Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 10 de junio de 2012

El desdichado amor del fraile


Existen en Formetera unas viejísimas ruinas, conocidas con el nombre de Monestir des Frares. Apenas nada queda ya de la fábrica conventual, abandonada en tiempo impreci­so -y, según se piensa, bastante precipitada-mente- por la escasa comunidad de profesos, dejando desde entonces que la inclemente acción del tiempo emprendiera su labor demo­ledora. En La Mola la gente viene llamado desde siempre Es Monestir des Frares al montón de viejas piedras y no conoce gran cosa acerca de aquellos religiosos si exceptua­mos una historia de terror, muy al gusto de los isleños, de la que no se conservan otros testigos que las ruinas, un ár­bol de atormentada silueta y el testimonio generacional que está, también él, en trance de pasar a un olvido definitivo.
Es la historia de uno de los frailes al que ni las estric­tas observancias de su orden ni la vida de oración y auste­ridad que venía siguiendo, impidieron que fuera tomando cuerpo en él la desenfre-nada concupiscencia y el deseo ob­sesivo que le inspiraba una hermosa muchacha, casi vecina del monasterio. El fraile ignoraba si era él el único en la pe­queña comunidad esclavizado por aquellos sentimientos. Ja­más se atrevió, ni sacramentalmente ni en plan de amistosa confidencia, a confesar sus íntimas inquietudes a ninguno de sus hermanos de cenobio. Jamás nadie llegó a descubrirle mientras acechaba lascivamente tras un entornado postigo o per-siguiendo con la mirada a la joven campesina, mientras ella, igno-rante de todo, pasaba gran parte de sus jornadas trabajando la tierra, muy cerca del huerto del convento.
El desdichado fraile buscó en la religión, con más fuerza que nunca, la liberación de aquella mortificante idea que le atenazaba el espíritu. En vano acudió a los ayunos, a los cas­tigos corporales y a las prolongadas meditacio-nes. Nada con­siguió. Todo parecía volverse contra él; incluso las largas vigilias en la soledad de su celda parecían obrar un efecto contrario en su mente y del que sólo le liberaba, de forma pasajera, el sentimiento de culpa y vergüenza que experi­mentaba tras el solitario desahogo, entre las cuatro paredes de su aposento.
La obsesión del fraile era ya enfermiza y parecía haber alcanzado el límite de su resistencia cuando algo vino a romper del todo la precaria estabilidad de su espíritu. Por algún payés de la comarca que acudiría al convento en una de sus frecuentes visitas, supo que la muchacha iba a casar­se en breve plazo con un mozo de las cercanías. El fraile conocía bien al afortunado novio; en Formentera se cono­cían todos cuando la población de la isla no alcanzaba los dos centenares de almas. Sabía exactamente donde vivía y el camino que debía seguir cada tarde cuando, al término de sus faenas en el campó, acudía a galantear a su prometida.
Completamente loco de celos, nublada su razón por una creciente rabia al sentir frustradas para siempre sus ya de por sí quiméricas apetencias, sólo una idea cabía en la ra­pada cabeza del monje. Abandonó el convento, calóse la ca­pucha hasta los ojos y marchó a buen paso por el camino de La Mola, hasta que halló un recodo propicio para la em­boscada.
Las cigarras no interrumpieron su frenético concierto de chirridos mientras el fraile abría a garrotazos el cráneo al confiado muchacho y lo dejaba tendido sobre la ardiente tierra del sendero.
Con las primeras sombras del crepúsculo llegaba el frai­le al predio donde vivía la muchacha que, un poco intran­quila tal vez ante la incomparecencia de su prometido, se disponía a acostarse. Ajena completamente a los enloqueci­dos ojos que la observaban desde la ventana, la joven se desnudó y fue entonces cuando, sobresaltada, creyó percibir a su espalda el susurro de un estertor ominoso. El grito de la doncella se mezcló con el horrible alarido del fraile que, al ir a introducirse por el ventanuco, sintió que sus pies se iban hundiendo en la tierra, como si una fuerza infernal ti­rara de ellos, sin posibilidad de eludirla. Un rigor semejante al de la muerte iba ascendiendo por sus piernas y, atenazán­dole el cuerpo, le asfixiaba hasta convertir en un tenue sus­piro sus estremecedores gritos.
Sólo momentáneamente pudo reconocerle la doncella. Cuando logró reponerse del sobresalto descubrió, horroriza­da, un árbol cuya extraña forma recordaba la de una figura humana y que, introduciendo por el hueco de la ventana una de sus ramas, parecía querer alcanzarla.
Desde entonces, la gente de Formentera justifica así la presencia del viejísimo y retorcido árbol, junto a las ruinas de la casa, muy cerca de los restos del Monestir des Frares. La comunidad desapareció pronto de allí -parece que per­seguida con saña por los vecinos de La Mola, y de ellos no que da sino un vago recuerdo, simbolizado en las derruídas paredes de lo que fuera, en otro tiempo, fábrica conventual.
En cuanto al árbol, ni el hacha ni el fuego consiguieron acabar con él. Al menos así lo cuentan. Y es desolador ver­le cuando, sacudido por el viento, agita sus ramas resecas en el hueco de la antigua casa. No se sabe si buscando -to­davía- a la muchacha o debatiéndose en los espasmos de un inacabable suplicio...

Fuente: Gabriel Sabrafin

092. Anonimo (balear-formentera)

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