En una aldea de la
provincia de Simbirsk y a poca distancia de Karsun, es decir, que pertenecía al
sudeste de Rusia, vivía una pobre mujer muy anciana en compañía de su único
hijo, bastante tonto, llamado Stanislas Pirutz. Todas las mañanas Stanislas
salía de su casa llevando por el ronzal al único caballo que tenían, lleno de
años y de mataduras, y, con su auxilio, se dedicaba a labrar el pequeño campo
que poseían la madre y el hijo.
Cierto día Stanislas había
uncido el caballo al arado, pero era tanta la debilidad del pobre animal, que
apenas podía andar y trazar un surco, a pesar de los esfuerzos que hacía con
mejor voluntad que fortuna. Por fin, Stanislas, en vista de que el pobre animal
no podía más, desistió de animarle con sus voces y sus latigazos, y le dejó que
descansara; pero, mientras tanto, desesperado al ver lo que ocurría y, sobre
todo, desalentado ante la idea de que, una vez perdiese aquel caballo no
tendría dinero ni manera de adquirir otro, se dejó caer sentado sobre un haz de
leña que preparara unos días antes, pero que aún no había llevado a su casa.
Durante los días que la
leña permaneció en el lindero del campo, una familia de avispas fabricó su nido
al amparo de las ramas secas. El peso de Stanislas las obligó a salir más que
de prisa de su alojamiento e, irritadas en gran manera contra aquel enemigo que
venía a expulsarlas de su domicilio, se arrojaron contra él, para clavarle
frenéticamente sus aguijones.
Stanislas, que no esperaba
tal cosa, no pudo emprender la fuga a tiempo y así, cubierto de avispas de pies
a cabeza y sintiendo el escozor de los innumerables aguijones que se clavaban
en su cara, en su cuello, en sus manos y hasta en los tobillos, empezó a saltar
como un loco y a revolcarse por el suelo, hasta que, por último, rabioso por el
dolor que sentía, arrancó unas razias verdes y empezó a golpearse el cuerpo con
el mayor frenesí, sin reparar en los golpes que se daba a sí mismo a fin de
librarse de sus feroces enemigos.
Mientras tanto, aumentaba
el calor del día a medida que el sol llegaba a su cenit y las moscas
borriqueras empezaron a atacar al pobre caballo que aun seguía uncido al arado.
Al principio, el animal trataba de librarse de ellas arrugando la piel de aquel
modo tan característico de los de su raza y agitando su casi despoblada cola.
Luego empezó a patear y, por fin, en vista de que ni aun así lograba sacudirse
a sus enemigos, echó a correr por el campo, coceando a uno y a otro lado, como
si, a ejemplo de su amo, hubiese enloquecido también.
Stanislas consiguió al fin
alejar a las avispas que no pudo matar a cañazos, pero los insectos le habían
dejado la cara hinchada, enrojecida y deformada, hasta el punto de que apenas
podía abrir los ojos. Entonces, notando que estaba libre de sus acometidas,
volvió satisfecho los ojos a su alrededor y viendo el suelo cubierto de
insectos muertos, los contó y halló más de seiscientos. Mas al mirar en
dirección a su caballo observó se revolcaba a su vez y coceaba en todas
direcciones. De momento creyó que algunas avispas habrían ido a vengar en él la
molestia que les causara el mismo Stanislas, pero en cuanto estuvo cerca vio
que no era así, sino que el pobre animal era víctima de las moscas borriqueras.
Empezó a sacudirle cañazos y muy pronto pudo matar a una gran parte de ellas y,
al contarlas, vio que había matado más de cien víctimas.
La mortandad que pudo
llevar a cabo gracias a su caña, le consoló bastante de los ataques que él y su
caballo habían sufrido. Empezó a recoger fango húmedo que aplicó al pobre
animal para calmar el dolor que sentía, y en vista de que así se tranquilizaba,
pensó sujetarse al mismo remedio. Después de un rato y de frecuentes
aplicaciones de aquellos emplastos, se sintió algo mejorado y creyó llegada la
ocasión de regresar a su casa.
