Hacia 1950, en la zona cercana a El Turbio [1]
habitaba una pareja de artesanos. Él se llamaba Nahuel y ella Alina [2].
Ambos eran descendientes de los primitivos pobladores de esas tierras, y vivían
a caballo entre las antiguas tradiciones y la vida moderna, de la cual trataban
de mantenerse lo más apartados que podían. Pero era inevitable que debieran
hacer algo para sobrevivir, por lo cual dos veces al mes ‑exceptuando, por
supuesto, los meses más fríos del invierno, en los cuales debían mantenerse con
lo obtenido durante el resto del año‑ Nahuel juntaba las mejores artesanías en
un pequeño carro tirado por una mula que la pareja tenía, y recorría toda la
zona desde más al oeste de Lago Puelo [3],
rodeando todo Epuyén [4], hasta
las laderas del Piltriquitrón [5].
En los tiempos de esta historia, Nahuel y Alina
llevaban tres años viviendo en aquella zona, durante los cuales él había
realizado, desde luego, muchos de esos viajes. Hasta que uno de tantos, de
pronto, fue especial. Tanto, que el artesano jamás olvidaría ese viaje y ya no
volvería a hacer otro sin ir acompañado por Alina (quien, dicho sea de paso,
era la autora de la mayoría de las piezas artesanales que producían).
Fue en el último viaje antes de un invierno que
prometía ser especialmente duro. Nahuel había tenido buena suerte en algunos
pueblos de la comarca, pero en general no había sido un viaje muy productivo
económicamente hablando. Por esta razón lo extendió algunos días más de lo que
tenía previsto, aunque esto lo acercara peligrosamente al invierno. Y no sólo
eso, sino que extendió también las horas del día que dedicaba a recorrer la
zona con sus artesanías.
Extendiendo y extendiéndose, un anochecer lo
encontró regresando junto a Alina, pero en una complicada posición: era muy
tarde tanto para aventurarse más adelante como para regresar al último pueblo
que había visitado; en cualquiera de los dos casos, la noche lo sorprendería en
mitad de camino.
Esto preocupó a Nahuel, porque no tenía los
pertrechos suficientes para pasar una noche helada sobre su carro, ni tampoco
para acampar. En estos pensamientos estaba, cuando creyó que su suerte
finalmente no sería tan adversa: vio a cierta distancia a alguien que venía
cabalgando en dirección a él. Quizá, pensó Nahuel, fuera alguien que vivía en
alguna casa cercana que él no podría encontrar por su cuenta en plena noche.
Muchas veces había sabido de historias así: un viajero que se pierde en la
oscuridad y el frío de una noche invernal sin saber que, de haberse desviado algunos
metros hacia un lado o hacia otro, se hubiese cruzado con una casa en medio del
valle o el bosque o incluso sobre los cerros, que hubiera sido la solución a
todos sus incon-venientes.
Pero en cuanto comenzó a distinguir mejor la figura
del jinete que avanzaba entre la niebla del crepúsculo y ahora estaba a una
cincuentena de metros de él, Nahuel ya no se sintió tan aliviado. Parecía un
hombre muy alto y muy delgado, se diría esquelético, que estaba envuelto en una
gran manta negra que se agitaba al viento, y presentaba una actitud más bien
agresiva, galopando en línea recta hacia el inquieto artesano.
A medida que se iba acercando, la velocidad del
jinete parecía aumentar. Hasta que, cuando le faltaba sólo una docena de metros
para alcanzar a Nahuel, éste sintió que lo que veía perdía todo viso de
realidad, porque el caballo ‑esquelético y mal entrazado como el atemorizador
jinete‑ ya no galopaba con sus cascos en el suelo. No: claramente su velocidad
estaba fuera de posibilidades naturales y las patas estaban a no menos de un
metro del suelo.
