En una pobre aldea del
gobierno de Perm había dos "mujiks" muy pobres que apenas podían
satisfacer su hambre, pese a los esfuerzos de ambos por comer con alguna
regularidad. Su traje corría parejas con su despensa, de modo que cubrían sus
cuerpos con unos calzones destrozados, un "caftán" de piel de
carnero, raída a más no poder, y unas abarcas de corteza de árbol que apenas
libraban a sus pies del roce de las piedras y las espinas del bosque.
Cierto día estaban los dos
lamentándose de su miseria, y comparaban sus respectivos modos de ganarse el
pan. Uno de ellos, llamado Sergio, era un hombre joven, bondadoso, que sentía
el temor de Dios y era incapaz de cometer la menor incorrección. Todos sus
esfuerzos tendían a vivir mediante un trabajo honrado, pero su compañero, en
cambio, llamado Pedro, era un tuno de marca mayor, que no perdía la ocasión de
hurtar cuanto podía, pero no por eso conseguía quitarse el hambre que le
molestaba sin cesar.
-No hay duda de que tu modo
de vivir -decía Sergio a Pedro- ha de terminar muy mal, porque, más pronto o
más tarde, recibirás tu castigo. Más vale vivir honradamente, aunque se sufra
alguna miseria.
Pedro no estaba conforme
con estas opiniones de Sergio, y así discutieron largo rato, aunque sin lograr
ponerse de acuerdo.
Y aferrado cada uno de
ellos a sus propias opiniones, no querían dar su brazo a torcer, de modo que,
al fin, decidieron echar a andar por la carretera y preguntar su opinión a
cuantos encontrasen al paso.
Poco tardaron en hallar a
otro "mujik", que estaba ocupado en arar su campo. Acercáronse a él,
y Pedro le dirigió la palabra, diciéndole
-Buenos días, amigo. Te
rogamos que nos des tu opinión acerca de una discusión que ha surgido entre
nosotros. ¿Cómo crees que debe vivir el hombre, honradamente o no?
-¡Caramba! - exclamó el
labrador. En nuestros tiempos vivir honradamente es casi imposible. En cambio,
resulta muy sencillo no tener en cuenta para nada las leyes divinas y humanas.
El hombre honrado casi nunca tiene camisa que ponerse, pero los pillos visten
bien, comen mejor y no carecen de 10 rublos. Por ejemplo, nosotros los
"mujiks" hemos de trabajar todo el día para nuestros
"bacines"[1]
y, en cambio, no podemos casi hacerlo en nuestro propio beneficio. A veces
hemos de fingir que estamos enfermos para ir a cortar un poco de leña, a fin de
calentar nuestras "isbas"[2],
y aun eso hemos de hacerlo de noche, porque si nos sorprendieran los guardas,
nos meterían en la cárcel.
-¿Lo ves? -exclamó Pedro,
dirigiéndose a Sergio. Ahora comprenderás que tenía razón.
Continuaron su camino y,
poco después, se cruzaron con un rico comerciante que guiaba su trineo.
-Deteneos un momento,
señor, y hacednos el favor de contestar a una pregunta: ¿Cómo conviene vivir,
honrada o inicuamente?
-¡Hombre! -contestó el
comerciante, deteniendo sus caballos-. En nuestros días resulta muy difícil
vivir honradamente. Por ejemplo, a nosotros, los comerciantes, nos engaña todo
el mundo y... claro está, a nuestra vez hemos de engañar a los demás.
-¿Qué te parece? -preguntó
Pedro a Sergio. Ya ves cómo, también, me ha dado la razón.
Poco después encontraron en
la carretera a un "barine" montado a caballo.
-Deteneos un instante,
señor. Os rogamos que tengáis la bondad de darnos vuestra opinión acerca de una
duda que tenemos. ¿Cómo conviene que viva el hombre, honrada o inicuamente?
