Tal vez creerá el lector
que un resfriado es una dolencia como otra cualquiera, más o menos grave, o,
mejor dicho, no muy grave, que se apodera de nosotros en determinadas
circunstancias y nos hace pasar unos días incómodos y desagradables. Pero no es
así. En los países fríos como Rusia, donde tal dolencia es en extremo
frecuente, todo el mundo sabe que son unos geniecillos malvados, mal
intencionados, traidores y que se esfuerzan, después de haberse apoderado del individuo,
en abrir la puerta para que otras dolencias más graves penetren a su vez y se
apoderen del pobre desgraciado.
Desde luego los tales
geniecillos son legión y vagan por todas partes, acechando a sus presuntas
víctimas. Tan pronto se les ve en el interior de las viviendas, revoloteando en
alas de una corriente de aire, como agitando la nieve para formar remolinos que
rodean a los pobres hombres, o bien confundidos con las gotas de la lluvia, con
la niebla ó acurrucados en los charcos de agua en que los pobres han de mojar
sus pies al andar, o también acurrucados en los rincones de las estancias, de
los palacios y de toda vivienda, pobre o rica, pues no desdeñan a nadie ni
tienen escrúpulos acerca de las presas que puedan hacer. Por esta razón es tan fácil
coger un resfriado, o, mejor dicho, que un resfriado se apodere de nosotros. Y
en cuanto consiguen introducirse en el cuerpo de alguien, muéstranse tenaces a
más no poder y solamente abandonan el cuerpo de su víctima a fuerza de cuidados
por parte de ésta o cuando se cansan de importunarla si observan que no les
hace ningún caso.
Por lo demás, estos
geniecillos andan siempre arrecidos. Constante-mente tiemblan sus miembros y
desean cobijarse en el interior del cuerpo humano. Por esta razón son tan peligrosos
y traidores, y por eso, también, de nada sirven las precauciones que se tomen
para evitarlos.
En cierta ocasión y en un
crudo día de invierno, se encontraron dos de esos geniecillos del resfriado, en
lo más profundo de un bosque ruso, cubierto de nieve, y en tanto que soplaba un
airecillo no muy fuerte, pero cortante corlo una navaja, hasta el punto de que
los pajarillos estaban casi muertos de frío, a pesar de haberse agrupado en las
ramas para darse calor mutuamente y de tener erizadas todas sus plumas. Los
animales de pelo, que habitaban el bosque, habíanse hundido en sus madrigueras
y procuraban no perder el escaso calor de sus
pobres cuerpecillos y, por esta razón, el bosque parecía estar desierto
en absoluto y reinaba en él aquel silencio enorme e impresionante de todo
paisaje nevado, que parece están dormido y en el cual todos los seres se mueven
con la mayor suavidad, cual si no se atrevieran a alterar aquella paz que aun
acentúa más el intenso frío.
Como decíamos, se
encontraron en aquel bosque los dos resfriados y al verse se aproximaron uno al
otro dando saltos, frotándose las manos y temblando con gran violencia, en
tanto que sus dientes castañeteaban de lo lindo.
-Bue... Buen… os días,
hermano -dijo uno de ellos al otro, al mismo tiempo que pataleaba con fuerza
en su inútil deseo de calentarse los pies-. Hace... hace un
frío...extraordinario.
-No me...hables de
ello... -contestó el interpelado, agitando con violencia manos y piernas para
librarse del envaramiento que sobrecogía sus miem-bros-. ¿A... adónde...vas?
-En busca... En busca de
alguien... que me proporcione... el abrigo que tanto necesito, -contestó el
primero, a quien, para mayor claridad de nuestro relato, llamaremos el
Geniecillo Azul.
-Lo mismo... busco yo
-contestó el otro, a quien daremos el nombre de Geniecillo Rojo.
-Muy desierta se halla esta
región -observó el Geniecillo Azul-. Hace ya varias horas que ando sin
encontrar a nadie. ¡Es horroroso! ¡Voy a morirme de frío!
-Lo mismo creo yo -
contestó el otro, dando enormes saltos y hundiéndose a cada uno en la nieve que
cubría el pequeño claro del bosque en que se hallaban-. Y si he de confesarte
la verdad, debo decirte que me desagrada haberte encontrado, porque si ahora se
presentase algún hombre, tú y yo tendríamos que disputarnos su posesión.
-Entonces valdrá más que
nos separemos antes de que ocurra tal cosa -contestó el Azul-. En efecto, es
tanto el frío que tengo, que no cedería mis derechos a nadie.
Iba a contestar el
Geniecillo Rojo cuando casi de un modo simultáneo, oyeron el silbido de un
hombre que se acercaba por el bosque y el ruido de las campanillas de un trineo
arrastrado por tres caballos.
