Éranse dos ancianos. El marido se
dedicaba a la caza, y de eso vivía el matrimonio. Aunque ambos eran ya muy
viejos, no habían logrado salir de la miseria.
Toda la vida padeciendo -se
lamentaba la anciana-, nunca hemos podido tratarnos a cuerpo de rey, nunca
hemos vestido buena ropa... Para colmo de males, no tenemos hijos. ¿Quién va a
zar nuestra vejez?
-No te apures, mujer -le respondía
el anciano-, mientras mis manos puedan sostener la escopeta y mis piernas
moverse, no nos moriremos de hambre. En cuanto a lo demás, ¿para qué hacer
conjeturas?
Un buen día, el anciano salió de
caza.
Estuvo en el bosque del amanecer a
la anochecida y no logró cobrar una sola pieza. No hubiera querido volver a
casa con el morral vacío, pero ¿qué se le iba a hacer? El sol se había puesto y
debía regresar.
Apenas emprendió el anciano el
regreso, batió sus alas y salió de un arbusto cercano un pájaro de inusitada
belleza.
Antes de que el anciano tuviera
tiempo de echarse la escopeta a la cara, ci ave había desaparecido.
¡Está visto que no era para mí esa
pieza! -exclamó, resignado, el anciano.
Luego escudriñó el arbusto y vio un
nido con treinta y tres huevos. En fin -dijo-, menos es nada.
Se apretó bien el cinto, recogió
los huevos, se los guardó entre el pecho y camisa y se dirigió a su hogar.
Por el camino se le aflojó el cinto
y los huevos fueron cayendo al suelo uno tras otro.
En cuanto caía un huevo, salía de
él un apuesto galán. Cayeron treinta y dos huevos, y fueron treinta y dos los
galanes.
El anciano se apretó el cinto otra
vez, y el último huevo quedó en el seno. Volvió la cabeza y no creyó lo que sus
ojos estaban viendo:
Le seguían treinta y dos apuestos
jóvenes que tenían todos las mismas facciones, la misma talla y el mismo pelo.
Todos ellos dijeron a una voz:
-Ya que nos has encontrado, serás
nuestro padre, y nosotros seremos tus hijos; llévanos a casa.
“No teníamos mi vieja y yo a nadie -se
dijo el anciano-, y ahora tenemos de golpe treinta y dos hijos”.
Llegaron a la casa, y el anciano
dijo:
-Ahora, mujer, no llorarás por
falta de hijos. Aquí tienes treinta y dos galanes. Pon la mesa y dales de
cenar.
Contó el anciano a su mujer cómo
había encontrado a los hijos. La anciana quedó como petrificada. Permaneció
inmóvil unos instantes antes, hizo un ademán de asombro y luego se precipitó a
poner la mesa. El anciano, mientras tanto, se desabrochó el cinto, y, cuando se
estaba quitando el caftán, cayó al suelo el último huevo y apareció otro buen
mozo.
-¿De dónde has salido? -preguntó el
anciano.
-Soy también hijo tuyo, el menor, y
me llamo Iván.
-Es verdad -dijo el anciano-, en el
nido había treinta y tres huevos. Siéntate, Iván, siéntate y cena.
Al poco de sentarse a la mesa los
treinta y tres mocetones, se terminaron todas las provisiones que la anciana
tenía en casa. Se levantaron los treinta y tres de la mesa a medio comer.
Se acostaron todos, y a la mañana
siguiente, Iván, el pequeño, dijo al anciano:
-Ya que nos encontraste, padre,
danos trabajo.
-¿Qué trabajo queréis que os dé,
hijitos? La vieja y yo no sembrarnos, no labramos, no tenemos ni arado, ni
caballo, no tenemos nada.
-En fin, de donde no hay, no se
puede sacar -respondió Iván-. Eremos a buscarnos la vida por ahí. Mira, padre,
ve a la herrería y pide que nos hagan treinta y tres guadañas.
El padre fue a la herrería y
regresó al poco con las guadañas. Iván las repartió a sus hermanos, igual que
los treinta y tres palos para ensartarlas y los treinta y tres rastrillos que
ellos mismos habían hecho en ausencia del padre.
-Vamos a buscar trabajo. Con el
dinero que ganemos, monta-remos nuestra propia hacienda y mantendremos a
nuestros padres.
Se despidieron los hermanos de los
ancianos y se pusieron en camino. No se sabe el tiempo que llevaban ya
caminando cuando vieron delante una gran ciudad. De ella salía, montado a
caballo, el mayordomo mayor del reino. Al cruzarse con los hermanos, les gritó:
-¡Eh, buenos mozos! ¿venís del
trabajo o vais en busca de él? Si buscáis trabajo, seguidme, que yo os lo
proporcionaré.
-¿Qué trabajo es el que nos
ofreces? -le preguntó Iván, el hermano menor.
-Un trabajo muy fácil -respondió el
mayordomo mayor-, segar la hierba de los prados de su majestad, secarla,
agavillarla y apilarla en almiares.
Todos los hermanos callaban. Iván
dijo:
-¡Ea, llévanos a los prados esos!
El mayordomo los llevó a los prados
de su majestad y, una vez allí, les preguntó:
-¿Os bastarán tres semanas?
-Iván le respondió:
-Si hace buen tiempo, terminaremos
en tres días.
-¡Manos, pues, a la obra, buenos
mozos -dijo muy satisfecho el mayordomo
del zar-. La paga será buena, y la comida, la que queráis.
Iván le dijo:
-Basta con que nos ases treinta y
tres bueyes y nos des un cubo de vino y una rosquilla por cabeza. No
necesitamos nada más.
El mayordomo del zar se marchó. Los
hermanos afilaron sus guadañas y se pusieron a segar con tanto brío, que hasta
silbaba el aire. Les cundía tanto el trabajo, que al atardecer habían segado ya
toda la hierba. Mientras tanto, de la cocina de palacio les habían llevado
treinta y tres bueyes asados, treinta y tres rosquillas y treinta y tres cubos
de vino. Cada hermano se bebió medio cubo de vino y se comió media rosquilla y
medio buey. Luego, todos se tendieron a descansar.