Esto distrajo totalmente la atención de Nahuel hacia
el jinete. Por un segundo no pudo más que fijar su vista en los cascos del
caballo. Y ese segundo fue más que suficiente para que, a esa velocidad irreal,
caballo y jinete estuvieran sobre él. Literalmente sobre él, porque cuando instinto-vamente
Nahuel levantó su rostro vio a caballo y jinete a un par de metros más arriba
que la altura de su cabeza, como si la idea fuera usarlo como obstáculo para un
salto imposible.
Y sin embargo eso sucedió: la increíble figura pasó
bastante por encima de su cabeza, y en menos de lo que tardó un latido del
acelerado corazón de Nahuel ya estaba a muchos metros a sus espaldas, y se
perdía en la noche a una velocidad que parecía ralentizarse a medida que se
alejaba y se internaba de nuevo en la bruma.
Pero ese instante, quizá menos de un segundo, en que
Nahuel logró fijar sus ojos en
el jinete justo cuando pasaba por encima de él, fue más que suficiente para
grabar una imagen infaustamente inolvidable en el alma del pobre artesano:
alto, delgado como si los huesos pugnaran por atravesar la seca piel ‑porque en
ese salto la manta negra que lo cubría se abrió como un par de alas macabras
dejando ver el torso desnudo‑, y con un rostro como de duende demente,
congelado en una sonrisa que, por la delgadez del rostro, lo hacía parecer una
calavera que se hubiera puesto una burlona máscara.
Nahuel sintió un vértigo que lo envolvía como una
cortina de negrura, y por algún tiempo que no pudo especificar, perdió todo
sentido de la
ubicación. Cuando se serenó y volvió a abrir los ojos, todo
era silencio a su alrededor. Y oscuridad. Apenas distinguía las orejas
inmóviles de su mula, que parecía más una estatua de piedra que un animal vivo.
Tanto era el terror del pobre artesano, que apenas
atinó a cubrirse hasta la cabeza con la única manta que tenía y permanecer
inmóvil, casi sin darse cuenta del frío que penetraba en sus huesos, hasta que
la primera luz del amanecer se dejó ver por entre las nubes que cubrían el
cielo.
Entumecido, tembloroso, Nahuel trató de obligarse a
reaccionar. Se golpeó repetidamente ambas mejillas, frotó sus manos con
energía, y por fin saltó de su humilde carro para caminar en círculos
alrededor. En ese momento la mula comenzó a moverse con cierta inquietud, como
si despertara de un sueño inducido por algún elemento extraño.
Cuando hubo recuperado su ánimo, Nahuel comprobó con
angustia que le faltaban casi todas las artesanías que no había podido vender y
aún llevaba en el carro. No eran muchas cosas, pero lo aterrador era el simple
hecho de que faltaran. ¿Cómo habían desaparecido?
Más inquieto que preocupado, más atemori-zado que
irritado por la pérdida, Nahuel montó en el carro y se echó a andar. Se sentía,
además, algo mareado, y pensó que le vendría muy bien poder beber algo
caliente. El humo de lo que seguramente seria un hogar de leños lo hizo
desviarse del camino, y enseguida divisó a poca distancia una hermosa casa de
madera casi al borde de un arroyo. Hacia allí se dirigió.
Se trataba, evidentemente, de una de esas
construcciones confortables y casi lujosas dentro de su estilo que muchos
terratenientes de aquellas zonas mandaban realizar en algún paraje agreste y
sereno, como una suerte de lugar de retiro para momentos en que no querían ser
molestados por asuntos de sus negocios y actividades productivas. No era la
clase de sitio ideal para ir en busca de un gesto hospitalario para alguien
como Nahuel, pero el artesano no estaba en condiciones de pensar en las diferencias
sociales en ese momento. Incluso, si tenía suerte, en la casa quizá hubiera
sólo algún empleado o un peón que había venido temprano para calentarla en
espera de la llegada del patrón.
Un peón había y fue quien se asomó al llamado de
Nahuel, pero, también el patrón estaba en la casa. Preguntó
desde adentro qué pasaba. El peón dijo que sólo se trataba de un artesano que
pedía algo de té caliente y que lo atendería en el galpón de la parte trasera.