-La respuesta no ofrece
duda. Vale más lo segundo. En nuestros tiempos no existe la justicia. Y si
alguno se atreve a reclamarla, le llaman picapleitos y lo destierran a Siberia.
-¿Lo has oído? -exclamó
Pedro. Fíjate en que todo el mundo me da la razón.
-Sí. Ya lo veo -replicó
Sergio. Pero, así y todo, no he quedado convencido. Yo estoy persuadido de que
el hombre ha de vivir como Dios manda y a pesar de los pesares.
Por mi parte, estoy
firmemente resuelto a no mudar de conducta.
Continuaron su camino y
decidieron seguir adelante para ganarse la vida. Pedro se arreglaba siempre de
manera que, con sus engaños y trapacerías, en todas partes le daban de comer y
aun lo suficiente para llenar su alforja. Sergio, en cambio, obraba de buena fe
y se esforzaba en trabajar todo lo posible. Era muy desgraciado, porque, a
costa de una penosa jornada, sólo podía alimentarse de pan y agua. Sin embargo,
estaba siempre muy satisfecho y aguantaba de buena gana las burlas de su
compañero.
Así continuó la cosa entre
los dos y llegó, por fin, la ocasión en que Pedro iba con la barriga llena y el
zurrón bien provisto, en tanto que Sergio no había comido desde veinticuatro
horas antes y no tenía un solo pedazo de pan que llevarse a la boca. Por
último, el hambre le obligó a pedir a su compañero algo que comer, pero Pedro,
que era un tuno y un mal hombre, sonrió con sarcasmo y se negó a acceder a
aquella petición.
-Ahora te convencerás de lo
poco que obtienes gracias a tu honradez. Fíjate en que nadie te da trabajo, ni
modo de ganar un pedazo de pan, en tanto que a mí no me falta la buena comida
ni las provisiones de viaje. Y como no quiero cargar con tu manutención, te
advierto que no voy a darte cosa alguna y que de mí no debes esperar, ni ahora
ni en adelante, el más ligero socorro.
-Me alegro mucho de que me
hables con esta claridad -contestó el buen Sergio, y tu dureza de corazón me
aconseja separarme definitivamente de un hombre como tú. Sigue, pues, tu
camino, porque yo me quedo aquí, seguro de que Dios no me abandonará. ¡Ojalá El
te proteja a ti también y nunca te deje sin recursos!
Dicho esto, Sergio fué a
tenderse al pie de un roble, en tanto que Pedro se alejaba, después de
dirigirle una mirada burlona.
En cuanto Sergio se hubo
quedado solo, empezó a buscar con la mirada algo que hincar el diente, pero las
matas que vio a su alrededor no eran comestibles ni podían servirle para calmar
el hambre. Sin embargo, persuadido como estaba de que Dios no le abandonaría,
decidió no moverse de aquel lugar para no malgastar las fuerzas, y en cuanto
llegó la noche creyó preferible refugiarse entre las ramas del roble, para
evitar el posible ataque de las fieras.
Tuvo la suerte de encontrar
un lugar apropiado en la horquilla de una rama, en donde podía tenderse con
alguna comodidad y sin miedo de caer al suelo, y, después de haber rezado sus
oraciones, convencido de que el sueño hace olvidar el apetito, cerró los ojos
disponiéndose a dormir.
Concilió el sueño y, sin
duda, estuvo dormido algunas horas, cuando despertó al oír un ruido extraño
que, de momento, le alarmó. Semidormido no pudo acertar la causa del leve rumor
que percibía, pero en cuanto se hubo despertado del todo, oyó claramente
algunas voces que hablaban con voz queda. Eso le extrañó sobremanera, porque
tenía la persuasión de estar solo en aquel bosque, y así aguzó el oído para
enterarse de quiénes, podrían ser aquellos extraños individuos.
