Erase una vez un zar que tenía
tres hijos, y un manzano de oro delante del palacio, el cual, en una sola
noche, florecía, maduraba y alguien recogía sus frutos, pero en modo alguno se
podía saber quién era. Cierto día se decidió el zar a hablar con sus hijos:
-¿Cómo desaparecen nuestras
manzanas?
A lo que contestó el hijo mayor:
-Esta noche vigilaré yo el
manzano para ver quién se lleva las manzanas.
Y cuando oscureció se fue bajo el
manzano y se tumbó debajo para vigilarlo, pero en cuanto las manzanas empezaron
a madurar se durmió, así que al despertarse al amanecer las manzanas habían
desaparecido. De modo que se fue a su padre y le contó todo tal como había
sucedido.
Entonces el hijo mediano se ofreció
a cuidar del manzano, y a él también le sucedió lo que al primero; se durmió
bajo el manzano y, cuando al amanecer se despertó, las manzanas ya no estaban.
Ahora le tocaba el turno al más
pequeño de los hijos para vigilar el manzano; se dispuso, se fue bajo el
manzano, y tras preparar una cama bajo éste, se echó a dormir.
Un poco antes de medianoche se
despertó y miró hacia el manzano, las manzanas ya habían empezado a madurar e
iluminaban todo el palacio. En ese mismo momento llegaron volando nueve pavos
reales dorados, ocho bajaron al manzano y el noveno se le posó en el lecho; en
cuanto tocó el lecho se convirtió en una doncella de tal belleza como no había
otra igual en todo el reino. Así es que se estuvieron acariciando y besando
hasta pasada la medianoche. Entonces la doncella se levantó y le dio las
gracias por las manzanas, pero él empezó a suplicarle que le dejara al menos
una, ella le dejó dos, una para él y otra para que se la llevara a su padre.
Luego la doncella se transformó de nuevo en pavo real y se marchó volando con
los otros.
Cuando a la mañana empezó a
apuntar el día, se levantó el hijo del zar y llevó a su padre ambas manzanas.
Mucho se alegró su padre por esto y elogió a su hijo más pequeño. Cuando de
nuevo anocheció, el hijo pequeño del zar de nuevo se dispuso como la noche
anterior para vigilar el manzano, y lo hizo de la misma manera, por lo que al
día siguiente de nuevo llevó a su padre dos manzanas de oro.
Como hiciera eso mismo durante
varias noches, sus hermanos empezaron a sentirse celosos, ya que ellos no
habían podido proteger el manzano y, en cambio, él lo hacía todas las noches.
Y en esto que aparece además cierta endiablada vieja que les promete enterarse
de cómo vigila el manzano el hijo pequeño. Cuando se hizo de noche, la vieja se
deslizó bajo el árbol, se arrastró bajo la cama y se quedó allí escondida.
Después llegó el hijo menor del zar y se tendió como las otras veces. Cuando
era alrededor de la medianoche, hete aquí a los nueve pavos reales, ocho bajaron
el manzano, el noveno se le posó en el lecho, y se transformó en doncella.
Entonces la vieja, silen-ciosamente, agarró la trenza de la doncella, que había
resbalado por el borde de la cama, y la cortó; la doncella de inmediato saltó
de la cama, se convirtió en pavo real y salió volando, lo mismo hicieron los otros pavos reales, que se fueron tras
ella, de modo que todos desaparecieron. También se levantó el hijo del zar
gritando:
-¿Qué sucede?
Y mira por dónde, la vieja bajo
la cama; cogió a la vieja y al día siguiente ordenó que la ataran a las colas
de los caballos hasta morir despedazada. Los pavos reales no volvieron más al
manzano por lo que el hijo del zar se lamentaba y lloraba constantemente.
Finalmente decidió marcharse por
el mundo a buscar a su pavo real y no volver a casa mientras no lo encontrara.
