La noche de Difuntos tuvo
siempre su particular orla de misterio y las leyendas que se han tejido sobre
ella, en todo tiempo y lugar, van desde lo morboso a lo ingenuo, sin regatear
elementos con los que excitar la imaginación de quien las lee.
Los cementerios, a la
blancuzca claridad de la luna, y los paisajes rurales, solitarios y
estremecidos por la tormenta, son escenarios favoritos para estos relatos que
adquieren una enigmática resonancia al ser contados a la luz de la débil
lamparilla de aceite que la costum-bre cristiana hace arder, durante toda
aquella noche, en una estancia de la casa. En Eivissa, además, una mano
familiar disponía en una alacena la ración de piñones con que se alimentarían
los espíritus del clan. Es una costumbre paganizante, sin duda, pero válida por
recordar aquellos tiempos en los que se tenían dispuestas en el lar las
viandas que los penates -las almas de los difuntos- acudían a consumir
periódicamente. De todo esto, la larguísima historia de la isla, enraizada en
muy remotas culturas, ha venido guardando un hermoso legado.
Y los relatos surgen de
nuevo, repitiéndose cada año con reno-vada imaginación, con igual misterio...
* * *
El sepulturero, tras la
ventana de su cobertizo, hacía tiempo que no apartaba la vista de un rincón
del camposanto de Eivissa. La noche era fría y, sólo de forma intermitente, algún
tímido rayo de luna conseguía perforar la densa capa de nubes. El hombre no era
miedoso -¡faltaría más!- y, si alguna vez sintió aprensión por su oficio,
hacía años que la había olvidado por completo. Ya perdía la cuenta de los muchos
que había acomodado en las entrañas de la tierra y hasta le había tomado
cariño a su trabajo.
Sin embargo, aquel bulto,
moviéndose despaciosamente sobre la pared de nichos, le tenía intrigado. Cogió
su escopeta por si pudiera tratarse de algún salteador de tumbas y,
sigilosamente, fue deslizándose entre las sepulturas. Protegiéndose tras los
mausoleos, paso a paso, se aproximó a la silueta.
-¡Eh!, ¿quién anda ahí?
preguntó, y su voz adquirió una extraña resonancia que, incluso, llegó a
sorprenderle a él mismo.
Sólo el silencio
respondió a su pregunta. El silencio y un extraño crujido emitido por la
sinuosa sombra. El hombre amartilló su arma: «Un ladrón no es, ¡seguro! -se
dijo-. Hubiera huido ya. Y un vivo... ¿qué demonios podría hacer un vivo aquí,
a estas horas?».
Un escalofrío le recorrió
el espinazo. Aquel crujir, cada vez. que el fantasmón se movía... Y si no era
un vivo ni un ladrón, sólo podía ser ¿un muerto? ¡Ah, no!, eso sí que no. Y
como para asegurarse que no estaba soñando, el sepulturero disparó a ciegas su
escopeta. El trueno de la detonación, repetido cien veces al rebotar sobre las
losas, pareció infundirle ánimos. Y, en vista de que la sombra seguía allí,
emitiendo sus extraños chasquids, decidió abreviar.
Se acercó a la pared,
agarró al bulto por los faldones de su embozo y tiró con fuerza, haciéndole
caer al suelo.
A la incierta claridad de
la luna vio sus ojos extraviados y su boca, desdentada, riéndole torpemente.
Era el tonto del vecindario que, a falta de mejores ideas, había llegado hasta
allí para, encaramado a la tapia del cementerio, comerse unas costras de bizcocho tostado que crujían
sonoramente al morderlas.
* * *
También la noche de
Difuntos de un lejano año, un solitario camino del interior de la isla fue el
escenario de una historia un tanto macabra:
Mucha debía ser la
necesidad de aquel molinero que, en medio de aquella tormenta y, olvidando el precepto
de no trabajar aquel día, decidió cargar su mula con un saco de harina y
llevarlo a quien se lo había encargado.
Resguardándose de la
lluvia bajo el amplio manteo y protegiendo la carga como podía, el hombre tomó
el camino del pueblo. Más que un sendero, aquello era un barrizal. El molinero,
empapadas sus alpargatas y renegando sin descanso, tiraba del ronzan de la
bestia como queriendo ayudarla a mantener el equilibrio sobre el resbaladizo
piso del camino.
Al doblar un recodo, el
animal patinó peligrosamente y, en su intento por mantenerse en pie, hizo caer
de su lomo el pasado fardo. Inútilmente intentó levantarlo el molinero, resoplando
y jurando como un condenado, hasta que, incapaz de conseguirlo, optó por ir en
busca de ayuda a la casa cuya luz se entreveía, apenas, a la distancia de un
tiro de piedra.
El hombre halló la puerta
abierta y llamó. Esperó un momento y, como no obtuviera respuesta, decidió
entrar. Un grupo de hombres encapuchados, con la cabeza baja y las manos
escondidas en las anchas bocamangas de sus hábitos, parecían rezar en silencio,
en la casi penumbra de la estancia. »Tienen aspecto de frailes», pensó el
molinero y repitió, en voz alta, su petición de ayuda. Nadie pareció enterarse
de su presencia y el hombre, a quien preocupaba la harina empapándose, poco a
poco, en mitad del camino, volvió a rogar, esta vez por amor de Dios, que le
socorrieran.
Con una voz débil y como
hueca, uno de ellos se levantó: «Vamos», dijo, y echó a andar hacia la puerta.
Los huesos le crujían
siniestramente al encapuchado que caminaba cansinamente, sin pronunciar
palabra y sin mostrar su rostro al intrigado molinero que, de no haber sido
por no perder la carga, hubiera tomado de buena gana el camino de regreso a su
molino.
Llegados junto a la saca,
la asieron para izarla de nuevo a lomos de la mula. El molinero resoplaba al
aupar el fardo. El de la capucha parecía no tener ninguna fuerza y, a juzgar
por cómo le chascaban los huesos, iba a rompersé en pedazos si continuaba
esforzándose. Al cabo de varios intentos, lo consiguieron.
-Sólo porque lo pedisteis
por amor de Dios -dijo el encapuchado con su extraña voz- os he prestado
ayuda. Seguid camino y no volváis la vista atrás.
El molinero, sin embargo,
no era hombre que admitiera órdenes fácilmente. Tiró del ronzal y echó a andar
junto a la mula. A los pocos pasos, paró y se dio la vuelta. Aún tuvo las fuerzas
suficientes para sacudir un estacazo al animal y salir corriendo tras él, sin
importarle el barro ni la harina ni la tormenta. Lo que acababa de ver, era
como para helar la sangre al más entero.
En el centro del camino,
el viento arrebujaba los faldones al encapuchado. Sus tibias descarnadas,
apoyadas sobre la desnuda osamenta de unos pies deformes, parecían fosforescer
a la claridad de la luna. Levantada por primera vez la cabeza, el esqueleto
miraba marchar al molinero desde la hueca cavidad de sus ojos vacíos...
Fuente: Gabriel Sabrafin
092. Anonimo (balear-eivissa)
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