Una
vez vivía en cierto país un campesino. Cuando le llegó el tiempo de ir al
servicio militar se despidió de su joven esposa con estas palabras:
-¡Óyeme,
esposa mía! Vive honestamente, no te mofes de la buena gente, no dejes que
nuestra cabaña se caiga, cuida de todo con esmero y espera mi regreso. Si Dios
quiere, volveré y dejaré el servicio. Aquí tienes cincuenta rublos. Si nos nace
un niño o una niña es igual; guarda el dinero hasta que nuestro hijo sea mayor.
Si es una niña cásala con el pretendiente que le salga, pero si Dios te da un
hijo, cuando llegue a la edad de la razón, este dinero te ayudará un poco.
Luego
se despidió de la mujer y se marchó a guerrear donde le mandaron. Transcurridos
tres meses, le nacieron dos gemelos a quienes llamó, los hijos de Iván el
soldado. Los pequeños crecieron como dos plantas bien cultivadas. Al llegar a
los diez años, su madre cuidó de instruirlos y tanto progresaron en las letras,
que los hijos de los boyardos y los hijos de los comerciantes no les
aventajaban en saber. Ningún muchacho sabía leer en voz alta, escribir y
contestar a las preguntas tan bien como ellos. Los hijos de Iván el soldado
fueron creciendo y un día preguntaron a su madre:
-Madre
querida, ¿no nos dejó nuestro padre algún dinero? En tal caso dánoslo y nos lo
llevaremos a la ciudad para comprarnos un caballo cada uno.
La
madre les dio los cincuenta rublos, veinticinco para cada uno, y les dijo:
-Atendedme,
hijos míos: cuando vayáis a la feria saludad a todos los que encontréis.
-Así
lo haremos, querida madre.
Los
dos hermanos se encaminaron a la ciudad y se dirigieron a la feria de caballos.
Vieron muchos caballos, pero no eligieron ninguno, porque no eran bastante
buenas cabalgaduras para los buenos hermanos. Y uno de estos dijo al otro:
-Vamos
al otro extremo de la plaza. Mira cómo corre allí la gente. Algo extraordinario
ocurre.
Se
acercaron al grupo alborotado y vieron allí dos yeguas atadas a un recio poste,
una con seis cadenas y otra con doce cadenas. Las caballerías tascaban el freno
y hacían saltar las piedras con sus patas. Nadie se les podía acercar.
-¿Cuánto
valen esas dos yeguas? -preguntó Iván, el hijo del soldado, al amo.
-No
metas las narices en este quiso, amigo. Esas yeguas no son para gente de tu
ralea. No preguntes más acerca de ellas.
-¿Cómo
sabes quién soy? Tal Vez pueda comprarlas, pero antes quiero mirarles los
dientes.
-¡Mira
por tu cabeza! -replicó el amo de las caballerías.
Uno
de los hermanos se acercó a la yegua que estaba sujeta por seis cadenas,
mientras el otro se acercaba a la que estaba sujeta por doce. Trataron de
examinar la dentadura de los animales, pero aquello era imposible. Las yeguas
se levantaban sobre las patas traseras y pateaban el aire. Los hermanos les
golpearon entonces los ijares con las rodillas y las cadenas que sujetaban a
las yeguas se rompieron y éstas dieron un brinco de cinco brazas en el aire y
cayeron al suelo patas arriba.
-¡Bah!
-exclamaron los hermanos.- No hay motivo para armar tanto ruido. No queremos
estas caballerías ni regaladas.
-¡Oh!
-gritaba la gente, llena de admiración.
-¿De
dónde han salido unos campeones tan fornidos y esforzados?
El
dueño de las caballerías casi lloraba. Las yeguas galoparon por toda la ciudad
y huyeron a la estepa, sin que nadie se atreviese a detenerlas. Los hijos de
Iván el soldado se compadecieron del tratante de caballos, salieron a la ancha
planicie, gritaron con voz penetrante y lanzaron formidables silbidos, y las
yeguas retrocedieron amansadas y fueron a colocarse a su puesto, donde
permanecieron como clavadas. Entonces, los dos hermanos las encadenaron y las
trabaron fuertemente. Hecho esto, emprendieron el regreso a su casa. Por el
camino encontraron un viejo de barba blanca y, olvidando el consejo de su
madre, pasaron sin saludarlo. De pronto, uno de ellos se acordó y dijo al otro:
-¡Hermano!