A manera de aprobación, el patrón se asomó desde la casa e hizo un gesto con la
mano hacia Nahuel. Era un hombre de mediana edad, con rasgos europeos, pero
claro aspecto de haber tenido una vida rural, y señas evidentes de una vida más
que acomodada. Por detrás de él, en el interior de la casa, se veía ir y venir a
una muchacha joven de rasgos nativos aunque no muy marcados.
Cuando Nahuel estaba pasando cerca de la puerta, se
sorprendió mucho al ver a esa muchacha que se acercó a una de las ventanas para
mirarlo a su vez. Sonreía con cierta picardía y jugaba con un trarihue [6] que
se ponía alternativamente en la cintura o en torno al cuello.
¿Qué había sorprendido tanto al artesano? Lo
inexplicable: que estaba seguro, por completo, de que ese trarihue era
de los que confeccionaba Alina, más exactamente uno que pocas horas atrás,
antes del episodio con el aterrador jinete, estaba en su carro.
No le cabía duda al respecto: el color y, sobre
todo, el motivo diseñado sobre la prenda la hacían inconfundible. ¿Cómo podía,
entonces, haber llegado hasta ahí?
Ante la sorpresa del peón, Nahuel de pronto se lanzó
hacia la puerta y entró en la casa.
‑¿Qué es lo que necesita, amigo? ‑le preguntó el
patrón volviéndose hacia él y con un tono de clara molestia, casi de amenaza.
‑El trarihue... Ése... Lo tejió mi mujer,
estoy seguro...
‑¡Ah!, de eso se trata... ‑contestó el hombre
sonriendo ahora con tranquilidad y suficiencia‑. Bueno, pues lo felicito...
Dígale a su esposa que es una excelente artesana... ‑Y mirando a la muchacha
que le sonreía agregó‑: Yo soy un gran amante de las habilidades autóctonas.
‑Usted no entiende, señor. Le digo que ese trarihue
lo traía esta misma mañana en mi carro. Que no se lo vendí a nadie. ¡Que es
imposible que lo tenga usted!
‑Deje de embromar, hombre, cuántos de éstos habrá
hecho iguales, y...
‑No, señor... ‑lo interrumpió Nahuel acercándose a
la muchacha y señalando la faja que ella ahora sostenía ya sin juguetear ni
sonreír‑. Todos son parecidos, pero ninguno es igual a otro. Y es la primera
vez que mi esposa usa esas figuras de cabra como motivo, ¿me entiende? Este trarihue
no se parece a ninguno que ella haya hecho antes... y yo no se lo vendí a
nadie.
‑Perdone, patrón, enseguida le saco a este paisano
mal encarao... ‑dijo el peón, entrando con pasos reivindicativos de lo que
consideraba una falta propia: la presencia de Nahuel dentro de la casa‑.
¡Vamos, che!, ¡dejá de molestar al señor Muller!
El hombre llamado Muller miró a Nahuel con su
sonrisa de patrón mientras hablaba a su voluntarioso peón.
‑Está bien, Cipriano, el joven no me molesta...
El peón se retiró sólo hasta poco más allá del
umbral de la puerta.
Muller se sentó en un sillón de mimbre y siguió hablando con
esa amabilidad de los que se suponen superiores.
‑A ver, amigo, ¿y qué está sugiriendo, eh? Por ahí
la cosa es que yo aproveché mientras usted dormía para ir a robarle sus cositas
del carro... No tengo otra cosa que hacer por las noches, más que andar vagando
por mis campos a ver si puedo robar a los que pasan...
‑Algo debe de andar haciendo de noche por ahí,
porque, si no, no me explico cómo sabe que yo andaba por acá con un carro lleno
de artesanías...
Muller se puso serio.
‑No sea abombado, hombre. Su carro está ahí nomás, a
la vista.
‑Pero no tiene ningún cartel que diga
"artesano", ni nada que diga que anduve anoche por acá cerca... Yo sé
que alguien como usted no necesita robarle a alguien como yo, o por lo menos no
lo hace de una forma tan directa. Pero que algo raro pasa…no me lo va a negar,
señor.
