Hacia el norte de Groenlandia vivía un oso
blancon llamado "Ti‑kon‑go". Era muy fuerte y poderoso y, en muchas
leguas a la redonda, no tenía un salo rival, pues, a costa de varias luchas,
pudo librarse de todos ellos.
Pero si nadie le disputaba la supremacía en
aquella helada comarca, y podía cazar a su sabor, sin que le molestasen, en
cambio sentíase muy solo y triste.
Gozaba de mucha abundancia en sus comidas.
Aquella región apenas era visitada por el hombre; y "Ti‑kon‑go" podía
darse grandes atracones de carne de foca, de reno y de otros animales que solía
hallar con gran facilidad. Gracias a eso habíase hecho fuerte y vigoroso. Y su
poder no conocía límites.
Pero, como ya hemos, dicho, se sentía muy
triste y solo.
Cierto día, cuando, ya llegada la primavera,
se dirigió a orillas. del mar en busca de algunas focas que, después del
deshielo, solían tenderse en la playa a tomar el sol, vió de pronto, a cierta
distancia una figura, que, de momento, no pudo reconocer. Con gran cautela se
detuvo, husme-ando y, en breve, pudo percibir un olor extraño, que desconocía
en absoluto. Eso, naturalmente, le infundió algún recelo, pero como, en cambio,
no tenía ningún miedo, amparándose en algunas rocas se aproximó despacio a aquel
extraño ser.
Como se recortaba sobre el fondo luminoso de
las aguas del mar, hubo un momento en que "Ti‑kon‑go" creyó que se
trataría de una foca de especie desconocida para él. Pero en cuanto estuvo más
cerca, se quedó pasmado, porque nunca había tenido ocasión de contemplar a
semejante criatura.
Esta era una muchacha esquimal, llamada
“Wapiti” que, en unión de su familia, habíase dirigido á la costa para
dedicarse a la pesca anual de primavera y sola, sin temer cosa alguna, había
ido aquel día a la playa y, en el momento en que la sorprendió "Ti-kon‑go",
se ocupaba en peinar sus largos cabellos.
La joven esquimal era muy linda y al oso
blanco le pareció una verdadera maravilla, de tal manera que, sin darse cuenta
de lo que le sucedía, se enamoró perdidamente de ella.
Largo rato permaneció observándola y, por
momentos, aumentaba la impresión que la belleza de la joven produjo en él.
"Wapiti", ajena en absoluto a la observación de que era objeto,
continuaba peinando sus cabellos y, al mismo tiempo, tarareaba una canción,
cuya música parecía armonizar con el susurro de las olas que iban a romper casi
a sus pies.
“Ti‑kon‑go” no pudo esperar más y resolvió
aproximarse a aquel extraño ser, que de tal manera le había cautivado. Dió un
leve gruñido de satisfacción y se dirigió resueltamente a la muchacha, quien,
al oír la voz del oso, se volvió alarmada y con los ojos desorbitados.
‑Nada temas –dijo “Ti‑kon‑go" con su
voz profunda‑, No quiero hacerte ningún daño.
Mas, a pesar de estas palabras,
"Wapiti” no quedó tranquilizada y, al parecer, se disponía a huir.
‑No tengas miedo ‑añadió "Ti‑kon‑go"-.
Si quieres no me acercaré más a ti, pero no
huyas. Eso te demostrará que no te quiero mal.
"Wapiti" se quedó muda de estupor
al darse cuenta de que comprendía el lenguaje de la fiera. Continuó en
el lugar en que se hallaba y al convencerse de que el oso no manifestaba
intenciones hostiles, se tranquilizó un tanto.
‑¿Quién eres? ‑preguntó "Ti‑kon‑go",
con su voz áspera‑. Nunca había visto un animal como tú.
‑No soy animal ‑contestó ella, indignada, ‑sino
una "innuit".
‑¿Y qué es eso de "innuit"? ‑preguntá
el oso, extrañado.
Lo mejor que
pudo y supo, "Wapiti" le explicó entonces que pertenecía a la raza de
los hombres, es decir, de los seres más poderosos de la Tierra, y añadió que
sus hermanos y su padre se dedicaban a la caza de focas, que sabían pescar,
poner trampas y, en una palabra, que disponían de elementos para vencer a
cualquier animal, por fuerte que pareciese.
Tales noticias llenaron de extrañeza a
"Ti-kon‑go". Quizá lo más prolable fué que no acabasé de entenderlas,
pero, en resumidas cuentas, aquello le interesaba muy poco. Lo que él quería era gozar de
la complanía de la joven, de aquel ser maravilloso que le había quitado la paz
desde el momento en que la vió.
‑Bien ‑respondió al fin‑, en realidad, poco
me importa quién puedas ser. Lo que me interesa es saber una cosa. ¿Quieres
casarte conmigo?
