Hace casi cien años un
grupo de cazadores de focas construyeron sus iglús a la orilla del océano, en
lo que hoy se conoce por Bahía de Stapylton.
Una extensión de hielo
sólido se adentraba bastante en el mar desde la orilla. Un día en que el tiempo
era favorable, un grupo de hombres se marchó, como era su costumbre, en busca
de los aglu, los respiraderos que las
focas perforan en el hielo del mar.
Cuando estaban a cierta
distancia de la tierra, el hielo se dividió de repente entre los hombres, y un
vapor espeso como el humo salió de la brecha. Algunos de los cazadores, que
estaban más cerca de la orilla, tuvieron tiempo de saltar al hielo sólido del
otro lado antes de que fuera demasiado tarde. Pero los que estaban más lejos no
percibieron el peligro, porque estaban entretenidos mirando el aglu, esperando que apareciese la foca.
Sólo cuando uno de los hombres, Ulukhaq, dejó su puesto para buscar otro aglu, vio la brecha. Ulukhaq observó la
columna de vapor y se dio cuenta inmediata-mente de lo que había pasado.
Los demás le oyeron
gritar:
-Viene la niebla, se está
levantando la bruma, el hielo está roto.
Llamándose los unos a los
otros, todos los cazadores corrieron hacia la línea de humo negro, colgada como
una cortina entre ellos y la tierra.
Los hombres siguieron el
borde de la grieta buscando en vano un bloque de hielo por donde poder cruzar
el agua. Pero la espesa niebla lo impedía todo. Ni siquiera era posible llamar
la atención de los que habían escapado al hielo sólido del otro lado. Después
de mucho buscar, el pequeño grupo de cazadores se reunió. Faltaba uno,
Kudlaluk. Sus compañeros pensaron que quizá había encontrado una manera segura
de pasar al otro lado, y así crecieron sus esperanzas.
Pero justamente entonces
volvió a aparecer Kudlaluk. No había podido encontrar un camino para cruzar la
brecha. Los hombres se vieron obligados a quedarse donde estaban, y su témpano
de hielo se iba desplazando hacia la niebla, donde no se veía nada. Esa tarde
los hombres construyeron un iglú en el témpano y pasaron la noche a su abrigo y
calor.
Al día siguiente su balsa
de hielo dejó de desplazarse. Los cazadores vieron que estaban al oeste de su
punto de partida, porque podían distinguir veladamente el lugar donde habían
construido sus primeros iglús sobre el hielo sólido. Su plan era quedarse donde
estaban todo el día, para que el hielo que se había formado entre ellos y la
tierra tuviera tiempo de espesar. Todos los hombres estaban de acuerdo en esto,
excepto Nulialik, que quería intentar llegar a la orilla inmediatamente.
Después de algunas
discusiones, decidieron seguir a Nulialik. Había caído la oscuridad. En lugar
de salir del iglú por la puerta, hicieron un agujero en la pared lo
suficientemente grande para desli-zarse por él. Los cazadores confiaban en
eludir los malos espíritus que vigilaban la entrada del iglú y que, sin duda,
eran los responsa-bles de sus problemas.
Cuando terminaron de
cruzar al otro lado de la pared, los hombres corrieron sin parar, saltando
aquí y allí por donde los pedazos de hielo eran más sólidos.
Cada vez se acercaban más
a la seguridad de la orilla. Pero, cuando sólo les quedaba una corta distancia
que recorrer, tuvieron que parar. Ante ellos apareció una grieta ancha, y los
hombres volvieron de mala gana al iglú del que acababan de salir. Aquí se
quedaron la mayor parte del invierno.
Durante este tiempo nunca
estuvieron libres de grandes peligros. Si hubieran sido hombres corrientes,
probablemente se hubieran perdido, pero entre ellos había verdaderos magos, que
poseían poderes mágicos extra-ordinarios. Dos de los magos eran Qorvik y Kud- laluk.
Una vez, cuando la balsa
de hielo era arrastrada hacia el oeste, un gran bloque de hielo cayó encima de
ellos amenazando con aplastar el iglú. Qorvik usó sus grandes facultades
mágicas para evitar este desastre, simplemente apoyándose contra la pared de
hielo y conte-niéndola así.
Una amenaza permanente
era la falta de alimento. El hambre, la sed y el cortante frío fueron
compañeros constantes. La nieve, de la que los hombres dependían para conseguir
agua, estaba ahora saturada de sal. La ardiente sed y la escasez de comida
debilitó a los cazadores hasta tal punto que sus cuerpos eran poco más que piel
y huesos.