Muller se irritó visiblemente. Se puso de pie y
ensayó su mejor tono de patrón:
‑Bueno, mocito, retírese ahora mismo de mi casa,
antes de que me arrepienta y le haga pagar su impertinencia.
Esta reacción, de alguna manera, tranquilizó a
Nahuel. El artesano sintió que, por inexplicable que fuera, había alguna razón
detrás del misterioso asunto. Y lo que roba la serenidad de un espíritu no es
lo horroroso sino lo que no se puede comprender, porque a esto último no se lo
puede enfrentar de manera alguna.
-Está bien, está bien, no lo molesto más, ya me
voy... ‑dijo con una sonrisa tranquila que intranquilizó más a Muller. Y salió
en busca de su carro.
Pero no siguió su camino de regreso a su hogar junto
a Alina. Volvió sobre sus pasos hasta llegar al pequeño destacamento de la Gendarmería en el que
tantas veces había parado a tomar mate con Roberto, un gendarme que había sido
su amigo desde la adolescencia.
Le contó lo que había sucedido desde la noche
anterior y cuál era su idea sobre todo aquello. Roberto se encogió de hombros
en un gesto de duda.
‑¡Y qué sé yo!, Nahuel... Es una idea rara... ¿Por
qué un tipo rico como Muller tendría a su servicio a un ladrón de caminos, para
que le robe chucherías a los que pasan? No supondrás que se hizo millonario
así, haciendo asaltar a los pobres cristos que pueden llegar a andar por esta
zona...
‑Más bien, ya sé, pero... no sé, ¿y si el tipo
estuviera medio loco? ¿Por qué no? Yo, como la mayoría de los que andamos por
la comarca, no tengo tiempo de aburrirme porque conseguir lo mínimo para
sobrevivir se hace muy cuesta arriba. Pero un tipo como ese Muller... ¿Quién te
dice que, ya harto de engordar juntando plata, no haga cosas como pagarle a
algún vago para divertirse con los pobres diablos como yo o cualquiera que ande
por sus campos?
‑Ni siquiera sabes cómo hizo el flaco feo ese para
robarte... Más bien me lo describiste casi como un aparecido...
‑Bueno, pero eso puede ser porque era de noche y yo
estaba cansado y con frío y... ¡qué sé yo! Pero el trarihue que vi en
esa casa era bien real. Y a mí nadie me lo pagó.
Sin dejar de dudar, Roberto accedió a acercarse con
Nahuel hasta la casa del arroyo. Pero lo hicieron recién después de las 7 de la
tarde, cuando Roberto terminó su servicio de ese día, porque no quiso que la
cosa pareciera oficial. ¿Qué iba a decirle a Muller: que como gendarme venía a
ver a un poderoso terrateniente que se robaba artesanías de dos centavos?
Para alivio del gendarme, cuando llegaron a la casa
no había nadie. Para su preocupación, Nahuel se puso insistente en que debían
aprovechar para entrar porque estaba seguro de que encontrarían más artesanías
de las que habían desaparecido de su carro.
Roberto trataba de disuadirlo, mientras Nahuel
recorría todos los flancos de la casa buscando una forma de entrar sin tener
que forzar la puerta, y en eso el rostro del artesano se encendió en una mueca
de triunfo. En la parte trasera de la casa, una ventana tenía los postigos
interiores abiertos a medias, y Nahuel señaló muy entusiasmado a Roberto un
objeto que alcanzaba a verse sobre una repisita en el interior:
‑¡Ahí tenés! ¡Te dije: mirá, ese metahue [7] es
mío! ¡Mirá las dos cabezas de cabra: no hay ninguna duda, es de la serie que
Alina empezó a hacer recién en los últimos dos meses! ¡No lo pudo comprar en
ningún lado! ¡Vas a ver que está firmado en la base!
‑¿Y cómo voy a ver eso? No imaginarás que voy a
entrar por la fuerza a la casa... ni que voy a venir como gendarme a decirle a
Muller que sospechamos que se robó una vasijita...
