la mujer
más bella a los ojos de los hombres? ¿Cuál es la que posee los labios más rojos
y la frente más blanca?
-Vos, graciosa Zarina, sois hermosa
a los ojos de los hombres. Sin embargo, la joven princesa, la prometida de
Alexei, es más bella que vos; sus labios son más rojos y su frente más blanca
-contestó el espejo.
-Espejo embustero, ¿qué broma es
esta? ¿Cómo se puede atrever la princesa a compararse conmigo? Ciertamente que
es más blanca que yo, porque desde el alba hasta la puesta del sol, su madre
permanecía en la ventana con sus manos cruzadas sobre el pecho, mirando la
nieve. Pero no es más hermosa. Me has dicho muchas veces que no hay en la
tierra una mujer que pueda rivalizar conmigo.
El espejo, sin embargo, insistía:
-La amada de Alexis es más hermosa
que vos; sus labios son más rojos y su frente más blanca.
Entonces la Zarina lanzó el espejo al
rincón más lejano de su cuarto y encargó a Chernavka, su doncella, que llevara
a la princesa a un bosque lejano y la atara a un pino corpulento para que los
lobos la devorasen. Chernavka, aterrorizada por la ira de su señora, no se
atrevió a contradecirla y condujo a la joven princesa a lo más profundo del
bosque. Al verse alejada tan precipitadamente del palacio y, asustada por la
actitud de la criada, la princesa le dijo:
-Mi buena Chernavka, ¿te he hecho
algún mal sin saberlo? ¿Adónde me llevas con tanta prisa?
-No puedo volver contigo a palacio
-contestó la doncella-, pues la
Zarina quiere asesinarte. Sin embargo, tampoco quiero atarte
a un árbol, como ella me ordenó, para que los lobos te devoren. No llores, mi
bella niña; busca refugio donde puedas y que el Señor te libre de todo mal.
Cuando regresó la doncella a
palacio, la Zarina
preguntó:
-¿Cómo se encuentra ahora esa
hermosa princesa con sus rojos labios y su blanca frente?
-La he atado a un pino corpulento;
así la dejé en medio del bosque. No podrá defenderse de las bestias salvajes y
morirá en seguida.
Tras la desaparición prolongada de
la princesa, comenzó a circular misteriosamente por palacio el rumor de que
había muerto. Los invitados se lamentaban consternados, el Zar se retiró para
llorar por su hija perdida y el príncipe Alexei montó a caballo y salió en
busca de su prometida.
Mientras, la princesa erraba
durante la larga noche sin que nadie le hiciera daño. Si alguna fiera se
acercaba, ella ponía las manos sobre el lomo del animal, le hablaba dulcemente
y calmaba su fiereza.
Al amanecer oyó ladridos y pronto
divisó una casa cuya puerta vigilaba un perro. Cuando este vio a la princesa,
corrió a su lado, entre alegres saltos, como para darle la bienvenida. La
princesita entró en la casa, donde había un cuarto con bancos de roble, una
mesa y una estufa. En seguida comprendió que aquella era la vivienda de gentes
que vivían en la paz del Señor y allí pensó descansar. Inmediatamente se puso a
barrer y arreglar la estancia y a continuación encendió fuego en la estufa y
una vela delante del icono del Señor. Luego entró en un cuarto y se quedó
dormida.
Pasaron las horas y, cuando la
primera estrella lució en el cielo azul, el piafar de unos caballos rompió el
silencio del bosque. Al poco tiempo, siete gigantes con el rostro encendido por
el ejercicio de la caza entraron en la casa. El mayor de los gigantes exclamó:
-¡Qué maravilla! La casa está
barrida y arreglada, el fuego y el cirio están encendidos como si fuera una
bienvenida.
Luego gritó:
-Quienquiera que seas, sal para que
podamos conocerte y tenerte como amigo. Si eres viejo y de barba gris, te
honraremos como nuestro señor; si eres joven, serás nuestro hermano en armas;
si eres una dama, te llamaremos nuestra madre y cuidarás de nuestra casa, y si
eres doncella, serás nuestra hermana querida.