-¿Casarme contigo?
-exclamó la joven, extrañada a más no poder-. No es posible. En todo caso
tú habrás de casarte con una osa y no conmigo. Somos de diferente raza.
‑No importa ‑contestó el oso‑. Te quiero y
serás mi mujer. Y, por lo tanto, te aconsejo que no opongas ninguna resistencia
a mis deseos. A cambio de tu consentimiento, estoy dispuesto a hacer lo que quieras.
Pronunció estas últimas palabras con acento
tan amenazador, que "Wapiti" se asustó. Como ya se comprende, le
pareció monstruosa y disparatada
la pretensión del oso, pero no olvidó que éste era una fiera temible y que, por
lo tanto, más valía contemporizar. Así, pues, le contestó:
‑Yo bien me casaría contigo y sería tú
mujer, si me dieses pruebas de que, realmente, me quieres.
‑¿Qué he de hacer para ello? ‑preguntó el
oso, cuyos ojuelos resplandecían de excitación.
‑Entre los "innuits" ‑contestó
"Wapiti"- cuando un joven quiere casarse con una doncella, le hace
regalos de todas clases y procura conquistar su afecto. Lo mismo habrías de
hacer tú.
‑¿Y qué quieres? ‑repitió el oso, algo
impaciente.
‑Ya te lo he dicho. Que me hagas algunos
regalos.
‑¿Y cuáles prefieres?
‑Por ejemplo, podrías llevar a la tienda en
que vivo algunas focas, zorros de cálida piel, martas, armiños... en fin, todos
los animales que, a tu juicio, tengan buena carne y que, además, posean pieles
de mucho abrigo.
‑¿Nada más que eso? ‑preguntó el oso‑. Pues
lo tendrás. Dimé adónde habré de llevarlo.
“Wapiti" le indicó entonces dónde se
hallaba la tienda en que vivía ella con sus padres y hermanos, y el oso le prometió
que, a partir de entonces, todos los días dejaría a corta distancia de la vivienda
el producto de su caza.
Dicho esto, la joven le hizo un amistoso ademán
de despedida, en tanto que el oso la miraba alejarse, muy complacido por el
giro que habia tomado la conversación.
‑iOh! ‑gruñó para sí-. En cuanto sea mi
mujer, me daré por feliz. Y ya no estaré tan solo en mí casa de hielo.
A partir de aquel momento, el oso ya no solamente
cazaba por necesidad sino también para complacer a su amada, y todas las
noches, con objeto de no alarmar a los parientes de “Wapiti”, se acercaba a la
tienda de pieles, dentro de la cual dormía toda la familia y dejaba en el suelo
el producto de su caza del día. De esta manera la familia de “Wapiti” conoció
una época de abundancia extraordinaria, aunque tanto el padre como los hermanos
de la joven no podían explicarse el milagro de que todos los días, al
despertar, encontrasen a unos cuantos animales muertos a corta distancia de su
transitoria morada.
"Wapiti" conocía perfectamente el
origen de aquellas ofrendas, pero no quiso decir nada para no alarmar innecesariamente
a su familia.
De todos modos, estaba bastante asustada,
pues comprendía que aquella situación habría de resolverse al fin y quizá no de
manera agradable para ella. Pero, mientras tanto, se calló y se abstuvo de
hacer cosa alguna porque, realmente, ignoraba cómo salir del atolladero en que
se hallaba.
Cuantas veces iba a algún paseo por los alrededores,
no dejaba de encontrar a "Ti‑kon-go", que le dirigía palabras llenas de
afecto, rogándole que, de una vez, consintiera en ser su esposa. Pero ella que,
en realidad, no sentía el deseo de complacer a la fiera, daba siempre nuevos
aplazamientos, hasta que, acosada por su extraño pretendiente, le contestó un
día:
‑Antes de que sea tu mujer, es preciso
preparar mi ajuar de boda. He de hacerme algunas "parkas",
aprovechando las pieles que me has regalado, gorros, calzones, zapatos de piel
de foca y raquetas para la
nieve. Todo eso exige algún tiempo, de modo que, seguramente,
no podrá estar lista hasta la primavera próxima. Bien sabes que yo no tengo, como
tú, una gruesa piel que me defienda del frío y, por consiguiente, necesito
abrigos.
Está última razón convenció a "Ti‑kon-go",
que, efectivamente, se había preguntado, muchas veces, cómo su futura esposa
podría resistir el frío del invierno, desprovista, como estaba, de una buena piel que la abrigase.
‑Bien ‑dijo, dando un gruñido‑. El plazo es
largo, pero me conformo. Sin embargo, pido, a cambio de ello, que todos los
días vengas a verme.