A la mañana siguiente, cuando el
sol empezó a calentar, se pusieron a secar la hierba y agavillarla, y al
atardecer ya la habían apilado. Volvieron a beberse medio cubo de vino y a
comerse media rosquilla y medio buey por cabeza. Iván envió a uno de sus
hermanos a palacio.
-Diles -le pidió- que pueden venir
a ver cómo hemos cumplido el trabajo.
Regresó el hermano, seguido del
mayordomo, y a poco llegó el zar en persona. El zar contó los almiares, vio que
en los prados no había quedado en pie ni una brizna de hierba y dijo:
-¡Bravo, muchachos! Habéis sabido
segar bien y pronto mis prados, secar la hierba y apilar el heno. Os encomio
por ello y os hago don de cien rublos y un tonel de vino.
Pero ahora debéis guardar el heno.
Alguien viene cada año a estos prados a comerlo, pero no podemos atrapar al
ladrón.
Iván, el hermano menor, dijo:
-Deja, señor, que mis hermanos
regresen a casa, que yo solo guardaré el heno. El zar no objetó. Los hermanos
fueron a palacio, recibieron el dinero, bebieron vino, cenaron y se marcharon a
casa.
Iván regresó a los prados del zar.
Por las noches no pegaba ojo, guardando el heno, y de día iba a la cocina de
palacio para comer, beber y descansar.
Llegó el otoño, y las noches se
hicieron largas y oscuras. Una de ellas Iván se escondió en un almiar y desde
allí vigilaba el prado.
A eso de la medianoche todo en
torno se iluminó, como si luciera el sol. Levantó Iván la cabeza y vio que
salía del mar una yegua de crines de oro y galopaba derecho al almiar en que él
estaba oculto. Los cascos de la yegua hacían retemblar la tierra, sus ollares
despedían llamas, y sus orejas, penachos de humo.
Llegó la yegua al almiar y se puso
a mordisquear el heno. Iván, rápido, saltó a su lomo. La yegua de crines de oro
dio un bote, alejándose del almiar, y voló por los prados del zar. Iván la
montaba sujetándose con la izquierda a las crines.
Empuñaba en la derecha una fusta de
cuero trenzado, con la que fustigaba a la yegua y la hacía galopar por tierras
musgosas y pantanos.
Largo rato estuvo la yegua
galopando por tierras musgosas y pantanos y acabó hundiéndose hasta los ijares
en un tremedal. Dijo entonces:
-En fin, Iván, has sabido montarme,
tenerte encima de mí y dominarme. No me azotes más, no me atormentes, y seré tu
fiel servidora.
Llevó Iván la yegua al palacio del
zar, la encerró en la cuadra, se fue a la cocina y se acostó. A la mañana
siguiente dijo al soberano:
-He descubierto, señor, quien comía
el heno en tus prados y he atrapado al ladrón. Vamos y lo verás.
El zar se alegró infinito al ver la
yegua de las crines de oro y dijo:
-Veo, Iván, que aunque eres el menor
de tu familia, les aventajas a todos en ingenio. Por tus buenos servicios, te
nombro mi caballerizo mayor.
Desde entonces, todos llaman al
buen mozo Iván el Ingenioso.
En fin, se hizo cargo Iván de las
cuadras del zar. Se pasaba las noches sin pegar ojo, cuidando los caballos. Los
brutos estaban cebados y lustrosos, el pelo les brillaba como la seda, y tenían
sus crines y colas tan bien peinadas, que eran un primor.
El zar se hacía lenguas de su
caballerizo. Solía decir:
-¡Bravo por Iván el Ingenioso! Jamás
había tenido tan buen caballerizo mayor.
Aquello despertaba la envidia de
los demás caballerizos de su majestad.
-¡Fíjate -comentaban enojados-
manda de nosotros un simple mujik, un aldeano! ¿Acaso un hombre así puede ser
el caballerizo mayor del zar?
Se pusieron aquellos envidiosos a
urdir negros planes. Iván el Ingenioso cumplía su cometido y no sospechaba
nada.
Llevó el azar a palacio a un viejo
alguacil, un borrachín, que dijo a los caballerizos:
-Dadme, muchachos, un vasito de
aguardiente, a ver si se me quita la resaca que tengo desde ayer. Si me
convidáis, os diré lo que debéis hacer para libraros del caballerizo mayor.
Los envidiosos dieron un vaso de
aguardiente al borrachín, que se lo echó al coleto y dijo:
-Nuestro zar siente grandes deseos de
poseer el tímpano mágico, el ganso bailarín y el gato juguetón. Muchos
valientes fueron en busca de ellos, unos de buen grado y los más por la fuerza,
pero ninguno regresó. Decidle al zar que Iván el Ingenioso se ha jactado de que
para él conseguir todo eso sería coser y cantar. El zar le ordenará que vaya en
busca de esas tres maravillas, e Iván no volverá jamás.
Los envidiosos cortesanos dieron
las gracias al borrachín y Ir ofrecieron otro vaso de aguardiente. Luego, se
pusieron a conversar bajo las ventanas del soberano. El zar los vio, salió de
sus aposentos y les preguntó:
-¿De que habláis, buenos mozos?
¿Necesitáis algo?
-¿Sabes, señor nuestro? -le
respondieron-, el caballerizo mayor, Iván el Ingenioso, dice que puede
conseguir el tímpano mágico, el ganso bailarín y el gato juguetón. Eso es lo
que estamos discutiendo. Unos dicen que puede, y otros que es un fanfarrón.
Aquellas palabras hicieron que el
semblante del soberano se demudara. “Todos los monarcas del mundo me
envidiarían -se dijo-. Pero ninguno de los que envié a tal empresa regresó
jamás”.
El zar ordenó al instante que
llamaran al caballerizo mayor. Apenas Iván se hubo presentado, el zar le gritó:
-No te entretengas ni un segundo,
ponte en camino sin dilación y tráeme el tímpano mágico, el ganso bailarín y el
gato juguetón.