-¡Caramba! -exclamó el
Geniecillo Rojo-. Creo que estamos de suerte y que no habrá necesidad de que
disputemos. Acá llegan dos individuos. Pero te advierto que por, haber sido el
primero en observar su aproximación, reclamo el derecho de elegir. Si no me
engaño, por ahí -dijo, señalando hacia la derecha - llega un campesino, quizá
un leñador, en tanto que desde esta otra dirección se acerca un trineo ocupado,
sin duda, por un hombre de buena posición. Así, pues, hermano, yo me quedaré
con el leñador y tú, en cambio, puedes acometer al "barine" que viene
en ese trineo.
-Eso es injusto -replicó el
Geniecillo Azul-. Bien sabes que me será mucho más difícil apoderarme de un
"barine", cubierto de pieles, bien abrigado y muy alimentado, que de
un pobre "mujik" apenas vestido y hambriento. Repito que no es justo
–añadió dando unos cuantos saltos y braceando con fuerza para combatir los efectos
del helado vientecillo que soplaba.
-No puede ser más justo
-replicó el Rojo-. Por otra parte, si te esfuerzas, podrás apoderarte de ese
"barine". Adiós.
Y se disponía ya a salir al
encuentro del leñador, pero su compañero le dijo:
-Oye. ¿Qué te parece si nos
reuniésemos aquí dentro de algún tiempo para darnos cuenta de nuestras
respectivas hazañas?
-No me disgusta -contestó
el Rojo, persuadido de que podría aventajar el relato de su rival-. Vamos a
ver, estamos ahora en vísperas de Navidad. ¿Qué te parece si nos vemos a fines
de febrero? Supongo que hasta entonces hay tiempo más que suficiente para que
hayamos dado cuenta de nuestras dos víctimas.
-De acuerdo -replicó el
Geniecillo Azul-. Por consiguiente, hasta la vista, hermano. Y buena suerte.
Separáronse ambos y cada
uno de ellos tomó el camino que había de aproximarlos a la víctima elegida, Y
ocupados como estaban en su respectiva tarea, olvidáronse por completo uno de
otro. El Geniecillo Rojo acometió ferozmente al leñador, y su compañero empezó a
atacar al "barine", que, montado en su trineo, iba cubierto por una
gruesa pelliza y con los pies envueltos en una manta de mucho abrigo.
Transcurrió una gran parte
del invierno, hasta que llegó el último día del mes de febrero. Ambos
geniecillos del resfriado volvieron al lugar en que se habían conocido, en
cumplimiento de la promesa que se hicieran. Llegaron los dos casi al mismo
tiempo y así como el Geniecillo Azul tenía un aspecto en extremo satisfecho, su
hermano estaba cariacontecido, triste y malhumorado a más no poder.
-¿Qué? ¿Cómo te ha ido?
-preguntó el Geniecillo Azul.
-¡No me hables! - contestó
el Rojo-. Confieso que fuí un tonto de remate y que he pasado un invierno
espantoso. Y yo mismo me admiro de no haber muerto.
-Pues ¿qué te ha ocurrido?
-Algo que debiera haber
previsto. Figúrate que en cuanto te montaste' en el trineo de aquel
"barine", para acometerlo, yo me acerqué sin ruido y lentamente al
leñador que me parecía ser una presa excelente. El pobre hombre estaba
hambriento, tiritaba de frío y observé que, tanto su gorro como su caftán, sus
calzones y sus botas estaban rotos en extremo y hasta dejaban al descubierto
algunos puntos de su cuerpo. Di algunos saltos de satisfacción al notar cuán
indefensa estaba mi presa y levantando un torbellino de nieve di la vuelta a su
alrededor, tratando de introducirme en su cuerpo.
-Supongo que lo lograrías
en seguida -contestó el Geniecillo Azul.
-Pues te equivocas por
completo -replicó el Geniecillo Rojo-. En cuanto él empezó a sentir un
escalofrío, profirió una maldición contra mí, arrojó al suelo las miserables
alforjas que llevaba y se quitó el caftán. Este acto me dio la mayor alegría,
porque le consideré ya presa segura y fácil, pero no te imaginarías nunca lo
que hizo aquel sinvergüenza.
-La verdad es que no atino.
¿Quizá encendió una hoguera con leña?
-¡Ca! Hizo algo mejor, o,
hablando propiamente, algo peor. Figúrate que, en cuanto se hubo quedado en
mangas de camisa, la cual estaba tan destrozada que yo no tenía ya ninguna
dificultad para morderle la carne, agarra el hacha, escupe en las palmas de sus
manos y empieza a dar hachazos al árbol que tenía más cerca.