Tan desfigurado estaba, que
su madre no le reconoció, y él entonces, dirigiéndose a la anciana, le dijo:
-Soy yo, Stanislas, madre.
Soy Stanislas Pirutz, el valeroso e invicto guerrero que acaba de sostener dos
terribles batallas con enemigos numerosísimos y, a pesar de ello, los he
exterminado a todos, causándoles más de seiscientos muertos. En vista de eso,
he resuelto abandonar el cuidado de la tierra y ser en adelante un guerrero e
ir en busca de aventuras. No quiero ser más "mujik"[1],
porque tengo condiciones para llegar a ser un héroe famoso. Dame, pues, tu
bendición y me marcharé inmediatamente.
Dicho esto, se arrodilló
ante la pobre mujer, que al ver a su hijo, tan desfigurado y oyendo sus
extrañas palabras, creyó que se había vuelto loco, y así tendió los brazos al
Cielo, exclamando:
-¡Desgraciada de mi! ¿Qué
le habrá pasado a mi pequeño Stanislas? ¡Sin duda se habrá vuelto loco! ¡Qué
desgracia, Dios mío!
Pero de nada sirvieron las
palabras de la pobre mujer, porque Stanislas estaba empeñado en recibir su
bendición antes de salir a recorrer el mundo en busca de aventuras.
Una vez su madre le hubo
bendecido, Stanislas se colgó unas alforjas al hombro, suspendió de su cinto un
largo cuchillo a guisa de espada, y montando en su caballo lleno de mataduras,
viejo y esquelético, se alejó de la aldea, dispuesto a realizar maravillosas
proezas.
Después de varios días de
camino llegó a un lugar en que había un poste indicador, en el que ya no se
leía cosa alguna, porque los caracteres habían sido borrados por la intemperie.
Stanislas buscó por el suelo un trozo de yeso o de piedra caliza, y en cuanto
lo hubo hallado escribió en el tablero:
"Por aquí ha pasado el
valentísimo Stanislas Pirutz, el invicto guerrero que en un combate mató a más
de quinientos enemigos y en otro a más de cien."
Hecho esto montó de nuevo a
caballo y continuó su camino.
Poco rato después pasó
casualmente por allí un joven guerrero llamado Mikhail Stefanowich, quien, al
leer aquel cartel, se quedó sorprendido e impresionado ante la concisión de la
leyenda.
-Bastante se advierte
-murmuró- en estas dos líneas, el carácter batallador y valeroso de quien lo ha
escrito. No necesita oro o plata para sus inscripciones, sino que le basta un
pedazo de yeso.
Luego desenvainó su espada,
y, con la punta, grabó debajo de la inscripción de Stanislas, otra que decía:
"En seguimiento de
Stanislas Pirutz, ha pasado por aquí el valeroso guerrero Mikhail
Stefanowich."
Continuó el camino y en
cuanto alcanzó a nuestro héroe, le hizo una profunda reverencia y le dijo:
-¿Cómo queréis que os siga,
invicto héroe Stanislas Pirutz? ¿Preferís que os preceda o que me sitúe a
vuestro lado o detrás?
-iSígueme! -"le
contestó lacónicamente Stanislas.
Acertó a pasar por aquel
mismo camino otro joven guerrero, llamado Iván Staline, quien se fijó a su vez
en las inscripciones del poste indicador. Las leyó con la mayor atención, y
luego, con la punta de su lanza, escribió debajo:
"Detrás de Mikhail
Stefanowich, va el guerrero Iván Staline."
Una vez hubo trazado estas
palabras, espoleó a su caballo y muy pronto alcanzó a Mikhail Stefanowich.
-¿Cómo queréis que os siga,
noble guerrero? ¿Queréis que os preceda, que vaya a vuestro lado o bien os
siga?
-No debéis preguntármelo a
mí -contestó Mikhail Stefanowich-, sino al valeroso guerrero que nos precede,
el gran Stanislas Pirutz.