Nahuel no alcanzó a contestar porque un sonido algo
lejano le congeló la
sangre. Aferró con fuerza el brazo de Roberto y se volvió
hacia el lado del nacimiento del arroyo. En medio de la oscuridad creciente del
crepúsculo, y ‑era así, no cabía duda‑ cabalgando un poco por encima de las
cristalinas aguas, el desgarbado y alucinante jinete venía hacia ellos.
Roberto lamentó inmediatamente no haber llevado su
arma reglamentaria. El jinete llegó hasta ellos en un tiempo imposible de
atribuir a la velocidad con que cabalgaba. Los dos hombres, instintivamente,
pegaron sus espaldas a la madera de la casa.
El espantoso caballo se paró sobre sus patas
traseras a apenas unos centímetros de ellos y el jinete, con la manta negra
abierta y desplegada en ese movimiento de alas monstruosas que Nahuel ya
conocía, estiró su rostro cadavérico en una carcajada que resonó irrealmente en
el aire de la noche que nacía.
La aterradora imagen pareció mantenerse en esa
alucinante posición durante un tiempo interminable. La carcajada se hacía
atronadora. Era como si la expresión inhumana y demente de aquel rostro de
duende insano y desquiciado quisiera grabarse a fuego en los espíritus de
aquellos dos pobres hombres.
Y entonces se oyó el rugido de un motor, la
estridencia de una frenada y una voz potente y autoritaria que gritó:
Ante el asombro de Nahuel y Roberto, jinete y
caballo quedaron inmoviliza-dos en su irreal posición, como en una tensión que
en cualquier momento se resolvería en un reiniciar del hostigamiento. Entonces
sonó otra vez la voz, ahora más cerca:
‑¡Fewla, Witranawe [10]!
En ese momento, vieron a Muller que acababa de
descender de una camioneta rural y avanzaba decidido hacia el jinete, cuyo
caballo entonces posó las cuatro patas sobre la tierra. Cuando Muller
estuvo a poco más de un metro, el jinete habló con una voz gutural mezclada con
un tono casi infantil, combinación que resultaba aterradora.
-¿Chumwelu am [11]?
‑Porque yo te lo estoy diciendo. ¿Qué otra razón
necesitás, bicho malcriao?
El jinete, el witranawe, se arropó en su
manta negra y de repente se lanzó al galope desapareciendo en la distancia en
menos de lo que la vista alcanzaba a percibir.
‑¡Mirá que sos cabeza dura! ‑exclamó Muller mirando
con reproche a Nahuel. Y enseguida, dirigiéndose a Roberto, le preguntó‑: Y
vos... ¿estás acá como gendarme, o...?
‑¡No, no! ‑se apresuró a contestar Roberto‑. Sólo lo
acompañé a él, porque me dijo que... en fin, que...
‑Pasen para adentro. Voy a tener que contarles la
historia del witranawe, parece...
Una vez dentro de la casa, Muller les contó que
desde chico había oído historias de los nativos, y una de ellas era la del witranawe,
que según decían tenía la facultad de proteger y multiplicar la riqueza de
quien se asociara a él. Cuando su padre murió y Muller se hizo cargo de los
campos familiares, se puso a investigar entre los nativos que aún quedaban en
sus tierras hasta que halló, del lado chileno, un kalku [12] que
le enseñó cómo hacer que un witranawe se presentara ante él, y cómo
negociar la protección de la macabra entidad. Pero le advirtió que todo el
beneficio que podía obtener era a cambio de condenarse a vivir para siempre con
el witranawe a su lado, a mantenerlo,
a hacerlo parte de toda su vida.
Muller aceptó, y así fue que durante más de veinte
años estuvo conviviendo con el terrible duende. Su fortuna se hizo mayor año
tras año, pero así también su condena. Durante mucho tiempo buscó todas las
formas posibles de deshacerse del terrible compromiso que había contraído, pero
fue en vano. No quiso detallar qué clase de hechos terribles le deparaba su
contrato mágico con el witranawe. Sólo dijo al terminar su relación:
‑¿Qué harán ahora? ¿Contar esto? Nadie les creerá. Y
además, ¿para qué? ¿Creen acaso que merezco algún castigo por tener semejante
aliado? ¿Creen, acaso, que existe algún castigo humano que supere el que
padezco por compartir mis días con un witranawe?
