La zona del mitjorn menorquín, entre Calafi y Albranca, al sur de Ferreríes,
está surcada por profundos barrancos, como arañazos en el suelo, árido y
rocoso, que van a abrirse, finalmente, al mar.
Calafi y Albranca eran, en tiempos de los gigantes, los feudos de dos tribus
irreconciliables. Sus encuentros venían siempre marcados por titánicas luchas
cuyo estruendo sacudía, rebotando por rocas y barrancos, hasta el último
rincón de la comarca. El odio era secular entre ambos bandos y sus recíprocas
diferencias no podían ser saldadas más que con la muerte y el exterminio de los
contendientes.
Por eso, cuando el jefe
de la tribu de Coves Gardes, cerca de
Albranca, supo que su hija amaba a un joven gigante de Calafi, tomó la única
decisión que podía rehacer su maltrecho prestigio. Ordenó a la princesa
vestirse con sus mejores galas y, cargado con un enorme ataúd, emprendió con
ella el camino del barranco.
Al fin llegaron al borde
de la hoya, de aguas verdosas, abierta en el centro del reseco cauce. A la
vista del gorg -del gort, como suelen llamar en la comarca a
estas charcas- los gigantes adoptaron una actitud de reverencia. Estaban ante
el ojo de la divinidad subterránea que protegía a la tribu de Coves Gardes, en cuyo fondo insondable
moraba la ondina a la que el rey estaba decidido a consagrar para siempre a su
hija.
Esperando que llegara la
hora mágica de la medianoche, sentados en el pedregal que rodea la hoya, el
apesadumbrado padre pidió por última vez a su hija que abandonara aquel amor
insensato, aquella imperdonable traición de querer unirse al hijo de su
irreconciliable enemigo. Ante la negativa de la muchacha, empeñada en mantener
su decisión por encima de todo, el gigante destapó el ataúd y la obligó a tenderse
dentro. Clavó la tapa y empujó suavemente la caja hasta dejarla flotando sobre
el agua del gort.
Todavía dudaba el
gigante, con los ojos arrasados en llanto, en concluir la última parte de
aquel extraño ritual. Por un momento, su amor de padre pareció imponerse a la
obligación que, como rey, le exigía aplicar todo el peso de su brutal
justicia.
Miró la silueta inmóvil
de la caja por última vez y, con una pequeña piedra, golpeó tres veces sobre la
tapa. Como arrastrado por una misteriosa fuerza, el ataúd se sumergió con el
sobresalto de un leve chapoteo.
-«Nadie te sacará de aquí
-sentenció el rey- hasta que esta piedra caiga al fondo del gort.» Y el gigante, luego de pronunciar
esta conjura, lanzó el guijarro con toda la fuerza de su brazo y desapareció,
sin volver la cabeza, internándose en el barranco.
Alguien, oculto en la
maleza, había seguido el desarrollo de la tragedia. No bien se hubo extinguido
el rumor de las pisadas del rey de Coves
Gardes, el enamorado gigante de Calafi
salió de su escondite y, a grandes manotazos, recogía cuantas piedras podía y
las echaba al gort con la esperanza de que una de ellas sería la que haría
volver a la muchacha.
Así estuvo años y años. Y
así sigue -cuentan- en las noches tranquilas del barranco, cuando un rumor
sordo recuerda el deslizarse de los cantos rodados por el lecho de un torrente.
Por eso, cuando algún día
paséis por el Gort d'Albranca, echad,
como hacen todos, una piedra a sus tranquilas aguas y esperad. Tal vez vosotros
romperéis el sortilegio.
Fuente: Gabriel Sabrafin
092. Anonimo (balear-menorca)
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