¿Qué hemos hecho? ¡No nos hemos inclinado ante ese viejo! ¡Corramos tras él y
saludémoslo!
Corrieron
tras el viejo, se quitaron el sombrero, se le inclinaron hasta la cintura y le
dijeron:
-Perdona,
padrecito, que hayamos pasado sin saludarte. Nuestra madre nos recomendó mucho
que rindiésemos tributo de homenaje a quien encontráse-mos en el camino.
-¡Gracias,
buenos jóvenes! ¿Adónde os guía Dios?
-Venimos
de la feria de la ciudad. Queríamos comprar un buen caballo para cada uno, pero
no nos gustó ninguno.
-¿Cómo
es posible? ¿Tal vez os gustasen las jaquitas que yo os daría?
-¡Ah,
padrecito! Te quedaríamos agradecidos toda la vida.
-Pues
seguidme.
Los
condujo a una alta montaña, abrió dos puertas de hierro, y sacó dos caballos de
magnífica estampa.
-Aquí
tenéis vuestros caballos, montadlos y partid en nombre de Dios, y que
prosperéis con ellos.
Le
dieron los gracias, montaron y galoparon hacia su casa. Llegaron al patio,
ataron los caballos a un poste, y entraron en la cabaña.
La
madre les preguntó, diciendo:
-Y
bien, hijos míos, ¿habéis comprado una jaca para cada uno?
-No
las hemos comprado, las hemos obtenido como regalo.
-¿Dónde
las dejasteis?
-Ahí
fuera.
-¡Ay,
hijos míos! ¡Mirad que no se las lleve alguien!
-No,
querida madre, nadie podría robar nuestros caballos. No hay quien pueda
dominarlos ni acercárseles.
La
madre salió a ver los caballos y dijo llorando:
-Bien,
hijos míos, ¿cómo es posible que seáis los que yo he criado?
Al
día siguiente, los hermanos pidieron a la madre que los dejase ir a la ciudad a
comprar una espada para cada uno.
-Id,
hijos míos.
Ellos
fueron a la ciudad, se dirigieron a casa del herrero, entraron a la herrería y
dijeron al amo:
-¡Haznos
un par de espadas!
-¿Por
qué he de hacéroslas si hoy tantos hechas? Elegid las que más os gusten.
-No,
amigo, queremos unas espadas que pesen cuatro mil libras cada una.
-¿Habéis
perdido el juicio? ¿Quién sería capaz de manejar semejante arma? No hallaréis
en ninguna parte lo que buscáis.
Los
jóvenes no tuvieron más remedio que volverse a casa cabizbajos. Por el camino
encontraron al mismo anciano.
-¡Hola,
amigos!
-¡Buenos
días, padrecito!
-¿De
dónde venís?
-De
la ciudad, de ver al herrero. Queríamos comprar dos espadas damas-quinas y no
hemos encontrado ninguna que se ajuste a nuestros puños.
-¡Qué
ridículo! Es posible que yo pueda daros una a cada uno.
-¡Ah,
padrecito! Te quedaríamos eternamente agradecidos.
El
viejo se los llevó a una montaña, abrió una puerta de hierro y sacó dos espadas
de héroe. Los jóvenes las tomaron, dieron las gracias y se volvieron a casa con
el corazón lleno de alegría.
-Y
bien, hijos míos, -les preguntó su madre, ¿os habéis comprado una espada para
cada uno?
-No
las hemos comprado, las hemos obtenido como regalo.
-¿Y
qué habéis hecho con ellas?
-Las
hemos dejado arrimadas a la cabaña.
-¡Mirad
que no se las lleve alguien!
-No
hay miedo, querida madre, nadie puede llevárselos, pues no podría ni
levantarlas.
La
madre salió a mirar y vio las dos heroicas armas apoyados en la cabaña, que
apenas podía sostenerse bajo su peso. La mujer prorrumpió en llanto y dijo:
-Bien,
hijos míos, ¿cómo es posible que seáis los que yo he criado?
Al
día siguiente, los hijos de Iván el soldado cogieron los caballos y las espadas
y fueron a ver a su madre, a quien dijeron:
-Danos
tu bendición, querida madrecita, porque vamos a emprender un largo viaje.
