Había llegado finalmente
«lo bell jorn e clar» del 31 de Diciembre de 1229. Las murallas que, hasta
hacía poco, habían defendido la plaza estaban destrozadas, calcinadas a trechos,
y el foso que las, circudaba lleno de escombros entre los que se mezclaban los
cadáveres de guerreros de uno y otro bando. Las torres de la altiva Medina
Mayurka, reventadas a pedradas y golpes de ariete, abrían enormes brechas que
no iba a ser fácil defender. El aspecto de la ciudad era desolador para los que
se aprestaban a disputar por ella el último combate.
Inútiles habían sido las
negociaciones entre Abu Yahie, rey moro de Mallorca y los emisarios de don
Jaime a los que se ofrecieron cuantiosas sumas de oro y tributos a perpetuidad,
para hacerles desistir de su empresa. La decisión del rey cristiano y de su
consejo de nobles estaba tomada: el definitivo asalto sería el último día del
año y tal propósito se mantendría en secreto, para no sumir a la tropa en una
tensa espera. Entre tanto, los barones y capitanes formularon sus solemnes
juramentos de matar o morir. Los obispos procuraban poner en sus exhortos los
más cargados acentos, prometiendo la salvación eterna e inmediata a los que
cayeran en la empresa y Fray Miguel, el dominico confesor del rey que tantas
veces levantara la moral de la desanimada tropa, encendía con sus vibran-tes
sermones la acometividad de peones y caballeros.
Enterada al fin la tropa
del propósito real, al alba del último día del año se celebraron los oficios,
se oyeron confesiones y se repartió la comunión. Unos a otros se perdonaban las
mutuas ofensas, se aprestaban las armas para el definitivo asalto y se reunían
las huestes para recibir las consignas de sus respectivos capitanes. El rey en
persona, pertrechado de todas sus armas, arengó a la tropa diciéndoles: «Id,
animosos varones, en nombre de nuestro Señor Dios Jesucristo; id, entrad en la
ciudad que, Dios nuestro Señor os ha otorgado». Grande fue, emperó, el desaliento
de Jaime al ver que su ejército, preso de una fría parálisis, no avanzaba un sólo
paso hacia el campo enemigo. Repitió su arenga rogándoles le librasen de una
tal vergüenza e ignominia y que alejasen para siempre aquella infame cobardía.
Invocó por tres veces el nombre de Dios y de la Virgen y les mandó de
nuevo: «Id, animosos y fuertes varones. ¿Por qué les teméis?». Salido de su
turbación, el ejército se encaminó a buen paso hacia la brecha abierta en la
puerta de Belarcófol o Babalcófol, donde se levanta en nuestros días la iglesia
castrense de Santa Margarita.
Al grito de ¡Sancta Maria!, ¡Sancta Maria!, trabóse
allí un feroz combate en el que se mezclaban con estrépito el choque de las
armas, el griterío de los combatientes y los gemidos de los heridos y
moribundos. Una tras otra fueron rechazadas por los defensores las oleadas de
soldados cristianos que caían, atravesados por las lanzas, ensartados en las
adargas o decapitados por los alfanjes de los moros de Abu Yahie. La moral
cristiana, pese a los gritos de ánimo que esparcía Fray Miguel, peleando
frenéticamente como un soldado más, decaía alarmantemente y empezó a llamarse
a aquella fatídica puerta el Esvehidor
por la aniquilación que suponía para las huestes de don Jaime.
La victoria no se decidía
por las armas cristianas que perdían,, con cada hombre muerto, una gran dosis
de acometividad. Fue entonces, cuando un inesperado combatiente, caballero en
un blanco corcel, y con una cruz de gules en el escudo, se puso al frente de
los atacan-tes y, arrebatando la espada al combativo Fray Miguel, arremetió con
tal brío contra las huestes sarracenas arrollándolas con poder sobre-humano y
sembrando tanta muerte y terror en ellas que, retroce-diendo, permitieron al
fin la entrada a los cristianos en pos de tan fogoso capitán.
¿Quién era aquel
arrollador Caballero Blanco? Marsilio, nuestro guía en estas historias, cuenta
que el mismo rey Jaime tomó cuidado en averiguarlo y concluyó que no podía
tratarse sino de San Jorge, enviado en su auxilio por la bienaventurada Virgen
Santa María, tantas veces invocada por él y su tropa.
Un historiador del XIX,
don Antonio Furió, comenta el suceso con un criterio un tanto irónico: «Si el
cielo quería libertar nuestra Patria del yugo africano ¿habría menester fuerzas
humanas, la presencia efectiva de San Jorge y mucho menos la de su caballo
blanco para derrotar al ejército moro? El que lo ha hecho todo de la nada con
sólo su palabra y con sólo su querer, ¿necesitó acaso una cosa tan material
como la espada? ¿Creéis que los que están gozando del Sumo bien, bajan a dar
cuchilladas y estocadas a los de este mundo?». Furió añade, sin embargo, que
el hecho le merece alguna fe ya que se halla testificado en un sermón de San
Vicente Ferrer y por muchos otros autores, que han escrito sobre el tema.
El caso es que aquel día,
Jaime I de Aragón, vio cumplidos sus deseos de conquistar la ciudad.
Los días que siguieron,
los dedicaron los vencedores al pillaje, al robo, al saqueo y al asalto. Es de
suponer que, terminada la lucha por la ciudad, siguió corriendo la sangre de
los vencidos que no pudieron huir a las montañas o quisieron empeñarse en
defender, en un último acto de valor, sus pertenencias o sus familias. Cuentan
que fueron tantos los desmanes y las violencias, que el mismo Don Jaime, ante
tal espectáculo de muerte y horror, mandó ahorcar a veinte de los suyos como
público escarmiento, prometiendo después justicia y equidad en el reparto del
botín.
De San Jorge, ni
historias ni crónicas añaden una palabra más.
Sea como fuere, ahí queda
la leyenda, avalada por escritos y algún sermón, acerca del primer caballero
que pisó como conquistador nuestra ciudad y que no fue aragonés, ni catalán,
ni occitano, ni pisano, ni genovés, sino... ¿Quién sabe de dónde?
Fuente: Gabriel Sabrafin
092. Anonimo (balear-mallorca-palma)
No hay comentarios:
Publicar un comentario