Había
una vez un viejo matrimonio que tenía un hijo llamado Martín. El marido enfermó
y murió y, aunque se había pasado toda la vida trabajando no dejó más herencia
que doscientos rublos. La viuda no quería gastar este dinero. ¿Mas, qué remedio
le quedaba? Como no tenían qué comer hubo de recurrir a la vasija en que
guardaba el patrimonio. Contó cien rublos y mandó a su hijo a comprar pan para
todo el año. Martín, el hijo de la viuda, fue a la ciudad. Al llegar al mercado
le sorprendió un tumulto del que salían gritos que asordaban y, al inquirir la
causa, se enteró de que los carniceros habían atado un perro a un poste y le
pegaban sin misericordia. Martín se compadeció del perro y dijo a los
carniceros:
-Hermanos
míos, ¿por qué pegáis al perro tan desalmadamente?
-¿Por
qué no hemos de pegarle, si ha echado a perder todo un cuarto de ternera?
-¡Pero
no le peguéis más, hermanos! Más os valdría vendérmelo.
-Cómpralo,
si quieres -le replicaron los carniceros burlándose de él.- Pero no te daremos
por menos de cien rublos semejante alhaja.
-Y
bien, cien rublos no son más que cien rublos, después de todo.
Y
Martín dio los cien rublos por el perro, que se llamaba Jurka, y se volvió a
casa.
-¿Qué
has comprado? -le preguntó su madre.
-¡Mira,
he comprado a Jurka! -contestó el hijo. Su madre le armó un escándalo y lo
reprendió, gritando:
-¿No
te da vergüenza? ¡Pronto no tendremos nada que llevarnos a la boca y tú has ido
a tirar el dinero en un condenado perro!
Al
día siguiente la mujer mandó a su hijo a la ciudad y le dijo:
-Piensa
que te llevas los últimos cien rublos. Compra pan. Hoy recogeré la poca harina
que queda en los rincones y aun haré alguna torta, pero mañana no tendremos
nada que comer.
Martín
fue a la ciudad y se paseaba por las calles curioseando cuando vio un chico que
arrastraba a un gato atado por el cuello.
-¡Espera!
-le gritó Martín.- ¿Por qué arrastras a Miz?
-¡Voy
a ahogarlo!
-¿Pues
qué ha hecho?
-Es
un granuja. Ha robado un ganso.
-No
lo ahogues. Más te valdrá vendérmelo.
-¡No
te lo vendería por menos de cien rublos!
-Y
bien, cien rublos no son más que cien rublos, después de todo. Aquí los tienes.
Y
se llevó a Miz.
-¿Qué
has comprado, hijo mío?, -le preguntó su madre cuando llegó a casa.
-¡El
gato Miz!
-¿Y
qué más?
-Tal
vez quede algún dinero y podremos comprar otra cosa.
-¡Oh,
santo cielo! ¡Qué necio eres! -chilló la madre.- ¡Sal ahora mismo de casa y
gánate la vida!
Martín
no se atrevió a replicar a su madre. Cogió a Jurka y a Miz y se marchó a la
próxima aldea en busca de trabajo. Allí encontró a un rico granjero que le
preguntó:
-¿Dónde
vas?
-Voy
a ajustarme como jornalero.
-Ven
conmigo. Yo tomo jornaleros sin contrato, pero si me sirves bien durante un
año, no te arrepentirás.
Martín
se avino y durante un año trabajó para el granjero sin descanso. Llegado el día
del pago, el granjero condujo a Martín al pajar, le mostró dos sacos llenos y
le dijo:
-
Coge el que quieras.
Martín
examinó los sacos. El uno estaba lleno de monedas y el otro de arena, y él pensó
para sí: "Esto no está hecho sin razón alguna; sin duda es un engaño.
Cogeré el de arena y no dudo que saldrá algo bueno".
Martín
se cargó el saco de arena y fue en busca de trabajo a otro pueblo. Anda que
andarás, anda que andarás, llegó a un bosque enmarañado y en el interior del
bosque había un claro y en el claro un círculo de fuego y en el centro del
círculo una doncella tan hermosa que daba gloria mirarla. Y la hermosa doncella
le dijo:
-Martín,
hijo de la viuda, si quieres ser feliz, sírveme; apaga el fuego con la arena
que has ganado con tu trabajo.
-Y
bien, ¿por qué no? -pensó Martín.- ¿Qué he de hacer con este saco que pesa
tanto? Es preferible socorrer con él a una persona.
Y
como lo pensó lo hizo. Desató el saco y esparció la arena por el fuego.