Ni Nahuel ni Roberto quisieron saber más. De hecho,
hubieran preferido que su memoria borrara esa historia para siempre. Pero eso,
claro, no sucedió.
Fuente:
Néstor Barrón
066. Anónimo (patagon)
[1] En la
provincia argentina de Chubut, al oeste del paralelo 42% muy cerca de la
frontera con Chile.
[2] En mapudungun el nombre Nahuel significa,
literalmente, "tígre". Alina, obviamente, no es nombre araucano ni
mapuche.
[3] Puelo
quiere decir "agua del este", topónimo que ya figura en los antiguos
relatos de los buscadores de la
Ciudad de los Césares. En sus primeros viajes a lo que hoy es
territorio argentino, los araucanos venían desde el Pacífico, es decir desde el
oeste, por lo que las aguas del lago Puelo les quedaban al este, lo que podría
explicar el origen de este nombre.
[4] El nombre
de este lago de la provincia de Chubut tiene dos posibles orígenes. Un
significado de "Epuyén" es "dos que van", en probable
alusión a los lagos Epuyén y Puelo que van hacia el océano. Otra acepción lo
deriva de la palabra puyné, nombre
mapuche de un pez autóctono de los lagos de la región hoy extinguido, o bien de
puyé, un pez de aspecto anguiliforme
y transparente, de pequeño tamaño, cuya pesca se explota hoy en Chile,
Argentina, Islas Malvinas, Australia, Nueva Zelanda y Tasmania.
[5] Cerro
ubicado junto a la localidad de El Bolsón, en la provincia argentina de Río
Negro. El nombre es de origen araucano y su significado más aceptado es
"que cuelga de las nubes", dado que en invierno, cuando las nubes
provenientes del oeste tapan la cumbre, la nieve que lo cubre da la impresión
de estar colgando de esas nubes, como si fuese una cortina blanca.
[6] Típica
artesanía mapuche. Es una faja de alrededor de 10 cm de ancho y de 2 a 3 m de largo, tejida en telar
vertical. La técnica utilizada en su confección es en base a flotes de hilos de
urdimbre, que van apareciendo o desapareciendo para dibujar la figura deseada.
Las figuras que aparecen en esta prenda son de tipo antro-pomorfo, zoomorfo y
geométrico.
[7] Pieza de
cerámica típica de origen mapuche, que poco a poco ha ido desapareciendo por la
falta de uso, quedando sólo una pequeña producción para su venta como adorno
artesanal turístico. El metahue es un contenedor de líquidos, con
figuras que pueden representar animales tales como gallinas, perros, cabras,
caballos, etc. La técnica que se utilizaba para su realización era más o menos
la siguiente: se recogía la greda de los lugares donde se acumula el sedimento
necesario, se la dejaba secar al sol, se limpiaba, y se amasaba con agua y con
arena más fina. Enseguida esta pieza se moldeaba a mano dándole la forma
deseada, se dejaba orear y por último se pulía con una piedra muy fina. La
terminación consistía en cocer la cerámica en un fogón preparado en el suelo.
[8] En mapudungun, este nombre significa
"alma succionada" o también "alma forastera". Vale aquí
hacer la salvedad de que con este nombre ‑o una versión muy similar: "Wiltranalwe"
-se conoce también al Malulo, un ser de mayor entidad maléfica, equivalente al
«Príncipe de las Tinieblas" del cristianismo hispánico, que se integró con
las antiguas creencias araucanas y mapuches para producir esa versión del
Diablo. Aquí no se habla de esa entidad, sino de un espíritu más modesto, una
suerte de duende o aparecido que de todos modos rescata la temática de
"pacto con las fuerzas del rnal" que es característica del Malulo de la Araucanía , genio
invisible y aliado de las sombras, protector y custodio de los intereses de los
potentados.
No hay comentarios:
Publicar un comentario