No sólo en Menorca, sino
en todo el archipiélago, el miedo -sa
pô- juega un papel importante en muchos de sus relatos domésticos.
Pero el miedo, en estas
sencillas historias, es un miedo elemental, que no tiene nada de terrorífico ni
de espantoso. Es un sentimiento ingenuo, desprovisto de intencionalidades
pánicas y muy distante de intentar herir la sensibilidad de quien las escucha,
provocándole sobresaltos inesperados.
Sa pô es, casi, un miedo
infantil, como el suave escalofrío, en cierto modo agradable, que recorre el
espinazo del niño al escuchar, embobado, un cuento de brujas. Es algo intrascendente;
la travesura de ese duende retozón, y un poco malo, que jugaba a asustar a
nuestros abuelos.
Como le ocurrió a Simonet, un payés de Son Pons que vivió una extraña aventura:
El joven Simó pensó un día que, mejor que a pie,
resultaría más cómodo y rápido ir a ver a su novia montado en la mula blanca
que tenía en el establo. La mula trabajaba de sol a sol, uncida al arado, a la
noria, al molino o al carro. Nunca se cansaba, la mula, ni se hacía la remolona
ante cualquier faena.
Simó se lavó los pies, se
puso una camisa limpia y subió a lomos del animal. No pudo nunca explicar por
qué, pero sintió como si alguien se hubiera sentado a la grupa. No podía ni
verlo ni tocarlo, pero algo o alguien tenía que ir acompañándole, ya que el
animal sudaba a mares y su paso era lento y fatigoso, como abrumado por una
enorme carga.
Así un día y otro, Simonet llegaba tarde a casa de su novia
y, además, nervioso y con el miedo metido en el cuerpo. Hasta que se lo contó a
la moza y juntos discutieron que, para evitar aquellos diarios viajes, lo mejor
era casarse y marcharse lejos.
Pero sa pô se fue con ellos. Y cuando menos lo esperaban se hacía
patente en forma de vocecita chillona, preguntándoles que qué tal les iba la
vida. Naturalmente aquellas intromisiones, en el momento menos esperado -y más
tratándose de una pareja de recién casados- resultaban bastante enojosas.
Aunque sólo se trataba de
una voz, sin dueño corpóreo, había que buscar una solución y ésta la dio un
curandero, amigo de Simó: una moneda
de plata en el interior de una calabaza sería el antídoto, el amuleto que les
liberaría de aquella pesadilla.
Y, efectivamente. A la
primera ocasión en que se presentó sa pô, dejando oír su incordiante voz, la
calabaza empezó a dar saltos y cabriolas, como si repartiera golpes a unos visitantes
invisibles, hasta que reventó en mil pedazos.
Apartir de aquel día, Simonet y u mujer se vieron libres de
sobresaltos y es posible que, como en los cuentos, vivieran felices el resto de
sus días.
* * *
Son frecuentes en el folklore
menorquín las encarnaciones del miedo en animales blancos, estando en juego,
también, alguna historia de jóvenes enamorados. En todos los casos, la plata
es el mejor repelente contra las extrañas apariciones que, en ocasiones, tienen
algo que ver con una elemental nigromancia, de consecuencias casi nunca
extremas.
Es el caso de aquel joven
de Maó que, fastidiado por encontrarse
diaria-mente con un borrico blanco en el camino, le soltó un estacazo con un
garrote en el que había clavado, previamente, una moneda de plata. El borrico
desapareció rebuznando pero, aquella noche, al llegar a casa de su prometida,
el joven se encontró con que su futura suegra había tenido que meterse en la
cama, bastante magullada. La buena mujer juraba que había sentido como un
bastonazo en una pierna y, como prueba concluyente, la exhibía llena de cardenales.
(A lo mejor, de haber sabido las consecuencias, el mahonés no se hubiera
conformado con largarle un estacazo al burro misterioso...)
También es curiosa la
historia que le sucedió -según cuentan- a un muchacho de Ferreríes, junto al pozo que todos conocen como es pou de sa pardiu blanca. En vano el
mozo, que era buen tirador, intentaba abatir aquella perdiz que inevitablemente
se le aparecía, saliendo del pozo. Hasta que un día cargó la escopeta con
postas de plata, apuntó cuidadosamente, disparó... y la perdiz se alejó como
pudo, herida en el ala derecha. Cuando el joven se acercó por la tarde, a ver
a su novia, la encontró toda cariacontecida: hacía unas horas, sin saber cómo,
se había roto el brazo derecho.
Son bastantes las
historias de parecido argumento, situadas en los puntos más diferentes de
Menorca. Desde Binigafull hasta Maó, pasando por el mitjorn, se encuentran relatos de animales blancos, espantados, al
fin, por la moneda o la perdigonada argentífera. Son, como ya se ha dicho,
inocentes manifestaciones de un miedo, rayano en la fantasía y sin efectos
secun-darios... a excepción de las magulladuras en la persona de alguna sufrida
suegra.
Fuente: Gabriel Sabrafin
092. Anonimo (balear-menorca)
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