Hace
mucho tiempo vivía en un país un opulento comerciante llamado Marco y de
sobrenombre "el Rico". Duro y cruel de carácter, era ambicioso y
despiadado con el pobre. Siempre que un pordiosero o un indigente se acercaba a
pedir a su puerta, él mandaba a sus criados que lo alejasen y le soltaran los
perros. Sólo amaba una cosa de este mundo, y era su hija, la hermosísima
Anastasia. Sólo con ella no se mostraba duro, y aunque sólo contaba la muchacha
cinco años, jamás desatendía sus deseos y le daba cuanto ella quería.
Y
un día helado de invierno se acercaron a la puerta tres ancianos de blancos
cabellos a pedir limosna. Marco los vio y ordenó que les soltasen los perros.
La bellísima Anastasia oyó esta orden e imploró a su padre diciendo:
-Mi
querido padre, si me quieres, no los eches; permite que pasen la noche en el
establo.
El
padre accedió, permitiendo que los tres mendigos pasaran la noche en el
establo. Cuando todos dormían en la casa, se levantó Anastasia y se dirigió de
puntillas al establo, se encaramó al tejadillo y desde allí pudo ver a los tres
hombres. Los mendigos estaban agrupados en el centro del establo, apoyando en
sus báculos sus trémulas manos, y sobre éstas se derramaban sus luengas barbas,
y pudo oír lo que hablaban entre sí en voz baja. El más viejo de todos miraba a
los otros dos y les preguntaba:
-¿Qué
ocurre por este mundo?
El
segundo contestó:
-En
el pueblo de Pogoryeloe, en casa de Juan el Pobre, ha nacido el séptimo hijo. ¿Qué
nombre le pondremos y qué herencia le depararemos?
Y
el tercer viejo, después de reflexionar, dijo:
-Lo
llamaremos Basilio y lo enriqueceremos con las riquezas de Marco el Rico, bajo
cuyo techo estamos pasando la noche.
Cuando
hubieron dicho esto, se despidieron, se inclinaron ante las santas imágenes, y
con paso torpe salieron del establo. Anastasia, que todo lo había oído, corrió
a ver a su padre y le repitió las palabras de los viejos.
Marco
el Rico se quedó pensativo y tras largas reflexiones se dirigió al pueblo de
Pogoryeloe.
-Quiero
cerciorarme -pensaba- de que realmente ha nacido allí ese niño.
Fue
a ver al cura y se lo contó todo.
-Sí
-dijo el sacerdote,- ayer nació aquí un niño, hijo del más pobre de nuestros
siervos; lo bauticé con el nombre de Basilio. No hay pobreza como la de esta
familia que tiene ya siete hijos y el mayor es de siete años; todos los hijos
de ese campesino son chiquitines, chiquitines; no tienen nada que comer y hay
tal hambre y tal miseria en la casa, que nadie en el pueblo quiere apadrinar a
los hijos.
Al
oír tan triste informe, a Marco el Rico empezó a dolerle el corazón. Pensó en
el desgraciado recién nacido y declaró que sería su padrino, rogó a la casera
del cura que fuese la madrina, ordenó que preparasen una buena mesa, y
celebraron el bautizo con la familia del nuevo retoño.
Durante
el banquete, Marco el Rico dirigió palabras amistosas a Juan el pobre, y le
dijo:
-Sé
que eres pobre y que no puedes mantener a tu hijo. Confíamelo. Lo educaré como
si se tratase de mi propio hijo, y te daré enseguida mil rublos para sostener a
tu familia.
El
pobre hombre no lo pensó mucho y estrechó la mano que el rico le alargaba.
Marco hizo regalos a su comadre, cogió el niño, lo envolvió con pieles de
zorro, lo subió a su carroza y emprendieron el viaje hacia su casa. Unas diez
leguas se habían alejado del pueblo cuando paró la carroza, cogió al niño, se
acercó al borde de un abismo y lanzó a la criatura con todas sus fuerzas,
diciendo:
-¡Anda
a tomar posesión de mis riquezas, si puedes!
Poco
después de esto, acertaron a pasar por allí unos mercaderes que traficaban por
el mar y llevaban doce mil rublos que debían a Marco el Rico. Al pasar junto al
precipicio, les pareció oír gritos de niño, que subían del fondo. Detuvieron la
marcha y mirando por los ventisqueros vieron en un prado muy profundo a un niño
que, sentado sobre la hierba, jugaba con las flores. Los comerciantes lo
recogieron, lo envolvieron en pieles y continuaron el viaje. Al llegar a casa
de Marco el Rico, le contaron el extraño hallazgo. Marco comprendió enseguida
que se trataba del niño que él había comprado y dijo a los mercaderes.