-Que
mi bendición maternal os acompañe. Id en nombre de Dios. Portaos bien y conoced
el mundo. No ofendáis a nadie sin motivo y no sigáis malos caminos,
-No
temas, querida madre. Nuestro lema es: "Cuando como no silbo y cuando
muerdo no suelto".
Entonces
los jóvenes montaron a caballo y emprendieron la marcha. Anda que andarás, anda
que andarás, llegaron a una bifurcación del camino y se detuvieron ante dos
pilares. En uno estaba escrito: "Quien siga hacia la derecha se convertirá
en Zar", y en el otro se leía: "Quien siga hacia la izquierda se
convertirá en cadáver". Los hermanos se quedaron un momento reflexionando:
-¿Qué
camino hemos de tomar? -Se decían.- Si los dos seguimos el de la derecha, no
encontraremos bastante honor y gloria para la fuerza heroica y las juveniles
hazañas de los dos; pero nadie quiere ir por la izquierda a buscar la muerte.
Y
uno de los hermanos dijo al otro:
-Escucha,
querido hermano: yo soy más fuerte que tú; déjame seguir el camino de la
izquierda a ver cómo puede sorprenderme la muerte. Pero tú sigue el de la
derecha y tal vez Dios te destine para Zar.
Entonces
se despidieron y cada uno dio al otro un pañuelo y tomaron un acuerdo. Los dos
se alejarían plantando postes de trecho en trecho, en el camino, y en los
postes dejarían escrito lo que les sucediese y así podrían guiarse. Cada mañana
al lavarse se enjugarían la cara con el pañuelo del hermano, y cuando el
pañuelo apareciera con sangre sería señal de que el hermano había muerto, y en
la desgracia, se apresuraría a buscar el muerto. Con esto, los dos hermanos se
separaron en diferentes direcciones.
El
que tomó el camino de la derecha llegó a un reino magnífico donde vivía un Zar
y una Zarina que tenían una hija llamada la sin par Zarevna Nastasia. El Zar
vio al hijo de Iván el soldado, apreció su valor de caballero, y sin andarse
por las ramas, lo casó con su hija, llamándolo el Zarevitz Iván, y confiándole
el gobierno de todo el reino. El Zarevitz Iván vivió felizmente, enamorado de
su esposa, dictó sabias leyes a su reino y se divirtió mucho entregado a los
placeres de la caza.
Pero
su hermano, el hijo de Iván el soldado, que había elegido el camino de la
izquierda, caminó día y noche sin descanso. Pasó un mes, dos meses, tres meses
andando y por fin llegó a un imperio desconocido. En la capital de este imperio
reinaba la mayor consternación. Las casas estaban cubiertas de velos negros y
la gente se deslizaba por las calle, como sombras. Alquiló una habitación en
casa de una pobre vieja y empezó a preguntarle:
-Dime,
abuela: ¿por qué está la gente de tu tierra tan apesarada y cubre las casas con
velos negros?
-¡Ay,
joven! Una gran desgracia nos aflige. Cada día sale del mar por detrás del
peñasco verde una serpiente de doce cabezas y cada vez se come una persona, y
ahora le ha tocado el turno a la propia casa del Zar. El Zar tiene tres
hermosas hijas y ahora mismo están conduciendo a la más joven al mar para que
la devore el monstruo.
El
hijo de Iván el soldado montó su caballo y se dirigió a galope al mar. No lejos
del peñasco verde estaba la sin par Zarevna, atada a una cadena de hierro. Al
ver al caballero, le dijo:
-¡Aléjate
inmediatamente, buen joven! La serpiente de doce cabezas saldrá de un momento a
otro. Yo he de morir, pero tú tampoco escaparías a la muerte, porque la cruel
serpiente también te devoraría.
-No
temas, doncella encantadora. Tal vez pueda salvarte.
Y
acercándose a ella rompió la cadena con sus manos, como si no fuese de hierro
sino de cordeles podridos. Luego encendió una hoguera en derredor del peñasco y
la alimentó con robles y pinos que arrancaba de raíz, haciendo una gran pira.
Acto seguido, volvió al lado de la encantadora doncella y le dijo:
-Necesito
descansar, pero tú vigila el mar y en cuanto veas levantarse una nube y sople
el viento y el mar ruja y se encrespe, despiértame, hermosa doncella.
