Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 10 de junio de 2012

El miedo en las leyendas menorquinas


No sólo en Menorca, sino en todo el archipiélago, el mie­do -sa pô- juega un papel importante en muchos de sus relatos domésticos.
Pero el miedo, en estas sencillas historias, es un miedo elemental, que no tiene nada de terrorífico ni de espantoso. Es un sentimiento ingenuo, desprovisto de intencionalidades pánicas y muy distante de intentar herir la sensibilidad de quien las escucha, provocándole sobresaltos inesperados.
Sa pô es, casi, un miedo infantil, como el suave escalofrío, en cierto modo agradable, que recorre el espinazo del niño al escuchar, embobado, un cuento de brujas. Es algo intras­cendente; la travesura de ese duende retozón, y un poco malo, que jugaba a asustar a nuestros abuelos.
Como le ocurrió a Simonet, un payés de Son Pons que vivió una extraña aventura:
El joven Simó pensó un día que, mejor que a pie, resul­taría más cómodo y rápido ir a ver a su novia montado en la mula blanca que tenía en el establo. La mula trabajaba de sol a sol, uncida al arado, a la noria, al molino o al carro. Nunca se cansaba, la mula, ni se hacía la remolona ante cualquier faena.
Simó se lavó los pies, se puso una camisa limpia y subió a lomos del animal. No pudo nunca explicar por qué, pero sintió como si alguien se hubiera sentado a la grupa. No po­día ni verlo ni tocarlo, pero algo o alguien tenía que ir acom­pañándole, ya que el animal sudaba a mares y su paso era lento y fatigoso, como abrumado por una enorme carga.
Así un día y otro, Simonet llegaba tarde a casa de su novia y, además, nervioso y con el miedo metido en el cuerpo. Hasta que se lo contó a la moza y juntos discutieron que, para evitar aquellos diarios viajes, lo mejor era casarse y marcharse lejos.
Pero sa pô se fue con ellos. Y cuando menos lo esperaban se hacía patente en forma de vocecita chillona, preguntándo­les que qué tal les iba la vida. Naturalmente aquellas intro­misiones, en el momento menos esperado -y más tratándose de una pareja de recién casados- resultaban bastante eno­josas.
Aunque sólo se trataba de una voz, sin dueño corpóreo, había que buscar una solución y ésta la dio un curandero, amigo de Simó: una moneda de plata en el interior de una calabaza sería el antídoto, el amuleto que les liberaría de aquella pesadilla.
Y, efectivamente. A la primera ocasión en que se presentó sa pô, dejando oír su incordiante voz, la calabaza empezó a dar saltos y cabriolas, como si repartiera golpes a unos visi­tantes invisibles, hasta que reventó en mil pedazos.
Apartir de aquel día, Simonet y u mujer se vieron libres de sobresaltos y es posible que, como en los cuentos, vivieran felices el resto de sus días.

* * *
Son frecuentes en el folklore menorquín las encarnacio­nes del miedo en animales blancos, estando en juego, tam­bién, alguna historia de jóvenes enamorados. En todos los casos, la plata es el mejor repelente contra las extrañas apa­riciones que, en ocasiones, tienen algo que ver con una ele­mental nigromancia, de consecuencias casi nunca extremas.
Es el caso de aquel joven de Maó que, fastidiado por en­contrarse diaria-mente con un borrico blanco en el camino, le soltó un estacazo con un garrote en el que había clavado, previamente, una moneda de plata. El borrico desapareció rebuznando pero, aquella noche, al llegar a casa de su pro­metida, el joven se encontró con que su futura suegra había tenido que meterse en la cama, bastante magullada. La bue­na mujer juraba que había sentido como un bastonazo en una pierna y, como prueba concluyente, la exhibía llena de cardenales. (A lo mejor, de haber sabido las consecuencias, el mahonés no se hubiera conformado con largarle un esta­cazo al burro misterioso...)
También es curiosa la historia que le sucedió -según cuentan- a un muchacho de Ferreríes, junto al pozo que todos conocen como es pou de sa pardiu blanca. En vano el mozo, que era buen tirador, intentaba abatir aquella perdiz que inevitablemente se le aparecía, saliendo del pozo. Hasta que un día cargó la escopeta con postas de plata, apuntó cui­dadosamente, disparó... y la perdiz se alejó como pudo, he­rida en el ala derecha. Cuando el joven se acercó por la tarde, a ver a su novia, la encontró toda cariacontecida: hacía unas horas, sin saber cómo, se había roto el brazo derecho.
Son bastantes las historias de parecido argumento, situa­das en los puntos más diferentes de Menorca. Desde Biniga­full hasta Maó, pasando por el mitjorn, se encuentran relatos de animales blancos, espantados, al fin, por la moneda o la perdigonada argentífera. Son, como ya se ha dicho, inocen­tes manifestaciones de un miedo, rayano en la fantasía y sin efectos secun-darios... a excepción de las magulladuras en la persona de alguna sufrida suegra.

Fuente: Gabriel Sabrafin

 092. Anonimo (balear-menorca)

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