Érase hace mucho un
rey que tenía tres hijos. Cuando se hicieron mayores, el rey los reunió y les
dijo:
-Mis queridos
hijitos, quisiera casaros antes de hacerme viejo, deseo tener nietos y
entretenerme con ellos. Los hijos le respondieron:
-Si es así, padre,
danos tu bendición. ¿Con quién quieres casarnos?
-Mirad, hijitos,
tomad cada uno una flecha, salid al campo y disparadla: donde caiga, hallaréis
vuestra suerte.
Los hijos se
inclinaron profundamente ante el padre, tomaron cada uno una flecha, salieron
al campo, tensaron sus arcos y la dispararon.
La flecha del hermano
mayor cayó en el palacio de un boyardo, cuya hija la levantó. La del
mediano fue a parar al espacioso patio de un mercader, y la recogió una hija de
este.
La flecha del hermano
menor, el príncipe Iván, ascendió muy alto y se perdió de vista. El príncipe
fue en busca suya y, tras de andar y andar sin descanso, llegó a un pantano.
Había allí una rana, que levantó la flecha. El príncipe Iván le dijo:
-Rana, ranita, dame
mi flecha.
La rana le pidió:
-Cásate conmigo.
-¿Que dices? ¿Acaso
puedo yo casarme con una rana?
-Cásate conmigo, esa
es tu suerte.
El príncipe Iván
quedó triste y cabizbajo, pero ¿qué podía hacer? Tomó la rana y se la llevó a casa.
Hubo tres bodas en el palacio del rey: la del hijo mayor con la hija del
boyardo, la del mediano con la hija del mercader y la del malhadado príncipe
Iván con la ranita.
Un buen día, el rey
hizo llamar a sus hijos y les dijo:
-Quisiera saber cuál
de vuestras mujeres tiene mejores manos para la costura. Decidles
que, para mañana, deben hacerme una camisa cada una.
Los hijos se
inclinaron ante el padre y salieron para cumplir su deseo.
Llegó el príncipe
Iván a sus aposentos muy acongojado y abatió la cabeza sobre las manos. La
ranita, dando saltos por el piso, le preguntó:
-¿Por qué te veo tan
cabizbajo, príncipe Iván? ¿Qué pena te acongoja?
-Mi padre ha ordenado
que le hagas para mañana una camisa.
-No te preocupes,
príncipe Iván, y acuéstate, que mañana será otro día.
El príncipe Iván se
acostó, y la ranita saltó a la terracilla del palacete, se desprendió de su
piel y se convirtió en Basilisa la Sabia. Era tan bella, que ni en los cuentos tenía
igual.
Batió palmas Basilisa
la Sabia y dijo
con voz sonora:
-¡Madrecitas, ayas
mías, acudid sin dilación! Haced, para mañana por la mañana, una camisa como la
de mi padre.
Muy temprano, cuando
el príncipe Iván se despertó, la ranita seguía saltando por el palacete, pero
en la mesa había una camisa envuelta en un fino lienzo. Muy contento, el
príncipe Iván le llevo la camisa a su padre. Mientras, el rey recibía los
regalos de los otros dos hermanos. El mayor desenvolvió la camisa, el rey la
tomó en sus manos y dijo:
-Esta camisa no es
para llevarla en palacio.
Desenvolvió la camisa
el mediano, y el rey dijo:
-Esta camisa no vale
más que para ir al baño.
Desenvolvió el
príncipe Iván su camisa con bellos bordados de oro y plata, y el rey exclamó
nada más verla:
- ¡Esta camisa es
para lucirla en las fiestas!
Los hermanos mayores
regresaron a sus aposentos, comentando:
-Sí, está visto que
no debimos reírnos de la mujer del príncipe Iván. No es una rana, sino una
bruja…
El rey de nuevo hizo
llamar a sus hijos y les pidió:
-Que vuestras mujeres
me cuezan para mañana un pan. Quiero saber quién de ellas lo hace mejor.
El príncipe Iván
regresó a casa muy entristecido. La ranita le preguntó:
-¿Qué pesar te
agobia?
Respondió el
príncipe:
-Para mañana hay que
cocerle un pan al rey.
-No te preocupes,
príncipe Iván, y acuéstate, que mañana será otro día.
Las mujeres de los
hermanos mayores se rieron primero de la rana y luego enviaron a una vieja
criada a que mirase cómo cocía el pan.
La ranita era muy
lista y se lo figuró. Hizo la masa y la echó por un agujero que había abierto
en lo alto del horno. La vieja criada corrió a contarlo a las mujeres de los
hermanos, y ambas hicieron, punto por punto, lo mismo que la ranita.
Mientras, la ranita
salió a la terracilla, se convirtió en Basilisa la Sabia y batió palmas:
-¡Madrecitas, ayas
mías, acudid sin dilación! Cocedme un pan esponjoso y blanco como el que comía
yo en casa de mi padre.
Muy temprano, cuando
el príncipe Iván se despertó, el pan estaba ya en la mesa, adornado con mucho
ingenio: a los lados ostentaba unos arabescos, y en lo alto, una ciudad con sus
puertas.