Dicho
esto, recostó su cabeza en las rodillas de la joven y cayó en profundo sueño, y
la encantadora doncella permanecía con la vista fija en el mar. De pronto, se
levantó una nube en el horizonte y empezó a soplar el viento y el mar a
agitarse y a rugir. La serpiente salía del mar levantando montañas de agua y la Zarevna trató de despertar
a Iván, el hijo del soldado; pero por mucho que lo sacudía no lo arrancaba de
su profundo sueño, y entonces lloró y sus lágrimas ardientes cayeron en la
mejilla del joven, y el héroe se despertó enseguida, corrió a montar su
caballo, que ya había levantado un montón de tierra con sus cascos, y fue al
encuentro de la serpiente. Ésta se dirigió contra el joven echando fuego, se
quedó un momento mirando al héroe y le dijo:
-Has
hecho muy bien en venir, hermoso joven; pero tu última hora ha sonado.
Despídete de este mundo y arrójate al galope a mi garganta.
-¡Mientes,
maldita serpiente! ¡Ríndete!
Y
enseguida empezó un combate mortal. Iván, el hijo del soldado descargaba sobre
el monstruo tan fuertes mandobles que su espada se puso al rojo vivo y no podía
tenerla en sus manos, por lo que gritó a la Zarevna :
-¡Auxíliame,
encantadora doncella! Moja tu pañuelo en el mar y envuelve con él el puño de mi
espada.
Entretanto,
el Zar llamó a su aguador y le dijo:
-Ve
a la orilla del mar y recoge los huesos de la Zarevna , si tienes la
suerte de encontrarlos.
El
aguador fue a la orilla del mar y encontró a la Zarevna sana y salva. La
subió a su carro y se la llevó a lo más intrincado de un espeso bosque. Allí
desenvainó su cuchillo y empezó a afilarlo.
-¿Qué
haces? -preguntó la Zarevna.
-Afilo
mi cuchillo para matarte. Si dices a tu padre que yo maté la serpiente, te
perdonaré la vida.
Tan
espantada estaba la hermosa doncella que lo juró hacer lo que él le ordenaba.
Era la hija predilecta del Zar y cuando éste vio que estaba sana y salva quiso
premiar al aguador y se la dio por esposa. Enseguida corrió por todo el reino
el rumor de la hazaña del aguador y de su recompensa y también llegó a oídos de
Iván, el hijo del soldado, la noticia de que se celebraba una boda en la corte.
Sin perder tiempo se encaminó al palacio donde se daba un gran banquete. Una
multitud de invitados comían, bebían y se divertían de lo lindo; pero en cuanto
la joven Zarevna puso la vista en Iván, el hijo del soldado, y vio la espada
que éste llevaba todavía envuelta en su pañuelo de rico encaje, se levantó de
un salto, lo cogió de la mano y gritó:
-Querido
padre y soberano señor, he aquí al que me salvó de la cruel serpiente y de una
muerte terrible. El aguador no hizo más que afilar su cuchillo y decirme:
"Afilo mi cuchillo para matarte. Si dices a tu padre que yo mató a la
serpiente, te perdonaré la vida".
El
Zar montó en ira e hizo ahorcar al aguador y dio a Iván, el hijo del soldado, a
la Zarevna
por esposa, y con este motivo hubo grandes regocijos. Y la joven pareja vivió
feliz y en continua prosperidad.
No
había transcurrido mucho tiempo cuando al Zarevitz Iván, el otro hijo de Iván
el soldado le ocurrió algo digno de contarse.
Un
día, mientras estaba cazando, sorprendió a un ciervo de ligeros pies. Espoleó
su caballo y persiguió al venado, pero no pudo darle alcance y al llegar a un
prado, el ciervo había desaparecido. Iván se detuvo pensando: "¿Cómo
volveré al punto de partida si no sé el camino?" Y he aquí que un río
atravesaba el prado y dos patos grises se deslizaban por el agua. Disparó una
flecha y los mató, los sacó del agua, los guardó en su zurrón y prosiguió la
marcha. Anduvo sin parar hasta que vio un palacio de piedra blanca, se apeó,
ató el caballo a un poste, y empezó a recorrer las salas del palacio. Estaban
vacías y no hallaba asomo de ser viviente. Por fin llegó a un salón donde vio
la estufa encendida y una cacerola capaz para la comida de seis personas. La
mesa estaba puesta, con platos, copas y cuchillos. El Zarevitz Iván sacó los
patos, los desplumó, los coció, los puso en la mesa y empezó a comer. De
pronto, sin saber como, se le apareció una hermosa joven, tan hermosa que ni la
pluma puede describirlo ni la boca expresarlo con palabras y que le dijo:
-Pan
y sal, Iván el Zarevitz.