El ruido de las voces le
guió hacia el lugar de que procedían y no tardó en descubrir entre las ramas de
roble y a mayor altura, unas formas vagas, que, de momento, le parecieron aves
de gran tamaño, pero luego, al fijarse mejor, vio con espanto que eran dos
diablos de aspecto horrible y provistos de unas alas de gran tamaño, que en
aquel momento tenían plegadas.
Mientras estaba escuchando,
oyó el ruido de algunos aletazos que se aproximaban al árbol y muy en breve se
posaron en la misma rama en que estaban los otros, tres diablos más, de aspecto
absolutamente semejante.
Aquellos cinco espíritus
infernales, empezaron a dar cuenta de las maldades que habían realizado durante
el día, y sus carcajadas de horrible expresión eran capaces de helar la sangre
en las venas del más valiente. Sergio se sintió preso de pánico y tanto por
impedírselo el terror, como también por prudencia, no se movió del lugar que
ocupaba y se dedicó a escuchar con cuanta atención era, capaz.
Después que tres de
aquellos diablos hubieron referido sus aventuras durante el día tomó la palabra
el cuarto y dijo:
-Habéis de saber que yo he
pasado casi todo el día en el palacio de la hermosa Zarina. Hace ya diez años
que está enferma por mi causa, pues me divierto en grande causándole toda
suerte de molestias y de dolores. No os podríais imaginar siquiera las cosas
que han llegado a hacer para curar a la soberana. Pero yo no me marcho del
lugar que ocupo, aunque vengan frailes descalzos. Estoy allí muy bien, muy
calentito en la cama, y pasando unos inviernos deliciosos.
Sin embargo, los muy
bestias, ignoran que con la mayor facilidad podrían obligarme a huir, curándose
así la Zarina ,
si a la cabecera de su cama pusieran el icono[3]
que tiene en su casa el comerciante en telas que hay a la entrada del pueblo
inmediato.
Tomó la palabra el quinto
diablo y refirió a su vez sus aventuras, los sustos, molestias y dolores que
había causado a unos desgraciados "mujiks" y, por fin, cuando empezó
a apuntar la aurora, los cinco espíritus infernales emprendieron ruidosamente
el vuelo y se alejaron para dedicarse nuevamente al mal.
El pobre Sergio no había
podido conciliar el sueño desde el momento en que fue despertado por los
diablos y resuelto, por otra parte, a no pasar una noche más en aquel árbol,
que ya le resultaba espantoso, emprendió el camino en dirección a la ciudad.
Las palabras que oyera del
cuarto diablo le infundieron el deseo de hacer cuanto pudiera para curar a la
pobre Zarina enferma, mas antes era preciso apoderarse del icono milagroso y
así, en cuanto llegó a los arrabales de la población, empezó a buscar el
establecimiento del mercader de telas indicado por el espíritu infernal.
No tardó en encontrarlo y
asomándose a la puerta vio al mercader en persona que esperaba la llegada de
los compradores.
-Muy buenos días, señor
-dijo Sergio-. Estoy sin trabajo y quisiera pediros el favor de emplearme. Y si
queréis aceptarme en vuestra casa, estoy dispuesto a trabajar un año entero,
sin otra recompensa que este icono viejo y sin valor que tenéis ahí.
El mercader contempló a
Sergio, lo examinó de pies a cabeza, y comoquiera que el aspecto del joven le
causara buena impresión, le contestó aceptando su ofrecimiento, pues, por otra
parte, le convenía utilizar sus servicios sin otra paga que la entrega de aquel
icono que, para él, carecía de todo valor.
El comerciante no tuvo que
arrepentirse de su decisión, porque Sergio era un muchacho laborioso, honrado e
inteligente, que le prestó muy buenos servicios. Por fin, al terminar el año,
el joven dijo a su amo que en cumplimiento de lo pactado, quería marcharse una
vez éste le hubiese dado el icono que se hallaba sobre un pequeño pedestal,
colgado de una de las paredes del establecimiento.
-El caso es, buen Sergio
-dijo el mercader- que estoy muy contento de tus servicios, pero preferiría
pagarte con dinero en vez de darte el icono.
