Existen en Formetera unas
viejísimas ruinas, conocidas con el nombre de Monestir des Frares. Apenas nada queda ya de la fábrica conventual,
abandonada en tiempo impreciso -y, según se piensa, bastante precipitada-mente-
por la escasa comunidad de profesos, dejando desde entonces que la inclemente
acción del tiempo emprendiera su labor demoledora. En La Mola la gente viene llamado
desde siempre Es Monestir des Frares
al montón de viejas piedras y no conoce gran cosa acerca de aquellos religiosos
si exceptuamos una historia de terror, muy al gusto de los isleños, de la que
no se conservan otros testigos que las ruinas, un árbol de atormentada silueta
y el testimonio generacional que está, también él, en trance de pasar a un
olvido definitivo.
Es la historia de uno de
los frailes al que ni las estrictas observancias de su orden ni la vida de
oración y austeridad que venía siguiendo, impidieron que fuera tomando cuerpo
en él la desenfre-nada concupiscencia y el deseo obsesivo que le inspiraba una
hermosa muchacha, casi vecina del monasterio. El fraile ignoraba si era él el
único en la pequeña comunidad esclavizado por aquellos sentimientos. Jamás se
atrevió, ni sacramentalmente ni en plan de amistosa confidencia, a confesar sus
íntimas inquietudes a ninguno de sus hermanos de cenobio. Jamás nadie llegó a
descubrirle mientras acechaba lascivamente tras un entornado postigo o per-siguiendo
con la mirada a la joven campesina, mientras ella, igno-rante de todo, pasaba
gran parte de sus jornadas trabajando la tierra, muy cerca del huerto del
convento.
El desdichado fraile
buscó en la religión, con más fuerza que nunca, la liberación de aquella
mortificante idea que le atenazaba el espíritu. En vano acudió a los ayunos, a
los castigos corporales y a las prolongadas meditacio-nes. Nada consiguió.
Todo parecía volverse contra él; incluso las largas vigilias en la soledad de
su celda parecían obrar un efecto contrario en su mente y del que sólo le liberaba,
de forma pasajera, el sentimiento de culpa y vergüenza que experimentaba tras
el solitario desahogo, entre las cuatro paredes de su aposento.
La obsesión del fraile
era ya enfermiza y parecía haber alcanzado el límite de su resistencia cuando
algo vino a romper del todo la precaria estabilidad de su espíritu. Por algún
payés de la comarca que acudiría al convento en una de sus frecuentes visitas,
supo que la muchacha iba a casarse en breve plazo con un mozo de las
cercanías. El fraile conocía bien al afortunado novio; en Formentera se conocían
todos cuando la población de la isla no alcanzaba los dos centenares de almas.
Sabía exactamente donde vivía y el camino que debía seguir cada tarde cuando,
al término de sus faenas en el campó, acudía a galantear a su prometida.
Completamente loco de
celos, nublada su razón por una creciente rabia al sentir frustradas para
siempre sus ya de por sí quiméricas apetencias, sólo una idea cabía en la rapada
cabeza del monje. Abandonó el convento, calóse la capucha hasta los ojos y
marchó a buen paso por el camino de La
Mola , hasta que halló un recodo propicio para la emboscada.
Las cigarras no
interrumpieron su frenético concierto de chirridos mientras el fraile abría a
garrotazos el cráneo al confiado muchacho y lo dejaba tendido sobre la ardiente
tierra del sendero.
Con las primeras sombras
del crepúsculo llegaba el fraile al predio donde vivía la muchacha que, un
poco intranquila tal vez ante la incomparecencia de su prometido, se disponía
a acostarse. Ajena completamente a los enloquecidos ojos que la observaban
desde la ventana, la joven se desnudó y fue entonces cuando, sobresaltada,
creyó percibir a su espalda el susurro de un estertor ominoso. El grito de la
doncella se mezcló con el horrible alarido del fraile que, al ir a introducirse
por el ventanuco, sintió que sus pies se iban hundiendo en la tierra, como si
una fuerza infernal tirara de ellos, sin posibilidad de eludirla. Un rigor
semejante al de la muerte iba ascendiendo por sus piernas y, atenazándole el
cuerpo, le asfixiaba hasta convertir en un tenue suspiro sus estremecedores
gritos.
Sólo momentáneamente pudo
reconocerle la doncella. Cuando logró reponerse del sobresalto descubrió,
horrorizada, un árbol cuya extraña forma recordaba la de una figura humana y
que, introduciendo por el hueco de la ventana una de sus ramas, parecía querer
alcanzarla.
Desde entonces, la gente
de Formentera justifica así la presencia del viejísimo y retorcido árbol, junto
a las ruinas de la casa, muy cerca de los restos del Monestir des Frares. La comunidad desapareció pronto de allí
-parece que perseguida con saña por los vecinos de La Mola , y de ellos no que da
sino un vago recuerdo, simbolizado en las derruídas paredes de lo que fuera, en
otro tiempo, fábrica conventual.
En cuanto al árbol, ni el
hacha ni el fuego consiguieron acabar con él. Al menos así lo cuentan. Y es
desolador verle cuando, sacudido por el viento, agita sus ramas resecas en el
hueco de la antigua casa. No se sabe si buscando -todavía- a la muchacha o
debatiéndose en los espasmos de un inacabable suplicio...
Fuente: Gabriel Sabrafin
092. Anonimo (balear-formentera)
No hay comentarios:
Publicar un comentario