La conquista de Menorca
por Alfonso III de Aragón, había empezado, en cierto modo, bajo los auspicios
de sobrenaturales premo-niciones.
Anclada la escuadra en
Mallorca, durante la Navidad
de 1286, tuvo allí el rey Alfonso el primer aviso, al quedarse ciego por el
resplandor de un espectro cuando, con evidente desprecio de las disposiciones
eclesiales vigentes, rompió el precepto de la abstinencia. Esto ocurría, según
los cronicones, en el atrio del oratorio de Sant Nicolauet, a la sazón todavía al borde del mar, en Porto Pi.
No era cosa, sin embargo,
de dejar en manos de un rey ciego la empresa de conquistar territorios moros en
nombre de la santa cruz. El riesgo era demasiado y, es de suponer, esta
circunstancia, unida al profundo arrepen-timiento de Alfonso, motivaron que le
fuera devuelta la vista mientras asistía, días después, a los oficios del día
de Reyes en la incipiente catedral palmesana.
Un nuevo prodigio debía
obrarse aún por la persona del rey cuando, desembarcado con sus hombres en la
isleta del puerto de Maó, conocida como illa
del rei, era instado por sus nobles a solucionar, de alguna manera, el
problema de la acuciante sed que padecía la tropa. Alfonso ordenó oraciones y
ayuno general y, luego de recibir en sueños una revelación, hirió el suelo con
su espada y, como un nuevo Moisés, alumbró un copioso manantial del que
bebieron, hasta saciarse, caballos y caballeros.
Así las cosas, imbuidos
de un alto espíritu de victoria, Alfonso y sus hombres decidieron no aguardar
por más tiempo la llegada intermitente de las galeras, que una fuerte tormenta
había dispersado, y pasaron a tierra firme a
la part de tramuntana, perçó, com es plana, podíam eixir millor que de la part
de mitjorn qui tota es penya...
El 17 de enero de 1287,
fiesta de San Antonio, se libraron en los alrededores de Maó cuatro feroces batallas que iban a decidir la suerte de la
empresa. Si grande era el empeño de los moros por defender su propiedad
menorquina, mayor era aún la acometividad de los cristianos, decididos a arrebatársela.
Haciendo caso omiso de las disposiciones reales, con los hombres ya al borde
del agota-miento, Berengario de Tornamira les lanzó de nuevo al combate, aun a
riesgo de convertirse en el blanco de las iras de Alfonso. Los gritos de ¡Sant Jordi! y ¡Sant Antoni! enardecían a los cristianos y -las crónicas se
encargarían de confirmarlo- «los santos patronos no se dieron de vagar,
constantemente, de sol a sol, visibles en el aire con su espada y su muleta,
para alentar a sus huestes y espantar a los infieles».
De San Jorge sabíamos su
afición por los hechos de armas y no es de extrañar su presencia. Pero,
ciertamente, cuesta imaginar al beatífico San Antonio, anciano y renqueante,
persiguiendo moros a bastonazos, involucrado en el hecho por la circunstancia
de ser el titular del día.
Los moros, arrollados sin
remisión, huyeron hacia el norte a refugiarse en el castillo roquero de Santa
Águeda, con las huestes invasoras pisándoles los talones. Allí resistieron,
desesperadamente, hasta que, agotado su arsenal de armas arrojadizas, lanzaban
a los sitiadores lo único contundente que poseían: los macizos panes de sus
despensas.
La tradición es pródiga
en relatos de escaramuzas, por ambos bandos, durante aquellos días. En una de
ellas, los moros consiguieron retener en el castillo a una avanzadilla de
cristianos, capitaneados por el contumaz San Jorge, montado en su caballo
blanco. Los moros, envalentonados por lo importante de aquella captura, se
lanzaron con furia sobre el santo, decididos a poner fin de una vez a sus
intervenciones. Se colgaron de las patas de su caballo, del cuello, de la cola,
de los estribos, de donde podían, en fin, con el único objetivo de
inmovilizarle. San Jorge, viéndose en apuros, clavó los espolones en las
ijadas del noble bruto que, desprendiéndose de los moros, saltó sobre los muros
del castillo y fue a caer sobre una gran roca, en la ladera del monte, donde
quedaron impresas, para siempre, las marcas de sus herraduras.
La roca d'es cavall, con unas marcas extrañas en su lisa superficie,
mantiene todavía el recuerdo del aterrizaje del santo guerrero.
La rendición llegó al
fin, el 21 de enero. Los moros debieron pagar un elevado precio por seguir con
vida. A aquellos que nada tenían con qué responder, se les embarcó con destino
a África, a donde no llegarían jamás. E
los moros qui s'hich volían exir -cuentan despiadadamente las crónicas- e's recullían en las fustas del rey, feyan
prest viatje, que en un jorn ne feyan dos e tres viatjes, car diuse que com
eran a mitjan golf, llensávanlos en mar e tornavan per altre viatje.
Ninguna historia da razón
de que, en estas crueles circunstancias, se presentara ni San Jorge ni nadie,
intercediendo humanitariamente por los vencidos.
Fuente: Gabriel Sabrafin
092. Anonimo (balear-menorca)
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