Enseguida se extinguió la hoguera, pero la hermosa doncella se transformó en
una serpiente, se enroscó a la cintura y al cuello del muchacho y le dijo:
-¡No
temas, Martín, hijo de la viuda! Ve sin miedo a la tierra de Tres Veces Diez,
al mundo subterráneo que gobierna mi padre. Pero ten presente lo que te digo:
él te ofrecerá plata y oro y piedras preciosas a manos llenas; tú no aceptarás
nada de lo que te ofrezca, pero le pedirás la sortija que lleva en el dedo
meñique. Esa sortija no es una sortija cualquiera. Si la cambias de dedo, doce
jóvenes campeones se te aparecerán inmediatamente, y en una noche harán lo que
les mandes
El
mozo se puso a caminar y al cabo de muchos días y muchas noches llegó al país
de Tres Veces Diez, y al pasar por una roca levantada en medio del camino, la
serpiente saltó de su cuello y se convirtió en la hermosa doncella de antes.
-Sígueme
-dijo a Martín, mostrándole un agujero debajo de la roca.
Durante
mucho tiempo estuvieron andando por aquel túnel hasta que llegaron a una llanura
al aire libre, y en mitad de esta llanura se levantaba un castillo de
alabastro, con tejados de escamas de oro, y pináculos de oro.
-Ahí
es donde vive mi padre, el Zar de esta región subterránea -dijo la hermosa
doncella.
Los
viajeros entraron al castillo y el Zar los recibió amablemente.
-Mi
querida hija, no esperaba verte por aquí. ¿Por dónde te has estado arrastrando
todo este tiempo?
-¡Mí
querido padre y luz de mis ojos: me hubiera perdido para siempre a no ser por
este joven que me salvó de una muerte irremediable!
El
Zar se volvió a mirar amistosamente a Martín y dijo:
-Gracias,
joven. Estoy dispuesto a premiarte con lo que desees. Toma cuanto quieras de mi
plata, de mi oro y de mis piedras preciosas.
-Gracias,
soberano Zar, por tu generosidad; no quiero plata ni oro ni piedras preciosas,
pero si quieres premiarme a medida de tu magnanimidad, te ruego que me des la
sortija que luce en el dedo meñique de tu real diestra. Siempre que la mire me
acordaré de ti, y si algún día encuentro la mujer que rinda mi corazón, se la
regalaré.
El
Zar se quitó inmediatamente la sortija y se la dio a Martín, diciendo:
-No
faltaba más, buen joven. Toma mi sortija y que te aproveche. ¡Pero no digas a
nadie que no es una sortija como cualquier otra, porque podría acarrearte
graves perjuicios!
Martín,
el hijo de la viuda dio las gracias al Zar y tomó la sortija. Luego se volvió
por donde había entrado al reino subterráneo. Llegó a su casa, consoló a su
madre y vivieron los dos sin que nada les faltara. Pero, a pesar de la buena
vida que se daba, Martín estaba triste. ¿Y cómo no había de estarlo si deseaba
casarse y el objeto de su amor no era una muchacha de su clase sino nada menos
que la hija del rey? Consultó a su madre y le rogó que hiciese de casamentero,
diciéndole:
-Ve
tu misma a ver al Rey y pídele para mí la mano de su hija, la sin par Princesa.
-Pero,
hijo mío, ¿no sería mejor que tú mismo cuidaras de eso? ¿Cómo quieres que vaya
yo a ver al rey a pedirle su hija para ti? Eso equivaldría a pedir que nos
cortasen la cabeza a los dos.
-¡No
tengas miedo, madre mía! Cuando yo te mando, puedes ir tranquila. Y procura no
volver sin una contestación.
La
buena anciana se dirigió, sin más, al palacio real, y sin hacerse anunciar
empezó a subir la regia escalera. Los guardias le impidieron el paso con las
armas pero ella las apartó sin inmutarse y continuó subiendo. Luego acudieron
lacayos que la cogieron suavemente del brazo con intención de echarla, pero la
mujer movió tal zipizape y lanzó tales chillidos, que el mismo Rey oyó el ruido
y salió a la ventana a ver qué pasaba. Y, en efecto, vio que sus lacayos
trataban de hacer retroceder a una mujer que gritaba con todas sus fuerzas.
-¡No
quiero marcharme! ¡He venido a ver al Rey, porque tengo que darle un encargo
que le conviene!
