Era el tiempo en que
todavía quedaban menorquines en Argel, esclavos al servicio de los moros. Uno
de ellos fue lo suficientemente hábil como para interesar a su amo con la
fabulosa historia de un antiquísimo tesoro, escondido en la montaña de Santa
Águeda, por los primitivos pobladores de Menorca.
La religión de aquellos
lejanísimos menorquines tenía por objeto el culto idólatra a un becerro,
fundido en oro, cuyo templo debía situarse en las cercanías de aquel monte,
escenario durante siglos de extraños rituales. (De nuevo el toro y su culto,
la taurolatría, asomándose otra vez a la leyenda.)
Perseguidos, condenados
finalmente al exterminio, los adoradores del becerro optaron por esconderlo en
un lugar seguro, sometido por el hechicero a alguna conjura que aseguraba,
así, su eterna invulnerabilidad.
El esclavo menorquín, no
se sabe por qué extraños conductos, estaba en posesión de la fórmula que
permitiría romper el hechizo y, convenciendo finalmente a su amo, logró que le
dejara partir hacia su tierra, prometiendo regresar con las riquezas que
consiguiera desencantar.
El ceremonial no era
difícil. Sólo arriesgado.
Llegado al monte de Santa
Águeda, subió a una determinada roca y, vuelto hacia levante, pronunció a
gritos la fórmula mágica que sólo él conocía. De algún sitio salió un bramido
y un fenomenal toro apareció, embistiendo a la carrera al desencantador. Todo
se desarrollaba según lo previsto. Ahora el hombre debía mantenerse firme,
esperar la acometida del bicho y, sin perder la serenidad, agarrarlo por el
cuerno derecho. Al momento se produciría el milagro y el animal se convertiría
en una montaña de oro.
Al ocasional
desencantador de toros bravos le fallaron, sin embargo, las fuerzas y, al ver
lo que se le echaba encima, hizo acopio de las pocas que le quedaban y salió
corriendo, montaña abajo, hasta que dejó de sentirse perseguido.
En Argel, el moro nunca
más supo de su antiguo esclavo. No es aventurado suponer que, en más de una
ocasión, se le ocurriría pensar si no habría sido víctima de una tomadura de
pelo por parte de aquel menorquín que no habría conseguido ninguna fortuna,
pero tuvo la habilidad suficiente como para hacerse con el más preciado de los
tesoros: la libertad para disfrutarla en su añorada tierra.
Fuente: Gabriel Sabrafin
092. Anonimo (balear-menorca)
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