Evidentemente, algo había
que hacer si no se quería morir de hambre.
Afortunadamente, los
magos sabían cómo parar los vientos y las fuertes corrientes. Los magos sabían
que a los espíritus que viven en el fondo del océano les gustan los objetos de
metal. ¿Qué se podía hacer para satisfacer a los espíritus? Cada cazador tenía
un cuchillo de cobre de hoja larga, un arma que siempre llevaban consigo. Sin
él, un cazador corría el riesgo de pasar hambre, e incluso de una muerte
segura, en los viajes largos. Quizá su suerte mejorara si regalaban los
cuchillos a los espíritus.
Así pues, se tomó la
decisión. Uno tras otro, cada uno sacrificó su cuchillo. Cada una de las
valiosas armas fue decorada con una borla hecha de finas tiras de piel. Después
sostuvieron el cuchillo sobre la superficie del agua y lo dejaron hundirse en
el fondo del océano. Aun esto fue en vano, y los hombres y su balsa de hielo
siguieron desplazándose, siempre hacia el oeste.
Todavía quedaba un
cuchillo, el de Quingalorqana. Este cuchillo tenía una maravillosa hoja de
cobre, muy apreciada por su dueño, que se resistía a deshacerse de él. Pero, al
ver que no había otra esperanza, Quingalorqana decidió seguir el ejemplo de sus
compañe-ros. Haciendo señas a sus amigos para que acudieran, sostuvo el
cuchillo sobre la superficie del agua clara. Cuando la mano de Quingalorqana le
soltó, los cazadores quedaron sorprendidos al ver el cuchillo de cobre macizo
flotando durante mucho tiempo. Finalmente, desapareció en el agua. Todos
tomaron esto por un buen augurio; los espíritus debían estar satisfechos.
Sólo para estar seguros
de que todo iba a ir bien, Qorvik realizó un rito mágico más. Eligiendo un
pequeño bloque de hielo que el océano había arrojado a su témpano, Qorvik lo
tiró en dirección a tierra firme. Al hacerlo pidió a los espíritus que los
devolviesen sanos y salvos a casa. Poco después el viento cambió de dirección y
los hombres supieron que ahora llevaban un camino seguro.
Esa noche los hombres
permanecieron en su iglú, hablando entre ellos y siempre esperando el ruido del
hielo rechinando contra la tierra, el sonido que indicaría el final de sus
penalidades.
A la mañana siguiente
avistaron tierra. Excitados, los dos cazadores más viejos exclamaron:
-¡Vamos! ¡Vamos!
Uno tras otro los hombres
salieron a gatas del iglú encabezados por Qorvik, y Kudlaluk atrás. A la débil
luz del amanecer sólo podía verse la silueta del témpano. Esto no detuvo a los
hombres. Corriendo y saltando de bloque en bloque de hielo, los cazadores se
fueron abriendo camino hacia la orilla. Durante todo el día se abrieron paso a
través del montón de hielo que tenían delante. Cuando la noche empezaba a
cerrarse alcanzaron el hielo espeso que delineaba la orilla de la tierra. Al
fin los hombres estaban fuera de peligro.
Inmediatamente después de
llegar a tierra los cazadores se pararon a calmar su sed. La nieve pura que
llevaban ahora a su boca les confirmaba que la nieve saturada de sal había
quedado tras ellos.
-No hay duda de que hemos
llegado. Este es hielo viejo, sólido; ¡estamos en tierra!
Gritaron de alegría al
comer la nieve; rieron y lloraron.
Ahora sabían dónde
estaban situados sus iglús y, después de descansar, partieron para reunirse con
sus familias. Algunos hicieron pausas por el camino, mientras otros siguieron
andando. De esta manera los cazadores llegaron a sus iglús unos tras otros.
Se estaba formando una
tormenta cuando llegaron. Un hombre estaba fuera recubriendo su iglú para que
estuviera caliente. Fue él quien oyó el ruido que hicieron los cazadores al
volver. Tan pronto como reconoció a los hombres empezó a saltar de alegría,
como se alegra uno después de una buena caza. Todo el mundo salía de los iglús
y se alegraba. Habían creído a los hombres perdidos para siempre. Algunas de
las mujeres habían tomado otros maridos. Pero ahora que los cazadores habían
vuelto sanos y salvos, todo el mundo manifestaba su alegría.
Durante mucho tiempo
después, siempre que los cazadores se echaban a dormir, el cimbrear del océano
aún seguía meciendo sus cuerpos. Se hizo parte de sus almas y les perseguía
como un fantasma.
Fuente: Maurice Metayer
036. Anónimo (esquimal)
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