Entonces se fue a su padre y le contó lo que había decidido. El padre trató de
disuadirlo diciéndole que abandonara esa idea, pues él le encontraría otra
doncella, la que él escogiese entre todas las del reino. Pero todo era en vano,
así pues, se preparó y con un criado emprendió el camino en busca de su pavo
real.
Después de haber caminado largo
tiempo por el mundo, un buen día llegó hasta un lago en el que se hallaba un
enorme y suntuoso palacio, y en él una anciana zarina y una doncella, la hija
de la anciana; así pues preguntó a la zarina:
-Por Dios, señora, háblame, si es
que algo sabes, de los nueve pavos reales dorados.
Y la anciana empezó a contarle:
-¿Ay, hijo mío!, claro que sé
algo de ellos, vienen todos los días a este lago, al mediodía, aquí se bañan;
mas deja los pavos reales, aquí tienes a mi hija, hermosa muchacha, y ¡tanta
riqueza!, todo sería para ti.
Pero él, que esperaba con
ansiedad ver a los pavos reales, no quiso ni oír lo que la anciana decía de su
hija. En cuanto amaneció, el hijo del zar se levantó y se preparó para esperar
en el lago a los pavos reales, mientras, la anciana, que había sobornado a su
sirviente, dio a éste un fuellecito - de los que sirven para encender el fuego -,
y le dijo:
-Ves este fuellecito, pues cuando
vayáis al lago, con mucho sigilo, sóplale un poquito en el cuello, así se
dormirá y no podrá hablar con los pavos reales.
Y el desdichado del criado así lo
hizo, al llegar al lago, en cuanto que se le presentó la ocasión, sopló a su
amo en el cuello con aquel fuellecito, e inmediatamente el pobre se quedó
profundamente dormido. Y nada más dormirse, hete aquí a los nueve pavos
reales. Según llegan, ocho descienden al lago y el noveno se le posa en el
caballo, le acaricia y trata de despertarle:
-¡Despierta, cariño! ¡Despierta,
corazón! ¡Despierta, alma mía!
Pero él de nada se da cuenta,
como si estuviera muerto. Los pavos reales después de bañarse se alejaron
volando. Al poco se despertó sobresaltado y preguntó al criado:
-¿Qué sucede? ¿Han llegado ya?
El criado entonces le contó cómo
habían venido, y cómo ocho habían descendido en el lago y el noveno se le había
posado en el caballo, y cómo le había acariciado intentando despertarle. El
pobre hijo del zar, al oír esto, hubiera querido matarse.
Cuando se hizo el día a la mañana
siguiente, de nuevo se puso en marcha acompañado de su criado, pero esta vez,
montado en su caballo, se estuvo paseando por la orilla del lago. Otra vez
encontró el criado ocasión para soplarle en el cuello con el fuellecito, y al
instante se quedó dormido como un muerto. Y nada más dormirse, hete aquí a los
nueve pavos reales, ocho descienden al lago y el noveno se le posa en el caballo,
le acaricia y trata de despertarle:
-¡Despierta, cariño! ¡Despierta,
corazón! ¡Despierta, alma mía! Pero de nada sirvió, él dormía como si estuviera
muerto. Entonces la doncella le dice al criado:
-Dile a tu señor que mañana
todavía puede venir a esperarnos pues nunca más nos volverá a ver aquí.
Y dicho esto de nuevo partió
volando. Y en cuanto se alejaron, el hijo del zar se despertó y le pregunta al
criado:
-¿Flan llegado ya?
Y el criado le responde:
-Si, han llegado y han dejado un
mensaje para ti, mañana aún puedes esperarlas aquí, pues nunca más volverán a
este lugar.
El pobre al oír esto no sabía qué
hacer, arráncase los cabellos de pena y de dolor.