El comerciante habló así,
suponiendo que cuando el joven se contentaba con tan poca paga, la imagen en
cuestión tendría mucho más valor de lo que él suponía, pero Sergio se apresuró
a contestarle
-Trato es trato, señor.
Bien recordaréis las condiciones en que entré a trabajar en vuestra casa. Por
consiguiente, no tenéis más remedio que entregarme esa imagen.
El comerciante se resistió
y, por fin, acabó diciendo que si quería lograr tal premio sería preciso que
trabajara un año más en su casa.
Sergio se conformó con la
exigencia de su patrono, cosa que a éste le llamó mucho la atención, y así,
cuando hubo terminado el segundo año, se negó nuevamente a cumplir lo pactado,
alegando que el valor de aquel icono merecía por parte de Sergio otro año de
trabajo.
A regañadientes se resignó
el joven a esta nueva informalidad, pensando que, por fin, acabaría por
conseguir su objeto y no dejaba de pensar con frecuencia en la pobre Zarina
que, mientras tanto, estaría sufriendo a causa de su enfermedad. Pero no quiso
decir cosa alguna, ni significar la importancia que para él tenía la posesión
de la imagen, pues temía que, de hacerlo, el comerciante le impusiera algunos
años más de trabajo o bien él mismo fuese a recoger el fruto de los afanes del
pobre muchacho.
Cuando, por fin, llegó el
término del tercer año, el mercader tomó el icono, que era una imagen ruda y
nada artística, que quería representar a San Pedro, y entregándoselo a Sergio,
le dijo:
-Toma esta imagen. Ya es
tuya, porque bastante te la has ganado en tres años de trabajo honrado e
inteligente. Vete, pues, y te deseo que te acompañen Dios, Nuestro Señor, y
Santa María de Kazán.
Sergio, satisfecho en
extremo, al pensar que, por fin, había alcanzado su objeto y que ya podría
realizar la buena obra de curar a un enfermo, tomó la imagen y despidiéndose
del mercader, emprendió el camino del palacio del Zar, aunque sintiendo el
recelo de que la pobre Zarina hubiese muerto durante aquel largo plazo.
Tuvo que hacer un largo
viaje para llegar a la capital del Estado y, al penetrar en sus calles, observó
que todo el mundo parecía estar muy triste y aun vio a algunos que lloraban
desesperados, cual si fuesen víctimas de una gran desgracia.
Preso de tristes
presentimientos, Sergio se dirigió a un hombre, que parecía más sereno que los
demás, y le preguntó
-¿Qué ocurre en esta
ciudad? ¿Os amenaza alguna calamidad pública? Os ruego, por Dios, que me lo
comuniquéis, porque me apena verdadera-mente ser testigo de esta tristeza
general.
-¡Oh! - replicó el
interpelado-. Estamos todos muy tristes, porque nuestra adorada Zarina, que es
la mujer más bella y más santa que ha existido en el mundo, está, ya hace
varios años, gravemente enferma y parece que ha empeorado de tal manera que ni
siquiera podrá pasar de esta noche.
-¿De modo que vive todavía?
-preguntó Sergio con acento de alegría.
-Si. Aun vive. Pero, por
desgracia, entregará en breve su alma a Dios.
-En tal caso -dijo Sergio-
os ruego que me llevéis cuanto antes al palacio del Zar, porque tengo medios de
curar a vuestra soberana.
El interlocutor de Sergio
abrió en extremo los ojos, y por un momento pudo creer que el joven había
perdido el juicio, más, por fin, su propio deseo de que aquellas palabras
fuesen ciertas, le convenció de la verdad del caso. Algunas personas que se
habían congregado alrededor de los dos hombres, se enteraron también de las
palabras del forastero y algunos echaron a correr, llenos de alegría y
publicando a gritos la noticia de que aquel desconocido estaba en situación de
devolver la salud y la vida a su amada Zarina.