El
Rey ordenó que dejasen pasar a la anciana, y ésta fue admitida en el suntuoso
salón del trono, donde la esperaba el Rey rodeado de sus ministros. La anciana
invocó a los santos y se inclinó ante el Rey.
-¿Qué
tienes que decirme, anciana? -preguntó el Rey.
-Pues,
Señor, he venido a ver a su Majestad... que no ofendan mis palabras... ¡He
venido a ver a su Majestad como casamentera!
-¿Has
perdido el seso, abuela? -gritó el Rey, frunciendo el ceño.
-No,
padrecito, no te enojes y dame una contestación. Tú tienes la mercancía: una
hijita, una belleza; yo tengo el comprador: un joven, tan listo, tan
inteligente, tan entendido en todo negocio, que no podrías encontrar mejor
yerno. Dime, por lo tanto, sin rodeos: ¿quieres casar a tu hija con mi hijo?
El
Rey la escuchaba en silencio mientras su ceño se oscurecía como la noche, pero
pensó: "¿Por qué un rey como yo se ha de encolerizar con una pobre
vieja?" Y los ministros se asustaron viendo que se desfruncía el ceño del
rey y que éste la miraba sonriendo.
-Si
tu hijo es tan listo y entendido en toda clase de negocios que me construya en
veinticuatro horas un palacio más suntuoso que el mío, y que entre su palacio y
el mío cuelgue un puente de cristal, y que a lo largo del puente haya manzanos
con frutos de oro y en las ramas de estos árboles canten aves del paraíso. Y a
la derecha del puente de cristal erija una catedral de cinco pisos de altura,
con cúpulas de oro, donde pueda ser coronado con mi hija el día que se casen.
Pero si tu hijo no puede hacer esto, en castigo a vuestra presunción, haré que
os unten de alquitrán y os cubran de plumas, y os colgaré enjaulados en la
plaza del mercado para que la buena gente se ría de vosotros.
Y
el Rey sonrió con más complacencia, mientras sus magnates y sus ministros se
desternillaban de risa y elogiaban a voz en grito la sabiduría de su soberano,
pensando: "¡Qué divertido será ver a la vieja y a su hijo colgados en
jaulas! Y que lo veremos es tan claro como la luz del sol. Antes nos crecerá
barba en la palma de la mano que ese joven realice lo que se le manda". Y
la pobre madre estaba a punto de desvanecerse.
-¡Cómo!
-preguntó- ¿Esa es tu última palabra de rey? ¿Ésa es la contestación que he de
dar a mi hijo?
-Sí,
has de decirle esto: Si realizas ese trabajo te dará la mano de su hija; de lo
contrario, nos encerrará en jaulas.
La
pobre mujer llegó a casa más muerta que viva. Se tambaleaba y la ahogaba el
llanto. Cuando vio a Martín empezó a gritarle desde lejos:
-¿No
te dije, hijo mío, que fueras tú mismo? ¡Ahora sí que estamos perdidos sin
remedio! -Y le contó lo sucedido.
-Anímate,
madre -dijo Martín.- Reza y échate a dormir, que la almohada es buena
consejera.
Pero
él salió de casa, cambió la sortija de dedo e inmediatamente aparecieron los
doce jóvenes.
-¿Qué
quieres de nosotros?
Les
dijo lo que el rey exigía de él y los jóvenes contestaron:
-Mañana
estarán cumplidos tus deseos.
Al
levantarse el rey al día siguiente, le sorprendió ver construido un magnífico
palacio que se comunicaba con el suyo por un puente de cristal. Y a cada lado
del puente crecían hermosos manzanos en cuyas ramas cantaban aves del paraíso.
Y a la derecha del puente, resplandeciendo como el fuego a los rayos del sol se
levantaba una catedral con sus altivas cúpulas de oro. Y las campanas de la catedral
tocaban arrebatadamente llamando en todas direcciones. El rey hubo de cumplir
su palabra. Elevó a su yerno a la más alta jerarquía, le dio a su hija por
esposa, y celebró la boda con grandes festejos. El vino corría a torrentes y
todos bebieron hasta no poder más.
Martín
vivía en su palacio y comía y bebía de lo mejor, y su mujer era con él suave
como la manteca; pero no lo quería de corazón y cuando pensaba que no se había
casado con el hijo de un Zar o el hijo de un rey o al menos un príncipe del
mar, sino con Martín, el hijo de la viuda, se sentía humillada y deprimida. Y
empezó a pensar en la mejor manera de deshacerse de un marido a quien odiaba.