La princesita apareció ruborosa y
llena de confusión, se inclinó ante los gigantes y pidió perdón por haber
entrado en la casa sin haber sido invitada. Los gigantes pensaron que la
doncella no podía ser sino hija de un zar, tales eran su belleza y simpatía. La
hicieron sentar a la cabecera de la mesa y pusieron ante ella un vaso de vino y
una torta de pan. Bebió la princesa, partió la torta y comió con apetito; pero
el cansancio pudo con ella y su cabeza se dobló pronto sobre el pecho. El mayor
de los hermanos la cogió delicadamente en sus brazos y la llevó a una alcoba
para que descansara allí tranquila-mente.
Así fue como la joven princesa se
quedó a vivir en el bosque con los siete gigantes. Los días seguían su curso y
la muchacha no conocía ni la soledad ni la pena, pues sus manos estaban ocupadas
en las tareas domésticas y su corazón estaba alegre, lejos del odio de la Zarina. Todas las
mañanas, antes de que amaneciera, los siete hermanos, en amigable compañía,
montaban sus corceles y cabalgaban por montes y llanos, adiestrando su brazo en
la caza. Otras veces iban a pelear con los habitantes del Cáucaso, para
expulsarlos del país.
La princesita se quedaba en casa
para arreglar la casa, encender el fuego, preparar la cerveza, amasar el pan y
dar la bienvenida a los gigantes cuando regresaban a la caída de la tarde. El
perro Sakolka era el defensor de la princesa cuando quedaba sola.
Sucedió que los siete hermanos
estaban enamorados de la joven princesa y, después de reunirse en consejo,
decidieron hablarle. En efecto, una mañana entraron en su cuarto, antes de
salir de caza, y el mayor de ellos tomó la palabra:
-Muchacha, tú eres nuestra hermana
querida. Pero el amor ha prendido de tal manera en nuestros corazones que
venimos ahora, como humildes pretendientes, a pedir tu mano. Como no puedes
casarte con los siete, te rogamos que restablezcas la paz entre nosotros
eligiendo a uno por marido, y los demás seguirán llamándote hermana. ¿Por qué
niegas con la cabeza? ¿Es que no nos quieres a ninguno de nosotros o es que no
te merecemos?
-¡Ay de mí, queridos hermanos!
-exclamó la princesita-. ¡Que Dios me castigue si no digo la verdad! Os amo,
sí, bravos guerreros y fieles caballeros; todos sois igualmente queridos por
mí. Sin embargo, no puedo casarme con ninguno, pues estoy prometida al príncipe
Alexei. Él es mi pretendiente y le amo más que al resto de los hombres.
Los siete hermanos comprendieron y
aceptaron las palabras de la princesita, se inclinaron ante ella y salieron de
su cuarto. Nunca volvieron a hablar de amor y siguieron viviendo como una
familia en paz y tranquilidad.
En palacio, la perversa Zarina
meditaba y seguía odiando a la que creía difunta princesa. Durante muchos días
su espejito quedó abandonado en el rincón más apartado del cuarto, pero, pasado
el tiempo y olvidado su rencor, ella sintió deseos de contemplar su belleza.
Cogió el espejo, se miró en él y dijo:
-Buenos días, espejito. ¿Cuál es la
mujer más hermosa del mundo?
-Vos, graciosa Zarina, -contesto el
espejo- sois bastante hermosa, nadie puede negarlo. Pero en lo más profundo del
bosque vive una doncella con siete gigantes. Es cien veces más hermosa que vos.
Sus labios son rojos como una gota de sangre y su frente es blanca como la
nieve recién caída.
-¡Maldita seas, embustera! ¿Dónde
has escondido a la princesa?
La criada cayó de rodillas,
llorando, y contestó:
- Señora, no la escondí. La dejé
sola en el bosque, buscando un refugio para guarecerse.
-Ahora habita la casa de los siete
gigantes. ¡Búscala y mátala! Si le salvas la vida por segunda vez, perderás la
tuya.
La princesita, que hilaba en la
ventana esperando el regreso de sus hermanos, oyó el furioso ladrido del perro
Sakolka y, levantando la cabeza, vio una anciana mendiga que luchaba con su
bastón para alejar al perro de su lado. La princesa exclamó:
-¡Esperad, pobre anciana! Enseguida
iré y os daré una limosna.
-¡Daos prisa, hermosa joven! ¡El
perro quiere morderme!
Cuando la princesita, con un pedazo
de pan, quiso cruzar el umbral de la puerta, Sakolka se atravesó en el camino y
le impidió el paso. Al acercarse la anciana, el perro enseñaba los dientes y se
lanzaba sobre ella, como una de las fieras del bosque. Así que la mendiga huyó
a toda prisa, mientras que la princesa volvió a llamarla:
-No sé qué puede pasarle al perro.