-¿Pero qué dice mi señor? -le
respondió Iván-. ¡Ni siquiera he oído hablar de esas maravillas! ¿Dónde voy a
buscarlas?
El zar montó en cólera y se puso a
patalear, vociferando desaforadamente:
-¿Qué es eso de llevarle la contra
a tu soberano! Si consigues lo que deseo, te recompensaré, y si no, no te
quejes, puedes despedirte de la cabeza. Iván el Ingenioso salió triste y
cabizbajo de los aposentos del zar y se puso a ensillar la yegua de crines de
oro.
Al verle tan abatido, la yegua le
preguntó:
-¿Por qué te veo taciturno, dueño
mío, te ha ocurrido alguna desgracia?
-¿Cómo quieres verme? -contestó
Iván-. El zar me ha ordenado que le traiga el tímpano mágico, el ganso bailarín
ye1 gato juguetón, pero yo ni siquiera he oído hablar de ellos.
-No te apures, que no es para tanto
-dijo la yegua de las crines de oro-. Monta e iremos en busca de la bruja Yagá.
Ella nos dirá dónde se encuentran esas maravillas.
Iván el Ingenioso se puso en
camino. Vieron que montaba la yegua de las crines de oro, pero no vieron cómo
salió del palacio.
No se sabe si fue mucho o poco el
tiempo que Iván el Ingenioso estuvo en camino; lo que sí se sabe es que llegó a
un bosque tan espeso y oscuro, que en él reinaba eternamente la noche. La yegua
había enflaquecido, e Iván se caía de cansancio. Salieron por fin a un claro y
vieron una isba, sobre una pata de gallina, que giraba de oriente a poniente.
Se acercaron e Iván dijo:
-Isba, isbita, vuelve tu trasera al
bosque y tu puerta hacia mí. No vengo con intención de quedarme aquí toda la
vida, sino con la de pernoctar una sola noche.
La isba volvió la puerta hacia
Iván. El joven ató a un poste la yegua, subió corriendo a la terracilla y
entreabrió la puerta.
Estaba en el interior la bruja
Yagá, con la nariz hincada en el techo; al lado tenía su almirez y su majadero.
Vio la bruja a Iván y dijo:
-Hace tiempo que no olía carne
rusa, y, fíjate, ella misma ha venido a mí. Dime, galán, ¿qué te trae por aquí?
-¿Por qué, abuela, acoges tan
fríamente a las visitas?, ¿por qué haces preguntas a un hombre aterido y
hambriento? En Rusia, antes de hacerle ninguna pregunta al caminante, se le da
de comer y de beber, se le prepara un buen baño y se le ofrece una buena cama.
La bruja Yagá se apresuró a decir:
-Perdona, buen mozo, pero aquí las
costumbres no son las mismas, perdona a esta pobre vieja. Ahora se hará todo
como lo deseas.
La bruja Yagá se apresuró a poner
la mesa, dio de comer y de beber a Iván y luego le preparó un buen baño. Iván
tomó un baño de vapor y luego se lavó. La bruja Yagá le hizo la cama y, cuando
Iván se hubo acostado, se sentó a la cabecera y le preguntó:
-Dime, buen mozo, ¿has venido aquí
por tu propia voluntad o por la fuerza? ¿Qué andas buscando?
Iván le respondió:
El zar me ha ordenado que le lleve
el tímpano mágico, el ganso ihularín y el gato juguetón. Si me dijeras, abuela,
dónde puedo encontrarlos, no olvidaría en toda la vida tu bondad.
-¡Ay, hijito, sé dónde se
encuentran esas maravillas, pero es muy difícil conseguirlas! Muchos valientes
fueron por ellas, pero ninguno regresó.
-Lo que haya de ser, será, abuela.
Ayúdame, dime a dónde debo ir.
-Me das lástima, hijito, pero ¿qué
le vamos a hacer?, te ayudaré en lo que pueda. Deja aquí tu yegua de crines de
oro, que no le pasará nada. Toma este ovillo. Mañana, en cuanto salgas de mi
casa, arrójalo al suelo y síguele. Te llevará a casa de mi hermana la segunda.
Tú le muestras el ovillo, ella te lo dirá todo, te enviará a casa de mi hermana
la mayor y te ayudará en lo que pueda.
A la mañana siguiente, la bruja
Yagá despertó a Iván al despuntar el día, le puso de comer y de beber y lo
acompañó hasta la puerta. Iván le dio las gracias, se despidió de ella y
emprendió el camino. Las cosas no ocurren tan de prisa como se cuentan los
cuentos. El ovillo rodaba y rodaba, y nuestro buen Iván caminaba en pos suyo.
A los tres días, el ovillo rodó
hacia una isba que giraba sobre una pata de gorrión y se detuvo ante ella.
-Vuélvete, isba, con la trasera
hacia el bosque y tu puerta hacia mí -dijo Iván.
La isba dio la vuelta, e Iván subió
a la terracilla y abrió la puerta. La dueña de la casa le recibió foscamente:
-¡Hacía tiempo que no olía la carne
rusa, que no comía carne humana, y, fíjate, el almuerzo viene a mí él mismo!
Di, ¿qué quieres? Iván el Ingenioso tendió a la anciana el ovillo. La bruja lo
miró y dijo, juntando con gesto implorante las manos:
-¡Ay, si no eres un extraño, sí
eres una visita deseada, a quien ha enviado aquí mi hermana la menor! ¿Por qué
no me lo dijiste antes?
La anciana puso presurosa la mesa,
sirvió delicados manjares y se puso a agasajar a Iván.
-Bebe y come hasta saciarte, y
luego te tiendes y descansas, que ya hablaremos después de lo que te ha traído
aquí.
Iván el Ingenioso bebió y comió
cuanto le vino en gana y se tendió a descansar. La hermana segunda de la bruja
Yagá se sentó a la cabecera y le preguntó qué andaba buscando. Iván le contó
quién era, de dónde venía y por qué viajaba por el mundo.
