Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 10 de junio de 2012

En becerro de oro


Era el tiempo en que todavía quedaban menorquines en Argel, esclavos al servicio de los moros. Uno de ellos fue lo suficientemente hábil como para interesar a su amo con la fabulosa historia de un antiquísimo tesoro, escondido en la montaña de Santa Águeda, por los primitivos pobladores de Menorca.
La religión de aquellos lejanísimos menorquines tenía por objeto el culto idólatra a un becerro, fundido en oro, cuyo templo debía situarse en las cercanías de aquel monte, esce­nario durante siglos de extraños rituales. (De nuevo el toro y su culto, la taurolatría, asomándose otra vez a la leyenda.)
Perseguidos, condenados finalmente al exterminio, los adoradores del becerro optaron por esconderlo en un lugar seguro, sometido por el hechicero a alguna conjura que ase­guraba, así, su eterna invulnerabilidad.
El esclavo menorquín, no se sabe por qué extraños con­ductos, estaba en posesión de la fórmula que permitiría rom­per el hechizo y, convenciendo finalmente a su amo, logró que le dejara partir hacia su tierra, prometiendo regresar con las riquezas que consiguiera desencantar.
El ceremonial no era difícil. Sólo arriesgado.
Llegado al monte de Santa Águeda, subió a una determi­nada roca y, vuelto hacia levante, pronunció a gritos la fór­mula mágica que sólo él conocía. De algún sitio salió un bramido y un fenomenal toro apareció, embistiendo a la ca­rrera al desencantador. Todo se desarrollaba según lo pre­visto. Ahora el hombre debía mantenerse firme, esperar la acometida del bicho y, sin perder la serenidad, agarrarlo por el cuerno derecho. Al momento se produciría el milagro y el animal se convertiría en una montaña de oro.
Al ocasional desencantador de toros bravos le fallaron, sin embargo, las fuerzas y, al ver lo que se le echaba encima, hizo acopio de las pocas que le quedaban y salió corriendo, montaña abajo, hasta que dejó de sentirse perseguido.
En Argel, el moro nunca más supo de su antiguo esclavo. No es aventurado suponer que, en más de una ocasión, se le ocurriría pensar si no habría sido víctima de una tomadura de pelo por parte de aquel menorquín que no habría conse­guido ninguna fortuna, pero tuvo la habilidad suficiente como para hacerse con el más preciado de los tesoros: la libertad para disfrutarla en su añorada tierra.

Fuente: Gabriel Sabrafin

092. Anonimo (balear-menorca)

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