Os echaré el pan desde aquí; juntad las manos para recibirlo.
Lanzó el pan a la anciana que lo
recibió en sus manos diciendo:
-¡Qué recaiga una bendición sobre
vuestra hermosa cabeza! ¡Tomad este regalo a cambio!
Y le arrojó una dorada manzana.
El perro Sakolka quiso coger la
fruta en el aire, pero está cayó en manos de la princesita.
-Dios os recompensará por el pan
que me habéis dado -dijo la anciana-. En cuanto a la manzana, podéis comerla
cuando no tengáis nada mejor que hacer. Que sigáis bien.
La princesa acarició al perro y le
dijo:
-¿Qué te pasa, Sakolka?
Y el perro seguía con la cabeza
levantada y gruñía tristemente.
La doncella volvió a su rueca y
puso delante de sí la manzana para que le alegrara la vista. La fruta tenía un
aspecto delicioso. Era tan roja como una doncella ante su amado y tan dorada
como una vasija llena de miel. La princesa quiso esperar la vuelta de sus
hermanos para que también ellos pudieran probar aquella manzana deliciosa.
Pero, a fuerza de mirarla, no pudo resistir y, llevándosela a los labios,
hundió en ella sus dientecitos. En el mismo instante cayó hacia atrás, como una
caña que dobla el viento; las blancas manos se deslizaron a los lados de su cuerpo
y la manzana de oro rodó al rincón más alejado del cuarto. El perro se tendió
al lado del cuerpo de la joven, con la cabeza entre las patas delanteras, y así
permaneció inmóvil mucho tiempo.
Horas más tarde el piafar de los
caballos rompió la tranquilidad del bosque y los siete gigantes llegaron,
cabalgando alegremente. Habían derrotado a los ejércitos enemigos y el júbilo
de la victoria resplandecía en los siete semblantes. Pero a la entrada del
hogar nadie les dio la bienvenida y dentro todo era sombra y silencio.
-Algo grave ocurre –exclamaron los
hermanos.
Encontraron a la princesita tendida en el suelo con el perro a su
lado. Cuando este vio a los siete gigantes empezó a dar vueltas, ladrando como
un loco. Al fin encontró la dorada manzana y, tragándola de un solo bocado,
cayó muerto instantáneamente.
El gigante mayor colocó a la princesita en el banco y, puestos todos
alrededor, rogaron para que descansara en paz su alma, mientras en sus
corazones estallaba la pena. La vistieron con un traje blanco como la nieve y
se dispusieron a enterrarla. Pero, de pronto, observaron que la princesa no
parecía muerta, sino envuelta en el maleficio de un sueño. Sus labios seguían
siendo rojos y su frente poseía la misma blancura.
Así pasaron tres días y la doncella permanecía inmóvil. Al fin, los
hermanos colocaron a la princesa en un ataúd de cristal y la llevaron sobre sus
poderosos hombros a un monte lejano, elevado en medio de un extenso valle.
Atravesaron una puerta oscura en la falda del monte, y pronto llegaron a una
caverna escondida, donde colgaron el ataúd de cristal, suspendiéndole en el
aire por medio de gruesas cadenas para que cuando soplara el viento meciese el
dulce sueño de la desgraciada hermana. En nombre de todos sus hermanos, el
mayor de los gigantes se despidió con estas palabras:
-Duerme dulcemente, tú, cuya belleza ha provocado los celos de algún
espíritu. Ahora que sólo eres la prometida de la muerte, ¡que los cielos
reciban tu alma!
Dichas estas palabras, los siete hermanos dejaron allí a la princesa.
Mientras tanto, la perversa Zarina consultó una vez más al espejito:
-Espejito, tesoro mío, ¿quién es la más bella mujer del mundo? ¿Cuál
es la que tiene los labios más rojos y la frente más blanca?
-Vos, graciosa Zarina; nadie puede negarlo. Vos sois la más bella a
los ojos de los hombres. Vuestros labios son los más rojos: vuestra frente la
más blanca.
Y así, al fin, quedó contenta la perversa Zarina.
Durante muchas noches y muchos días, Alexei había viajado por el
reino, buscando a su prometida por todas partes. A los caminantes que
encontraba les hacía la misma pregunta:
-¿Habéis oído hablar de la princesita? Yo soy su prometido.