-Me
gustaría mucho hacerme cargo de la criatura; si me la entregáis os perdonaré la
deuda.
Los
mercaderes se avinieron, dieron el niño a Marco y se marcharon. Pero aquella
misma noche Marco cogió a la criatura, la puso en una canastilla embreada, y la
arrojó al mar.
La
canastilla, arrastrada por la corriente y por el viento, fue deslizándose por
la superficie como una barquilla, hasta que llegó a un monasterio. Por
casualidad estaban los monjes a aquella hora en la orilla extendiendo las redes
al sol, y oyeron el llanto de un niño. Adivinaron que el llanto venía de la
canastilla, la pescaron, la destaparon y encontraron al niño. Lo llevaron al abad,
y así que éste se enteró de que el niño había sido hallado en el mar dentro de
una canastilla, decidió que se llamara Basilio el Infortunado. Y desde
entonces, Basilio vivió en el monasterio hasta los dieciséis años, creciendo en
gracia y fortaleza y en virtud y talento. El abad lo quería porque aprendió las
letras con tanto facilidad, que pronto estuvo en disposición de leer y cantar
en la iglesia mejor que los demás, y porque era hábil y sagaz en los negocios.
Y el abad lo nombró sacristán.
Y
sucedió que en un viaje de negocios que hizo Marco el Rico, llegó a aquel mismo
monasterio, y los monjes lo recibieron con todos los honores que aconsejaban su
opulencia. El abad mandó al sacristán que abriese la iglesia. El sacristán
corrió a obedecer, encendió las luces y se quedó en el coro leyendo y cantando.
Marco el Rico preguntó al abad si aquel joven se había educado allí desde niño,
y cuando el abad se lo contó todo, llegó a la conclusión de que aquel joven no
podía ser otro que el niño que él compró. Y dijo al abad:
-Si
pudiera obtener los servicios de un joven tan despejado como vuestro sacristán,
le confiaría todos mis tesoros, y lo nombraría administrador de todos mis
bienes, que ya sabéis vosotros que son cuantiosos.
El
abad empezó a excusarse, pero Marco prometió al monasterio una donación de diez
mil rublos. El abad vacilaba, y consultó a los hermanos de comunidad y los
hermanos le dijeron:
-¿Por
qué hemos de cruzarnos en el camino de Basilio? Que Marco haga de él su
administrador, si quiere.
Acordaron,
pues, que Basilio el Infortunado se marchase con Marco el Rico.
Pero
Marco mandó a Basilio a casa en una embarcación y escribió a su mujer esta
carta: "Cuando se presente el dador de esta carta llévalo enseguida a
nuestros obradores de jabón y cuando paséis por la gran caldera hirviente,
tíralo dentro. Si no haces lo que te mando, te espera un castigo terrible, pues
has de saber que ese joven es mi mayor e irreconciliable enemigo y de él sólo
puedo esperar la ruina."
Basilio
llegó oportunamente a puerto y cuando se dirigía a casa de Marco, le salieron
al encuentro tres pobres ancianos que le preguntaron:
-¿Dónde
vas, Basilio el Infortunado?
-A
casa de Marco el Rico. Llevo una carta para su mujer.
-Enséñanos
la carta -dijeron los viejos.
Basilio
sacó la carta y se la alargó. Los viejos soplaron sobre la carta y dijeron:
-Ahora
ya puedes ir a entregar la carta a la mujer de Marco el Rico. Dios no te ha
desamparado.
Basilio
llegó a casa de Marco el Rico y entregó la carta a la mujer de éste. La mujer
leyó la carta de Marco, y llamó a su hija, porque no podía dar crédito a sus
ojos; pero no podía estar más claro lo que decía la carta: "Mujer, al día
siguiente de recibir esta carta, casa a mi hija Anastasia con el dador, y haz
lo que te ordeno sin falta, si no quieres tener que responderme de ello".
Anastasia miró a Basilio y Basilio no apartaba la vista de ella. Vistieron al
joven con los más ricos atavíos y al día siguiente se celebró su casamiento con
Anastasia.
Marco
el Rico llegó de su viaje por el mar y su mujer con su hija y su yerno salieron
a recibirle al muelle. Marco al ver a Basilio se indignó arrebata-damente contra
su mujer y la increpó de esta manera:
-¿Cómo
te has atrevido a casar a nuestra hija sin mi consentimiento?