Iván Staline se acercó a
Stanislas y, después de, haberle hecho la misma pregunta, recibió la respuesta:
-¡Sígueme!
Después de muchos días de
viajar por países desconocidos, llegaron a unos jardines espléndidos y allí
Iván y Mikhail armaron sus tiendas de campaña, en tanto que Stanislas se tendía
en el suelo sobre un saco.
Aquellos jardines
pertenecían al Zar Rojo, el cual estaba en guerra con el Zar Negro, quien envió
contra el primero a sus mejores guerreros.
En cuanto el Zar Rojo se
enteró de que en sus jardines había acampado un guerrero tan famoso como
Stanislas Pirutz, se apresuró a mandarle un mensajero, diciéndole
-¡Oh, invicto guerrero
Stanislas Pirutz! Yo, el Zar Rojo, estoy en guerra con el Zar Negro. ¿Querrás
hacerme el honor de ayudarme con tu pujante brazo?
En cuanto Stanislas hubo
recibido aquel mensaje no contestó cosa alguna, ni se dignó mirar siquiera al
mensajero sino que, con objeto de darse mayor importancia, lo hizo leer por uno
de sus dos compañeros.
En cuanto se enteró de lo
que pedía el Zar, se limitó a decir
-Perfectamente.
-¿Queréis ir vos mismo,
señor -preguntaron Mikhail e Iván- o preferís no molestaron y que vaya uno de
nosotros?
-Mejor será que vayas tú,
valiente Stefanowich -contestó Stanislas.
Este obedeció y partió en
busca de los enemigos. En cuanto estuvo ante ellos, sin perder un solo
instante, los atacó con ímpetu extraordinario, de modo que pronto hubo dado
muerte a la mitad. Luego, haciendo girar la espada con rápido movimiento, puso
en fuga a los restantes, que echaron a correr llenos de pánico, abandonando las
armas, los bagajes y las provisiones.
En cuanto el Zar Negro se
enteró de la derrota sufrida por sus tropas se apresuró a reorganizar las que
le quedaban y preparó una nueva expedición contra el Zar Rojo.
Los espías de éste no
tardaron en enterarse de aquellos preparativos y fueron a comunicarlos a su
señor, quien entusiasmado y satisfecho a más no poder por el auxilio que le
había proporcionado el valeroso Stanislas Pirutz, mandándole uno de sus
guerreros, fué a solicitar nuevamente su ayuda.
Mikhail Stefanowich e Iván
Staline volvieron a preguntar a Stanislas
-¿Queréis ir vos, señor, o
preferís no molestaros y que vaya uno de nosotros?
-Ahora podrás ir tú,
valiente Iván Staline.
Iván ensilló su caballo y,
empuñando la lanza, se encaminó hacia el campamento enemigo. Llegó por la noche
y así pudo acercarse sin ser visto y cuando menos el adversario lo esperaba.
Empezó a repartir lanzadas de un lado a otro y, mientras tanto, los guerreros
del Zar Negro, figurándose que eran atacados por numerosos enemigos, empezaron
a luchar entre si y se armó tal batalla, que no quedó uno solo ileso.
En cuanto el Zar Negro se
enteró de la destrucción de su ejército, reunió las pocas tropas que le
quedaban y decidido a jugarse el todo por el todo, llamó a sus más valientes
paladines y les dijo:
-Estoy persuadido de que
nuestro enemigo nos ha derrotado hasta ahora valiéndose de la astucia y no de
la fuerza. Por consiguiente, opino que debemos vigilar sus actos e imitarle en
cuanto haga. Por otra parte, yo mismo iré en persona a dirigir el combate.
También los espías del Zar
Rojo se enteraron de estos preparativos, que comunicaron a su señor, y el Zar
volvió a solicitar el auxilio del valeroso Stanislas Pirutz.
Como las veces anteriores,
Mikhail Stefanowich e Iván Staline preguntaron a su jefe si quería ir él en
persona a combatir a los enemigos o prefería que uno de ellos se encargase del
asunto.