Pero nadie sabía de ella y nunca pudo recibir la información que
deseaba. Al fin, como último recurso, Alexei elevó sus ojos al cielo y exclamó:
-Sol, tú que eres la luz y el señor de los cielos; tú que
incansablemente unes la helada mano del invierno con el tibio abrazo de la
primavera, ¿no sabes nada de la princesita? ¡Yo soy su prometido!
-No, hermano mío. Aunque mis ojos pueden ver toda la tierra y
sus criaturas, no veo a la princesita. Puede que la luna, mi hermana de
la noche, haya podido contemplar el rastro de sus pies. Pregúntale a ella.
Dicho esto, el sol siguió su curso. Alexei se sentó sobre una piedra y
esperó la noche. Cuando llegó la oscuridad y se alzó la luna en el cielo, le
rogó con alta voz:
-Luna, luna, tú que eres como una trompeta de oro en el cielo; tú,
lámpara de la oscuridad, que brillas tanto como todas las estrellas, que se enamoran
de tu luz radiante y salen sólo para mirarla, ¿has visto a la princesita? Yo
soy su prometido.
-No, hermano mío. No la he visto. Mi vigilancia no dura más que unas
horas durante la noche.
-El sol no la ha visto durante el día ni la luna durante la noche.
¿Dónde encontraré a la princesa -murmuraba el enamorado- sino en brazos de la
muerte?
-¡Espera! ¿Has interrogado al viento que sopla hasta las escondidas
cavernas?
Dicho esto, la luna siguió su lento viaje por el cielo. Alexei se
reanimó y corrió, gritándole al viento:
-¡Viento, viento! Tú, tan poderoso, tú que sirves de pastor a las
veloces nubes, que mandas a las olas, que te precipitas en el desierto, que
sólo dependes de Dios, ¿sabes algo de la princesita? Yo soy su prometido.
El poderoso viento contestó:
-Sí, he visto a la princesita, pero poco consuelo puedo darte. Más
allá de un río que corre con suavidad, hay una escondida caverna donde nadie
entra, excepto yo. Allí, colgado de gruesas cadenas, colocado entre dos
columnas, un ataúd de cristal se mueve a mi soplo. En el ataúd está la
princesita, dormida.
Siguió su camino el viento y Alexei lloró al saber la triste noticia.
Pero después de secar sus lágrimas encaminó su corcel hacia el lejano lugar
donde dormía su prometida. Viajó de noche y de día hasta llegar a aquel
desolado monte. Pasó por la oscura puerta y allí, en la eterna noche, contempló
el ataúd de cristal donde dormía la princesa, balanceándose entre las columnas.
Al verla tan pálida y hermosa, su corazón no pudo contener su dolor y se arrojó
sobre el ataúd de cristal con tal violencia que este cayó al suelo y se rompió
en mil fragmentos. En aquel instante se despertó la princesa y exclamó con un
suspiro de sorpresa y extrañeza:
-¡Qué profundo ha sido mi sueño! ¡Qué raras mis pesadillas!
Pero cuando divisó a Alexei, lo olvidó todo e, incorporándose, suspiró
con emoción:
-¡Alexei! ¡Mi amado!
Se fundieron en un fuerte abrazo y llenos de alegría tomaron el camino
de palacio.
Sucedió que en aquel mismo instante, la perversa Zarina interrogó
distraída al espejo:
-Espejito, tesoro mío, ¿cuál es la más bella mujer del mundo? ¿Cuál
posee los labios más rojos y la frente más blanca?
-Vos, graciosa Zarina, sois bastante hermosa a los ojos de los
hombres; nadie podrá negarlo. Pero aquella a quien el príncipe Alexei trae a
palacio es cien veces más bella que vos; sus labios son más rojos que una gota
de sangre y su frente es más blanca que la nieve recién caída.
La perversa Zarina arrojó el espejito que quedó roto en mil pedazos y
corrió enfurecida a la puerta de su cuarto. Allí se encontró con la princesita
que Alexei llevaba en brazos. Era tan radiante su belleza que el corazón de la Zarina soltó todo su veneno
y cayó muerta.
Hubo grandes regocijos en todo el reino y la princesita se desposó con
su prometido Alexei en medio de mil fiestas y agasajos. Los siete gigantes
fueron invitados a la boda y bailaron hasta que oyeron cantar el gallo.
062. Anonimo (rusia)
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