-El camino que te espera -dijo la
anciana- no es largo, pero no sé si saldrás con vida de tu empresa. El tímpano
mágico, el ganso bailarín y el gato juguetón pertenecen a nuestro sobrino el
dragón Gorínich. Muchos valientes pasaron en dirección a sus dominios, pero
ninguno regresó, todos murieron a manos de Gorínich. El dragón es el hijo de nuestra
hermana la mayor. Hay que pedirle a ella que te ayude, pues, si no, puedes
despedirte de la vida. Hoy enviaré al cuervo, ave agorera, a que advierta a mi
hermana. Y ahora duerme, que mañana te despertaré muy temprano.
Iván durmió de un tirón toda la
noche, se levantó temprano y se lavó. La bruja le sirvió el desayuno y le dio
un ovillo de lana roja. Luego lo acompañó hasta la senda y se despidió de él.
El ovillo empezó a rodar, e Iván echó a andar en pos suyo.
Caminaba Iván de la aurora matutina
a la vespertina y de la vespertina a la matutina. Cuando se cansaba, levantaba
el ovillo, se sentaba, se comía un mendrugo de pan, bebía agua fresca de algún
manantial del bosque y proseguía su camino.
Al caer la tarde del tercer día, el
ovillo se detuvo ante una casa muy grande, que se alzaba sobre diez postes y
diez peñascos. Rodeaba la casa una cerca muy alta.
Ladró un perro y salió a la
terracilla la hermana mayor de la bruja Yagá. La anciana hizo que el perro
dejara de ladrar y dijo:
-Ya sé quién eres y a qué has
venido, buen mozo. Vino aquí de parte de mi hermana la segunda el cuervo, ave
agorera. Procuraré ayudarte. Pasa, siéntate a la mesa y calma el hambre y la
sed.
En fin, la anciana dio de beber y
de comer a Iván el Ingenioso.
-Ahora debes esconderte. Mi hijo no
tardará en llegar, hambriento y enojado. Temo que pueda devorarte.
Abrió la anciana la trampa de la
bodega y dijo a Iván:
-Métete aquí y no te muevas hasta
que no te llame.
Apenas si la anciana había cerrado
la trampa, cuando se levantó en torno un gran estrépito. Las puertas se
abrieron de par en par y entró volando el dragón Gorínich. La casa parecía
presta a venirse abajo.
-¡Huele a carne rusa!
¡Qué cosas tienes, hijito! ¡Cómo
puede oler a carne rusa cuando he perdido ya la cuenta de los años en que por
aquí no ha pasado ni siquiera ni el lobo gris ni el halcón de rápidas alas! Tú
que andas por esos mundos debes de haber traído contigo el olor a carne rusa.
La anciana puso la mesa, sacó del
horno un novillo terzón y subió de la bodega un cubo de vino. El dragón
Gorínich se bebió el vino, se comió el novillo y se puso de mejor humor.
-¡Ay, madre!, ¿con quién podría
entretenerme jugando a la brisca?
-Yo podría encontrar quien jugase
contigo a la brisca, pero me temo que le hagas alguna trastada.
Llama a esa persona, madre, y no
temas, que no le haré ningún daño. No puedes imaginarte las ganas que tengo de
jugar a la brisca.
-Está bien, hijo, pero recuerda tu
promesa -dijo la anciana, y levantó la trampa de la bodega.
-¡Sal, Iván el Ingenioso, complace
a mi hijo, juega con él a las cartas!
Se sentó Iván a la mesa, y el
dragón Gorínich dijo:
-El que gane, se comerá al otro.
Estuvieron jugando toda la noche.
La anciana ayudaba a Iván, y al amanecer, cuando despuntaba el día, Iván el
Ingenioso había ganado al dragón Gorínich.
-Quédate en mi casa, buen mozo -imploró
a Iván el dragón-, y esta noche, cuando regrese, jugaremos otra vez, pues
quiero tomarme el desquite.
El dragón levantó el vuelo, e Iván
el Ingenioso se durmió como un bendito. Cuando se despertó, la hermana mayor de
la bruja Yagá le sirvió una buena comida con abundante vino.
El dragón Gorínich regresó al
anochecer, se comió un novillo terzón asado al horno, se bebió cubo y medio de
vino y dijo:
-¡Ahora, a jugar, que quiero
sacarme la espina!
En fin, se pusieron a jugar, pero,
como no había dormido la noche anterior y durante el día se había fatigado
volando por el mundo, el dragón estaba amodorrado, e Iván el Ingenioso, ayudado
por la anciana, volvió a ganarle. Al amanecer, cuando terminaron de jugar, el
dragón dijo:
-Ahora tengo que volar para
arreglar unos asuntos; esta noche jugaremos la definitiva.
Iván el Ingenioso descansó bien y
mató el sueño, pero el dragón Gorínich llevaba ya dos noches sin pegar ojo y,
después de volar por todo el mundo, regresó muy cansado. Se zampó el novillo de
rigor, se echó al coleto dos cubos de vino y dijo a Iván:
-Siéntate, buen mozo, que quiero
tomarme el desquite.
Pero el dragón estaba rendido y
dormitaba. Pronto Iván le ganaba por tercera vez.
El dragón, asustado, se hincó de
rodillas e imploró:
-¡Oh, buen mozo, no me mates, no me
comas! ¡Haré por ti lo que me pidas!
Luego, se arrojó a los pies de su
madre y le rogó:
Madre, persuade a Iván de que no me
quite la vida. Eso era lo que Iván estaba esperando.
-Bien, dragón Gorínich -dijo-. Te
he ganado tres veces, pero si mc das tres maravillas, el tímpano mágico, el
ganso bailarín y el gato juguetón, quedare-mos en paz.
El dragón Gorínich se echó a reír,
abrazó a Iván ya su madre y dijo:
-Te daré con gran placer las tres
maravillas esas. Ya conseguiré para mí otras mejores.