Lo acariciaba, lo lisonjeaba, lo mimaba, y cuando estaban solos le rogaba que
le descubriese el misterio de su sabiduría. Y sucedió que un día que el rey lo
invitó a su mesa, después de mucho beber y divertirse con todos los cortesanos,
al volver a casa se acostó a descansar y la princesa lo llenó de atenciones y
caricias y lo engatusó y le hizo beber de tal manera, que logró de él lo que
quería, pues Martín le habló de su sortija encantada y de la manera de servirse
de ella. Y apenas Martín se durmió y se puso a roncar, la Princesa le quitó el
anillo del dedo y bajó al patio, donde cambió la sortija de un dedo a otro, e
inmediatamente se le aparecieron los doce jóvenes.
-¿Qué
deseas?
-Que
mañana por la mañana hayan desaparecido el palacio, el jardín y la catedral y
no quede en su lugar más que una humilde cabaña, adonde trasladaréis a este
borracho; pero a mí me llevaréis al Imperio de Tres Veces Diez.
-Se
hará como dices -contestaron los jóvenes a una voz.
Al
día siguiente, cuando el Rey se levantó, quería devolver la visita a su yerno y
se asomó a la galería. Pero cuál no fue su sorpresa al no ver ni palacio ni
jardín ni catedral, y sólo una miserable cabaña que apenas se sostenía. El Rey
mandó que fuesen en busca de su yerno y le preguntó qué significaba todo
aquello, pero Martín, sin saber qué contestar, permaneció mudo y cabizbajo. Y
el Rey ordenó que un tribunal juzgase a su yerno por haberlo engañado con artes
de magia y haber causado la desaparición de su hija, la sin par Princesa, y
condenaron a Martín a permanecer en lo alto de un estrecho torreón, sin nada
que comer ni que beber, hasta que muriese de hambre.
Fue
entonces cuando Jurka y Miz recordaron que Martín les había salvado la vida y
tuvieron los dos una conferencia para fijar su conducta ante aquella situación.
Jurka ladraba y enseñaba los colmillos dispuesto a despedazarlo todo para
salvar a su amo, pero Miz maullaba y arqueaba el lomo y se pasaba las patitas
por la oreja, reflexionando con más calma. Y el astuto gato llegó a una
conclusión, que expuso a Jurka.
-Vamos
a dar una vuelta por la ciudad y cuando veamos un panadero con una cesta de rosquillas
en la cabeza, te pones delante de él para que tropiece y caiga. Yo iré detrás y
cogeré las cosquillas y se las llevaré al amo.
Y
dicho y hecho. Jurka y Miz dieron una vuelta por la ciudad y no tardaron en
encontrar un panadero que iba gritando:
-¡Rosquillas
calentitas! ¿Quién compra rosquillas?
Jurka
se le puso entre las piernas, el panadero tropezó y la cesta de cosquillas cayó
al suelo, y mientras el enojado panadero perseguía al perro, el gato se apoderó
de todas las rosquillas y en compañía de Jurka corrió al torreón. Trepó hasta
la ventana y llamó a su amo:
-Estás
vivo, ¿eh?
-Estoy
famélico y no tardaré en morir de hambre.
-No
te apures, que enseguida podrás comer. Nosotros velamos por que nada te falte
Y
empezó a subirle cosquillas, empanadas y todo lo que llevaba el panadero en la
cesta. Luego le dijo:
-Amo,
yo y Jurka vamos al reino de Tres Veces Diez y te traeremos la sortija
encantada. Procura que te dure la comida hasta que estemos de regreso.
Jurka
y Miz se despidieron de su amo y emprendieron, el camino.
Anda
que anda, corre que corre, lo husmeaban todo a su paso y escuchaban lo que la
gente decía.
Se
hicieron amigos de todos los perros y gatos que hallaron, les preguntaron por la Princesa y supieron que
no estaban lejos del reino de Tres Veces Diez a donde la habían transportado
los doce jóvenes.
Llegaron
al reino, se dirigieron al palacio y se hicieron amigos de todos los perros y
gatos que lo habitaban, les preguntaron por las costumbres de la Princesa y sacaron a
relucir en la conversación la sortija mágica; pero nadie pudo darles noticias
ciertas sobre aquel objeto.
Pero
un día, fue Miz a cazar a los sótanos del palacio. Vio pasar una rata gorda, se
lanzó sobre ella y le clavó las uñas. Ya estaba a punto de hincarle los dientes
para empezar a comérsela por la cabeza, cuando la rata le habló y dijo:
-¡Querido
gatito, no me muerdas, no me mates! Tal vez pueda hacerte algún favor. Haré lo
que me mandes. Pero si me matas, a mí, que soy la reina de las ratas, todo el
reino ratonil será desolado.