Yo le acometía sin descanso
y ni un solo momento dejaba de intentar apoderarme de él, pero el caso es que
con el ejercicio empezó a sudar de calor. ¡Así como suena... de calor! Su
cuerpo ardía mucho mejor que sii hubiera estado al lado de una hoguera y, por
fin, en vista de la inutilidad de mis esfuerzos, emprendí la fuga, muy triste
al ver que, al revés del "mujik", yo no había podido entrar todavía
en calor.
-¡Mala fue, efectivamente,
tu suerte! -exclamó su compañero-. Y ¿qué hiciste desde entonces?
-Ya puedes suponerlo. Rondé
por los pueblos y conseguí apoderarme de algunas víctimas, pero nadie me hacía
caso. Los resfriados que yo producía en la gente, eran por completo descuidados
y, por mucho que yo me afanase, no lograba entrar en calor.
Nunca más me meteré con
esta gentuza campesina. Son insensibles al frío, y si uno logra apoderarse de
ellos, no le hacen caso. Te aseguro que estoy verdaderamente aburrido y que no
sé qué podré hacer hasta que llegue la buena estación.
-Chico, te compadezco de
veras -dijo el Geniecillo Azul.
-Supongo que tú tendrías
otro fracaso como el mío -exclamó el Rojo.
-Ahí te equivocas, de la
misma manera como me equivoqué yo. Cuando nos separamos en este mismo lugar,
iba yo hacia el trineo ocupado por el "barine", con más desconfianza
de la que te puedes imaginar. Me parecía que con un hombre tan abrigado como
aquél, poca cosa podría conseguir, pero como no había donde elegir, me resolví
a probar fortuna. ¡Chico! ¡Qué exitazo! Aproveché una pequeña abertura de su
pelliza para colarme hasta su pecho y una vez allí empecé a hacerle cosquillas.
Noté que aquel hombre se estremecía y que empezaba a tiritar y, como es natural,
me alegré. Seguí haciendo cosquillas cada vez más intensas, y, en fin, para no
alargar mi cuento, te diré que cuando llegamos a casa del "barine"
éste iba helado como un carámbano. Inmediatamente que se vio en su casa, llamó
a su mujer y a sus criados y se metió en la cama, rodeado de botellas de agua
caliente.
Como comprenderás yo estaba
como pez en el agua. Luego se hizo servir un ponche de "vodka"[1],
que acabó de quitarme el frío, y, en vista de lo bien que iba la cosa, resolví
no abandonar a aquel hombre excelente por lo menos durante todo el invierno.
Bueno, chico, he pasado una temporada colosal. Siempre abrigadito en la cama,
caliente a más no poder, reconfortado por buenos ponches, caldos de gallina,
manjares agradables y fáciles de digerir... En fin, seguramente no lo pasa
mejor el más rico boyarlo de la
Santa Rusia. Y te aseguro que ni siquiera la palabra que te
di de encontrarnos en este sitio habría bastado para hacerme abandonar la ganga
que encontré; mas parece que abusé tanto y tanto, que, por fin, al pobre
"barine" se le declaró tina pulmonía y lo enterramos hace pocos días.
El Geniecillo hizo uno,
pausar después de limpiarse una lágrima hipócrita, añadió
-¡Pobre hombre! Había
llegado a cobrarle verdadero cariño. ¡Fue para mí un verdadero padre! Me cuidó
como no puedes llegar a imaginarte y mis remordimientos son verdaderamente
horribles. No tienes idea del invierno que he pasado. No es posible que lo
llegues a suponerlo siquiera. ¡Y yo, por toda recompensa, he sido la causa de
su muerte!
Aquí el Geniecillo Azul se
echó a llorar con el mayor desconsuelo, tanto, que su compañero llegó a
alarmarse. Hizo cuanto pudo por consolarlo, y en vista de que no lo conseguía,
empezó a pensar en cómo lo dejaría para que llorase cuanto le viniera en gana;
mas, de pronto, el Geniecillo Azul interrumpió su llanto sonriendo entre sus
lágrimas, añadió:
-Está visto que nada se
gana yendo con los pobres. De hoy en adelante pienso dedicarme solamente a los
grandes, a los ricos y a los poderosos. He adquirido sentimientos verdadera-mente
aristocráticos y estoy con vencido de que no se saca nada de ir con esos
pobretes. ¡Puah! ¡Qué asco!
Y dirigiendo, en realidad,
esta última frase a su compañero, volvió hacia él una mirada desdeñosa, hizo
una pirueta y se alejó dando saltos de alegría, al pensar que, por fin, había
encontrado su verdadera vocación y un sistema muy agradable de pasar la vida.
062. Anonimo (rusia)
[1] Especie de aguardiente
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