En fin, dio el dragón un festín de
lo más opulento. Agasajaba sin cesar a Iván y le llamaba hermano. Luego le
dijo:
-¿Qué necesidad tienes, amigo, de
regresar a pie cargado con tímpano mágico, el ganso bailarín y el gato
juguetón? Puedo llevarte en un abrir y cerrar de ojos a donde quieras.
-Muy bien, hijito -dijo la madre
del dragón-, lleva a Iván a de tu tía, mi hermana la menor, y a la vuelta te
pasas por casa de tu otra tía. Hace ya mucho tiempo que no has estado a verlas.
Después de terminado el festín,
Iván el Ingenioso metió las tres maravillas en un saco y se despidió de la
madre de Gorínich. El dragón lo levantó en vilo y voló con él hasta las nubes.
A la hora escasa, el dragón se posaba ante la isba de la bruja Yagá. La bruja
salió a la terracilla y recibió a los llegados con grandes muestras de
contento.
Iván el Ingenioso ensilló sin
pérdida de tiempo su yegua de crines de oro, se despidió de la bruja y del
dragón y galopó hacia su tierra.
Llegó, con las tres maravillas, a
palacio. En aquel instante el zar celebraba un festín al que asistían, amén de
sus ministros y boyardos, seis monarcas y sus herederos.
Iván entró en la sala y entregó al
zar el tímpano mágico, el ganso bailarín y el gato juguetón. El zar no cabía en
sí de gozo.
-Veo, Iván el Ingenioso -dijo-, que
has sabido cumplir mi voluntad. Eres un bravo mozo, y sabré recompensarte.
Antes eras mi caballerizo mayor, y ahora serás mi consejero.
Los boyardos y los ministros
torcieron el gesto y rezongaron en voz baja:
-Para nosotros es un deshonor tener
que sentarnos al lado de un mozo de cuadra. ¡Qué ocurrencias tiene nuestro zar!
Empezó a tocar el tímpano mágico,
el gato juguetón entonó una copla, y el ganso bailarín se puso a bailar. El
regocijo de todos los presentes era tan grande, que saltaron de sus asientos y
se pusieron todos a bailar.
El tiempo pasaba y seguían
bailando. A los soberanos se les habían ladeado bizarramente las coronas, los
príncipes zapateaban que era un primor. Los ministros y los boyardos sudaban a
mares y jadeaban de cansancio, pero no podían detenerse. El zar hizo un
aspaviento y dijo:
-¡Ay, Iván el Ingenioso, pon fin a
la danza, que no podemos más!
El buen mozo metió en el saco las
tres maravillas, y los invitados se desplomaron cada cual donde estaba,
respirando fatigosamente. Todos decían:
-¡Vaya jolgorio, vaya jarana! ¡En
la vida hemos visto cosa igual!
Los monarcas extranjeros sentían
envidia, y el zar no cabía en sí de contento.
-Ahora -repetía-, todos los zares y
todos los reyes se enterarán y se morirán de envidia. ¡Nadie posee tales
maravillas!
Los boyardos y los ministros
rezongaban:
-Si las cosas marchan así, pronto
este mujik, este patán, será la primera persona del reino y distribuirá las
sinecuras y prebendas entre sus rústicos familiares, y a nosotros, los
aristócratas de sangre, nos hará la vida imposible, si no nos deshacemos de él.
Al día siguiente, los boyardos y
los ministros se reunieron para deliberar qué deberían hacer a fin de librarse
del nuevo consejero del zar. Un viejo duque aconsejó:
-Llamemos al alguacil borrachín, él
entiende de eso.
Se presentó el borrachín, hizo una
reverencia y dijo:
-Sé, señores ministros y boyardos,
para qué me habéis llamado. Si me ofrecéis medio cubo de aguardiente, os diré
lo que hay que hacer para desembarazarse del nuevo consejero del zar.
-Dilo, que por el medio cubo de
aguardiente no quedará.
Para empezar, le trajeron una buena
copa. El borrachín se la echó al coleto y dijo:
-Han pasado cuarenta años desde que
nuestro zar se quedó viudo. Sabéis que pidió multitud de veces la mano de la
bella princesita Aliona y que siempre le dieron calabazas. Tres veces hizo la
guerra al reino de Aliona y perdió muchos guerreros, pero por la fuerza tampoco
consiguió nada. Que envíe a Iván el Ingenioso a raptar a la bella princesita.
Os aseguro que vuestro enemigo no regresará.
Los boyardos y los ministros se
pusieron de muy buen humor. A la mañana siguiente fueron a ver al zar y le
dijeron:
-Has tenido un gran acierto, señor
nuestro, al elegir tu consejero. Ha sabido conseguir las tres maravillas y
ahora asegura que puede raptar y traer aquí a la bella princesita Aliona.
Cuando el zar oyó hablar de Aliona,
la bella princesita, se levantó del trono como impelido por un resorte y dijo:
-¡Es verdad! ¡Cómo no pensé antes
en ello! Hay que enviar a Iván a que rapte a la bella princesita Aliona.
El zar hizo que llamaran a su
consejero y le ordenó:
-Ve al fin del mundo y trae a la
bella princesita Aliona, que quiero casarme con ella.
Iván el Ingenioso respondió:
-La bella princesita Aliona, señor,
no es lo mismo que el tímpano mágico, el ganso bailarín y el gato juguetón, a
la princesita no puedo meterla en un saco. Además, ¿y si no quiere venir?
El zar se puso a patalear, a
manotear, a sacudir la barba, y gritó:
-¡No me lleves la contra! ¡No
quiero saber nada, tráela Corno puedas! Si vuelves con la bella princesita
Aliona, te donaré una ciudad con sus alrededores y te haré ministro; si vuelves
sin ella, despídete de tu cabeza.
Salió Iván cabizbajo y meditabundo
de los aposentos del zar y se puso a ensillar la yegua de crines de oro. La
yegua le preguntó:
-¿Por qué te veo tan pensativo,
dueño mío? ¿Es que te amenaza alguna desgracia?