‑Mientras el tiempo lo permita no tengo
inconveniente ‑contestó la muchacha.
Tan extraños amores si, realmente, pueden
llamarse así, duraron todo el verano y parte del otoño siguiente, pero cuando
ya empezó el descenso de la temperatura y el sol se ocultó en el horizonte,
para no reaparecer hasta seis meses más tarde, forzoso fué para "Ti-kón-go”
resignarse a no ver a su amada.
El tiempo empezó a empeorar. En aquellos
parajes reinaba ya la noche de seis meses, larga, casi interminable. Cuando el
cielo estaba sin nubes, las estrellas, cuyo brillo era intenso sobre toda ponderación,
difundían por el nevado paisaje una luz incierta, aunque suficiente para
distinguir los principales accidentes del terreno. Los animales árticos empezaban
a excavarse guaridas, gracias a las cuales les fuese fácil defenderse del frío
y, gradualmente, éste aumentaba de un modo extraordinario, hasta que, al fin, hicieron
su aparición los primeros hielos,
Tal circunstancia constituía un motivo de
fiesta para los esquimales, y los parientes de "Wapiti” se alegraron de
que llegase el momento de emprender las grandes cacerías de focas, y la ocasión
de preparar numerosas trampas para coger a los animales de menor tamaño, cuyas
pieles habrían de servir en verano de moneda, para adquirir cosas indispensables
en las factorías del sur.
Poco a poco el frío se hizo más intenso, y,
por último, llegó la temporada en que la baja temperatura impide a hombres y a
animales aventurarse al exterior para no quedar helados.
En el "iglóo" [1]
en que vivía la familia de "Wapiti" reinaba la abundancía, no sólo
gracias al producto de la caza de los habitantes de la casa de nieve, sino
también porque el oso "Ti-kon‑go" cumplía fielmente el compromiso
contraído con la joven y, con la mayor frecuencia, iba a depositar sus víctimas
a corta distancia de la vivienda de su amada.
A veces y cuando habían transcurrido varios
días sin que le hubiese sido posible verla, el oso rondaba por los alrededores del "igloo", profiriendo
gruñidos malhumorados. Y cuando se hacían demasiado intensos, ella salía con
cualquier excusa con objeto de tranquilizarle y de impedir que, impulsado por
su disgusto, hiciese alguna tonteria.
Entonces “Ti‑kon‑go” la reconvenía por no haberse
dejado ver, y ella se excusaba con el frío reinante, prometiéndole que, una vez
se lo permitiese el tiempo, saldría todos los días a verlo.
En cuanto hubieron pasado los grandes fríos,
todos los esquimales reanudaron sus cacerías. “Wapiti" no tenía más
remedio que acudir diariamente a las citas con su extraño enamorado, el cual,
por su gusto, habríase llevado inmediatamente a la muchacha, pues cada día estaba
más prendado de ella. Pero veíase obligado a aguardar el término fijado por la
joven y nunca ningún invierno pareció tan largo al enamorado oso blanco.
‑He dispuesto para ti un magnífico “igloo” ‑le
dijo en cierta ocasión‑. Sus paredes son de hielo liso, de color azulado, y
allí estarás cómodamente y no tendrás frío. Ya verás qué buena vida pasas a mi
lado.
Como ya puede comprenderse, tal promesa no
entusiasmaba mucho a la joven esquimal, quien, sin cesar, andaba buscando la
manera de librarse de su importuno pretendiente, aunque, por otra parte, se
decía que, aun en el caso de que consiguiera alejarlo, ella habría de sufrir la
pérdida que representaría no seguir recibíendo con gran frecuencia los productos
de la caza del plantígrado.
Este, por momentos, se impacientaba más y en
una de las entrevistas que celebró con "Wapiti” manifestó su disgusto por
aquella demora, exigiéndolo que, de una vez, terminase ya con su ansiedad y
consintiera en ser su esposa.
‑Mira ‑le dijo‑. Ninguna ocasión más
apropiada que la de los grandes fríos para que vengas a vivir conmigo. Por
consiguiente, no esperemos a la primavera. Prepara cuanto antes tus pieles de abrigo, puesto que no
tienes ninguna natural, como yo, y decídete de una vez. Y sí no lo haces, no te
respondo de que pueda contenerme ya más tiempo.
Pronunció estas palabras con voz tan gruñona,
que la joven se atemorizó. Y, aunque de mala gana, le prometió que activaría
sus preparativos todo lo posible y que, dentro de breves días, le dada a
conocer su respuesta.
Tal promesa
sólo sirvió para intensificar el deseo que "Ti‑kon‑go" tenía de
llevarse cuanto antes a la joven esquimal, de modo que, en las sucesivas
entrevistas, siguió apremiándola y ella, al fin, no tuvo más remedio que fijar
una fecha.