Pero
la mujer contestó:
-¡No
me he atrevido a desobedecer tu severa orden!
Y
sacando la carta amenazadora, la alargó a su marido. Marco la leyó y vio que la
letra era la suya aunque la intención era bien diferente, y pensó: "Bueno,
tres veces te has escapado de mis manos, pero yo te mandaré adonde ni los
cuervos podrán mondar tus huesos".
Marco
vivió durante un mes con su yerno tratándolo, como a su hijo, con la mayor
amabilidad, de modo que por su semblante y sus palabras nadie hubiera conocido
las intenciones malignas que abrigaba contra el joven. Un día, Marco llamó a
Basilio y le dijo:
-Ve
a la tierra de Tres Veces Nueve, al imperio de Tres Veces Diez, a ver al Zar
Serpiente; hace doce años que construyó un palacio en mi tierra, por lo tanto
tú has de cobrarle la renta de esos doce años y traerme sus noticias
concernientes a mis doce naves, que han naufragado en los mares de su reino
durante los últimos tres años, sin dejar el menor vestigio.
Basilio
no se atrevió a replicar a su suegro. Se preparó para el viaje, se despidió de
su mujer y con un saco de provisiones para el camino, emprendió el viaje.
Anda
que andarás, anda que andarás, muchos días, muchas noches se pasaron hasta que
al fin oyó una voz que decía:
-Basilio
el Infortunado, ¿adónde vas? ¿Vas muy lejos?
Basilio
miró a todos partes y contestó:
-¿Quién
me llama? ¡Habla!
-Soy
yo, la encina deshojada, y te pregunto adónde vas y si vas muy lejos.
-Voy
a ver al Zar Serpiente, a cobrar las rentas de estos doce años.
Y
de nuevo habló la encina, diciendo:
-Si
lo vieras, piensa en mí y dile: mira que la encina hace trescientos años que
está de pie y ya tiene podridas todas sus raíces; ¿hasta cuándo durarán sus
tormentos en este mundo?
Basilio
escuchó atentamente y prosiguió el viaje. Llegó a un río y entró en una barca,
pero el barquero se le quedó mirando y dijo:
-¿Vas
muy lejos, Basilio el Infortunado?
Basilio
le confesó adónde iba.
-Bueno
-dijo el barquero,- si lo vieras, acuérdate de mí y dile que hace treinta años
que estoy remando en esta barca, y que me gustaría saber si he de estar yendo y
viniendo de una a otra orilla durante mucho tiempo.
-Bueno
-prometió Basilio,- se lo diré.
Llegó
a los estrechos del mar, y en uno de ellos yacía alargada una ballena en cuyo
lomo se marcaba un camino con postes a cada lado, por donde pasaba la gente
como sobre un puente, Basilio caminó sobre la ballena y ésta le habló con voz
humana, diciendo:
-¿Adónde
vas Basilio el Infortunado? ¿Vas muy lejos?
Basilio
se lo contó todo y la ballena te dijo:
-Si
lo vieras, acuérdate de mí: la pobre ballena hace tres años que está cruzada
entre dos mares y de tanto pasar por encima de ella la gente a pie y a caballo
se le ha marcado un camino en el lomo. ¿Cuánto tiempo ha de permanecer así?
-Bueno
-dijo Basilio- se lo diré.
Basilio
siguió andando, andando hasta que llegó a un prado verde donde se levantaba un
magnífico palacio. Brillaban las paredes de mármol, los tejados lucían como un
arco iris, cubiertos de madreperlas, y los cristales de las ventanas parecían
despedir llamas, heridos por el sol. Basilio entró al palacio, recorrió las
habitaciones y se maravillaba ante la indescriptible riqueza que allí había.
Por fin llegó a una sala interior y allí encontró a una hermosa doncella
sentada en un lecho. Cuando ella vio al joven exclamó:
-Basilio
el Infortunado, ¿cómo has venido a parar a este maldito palacio?
Basilio
se lo contó todo y le dijo a qué iba y cuanto le había sucedido en el camino. Y
la doncella dijo a Basilio:
-No
te han enviado para cobrar las rentas, sino para alimento de la serpiente y
para tu propia ruina.
Apenas
había ella pronunciado estas palabras, retembló el palacio y se oyeron en el
patio ruidos y golpetazos. La doncella escondió a Basilio en un arco que se
abría a flor de tierra, lo encerró y le advirtió en voz baja:
-Escucha
lo que yo le diga al Zar Serpiente.