-No puede decirse que me amenace
una gran desgracia, pero tampoco tengo motivs de alegría. El zar me envía a
raptar a la bella princesita Aliona, pues quiere casarse con ella. Tres años
seguidos pidió su mano y tres veces hizo la guerra al reino del padre de Aliona
sin que consiguiera nada, y ahora me envía a mí solo.
-No te preocupes, que no es para
tanto -dijo la yegua, de crines de oro-. Te ayudaré y saldrás airoso de tu
empresa.
Iván el Ingenioso hizo rápidamente
los preparativos del viaje y todavía tardó menos en ponerse en camino. Vieron
que montaba la yegua de crines de oro, pero nadie vio cómo salía del palacio.
No se sabe cuánto tardó Iván en
alcanzar el reino del padre de la princesita Aliona. Por fin, llegó al palacio.
Una alta muralla le interceptó el paso. La yegua de las crines de oro saltó sin
dificultad la muralla, y el bravo mozo se vio en el jardín del zar. La yegua de
las crines de oro le dijo:
-Me convertiré en un manzano con
frutos de oro, y tú te escondes cerca de mí. Mañana, la bella princesita Aliona
saldrá a pasear al jardín y sentirá el deseo de arrancar una manzana de oro.
Cuando se acerque, no te duermas, ráptala, y yo estaré ya preparada para
emprender la huida. No pierdas ni un instante, monta con la princesita. Si
remoloneas, perderemos la vida los dos.
A la mañana siguiente, la princesita
Aliona salió a pasear a su jardín. Vio el manzano de frutos de oro y gritó a
sus ayas y doncellas:
-¡Huy, qué manzano más precioso!
¡Las manzanas son de oro! Esperadme, que voy en un vuelo a arrancar una
manzana.
En cuanto Aliona se acercó al manzano,
Iván el Ingenioso salió rápido de su escondrijo y sujetó por los brazos a la
princesita. En aquel mismo instante, el manzano se convirtió en la yegua de
crines de oro. Piafaba la yegua, acuciando a Iván. El bravo mozo saltó a lomos
de la yegua, levantó a Aliona, y en un dos por tres se perdieron de vista.
Las ayas y doncellas de la
princesita dieron la voz de alarma. Acudió corriendo la guardia, pero la
princesita Aliona había desaparecido sin dejar rastro. El zar, al enterarse,
lanzó sus mesnadas en todas direcciones. Al día siguiente, los jinetes
regresaron con las manos vacías. Por más que espo-learon sus monturas, no
lograron siquiera descubrir al raptor.
Mientras tanto, Iván el Ingenioso
había dejado atrás muchas tierras y muchos ríos y lagos.
Al principio, la bella princesita
Aliona se debatía, pugnando por escapar, pero luego se calmó y estalló en
sollozos. Lloraba y, de vez en cuando, miraba al buen mozo que la había
raptado. Al día siguiente, la princesita preguntó a Iván:
-Dime, ¿quién eres? ¿De dónde has
venido? ¿A qué horda perteneces? ¿Quiénes son tus padres? ¿Comó te llamas?
-Me llamo Iván el Ingenioso. Soy
hijo de campesinos. Nací en las tierras de mi zar.
-Dime, Iván ¿me has raptado por tu
cuenta o cumpliendo la voluntad de otro?
-Mi zar me ordenó que te raptara.
Le bella princesita Aliona se
retorció las manos desesperada y gritó:
-¡Por nada del mundo me casaré con
ese viejo idiota! Tres años seguidos pidió mi mano y tres veces hizo la guerra
a nuestro reino, pero no consiguió más que perder multitud de guerreros. Ahora
tampoco logrará que yo sea su mujer.
Al buen mozo le agradaron aquellas
palabras de la princesita. No podía objetar nada a ellas y pensó: “¡Cómo me
gustaría tener una mujer así!”
Al poco divisaron a lo lejos las
tierras del reino. El viejo zar se pasaba los días asomado a la ventana, los
ojos puestos en el camino, en espera de ver aparecer a Iván con la princesita.
El buen mozo estaba llegando a las
puertas de la ciudad, y ya el zar había salido a la entrada de palacio. Apenas
llegó Iván al patio de palacio, el zar bajó corriendo los peldaños de la
terracilla, ayudó a Aliona a apearse de la yegua, tomó sus blancas manos y le
dijo:
-¡Cuántas veces envié a tu padre
mis casamenteros y fui en persona a pedir tu mano, sin conseguir nada! Ahora no
tendrás más remedio que casarte conmigo.
La bella princesita Aliona sonrió
irónica y dijo:
-Deberías, zar, dejar que
descansara del viaje antes de hablarme de la boda.
El zar se agitó al instante y mandó
llamar a las ayas y doncellas, a quienes preguntó:
-¿Está listo el palacete para mi
querida novia?
-Todo está presto desde hace
tiempo.
-Bien; haceos cargo de vuestra
futura zarina. Cumplid todo lo que os mande y que a nadie se le ocurra
desobedecerla -ordenó el zar.
Las ayas y las doncellas se
llevaron a la bella princesita Aliona al palacete. El zar dijo a Iván el
Ingenioso:
-¡Bravo, Iván! Por el servicio que
me has prestado, te nombro mi primer ministro y te hago don de tres ciudades
con sus alrededores.
Pasaron dos días, y el viejo zar empezó
a dar muestras de impaciencia. Deseaba celebrar la boda cuanto antes, y por
ello preguntó a la bella princesita Aliona:
-¿Para qué día llamamos a los
invitados? ¿Cuándo nos casamos?
La princesita le respondió:
-¿Cómo voy a casarme si no tengo
aquí ni mi anillo de bodas ni mi carreta nupcial?
-Por eso no quedará -le dijo el zar-.
En mi reino hay cuantos anillos y carretas quieras, podrás escoger, y si no
encuentras nada de tu gusto, enviaremos un emisario a los países de allende el
mar para que traiga lo que te agrade.
-No, zar, no iré a casarme en
ninguna carreta que no sea la mía ni ceñiré a tu dedo otro anillo que el mío -respondió
la bella princesita Aliona.