Espontáneamente se organizó
una comitiva de gente de pueblo, que acompañaba a Sergio al palacio del
monarca. Al llegar a su puerta principal, los guardias trataron de impedir la
aproximación de la multitud, pero tal era el entusiasmo de que estaba poseída y
tales fueron las voces que resonaron, asegurando que traían la curación de la
soberana, que acudieron algunos oficiales y después de poner el hecho en
conocimiento de sus superiores, permitieron la entrada del portador de la
imagen milagrosa.
Sergio vióse conducido a
presencia del mismo Zar, quien, lleno de deseo de ver curada a su amada esposa,
no se fijó siquiera en el traje ni en el aspecto del recién llegado, sino que
inmediatamente lo condujo a presencia de la enferma.
Esta no se daba cuenta de
lo que ocurría a su alrededor. La enfermedad la había dejado pálida, demacrada
y desprovista de una gran parte de la belleza que antes poseía, pero aun así
resultaba hermosa y era altamente conmovedor ver cómo su hija, la princesa
heredera, tenía cogida una de las manos de la enferma y la besaba
humedeciéndola con sus lágrimas.
Sergio se apresuró a
descubrir la imagen de San Pedro y la situó sobre la cabecera de la cama
imperial. En el mismo instante la enferma abrió los ojos, miró muy extrañada a
su alrededor, dio algunos suspiros profundos y el color empezó a animar sus
pálidas mejillas. Poco después dirigió una sonrisa a su hija y a su esposo, y
recobrando milagrosamente las fuerzas, se incorporó sola en la cama, en tanto
que la vida y la salud volvían a animar su debilitado organismo, de tal manera
que apenas habían pasado cinco minutos cuando se sintió restablecida por
completo.
Inútil es decir cuál fué la
alegría del Zar, de su hija y de la misma Zarina ante aquel hecho
verdaderamente milagroso. Aquellos tres grandes personajes, acostumbrados a
recibir las manifestaciones de respeto y de afecto de todo el mundo, no sabían
cómo demostrar su agrade-cimiento hacia el buen Sergio, que había sido el
instrumento elegido por Dios para operar aquella maravilla.
Le ofrecieron toda clase de
riquezas, posesiones y títulos de nobleza, pero Sergio no quiso aceptar nada en
absoluto, diciendo que había tenido la mayor satisfacción en curar a la Zarina , simplemente por el
placer de hacer el bien.
Estas sencillas y modestas
palabras llenaron de admiración a todos y era tal la bondad, la nobleza y la
modestia del joven, que la princesa se sintió impresionada hasta lo más
profundo de su ser, diciéndose que en ninguna parte encontraría a un hombre tan
digno de su amor como aquél. Por esta razón se arrojó en brazos de su padre y,
después de besarle con el mayor cariño, se sonrojó intensamente y pronunció
unas palabras a su oído.
El Zar sonrió con expresión
placentera, dio un beso a su hija y luego le golpeó cariñosamente la mejilla,
dirigiéndole, al mismo tiempo, una mirada tranquilizadora. E inmediatamente,
volviéndose hacia el salvador de la soberana, le dijo:
-Pues bien, amigo mío. Ya
que te niegas a aceptar honores y riquezas, voy a ofrecerte algo que sin duda
no rechazarás. Por de pronto te nombro príncipe y, además, te ofrezco la mano
de mi hija, la princesa heredera.
Atónito se quedó Sergio al
oír tales palabras, pero luego recobrando la serenidad, hizo un esfuerzo y
balbuceó:
-¡Oh, señor! Te agradezco
infinito tu buena voluntad para conmigo, pero ten en cuenta que soy un mísero
"mujik" y que carezco de toda instrucción y de todo refinamiento.
-Eso no importa -replicó el
Zar. Ante todo, quiero que el esposo de mi hija sea un hombre bueno, y nadie
mejor que tú tiene derecho a ser considerado así.