-Bueno
-dijo Miz,- te perdono, con una condición. En este palacio vive la Princesa , la malvada
mujer de nuestro amo. Ha huido robándole la sortija que obra prodigios.
Mientras no me traigas la sortija no te escaparás de mis zarpas con ningún
pretexto.
-Conforme
-dijo la reina de las ratas- trataré de complacerte.
Silbó
llamando a todo su pueblo e inmediatamente acudió una multitud de ratas y
ratones, grandes y pequeños, jóvenes y viejos, que esperaron las órdenes que
había de darles su reina desde las garras de Miz. Y la reina de las ratas les
dijo:
-La
que me traiga la sortija que obra prodigios y que está en poder de la Princesa me salvará de
una muerte cruel y yo la elevaré a la más alta dignidad.
Entonces
una ratita se acercó y dijo:
-Yo
entro con frecuencia en el dormitorio de la Princesa y vengo observando que los ojos de la Princesa descansan más
que nada en una sortija que durante el día lleva en la mano, pero que de noche
se mete en la boca y duerme con ella entre los dientes y la mejilla. Si esperáis
un poco, yo os traeré ese anillo.
La
ratita se alejó corriendo, se introdujo en el dormitorio de la Princesa y esperó a que
durmiese. Y mientras la
Princesa dormía, sacó la borla de la polvera y le frotó con
ella las narices. Aspiró la
Princesa los polvos, que penetraron en su nariz y en su
garganta y enseguida hubo de incorporarse para toser y estornudar. La sortija
se le escapó así de la boca, la ratita la cogió y se la llevó corriendo, para
salvar la vida de la reina.
Miz
y Jurka se apresuraron a devolver a su amo la sortija prodigiosa y cuando
llegaron al torreón, ya Martín estaba a punto de morir de desfalle-cimiento. El
gato trepó inmediatamente hasta la ventana y llamó a su amo:
-¿Estás
vivo, Martín, hijo de la viuda?
-Apenas
puedo con mi alma. Hoy es el tercer día que no como.
-Pues,
bien, ya se te acabó el sufrir; puedes cantar victoria, porque te traemos la
sortija.
Martín
estaba loco de alegría, acariciaba el lomo del gato y éste se refregaba contra
su amo y murmuraba sus sencillas canciones, mientras, al pie del torreón, Jurka
saltaba batiendo la cola y ladrando de alegría y haciendo piruetas como un
saltimbanqui.
Martín
cogió el anillo y lo cambió de un dedo en otro. Inmediatamente se presentaron
los doce jóvenes.
-¿Qué
deseas y qué ordenas?
-Traedme
de comer y de beber hasta que no pueda más y que sobre el lecho del torreón
toque una música todo el día.
Cuando
la gente oyó la música en lo alto del torreón se apresuró a decir al Rey que
Martín ya no estaba en su cárcel.
-Ya
no debe pertenecer al mundo de los vivos -decían- y está gozando de la gloria
en lo alto del torreón. Allí se canta y se baila y chocan las copas y se oye
ruido de vajilla y una música tan celestial, que uno se queda escuchando con la
boca abierta.
El
Rey envió un mensajero al torreón y el mensajero no volvió porque se quedó
escuchando la música; luego mandó a su oficial mayor y también se quedó
regalándose los oídos. Fue el mismo Rey al torreón y se quedó como una estatua,
encantado con la música. Pero Martín llamó a los doce jóvenes y les dijo:
-Reconstruid
mi palacio como antes, echad un puente de cristal entre el del Rey y el mío y a
un lado volved a erigir la catedral de cinco pisos de altura, y haced que mi
infiel esposa vuelva al palacio.
Y
mientras él expresaba sus deseos se iban realizando. Luego bajó del torreón,
cogió a su suegro de la mano y lo condujo al dormitorio, donde la Princesa , temblando de
miedo, esperaba una muerte cruel.
-Mi
querido padrecito político, tu hija me ha ocasionado una gran desgracia. ¿Qué
castigo merece?
-Mi
querido yerno, deja que la clemencia prevalezca sobre la justicia; muévela a la
enmienda con buenas palabras y vive con ella como antes.
Martín
siguió el consejo de su suegro, reprendió a su mujer, afeándole su conducta y
ya no se separó en toda su vida de la sortija ni de Jurka ni de Miz, ni conoció
más miseria.
062. Anonimo (rusia)
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