La originalidad de tener
un río, les costaba caro a los vecinos de Santa Eulalia. Durante muchos años,
no hubo forma de aguantar un puente seguro sobre el cauce. Cuentan que el de Ca'n Marge lo levantaron incontables
veces y otras tantas se lo llevó por delante el río, en una de sus locas
crecidas.
El río, canijo y como
inofensivo casi siempre, se tomaba muy en serio su papel cuando las lluvias
eran abundantes y perdía el respeto a todas las normas. Entonces no contaban ni
cauces ni puentes, se hacía sólo su voluntad y campaba por sus respetos hasta
que, extenuado por aquellos excesos, retomaba su costumbre de siempre y volvía
a ser un río bueno y sosegado.
Pero el puente estaba,
otra vez, deshecho, y los vecinos fastidiados por las pérdidas que ello les
suponía.
Tampoco el alcalde
respiraba, precisamente, optimismo. Ya no sabía de dónde sacar fondos para una
nueva reconstrucción ni a quién encomendar la obra, después de aquella serie
de fracasos. En la cocina de su casa, sentado frente al fuego y acompañado por
las fuerzas vivas de la villa, el hombre apuraba un nuevo vaso de vino,
mientras todos se exprimían los sesos en busca de una solución.
-Es por demás -gruñó el
alcalde, golpeando la mesa con el vaso vacío- como el dichoso puente no lo haga
el diablo...
Mientras los otros le
miraban extrañados, sonaron unos golpes en la puerta. Si extraña era la hora
para visitas, mucho más extraño era el aspecto del inesperado visitante. Más
de uno, allí mismo, habría hecho la señal de la cruz y hubiera tomado el
portal, sin despedirse siquiera.
En la cocina se respiraba
un sospechoso olor a azufre y en el ánimo de todos bullía una desazón extraña.
El visitante aceptó el vaso de vino del alcalde y se sentó cerca del hogar.
-De manera que os
preocupa el puente, ¿no es así?
Se diría que su voz no
procedía de la garganta sino del hueco de la chimenea, donde el fuego se había
avivado de golpe y los leños chisporro-teaban con nerviosismo.
-Bien -continuó el recién
llegado-, yo he venido aquí a resolver vuestro problema. Para mí, construir un
puente no entraña ninguna dificultad. Os levantaré uno que nadie será capaz de
echar abajo y que, por otra parte, os va a salir muy barato. No quiero dinero,
ni oro, ni pago alguno en cosas materiales. Sólo exijo para mí, el alma del
primero que lo cruce.
Por si no estaba suficientemente
claro, el visitante acababa de disipar posibles dudas sobre su identidad.
Alguien resopló estruendo-samente; otros se aflojaron el cuello de sus
zamarras y todos se echaron un largo trago de vino, entre pecho y espalda, como
para calentarse el alma que tenían -extrañamente- helada.
Sólo el alcalde, apoyados
los codos en la mesa de pino, miraba con fijeza al intruso.
-Trato hecho -dijo al fin-.
Construid el puente.
-Mañana, al alba, podéis
ir a verlo. Estará listo. En cuanto al precio -añadió Satanás, mirando a su
alrededor-, todos vosotros sois testigos de que vendré a buscarlo.
A la mañana siguiente,
sobre el río apareció un robusto puente de piedra. A un extremo se hallaban los
hombres del pueblo y al otro, esperando, el diabólico arquitecto. Alguien
tendría que ser el primero en cruzar.
El alcalde dejó en el
suelo una saca que llevaba al hombro y, soltando el cordel que la cerraba,
dejó salir a un perro con una ristra de cacerolas atada al rabo. El animal,
asustado por el estrépito, salió corriendo, cruzando el puente como una
exhalación.
-¡Ahí va vuestro pago,
señor Diablo! -gritó el alcalde-. ¡Coged su alma si os interesa!
Al verse burlado de
aquella forma, Satanás la emprendió a patadas con su obra, rugiendo de rabia y
decidido a echarla abajo sin miramientos. Sólo unas piedras consiguió desprender
de su robusta estructura. El alcalde tenía, todavía, otra carta por jugar. A
una señal suya, apareció el cura de la parroquia, cruz alzada y acompañado de
sus monagos, bendiciendo el puente.
Aquello no pudo
resistirlo ya el Diablo. La tierra se abrió bajo sus pies y lo engulló entre
llamaradas.
El puente, sigue aún en
pie. De él se cuentan multitud de historias misteriosas y, en algunos casos,
hasta truculentas. Fantasías que la imaginación popular ha venido alimentando,
secularmente. Sólo una cosa es cierta: al puente de Santa Eulalia le faltan
unas piedras que nunca se han conseguidó reponer en su vetusta estructura...
Fuente: Gabriel Sabrafin
092. Anonimo (balear-eivissa)
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