-Si no quieres verme
enfermar nuevamente y a causa del pesar, te ruego que aceptes, salvador mío.
La princesa, por su parte,
le dirigió una tímida sonrisa y una amorosa mirada, y Sergio no pudo ya seguir
negándose y consintió en aceptar el honor y la felicidad que le ofrecían.
A partir de aquel momento
se alojó en el palacio del Zar, en donde le rodearon de toda clase de comodidades
y de atenciones. Ante todo numerosos criados cuidaron de bañarle, perfumarle y
peinarle, y algunos sastres se encargaron de confeccionar para él numerosos
trajes, que le entregaron a las pocas horas, de modo que cuando Sergio se
presentó por la noche ante la princesa y sus augustos padres, éstos tuvieron
que hacer un esfuerzo para reconocer en aquel apuesto y elegante joven al mismo
"mujik" que aquella mañana llegara a palacio.
Pocos días después se
celebró, con gran pompa, el matrimonio de Sergio y de la princesa Fedora, así
como también numerosos festejos para solemnizar tan fausto acontecimiento.
Cosa de dos meses más
tarde, el príncipe Sergio rogó un día a su esposa y a sus padres políticos que
le permitiesen regresar a su pueblo porque allí había dejado a su anciana
madre, que le había dado una educación cristiana, causante de su prosperidad.
Además, tenía grandes deseos de ver nuevamente a la pobre anciana.
La princesa y sus padres
aprobaron aquel deseo y, además, la primera quiso acompañar a su marido.
Partieron en una espléndida carroza, acompañados por numeroso séquito, y poco
después perdieron de vista la capital del Imperio.
Al cabo de algunas horas de
viaje, el príncipe Sergio se asomó por casualidad a la ventanilla del vehículo
y pudo ver a poca distancia a su antiguo compañero Pedro; pero su aspecto
estaba cambiado en extremo. Cuando Sergio fue abandonado por él, Pedro, gracias
a sus engaños y a su conducta desprovista de escrúpulos, tenía un aspecto en
cierto modo opulento, estaba gordo y satisfecho de la vida, pero, en cambio,
ahora lo vió reducido a la más extremada miseria, cubierto de harapos, pálido,
demacrado y medio muerto de hambre.
El príncipe Sergio dio
orden de parar el carruaje y poniendo pie a tierra se dirigió a su antiguo compañero,
diciéndole
-Dios te guarde, amigo. ¿No
me reconoces? ¿No te acuerdas de mí ni de cuando sostenías que la conducta
malvada daba mejores resultados que la vida inspirada en los principios de la
honradez?
Cuando Pedro hubo
reconocido a su antiguo compañero y lo vio salir de una dorada carroza y
escoltado por un lujoso séquito y gran número de cosacos, se sintió paralizado
por el temor y se creyó perdido. Recordó en el acto la falta de caridad de que
hizo víctima a su compañero de camino, y no tuvo fuerzas para pronunciar
siquiera una sola palabra.
-No tengas ningún miedo -le
dijo el príncipe Sergio. Bien sabes que soy incapaz de guardar rencor a nadie.
Luego le refirió lo que le
había sucedido, desde que el otro lo abandonara en el bosque y desprovisto de
recursos, y Pedro le escuchaba lleno de envidia, arrepintiéndose de haber
tratado tan mal a su compañero, porque éste, por lo menos, no le haría
partícipe de su buena fortuna. El príncipe Sergio echó mano al bolsillo, le
entregó un puñado de rublos, recomen-dándole al mismo tiempo, que acudiese a él
cuantas veces tuviera necesidad de algún auxilio, y luego volvió a montar en la
carroza y continuó su viaje.
Quince días más tarde la
lujosa comitiva llegó al pueblecillo en que vivía la anciana madre del príncipe
Sergio. La pobre mujer estaba triste y apesadumbrada, en vista de que, a pesar
del tiempo transcurrido, carecía de noticias de su amado hijo. Creía que habría
muerto, y todas las noches rogaba a Dios que le quitase la vida para ir a
reunirse con su hijo Sergio.