Stanislas se dijo que si
continuaba mandándoles a luchar contra el enemigo, ellos acabarían por perder
la fe que tenían en su valor, y aunque estaba muerto de miedo, comprendió que
no tenía más remedio que encargarse, aquella vez, de luchar contra los
guerreros del Zar Negro. Así, pues, montó a caballo y fué en busca de sus
adversarios.
Mientras se dirigía al
lugar en que estaba acampado el enemigo, aumentaba su miedo y no cesaba de
pensar. en el horrible fin que le esperaba. Cada vez se sentía más dominado por
el pavor, y tanto fué su pánico que al fin, comprendió cuán incapaz sería de
mirar siquiera a sus contrarios. Diose por, muerto de antemano y con objeto de
no perder el poco ánimo que le quedaba en cuanto viese a un soldado enemigo,
resolvió cubrir se los ojos con un pañuelo y blandir la espada a diestro y
siniestro, con todo su vigor, encomendándose al mismo tiempo a Dios y a todos
sus santos.
De este modo, montado a
caballo, con los ojos vendados, y empuñando la espada llegó a la vista del
ejército del Zar Negro. En cuanto éste hubo observado que Stanislas se acercaba
a ellos con los ojos vendados, creyó que sería uno de los medios de que se
valía para alcanzar la victoria y ordenó que sus hombres le imitasen.
Entre tanto, Stanislas, que
ya no dudaba lo más mínimo cae su muerte, asomó la mirada por encima del
pañuelo y observando que también los soldados enemigos iban con los ojos
cubiertos, por haberlo ordenado así el Zar Negro, cobró ánimo y seguro de que,
por lo menos, podría realizar una gran matanza, empezó a repartir tajos a
derecha y a izquierda.
Por otra parte, los
soldados que iban con los ojos vendados, también manejaban a ciegas sus espadas
y se armó una espantosa confusión, de la que resultaron infinitas víctimas, en
tanto que Stanislas acuchillaba a su sabor y sin la menor compasión a sus
enemigos.
La derrota fue total y el
Zar Negro ordenó tocar retirada en toda la línea.
El violento ejercicio que
había realizado el maltrecho caballo de Stanislas lo tenía derrengado, jadeante
e incapaz de dar un paso. Y, tanta fue su debilidad, que cayó al suelo casi
privado de sentido.
Stanislas se apresuró a
saltar, para no quedar cogido por su montura y divisando a poca distancia un
hermoso caballo blanco, sin jinete y al parecer de gran fuerza, quiso montarlo.
Pero el animal se resistía y en vista de ello Stanislas lo llevó junto a un
árbol y lo ató al tronco. Luego se encaramó en el árbol y, una vez hubo pasado
a una de las ramas que se extendían sobre el caballo, se descolgó desde ella
hasta la montura.
En cuanto el corcel sintió
el peso de Stanislas, dio un salto tan violento que desarraigó el árbol y echó
a correr hacia el ejército vencido, arrastrando el árbol corpulento.
Mientras tanto, Stanislas,
asustado de veras, pedía socorro a gritos, pero era evidente que el caballo
estaba desbocado. Continuó corriendo sin parar y al tropezar contra los
soldados, arrastró por entre ellos las ramas, el tronco y las raíces del árbol,
causando muchas más bajas que el mismo Stanislas con su espada.
Por fin el valiente corcel,
en extremo fatigado, se apaciguó y Stanislas pudo cortar la cuerda que sujetaba
el árbol y emprendió el regreso hacia el palacio del Zar Rojo.
Como es consiguiente,
nuestro héroe fue recibido con grandes vítores y aclamaciones y se organizaron
numerosas fiestas en su honor. El Zar, deseoso de recompensarle, le ofreció la
mano de su hija y luego dio; el cargo de generalísimo a los valientes Mikhail
Stefanowich e Iván Staline.
062. Anonimo (rusia)
[1] Campesino
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