-¿Y dónde están el anillo ese y tu
carreta nupcial? -inquirió el zar.
-El anillo está en mi equipaje, mi
equipaje se encuentra en la carreta, y la carreta se halla en el fondo del mar,
cerca de la isla de Buyán. Mientras no traigas todo eso, no me hables de la
boda.
El zar se quitó la corona y se
rascó el cogote.
-¿Qué hay que hacer -dijo- para sacar
tu carreta del fondo del mar?
-Eso no es cosa mía. Arréglatelas
como puedas -respondió la princesita, y se retiró a su palacete.
El zar se quedó solo, se puso a
cavilar, se acordó de Iván el Ingenioso y pensó: “¡Ya sé quién conseguirá traer
el anillo y la carreta!”
En fin, hizo llamar a Iván el
Ingenioso y le dijo:
-Mi fiel servidor Iván el
Ingenioso, tú fuiste el único que encontró el tímpano mágico, el ganso bailarín
y el gato juguetón. Tú me trajiste a mi novia, la
bella princesita Aliona. Préstame otro servicio, trae el anillo de
bodas y la carreta nupcial de la princesita. El anillo está en su equipaje, el
equipaje se encuentra en la carreta, y la carreta se halla en el fondo del mar,
cerca de la isla de Buyán. Si traes el anillo y la carreta, te donaré la
tercera parte de mi reino.
-¡Qué dices, señor mío! -replicó
Iván-. ¿Soy, acaso, una ballena? ¿Cómo voy a buscar en el fondo del océano el
anillo y la carreta?
El zar montó en cólera, se puso a
patalear y vociferó:
-No quiero saber nada. A mí me corresponde,
como soberano, mandar, y a ti, como súbdito, obedecer. Si traes el anillo y la
carreta, te recompensaré como sabemos hacerlo los zares, y si no los traes,
despídete de tu cabeza.
Iván el Ingenioso fue a la cuadra y
se puso a ensillar la yegua de rines de oro. La yegua le preguntó:
-¿A dónde vamos, dueño mío?
-Yo mismo no lo sé, pero hay que
ponerse en camino. El zar me ha ordenado que traiga el anillo de bodas y la
carreta nupcial de la princesita. El anillo está en el equipaje, el equipaje se
encuentra en la carreta, y la carreta se halla en el fondo del mar, cerca de la
isla de Buyán. En fin, iremos en busca de ellos.
-Esta empresa es la más difícil de
todas -dijo la yegua de crines de oro-. El camino no es largo, pero puede ser
fatal. Sé dónde está la carreta, pero no será fácil sacarla de allí. Descenderé
al fondo del océano, me unciré a la carreta y la sacaré a la orilla, si no me
descubren los caballos del mar; si me
descubren, me matarán a dentelladas, y, en toda tu vida, ni me verás a mí ni
verás la carreta.
Iván el Ingenioso se puso a pensar
y, tras larga reflexión, fue a ver al zar y le dijo:
-Dame, señor, doce pieles de buey,
doce arrobas de soguilla embreada, doce arrobas de betún y una caldera.
-Toma lo que necesites y date prisa
en hacer lo que te he ordenado.
Cargó Iván las pieles, la soguilla,
el betún y la caldera en un carro, enganchó a él la yegua de crines de oro y se
puso en camino.
Al cabo de algún tiempo llegó Iván
a los prados del zar, a orillas del océano, y se puso a cubrir la yegua con las
pieles y a sujetar éstas con la soguilla.
-Si los caballos del mar te
descubren -dijo a la yegua Iván-, no podrán morderte.
Cubrió la yegua con las doce pieles
y ató éstas con las doce arrobas de soguilla. Luego calentó las doce arrobas de
betún y las vertió sobre las pieles y la soguilla.
-Ahora ya no podrán hacerme nada
los caballos del mar -dijo la yegua de crines de oro-.
-Espera en los prados tres días,
toca el tímpano y no pegues ojo.
En fin, la yegua se lanzó al mar y
se ocultó bajo el agua.
Iván el Ingenioso se quedó solo a
orillas del mar. Pasó un día, tras él, otro, y el bravo mozo tocaba el tímpano
y miraba al mar, sin pegar ojo en todo el tiempo. Al tercer día, el tímpano no
le distraía ya y sintió una modorra espantosa. Por más que se resistió, el
sueño acabó venciéndole.
No se sabe el tiempo que llevaba
dormitando, cuando oyó el batir de los cascos de unos caballos. Abrió los ojos
y vio que la yegua de rimes de oro salía con la carreta a la orilla. Seis
caballos del mar colgaban de los costados de la yegua.
Iván el Ingenioso corrió al
encuentro. La yegua de crines de oro le dijo:
-Si no me hubieras cubierto con las
pieles de buey, atado con la soguilla y untado de betún, no me hubieses vuelto
a ver. Me atacó toda una manada de caballos del mar, arrancaron nueve de las
pieles y estropearon dos, pero estos seis caballos quedaron tan pegados al
betún, que no pudieron desprenderse por más dentelladas que soltaron. En fin,
de algo te servirán.
El buen mozo trabó los caballos del
mar, tomó un buen látigo y se puso a azotarlos, al tiempo que les repetía:
-¿Me obedeceréis? ¿Me reconoceréis
dueño vuestro? Si no me obedecéis, os mataré a latigazos y luego seréis pasto
de los lobos.
Los caballos se hincaron de
rodillas e imploraron:
-¡No nos atormentes, no nos azotes,
buen mozo! ¡Te obedece-remos, seremos tus fieles servidores! Si te ocurre
alguna desgracia, sabremos salvarte.
Arrojó Iván el látigo, enganchó
todos los caballos a la carreta y se dirigió a la capital del reino.
Llegó Iván a palacio en la carreta,
de la que tiraban los seis caballos y la yegua, dejó en la cuadra las bestias y
se dirigió a los aposentos del zar, a quien dijo:
-Toma, señor, la carreta y toda la
dote de la princesita. En la puerta está todo.