Se alegró el príncipe
Iván, envolvió el pan en una rodilla y lo llevó a su padre. El rey estaba
recibiendo los panes de los hijos mayores. Sus mujeres habían vertido la masa
en el horno, como les dijera la vieja criada, y les había salido el pan
requemado y negro, como un tizón. El rey tomo el pan del hijo mayor, lo miró y
dijo que lo dieran a la
servidumbre. Lo mismo hizo con el del mediano. Pero cuando el
príncipe Iván le entregó su pan, dijo:
-Este pan es para ser
comido en las fiestas.
Aquel mismo día, el
rey ordenó a sus hijos que a la tarde siguiente asistieran, con sus esposas, al
festín que pensaba dar.
Otra vez regresó el
príncipe Iván a sus aposentos sombrío como un nublado, gacha la cabeza. La ranita,
saltando por el piso, le preguntó:
-Cua-cua, príncipe
Iván, ¿qué pena te acongoja? ¿Es que tu padre no ha sido cariñoso contigo?
-Ranita, ranita,
¿cómo quieres que no esté acongojado? Ha ordenado mi padre que vaya contigo al
festín. Dime, ¿puedo, acaso, mostrarte a la gente?
La ranita respondió:
-No te apenes,
príncipe Iván, ve solo al festín, que yo te seguiré. Cuando oigas ruidos y
truenos, no te asustes. Si alguien te pregunta, di: “Es mi ranita, que viene en
una cajita”.
El príncipe Iván fue
solo al festín. Los hermanos mayores llevaron a sus mujeres, muy engalanadas,
con toques de colorete en las mejillas, con las cejas y las pestañas
sombreadas. Se burlaron del príncipe Iván diciéndole:
-¿Por qué has venido
sin tu mujer? Podrías haberla traído envuelta en el pañuelo. ¿Dónde has
encontrado a esa beldad? De seguro que tuviste que recorrer todos los pantanos.
El rey, sus hijos,
las dos esposas y los invitados se sentaron a las mesas de roble con blancos
manteles y empezaron el festín. De pronto oyeron ruidos y truenos. Los
invitados se asustaron y se levantaron de sus asientos, pero el príncipe Iván
les dijo:
-No teman, queridos
invitados, es mi ranita, que viene en una cajita.
Ante la puerta del
palacio real se detuvo una carroza tirada por seis caballos blancos, y de ella
salió Basilisa la Sabia
vistiendo un traje azul cuajado de estrellas, la luna clara luciendo sobre sus
cabellos. Y era tan bonita, que parecía salida de un cuento. Descanso Basilisa
su brazo en el del príncipe Iván y se dirigió con él hacia las mesas de roble
cubiertas de blancos manteles.
Los invitados se
pusieron a comer y beber entre alegres bromas. Basilisa mojó sus labios en uno
de los vasos y echó en su manga izquierda el resto del vino. Luego tomó un alón
de cisne, lo comió y se echó los huesos en la manga derecha.
Las mujeres de los
príncipes mayores vieron aquello y se apresuraron a imitarla.
Terminado el festín,
le llegó la hora al baile. Basilisa la
Sabia tomó de la mano al príncipe Iván y se puso a danzar con
tanto brío y gracia, que todos quedaron boquiabiertos. Luego sacudió la manga
izquierda y ante ella apareció un lago; sacudió la derecha, y por la superficie
del lago se deslizaron unos cisnes de plumaje blanco como la nieve. El rey y sus invitados
no cabían en sí de asombro.
Las mujeres de los
príncipes mayores salieron también a bailar, sacudieron una manga y salpicaron
a los invitados, sacudieron la otra, y los huesos volaron en todas direcciones.
Uno le dio en un ojo al rey, que, indignado, echó de allí con cajas
destempladas a sus dos nueras.
Mientras tanto, el
príncipe Iván salió sin ser visto, corrió a sus aposentos, encontró allí la
piel de la rana y la arrojó al fuego.
Regresó a casa
Basilisa la Sabia
y vio que la piel había desaparecido. Se dejó caer en un banco y, triste,
cariacontecida, reprochó al príncipe Iván:
-¡Ay, príncipe Iván!
¿Qué has hecho? Si hubieras esperado tres días más, habría sido tuya para
siempre. Ahora tendremos que separarnos. Búscame en el fin mismo del mundo, en
el rincón más lejano de la tierra, en los dominios de Koschéi el Inmortal…
Basilisa la Sabia se transformó en un
cuclillo gris y salió volando por la ventana. El príncipe Iván lloró amargas lágrimas,
se inclinó profundamente, mirando a los cuatro puntos cardinales para
despedirse de su tierra amada, y se fue en busca de su mujer. Nadie sabe cuanto
anduvo, pero lo que sí se sabe es que sus botas quedaron sin suelas, sus ropas
se hicieron jirones y su gorro quedó destrozado por las lluvias. Un buen día se
encontró con un viejo en mitad de un camino.
-¡Buenos días, galán!
¿Adónde vas, qué camino llevas?