Y
sin más, salió a recibirlo.
Una
serpiente monstruosa entró en la sala arrastrándose formando roscas enormes y
se dirigió al lecho diciendo:
-He
recorrido toda Rusia y vengo rendido de cansancio; sólo deseo dormir.
La
amable doncella le habló con palabras lisonjeras y le dijo:
-Nada
te es desconocido, ¡oh, Zar! y sin ti no llegaría nunca a interpretar un sueño
que he tenido. ¿Quisieras interpretármelo tú?
-¡Bueno,
di pronto!
-He
soñado que iba de camino y una encina me gritaba: "¡Pregunta al Zar cuánto
tiempo he de permanecer aquí!"
-Permanecerá
hasta que pase uno y le dé un puntapié, entonces caerá como arrancada de cuajo,
y debajo tiene una gran cantidad de oro y de plata; ni Marco el Rico tiene
tanto.
-Pero
luego soñé que llegaba a un río y el barquero me dijo: "¿Estaré remando
aquí mucho tiempo?
-Él
tiene la culpa. Que empuje hacia la corriente al primero que entre en su barca
y se quede él en la orilla, y el que ocupe la barca habrá de remar en su lugar
para siempre.
-Y
después he llegado en sueños al mar y, cruzada en un estrecho, había una
ballena que me dijo: "Pregunta al Zar si he de estar así mucho
tiempo"
-Estará
así hasta que devuelva las doce naves de Marco el Rico; sólo entonces podrá
volver al agua libremente.
Todo
esto dijo la serpiente, y luego volviéndose del otro lado empezó a roncar con
tal fuerza, que temblaban los cristales de las ventanas.
Entonces
la doncella hizo salir del arca a Basilio, le abrió la puerta del jardín y le
mostró el camino. Basilio le dio las gracias y emprendió el viaje de regreso.
Llegó
al estrecho del mar donde permanecía echada la ballena, y ésta le preguntó:
-¿Te
ha dicho algo de mí?
-Déjame
pasar al otro lado y te lo diré,
Cuando
hubo cruzado el estrecho sobre ella, le dijo:
-Has
de devolver las doce naves de Marco el Rico que te tragaste hace tres años.
La
ballena aclaró la garganta y arrojó las doce naves sin que nada les faltase, y
enseguida se puso a dar brincos de alegría moviendo el agua de tal modo que a
Basilio, que estaba en la playa, le llegaba a las rodillas.
El
joven siguió andando y llegó a la barca. Y el barquero le preguntó:
-¿Has
hablado de mí al Zar Serpiente?
-Pásame
al otro lado y te lo diré.
Y
cuando estuvo al otro lado le dijo:
-Le
he hablado y dice que al primero que llegue a la barca después de mí, lo
empujes hacia la corriente y tendrá que remar toda su vida; pero tú serás libre
como el aire.
Después,
Basilio llegó a la vieja encina desnuda, le dio un puntapié y el árbol cayó a
tierra derribado de cuajo, y debajo de las raíces y en el hueco que dejaron,
había plata y oro y piedras preciosas sin cuento. Basilio dirigió la mirada al
mar y he aquí que las doce naves de Marco el Rico, que la ballena había
devuelto, navegaban viento en popa y en el alcázar de la nave principal estaban
los tres ancianos que Basilio encontró cuando fue a entregar la carta a la
mujer de Marco el Rico y lo salvaron de una muerte segura. Y los ancianos
dijeron a Basilio:
-¿No
ves, Basilio, cómo Dios te ha bendecido? Y, dicho esto desem-barcaron y
siguieron el camino andando. Y los marineros saltaron a tierra y embarcaron
todo el oro y la plata y las piedras preciosas y siguieron la ruta en dirección
a su país.
Marco
el Rico, al ver todo aquello se enfureció más que nunca. Mandó ensillar el
caballo y salió a galope en dirección del país de Tres Veces Diez, para
arreglar personalmente sus asuntos con el Zar Serpiente. Al llegar al río saltó
a la barca, pero el barquero lo empujó a la corriente desde la orilla y Marco
el Rico se vio convertido en el barquero para toda su vida. Y aun está remando.
Pero Basilio el Infortunado vivió con su mujer y la madre de ésta en completa
dicha y prosperidad; fue bueno con los pobres, y les daba comida y vestidos y
administró y aumentó la fortuna de Marco el Rico.
062. Anonimo (rusia)
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