El zar ni siquiera le dio las
gracias. Corrió apresuradamente a la carreta, sacó de ella el equipaje y lo
llevó a la bella princesita Aliona.
-He cumplido todos tus deseos,
bella princesita -dijo el zar-. Aquí tienes el equipaje y el anillo La carreta
espera a la puerta de tu palacete. Dime, ¿cuándo celebraremos la boda, qué
fecha señala-remos a los invitados?
-Estoy de acuerdo en casarme y
podemos celebrar pronto la boda -le respondió la princesita-. Pero no quisiera
que se casara conmigo un hombre tan viejo, con todo el pelo cano. La gente se
pondría a chismorrear y a reírse de ti. Diría:
“Ese vejestorio se ha casado con
una niña. A la vejez, viruelas”. Ya sabes que las malas lenguas nunca callan.
Si rejuvenecieras antes de la boda, todo marcharía a pedir de boca.
-Dime, ¿cómo puede uno rejuvenecer?
-preguntó el zar-. No tendría nada en contra, pero jamás he oído que eso sea
posible.
-Hay que encontrar tres grandes
calderas de cobre -le dijo la princesita-. La primera hay que llenarla de
leche, y las otras dos, de agua de manantial. La caldera con leche y una de las
calderas de agua hay que calentarlas. Cuando la leche y el agua hiervan a
borbotones, sumérgete en la leche primero, luego, en el agua hirviendo y, por
último, en el agua fría. Cuando te hayas bañado en las tres calderas, te verás
joven y apuesto, como si tuvieras tan sólo veinte años.
-¿Y no me coceré? -preguntó el zar.
-En el reino de mi padre no hay
viejos -respondió la bella princesita-, todos se rejuvenecen así, y nadie se ha
cocido nunca.
El zar dispuso que se preparara
todo tal como le había dicho la bella princesita Aliona. Pero cuando la leche y
el agua empezaron a hervir a borbotones, tomó miedo, quedó pensativo y se puso
a dar vueltas en torno a las calderas. Súbitamente se dio una palmada en la
frente y dijo:
-¡No hay que pensarlo más! Primero
que haga la prueba Iván el Ingenioso, y veré lo que resulta. Si la cosa sale
bien, me sumergiré en las calderas. Si Iván muere cocido, poco se perderá, yo
podré quedarme los caballos y no tendré que desprenderme de una tercera parte
del reino.
En fin, el zar hizo que llamasen a
Iván el Ingenioso.
-¿Para qué me has llamado, señor? -preguntó
Iván-. Estoy aún muy cansado del viaje.
-Ahora mismo te dejo libre -respondió
el zar-. Báñate en esas tres calderas y ve a descansar.
El mozo miró hacia las calderas y
vio que dos de ellas hervían y que sólo la tercera estaba fría.
-¿Quieres cocerme vivo, señor? -inquirió
Iván-. ¿Esa es tu recompensa a mis servicios?
-¡Qué cosas tienes, Iván! -replicó
el zar-. Quien se baña en esas tres calderas, deja de ser viejo, se hace joven
y apuesto.
-Yo no soy viejo, señor, ¿qué
necesidad tengo de rejuvenecer?
-¡Eres muy rebelde! -exclamó
enojado el zar-. ¡Siempre me llevas la contra! Si no me obedeces de buen grado,
tendrás que hacerlo por la fuerza y ordenaré que te atormenten en el potro.
En aquel instante salió de su
palacete la bella princesita Aliona y deslizó al oído de Iván, sin que el zar
lo advirtiera:
-Antes de sumergirte en las
calderas, habla con la yegua de las crines de oro y con los caballos del mar.
Luego, puedes bañarte sin temor alguno.
Al zar le dijo:
-He venido a saber si lo han
preparado todo tal como dije. Aliona examinó las calderas y añadió:
-Todo está bien. Báñate, señor, que
yo iré mientras a prepararme para la boda.
La princesita se retiró a su
palacete. Iván miró al zar y dijo:
-Bien, señor, cumpliré tu voluntad
por última vez; de todos modos no se muere dos veces, y lo mismo da antes que
después. Lo único que te pido es que me permitas despedirme de la yegua de
crines de oro. Hemos viajado juntos mucho y puede que no nos volvamos a ver.
-¡Anda y no te entretengas! -consintió
el zar.
Iván fue a la cuadra y contó a la
yegua y a los caballos del mar lo que pasaba. Le dijeron:
-Cuando oigas que todos nosotros
relinchamos tres veces, sumérgete sin temor alguno en las calderas.
Iván regresó a donde estaba el zar
y le dijo:
-Ya lo he hecho todo, señor, ahora
mismo voy a bañarme en las calderas.
Oyó Iván que los caballos y la
yegua relinchaban tres veces. Se echó de cabeza a la caldera con leche, se
sumergió después en la de agua hirviendo y, por último, se zambulló en la de
agua fría y salió de ella tan apuesto y bello como los galanes de los cuentos.
Al verle, el zar se hizo el ánimo
y, sin pensarlo más, subió con dificultad al tablado y se arrojó a la caldera
con leche, muriendo cocido en ella.
La princesita Aliona salió
corriendo de su palacete, tomó las blancas manos a Iván el Ingenioso y le ciñó
al dedo el anillo de bodas. Luego se sonrió y dijo:
-Tú me raptaste por orden del zar,
pero el zar ya no vive. Ahora, haz tu voluntad: llévame al palacio de mis
padres o déjame aquí contigo.
Iván el Ingenioso tomó las manos de
la bella princesita Aliona, la llamó su prometida y le puso el anillo nupcial.
Después envió unos mensajeros a la
aldea para que invitaran a la boda a sus padres y a sus treinta y dos hermanos.
Al poco tiempo, los ancianos y los
treinta y dos hermanos de Iván llegaban a palacio.
Celebraron la boda y el festín de
rigor. Iván el Ingenioso y la bella princesita Aliona vivieron dichosos y
felices, sin olvidarse nunca de endulzar la vejez de sus padres.
062. Anónimo (rusia)
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