Al ver que aquella
espléndida carroza se detenía ante su humilde y destar-talada "isba",
se frotó los ojos creyendo soñar y, cuando el joven príncipe y su esposa
echaron pie a tierra y penetraron en la humilde vivienda, no reconoció ni por asomo
a su hijo, sino que se figuró no haber visto en su vida a aquel personaje.
Pero su pasmo y su asombro
llegaron al colmo cuando el príncipe se arrojó en sus brazos y le dio el nombre
de madre. Entonces creyó soñar, pero luego se atrevió a dirigir una mirada a
aquel espléndido señor y, al fin, se convenció de que era su hijo, a quien
tantas veces llorara por muerto. Los sollozos le impidieron pronunciar una sola
palabra, y cuando la princesa, con la mayor bondad y afecto, la abrazó a su
vez, dándole el nombre de madre, tuvo que dejarse caer sentada sobre la silla,
porque sus piernas se negaban a sostenerla.
En cuanto la felicidad de
volverse a verles permitió hablar, diéronse cuenta de sus respectivas vidas y,
por fin, el príncipe la invitó a ir a vivir con él y con su esposa, en el
palacio del Zar. Pero la anciana se negó tenazmente a ello, alegando que no
quería abandonar su pueblo natal ni aquel paisaje en que había transcurrido
toda su vida. Y al observar el príncipe que nada sería capaz de hacerla cambiar
de propósito, le asignó una renta más que suficiente para que pudiese rodearse
de toda suerte de comodidades, dejó a dos criados y otras tantas criadas para
que cuidasen de ella, y aquel mismo día, al anochecer, emprendió su viaje de
regreso a la capital.
Pedro, por su parte,
reflexionó profundamente después de haber encontrado al nuevo príncipe. Se dijo
que el origen de su fortuna era el haber permanecido una noche entera entre las
ramas de un roble del bosque en que él mismo lo dejara abandonado. Creyó que,
si hacía lo mismo que Sergio, sorprendería, a su vez, algún valioso secreto de
los diablos. Y así emprendió el camino hacia aquel lugar, adonde llegó hacia el
mediodía.
Sacó el zurrón y de él
algunas provisiones para hacer una ligera colación y en cuanto el sol empezó a
descender hacia occidente, se encaramó a las ramas del roble, que recordaba muy
bien, buscó un lugar que le permitiese pasar la noche con cierta comodidad y
esperó los acontecimientos.
Nada ocurrió antes de
anochecer, pero en cuanto la obscuridad extendió su manto sobre la tierra, oyó
un ruido de alas, y no tardó en ser testigo de la llegada de los diablos. En
cuanto se hubieron reunido los cinco, uno de ellos tomó la palabra, diciendo:
Habéis de saber, hermanos,
que hace cinco años, día por día, que nos reunimos en este lugar oculto para
referir nuestras respectivas aventuras, en la seguridad de que nadie
sorprendería nuestras palabras. Pero lo cierto es que nos engañamos, porque
entre las ramas de este árbol había un individuo que se enteró de lo que
decíamos y lo utilizó para medrar. Por consiguiente, y a fin de que no vuelva a
ocurrirnos una cosa parecida, propongo que antes de empezar la sesión hagamos
un registro minucioso del árbol y de sus alrededores.
Sus oyentes dieron su conformidad
a la proposición y en el acto empezaron a registrar las ramas del roble. No
tardaron en descubrir a Pedro y, sin darle tiempo a que se aprestara a
defenderse, cosa por otra parte inútil, lo cogieron con sus garras, le clavaron
sus horquillas y se lo llevaron al Infierno, en donde había de arder
eternamente, en castigo de sus crímenes.
062. Anonimo (rusia)
[1] Señores
Maravilloso relato simplista del bien y del mal. Me retrotrae a mi querida infancia. Gracias por recrearlo de nuevo.
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