-Perdón,
hermosa joven, siéntate y come conmigo.
-Me
sentaría contigo, pero tengo miedo. Tú traes un caballo encantado.
-No,
hermosa joven, estás mal informada. Mi caballo prodigioso se ha quedado en casa
y yo he traído un caballo ordinario.
Apenas
hubo oído esto la hermoso joven empezó a inflares, a inflarse hasta convertirse
en una espantosa leona que abrió sus enormes fauces y se tragó entero al
Zarevitz Iván. No era una joven cualquiera, sino la hermana de la serpiente
muerta por Iván, el hijo del soldado.
Y
sucedió que, por aquel entonces, el otro Zarevitz Iván se acordó de su hermano,
sacó el pañuelo de éste del bolsillo y se enjugó el rostro y vio que todo el
pañuelo estaba manchado de sangre. No hay que decir la pena que experimentó.
¿Qué le habría sucedido a su hermano? Se despidió de su mujer y de su padre
político y montando su caballo heroico salió a galope tendido en busca de su
hermano. Después de largo y fatigoso viaje, llegó al reino donde su hermano
había vivido, preguntó por él y se enteró de que el Zarevitz había ido a cazar
y desapareció sin dejar rastro.
Iván
fue a cazar al mismo paraje y al ver un ciervo se lanzó tras él corriendo hasta
que, en un prado, perdió de vista al animal. Un río atravesaba el prado y en el
agua nadaban dos patos. Iván los mató y siguió andando hasta que encontró el
palacio de piedra blanca, cuyas salas desiertas recorrió. Al llegar al salón
donde había una estufa encendida y una cacerola capaz para comida de seis
personas, coció los patos y volvió al patio, se sentó en las gradas de la
entrada y empezó a comer. De pronto se le apareció una hermosa joven.
-Pan
y sal, buen joven. ¿Por qué comes en el patio?
Iván,
el hijo del soldado, contestó:
-En
el salón no quiero comer, me gusta más en el patio. ¡Siéntate conmigo, hermosa
joven!
-Me
sentaría de mil amores, pero me da miedo tu caballo encantado.
-No
hay por qué temer, hermosa joven. Viajo en una yegua vulgar.
Lo
creyó como una tonta y empezó a inflarse, a inflarse hasta convertirse en una
espantosa leona. Y se lo hubiera tragado, pero el caballo mágico se lanzó sobre
la fiera y la sujetó con sus cuatro patas. Entonces, Iván, el hijo del soldado,
desenvainó su espada y gritó con voz penetrante:
-¡Habla,
maldita! ¿No te has tragado tú a mi hermano, el Zarevitz Iván? ¡Devuélvemelo,
si no quieres que te haga pedazos!
La
horrible leona se transformó de nuevo en la más bella de las doncellas y empezó
a gritar con voz suplicante:
-No
me mates, buen joven. Coge esos dos frascos que hay en el banco, llenos de agua
de la salud de la vida, sígueme a la cámara subterránea y vuelve a la vida a tu
hermano.
El
Zarevitz Iván siguió a la hermosa doncella a la cámara subterránea, y encontró
a su hermano despedazado. Lo roció con agua de la salud y vio cómo la carne
subía y se juntaba. Luego lo roció con agua de la vida y su hermano se levantó
y habló:
-¡Ah!
¿Cuánto tiempo hace que duermo?
A
lo que Iván el Zarevitz contestó:
-¡Para
siempre jamás hubieras dormido, a no ser por mí!
Los
dos hermanos volvieron a la corte, donde celebraron su encuentro con fiestas
que duraron tres días, y luego se despidieron. Iván, el hijo del soldado,
volvió con su mujer en incesante amor y armonía. El Zarevitz volvió a sus
dominios y yo lo encontré en el camino. Tres días bebimos y nos divertimos
juntos, y él mismo me contó este cuento.
062. Anonimo (rusia)
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