El príncipe Iván
contó al anciano su desgracia. El anciano le dijo:
-¡Ay, príncipe Iván!
¿Por qué se te ocurriría quemar la piel de la ranita? No se la habías puesto
tú, y no eras tú quien debía quitársela. Basilisa la Sabia nació más lista, más
inteligente que su padre. Enfadado por eso, el le ordenó que viviera tres años
transformada en rana. En fin, ¡a lo hecho, pecho! Toma este ovillo: síguelo sin
miedo a dondequiera que ruede.
El príncipe Iván dio
las gracias al anciano y echo a andar en pos del ovillo. Rodaba el ovillo, y el
príncipe Iván lo seguía. En medio de un campo se tropezó con un oso. El
príncipe Iván aprestó su arco, dispuesto a matar a la fiera. Pero el oso le
dijo con voz humana:
-No me mates,
príncipe Iván, que algún día te prestaré un buen servicio.
Se compadeció el
príncipe Iván del oso, bajó el arco y siguió su camino. De pronto vio un ánade
volando sobre su cabeza. Aprestó el príncipe su arco, pero el ánade le dijo con
voz humana:
-No me mates,
príncipe Iván, que algún día te prestaré un buen servicio.
Se compadeció el
príncipe del ánade y siguió su camino. De súbito vio una liebre que corría
veloz. El príncipe Iván aprestó rápido el arco, dispuesto a disparar, pero la
liebre le dijo con voz humana:
-No me mates,
príncipe Iván, que algún día te prestaré un buen servicio.
Se compadeció el
príncipe de la liebre y siguió su camino. Llego al mar azul y vio que en la
orilla yacía un sollo. Boqueando, el pez le dijo:
-¡Ay, príncipe Iván,
compadécete de mí, échame al mar azul!
El príncipe echó el
sollo al mar y prosiguió su camino, orilla adelante. Pasado cierto tiempo,
nadie sabe cuánto, llegó el ovillo a un bosque. Había allí una pequeña isba,
sobre patas de gallina, que daba vueltas y más vueltas.
-Isba, isba, detente
con la pared trasera mirando al bosque y con la puerta hacia mí.
La isba se detuvo con
la pared trasera mirando al bosque y con la puerta hacia el príncipe. Iván entró
y vio que en la novena hilera de ladrillos de la estufa estaba durmiendo la bruja Yaga Pata de
Palo, los dientes sobre un estante y la nariz clavada en el techo.
-¿Qué te trae por
aquí, galán? -preguntó la bruja al príncipe-. ¿Vas en busca del destino o huyes
de él sin tino?
El príncipe Iván le
respondió:
-Antes de ponerte a
preguntar, vieja bruja, deberías, darme de comer y de beber y prepararme un
baño.
-Ya estaba enterada -le
dijo la bruja-. Tu mujer vive ahora en el palacio de Koschéi el Inmortal.
Difícil te va a ser quitársela, vencer a Koschéi no es coser y cantar. La
muerte de Koschéi se encuentra en la punta de una aguja, la aguja está
encerrada en un huevo, el huevo lo lleva dentro un pato, el pato vive dentro de
una liebre, la liebre está encerrada en un cofre de piedra, y el cofre se halla
en la copa de un alto roble del que cuida Koschéi como de las niñas de los
ojos.
Hizo noche el
príncipe Iván, en la isba de la bruja, que, a la mañana siguiente, le dijo
dónde se encontraba aquel roble tan alto. Mucho anduvo el príncipe Iván,
cuanto, nadie lo sabe, pero, por fin, vio un alto y rumoroso roble, en cuya
copa descansaba el cofre de piedra. No había forma de alcanzarlo.
De pronto apareció,
como por arte de birlibirloque, un oso, que arranco de cuajo el roble aquel. El
cofre cayó y se hizo añicos. Salió de él una liebre que echó a correr como alma
que lleva el diablo. Pero otra liebre le dio alcance y la hizo trizas. De la
liebre muerta salio un pato que voló alto, hasta el mismo cielo. Pero hete aquí
que un ánade se precipitó sobre él y le dio un terrible aletazo. El pato dejó
caer un huevo, y el huevo se hundió en el mar azul…
El príncipe Iván
estalló en amargo llanto. ¿Cómo iba a encontrar el huevo en el fondo del mar?
Pero, de pronto, nado hacia la orilla un sollo, llevando en la boca el huevo.
El príncipe Iván partió el huevo, sacó la aguja y quiso romperle la punta. El príncipe no
cejaba en su empeño, y Koschéi el Inmortal se retorcía y agitaba. Pero todos
sus esfuerzos fueron vanos, ya que el príncipe logro, por fin, romper la aguja. Koschéi tuvo
que morir.
Entró el príncipe
Iván en el blanco palacio de Koschéi. Basilisa la Sabia salió corriendo a su
encuentro y le besó en sus labios de miel. Regresaron el príncipe Iván y su
Basilisa la Sabia
a su hogar, y en el vivieron, felices y contentos, hasta muy entrada la vejez.
062. Anonimo (rusia)
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