‑En cuanto sea luna llena ‑le dijo ‑consentiré
en acompañarte. Por consiguiente, hlaz tus preparativos y ven a recogerme.
El oso no cabía en sí de contento, al pensar
en que tenía tan cerca la felicidad.
La dejó como si estuviera embriagado, casi
dando traspiés, y, con la mayor ansiedad, andaba espiando el cielo para
observar la aparición de la luna llena en el horizonte. .
Llegó, por fin, aquel gran día o, mejor
dicho, aquella gran noche, pues aun no se había mostrado el sol a los
habitantes de tan heladas regiones. El oso, antes de abandonar su guarida,
formada por un bloque de hielo ahuecado naturalmente, observó si el montón de
pieles que había preparado era suficiente piara proporcionar cómodo descanso a
su adorada y, lleno de esperanza, se dirigió al “igloo”.
Aquella noche había descendido bastante la
temperatura, de modo que incluso el oso, a pesar del espeso pelaje que cubría
su cuerpo, tuvo que hacer el recorrido a paso vivo para activar la circulación
de la sangre. En
pocos momentos, y envuelto por una gran nevada, llegó a corta distancia del
lugar en que habitaba "Wapiti". Y aunque se había ocultado la luna,
el tenue resplandor que se filtraba por las nubes del sur le permitió ver un
bulto a corta distancia de la cabaña y que, al parecer, estaba inmóvil.
‑La pobrecilla debe de tener mucho frío -pensó.
Rápidamente se acercó a lo que le pareció la
figura de su amada y pudo ver que, en efecto, era ella. Estaba cubierta por una
gruesa piel de lobo, que ya la nieve empezaba a ocultar.
-¡Cómo nieva! ‑pensó el oso-. Conviene salir
cuanto antes de aquí.
Acercóse a "Wapiti" y la llamó. Pero ella
continuó inmóvil y muda. El oso, extrañado, se aproximó más aún y la tocó. Pero aquella
figura conservaba siempre la misma inmovilidad, Alarmado, "Ti‑kon-go"
la olfateó de pies a cabeza y como sólo notara el olor de la nieve, murmuró:
-iPobrecilla! Ha estado mucho rato esperán-dome
y la ha cubierto la nieve.
Sin duda está arrecida.
Dióle un empujón, pero tampoco la joven se
movió.
Entonces él, alarmado, agarró con sus brazos
la figura y, al fin, haciendo un gran esfuerzo, consiguió levantarla del suelo.
-¡Cómo pesa! ‑exclamo,
Y figurándose que "Wapiti" estaba
helada, echó a andar en dirección a su guarida, llevando entre sus patas posteriores
lo que él creía el cuerpo de su adorada.
Como pesaba mucho, se fatigó en extremo, de
modo que al llegar a su guarida, el oso resoplaba y, ciertamente, no tenía frío.
Depositó el cuerpo de "Wapiti" sobre las pieles y, muy extrañado, la
olfateó de nuevo.
‑Es raro ‑pensó‑. ¿Se habrá muerto de frío?
Volvió a olfatearla y como no llegara hasta
él ninguna sensación de calor, por débil que fuese, se alarmó, gruñendo:
‑Sin duda ha muerto de frío.
Y entonces, con objeto de reanimarla, se
tendió en el suelo y la estrechó entre sus garras, para ver si conseguía
devolverle el calor.
Pero aquel muñeco de nieve porque, en realidad,
no era otra cosa, al ponerse en contacto con la piel de oso, empezó a fundirse
y éste sentía que por momentos "Wapiti” se adelgazaba entre sus patas. Al
cabo de poco rato vió el cuerpo adorado convertido en dos o tres pedazos de
nieve. Las prendas de su traje se haían caído al suelo, empapadas en agua. Y el
pobre "Ti‑kon‑go", desolado y triste a más no poder, observaba, sin
comprenderla, aquella desaparición extraordinaria.
Y así se quedó sin novia, más triste y
desolado que nunca, porque se figuraba haberla perdido realmente.
‑iQué desgraciado soy! ‑mumuraba, dolorido‑
iTan feliz como me hubiese sentido con una mujer así! No hay duda de que el
Espíritu de los Hielos me ha condenado a la soledad.
Y el pobre "Ti‑kon‑go",
desesperado, abandonó aquellos lugares que le recordaban sus esperanzas
perdidas, para habitar en otro sitio agreste y solitario.
Y así fué cómo la lista '”Wapiti” se libró
de las atenciones del oso blanco. Bien es verdad que perdió los productos de la
caza de la fiera, pero, en cambio, evitó las consecuencias de una promesa que,
solamente, le había arrancado el miedo.
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