Al amanecer del tercer día, de
nuevo se encamina al lago a lomos de su caballo, pero esta vez no se contenta
con pasear sino que al galope recorre las proximidades del lago para no volver
a dormirse. Mas otra vez el criado encuentra la forma de soplarle con el fuellecito
en el cuello, y de inmediato se desploma sobre el caballo presa de un profundo
sueño. En cuanto se queda dormido, hete aquí a los nueve pavos reales; según
llegan, ocho descienden sobre el lago y el noveno se le posa en el caballo, le
acaricia y trata de despertarle:
-¡Despierta, cariño! ¡Despierta,
corazón! ¡Despierta, alma mía! Mas de nada sirve, él duerme como si estuviera
muerto. Entonces le dice la doncella al criado:
-Cuando se despierte tu señor
dile que cuando la bola entre por una torcida argolla entonces me encontrará.
Y con esto se marcharon todos los
pavos reales. Tan pronto como se marcharon, el hijo del zar se despertó y
preguntó al criado:
-¿Han venido ya?
El criado le contesta:
-Han venido, y la que se te posa
en el caballo me ha pedido que te diga que cuando la bola entre por una torcida
argolla entonces la encontrarás.
Al oír esto, sacó el sable y le
cortó la cabeza al criado.
A continuación empezó a caminar
solo por el mundo, y viajando viajando llegó a una montaña en donde pasó la
noche con un ermitaño, así que le preguntó si no sabría decirle algo de los
nueve pavos reales dorados. El ermitaño le respondió:
-¡Ay, hijo mío!, has tenido
suerte pues Dios te ha encaminado al lugar apropiado. Para llegar hasta ellos
no hay más de medio día de camino desde aquí. No tienes más que ir por el
camino correcto, primero encontrarás unos grandes portones, cuando pases esos
portones gira a la derecha, y llegarás directamente a su ciudad, allí están sus
palacios.
Al amanecer, el hijo del zar se
levantó, se preparó y dio las gracias al ermitaño, después hizo tal como éste
le había dicho. Caminó un trecho, atravesó los grandes portones, los dejó
atrás, inmediatamente torció a la derecha, y hacia el mediodía vio la ciudad
blanca, por lo que se alegró mucho. Cuando entró en la ciudad preguntó por el
palacio de los pavos reales dorados. Al llegar a la puerta, los guardianes le
hicieron detenerse y le preguntaron quién era y de dónde venía; como él se lo
dijera se fueron corriendo a contárselo a la zarina, que al oír esto salió a
todo correr hacia él en su forma de doncella, le tomó de la mano y le condujo a
los palacios. Allí hubo una inmensa alegría y a los pocos días celebraron su boda,
de modo que el hijo del zar se quedó a vivir en el palacio de ella.
Pasado algún tiempo, salió la
zarina a pasear y el hijo del zar permaneció en palacio; la zarina, al partir,
le entregó las llaves de doce mazmorras diciéndole:
-En todas esas mazmorras puedes
entrar, mas de ningún modo vayas a la que hace el número doce ni tampoco se te
ocurra abrirla, pues pondrías en peligro tu vida.
Tras esto, la zarina salió. El
hijo del zar, al quedarse solo en el palacio, empezó a cavilar sobre el
asunto: «¿Qué será lo que hay en esa mazmorra?». De manera que una por una se
puso a abrirlas todas. Cuando llegó a la duodécima, al principio no quería
abrirla, pero de nuevo empezó a darle vueltas, ¿qué sería lo que
había en aquella mazmorra? Al fin se decidió a abrirla también, cuando, desde
un gran barril de aros de hierro, que estaba en medio de la estancia,
destapado, salió una voz:
-¡Por Dios te pido, hermano!
¡Dame un vaso de agua, que me estoy muriendo de sed!
El hijo del rey tomó un vaso de
agua y lo alcanzó hasta el barril, nada más hacerlo se rompió uno de los aros
del barril. Al momento se volvió a oír la voz en el barril:
-¡Por Dios, hermano! ¡Me muero de
sed, dame otro vaso de agua! En cuanto el hijo del zar alcanzó el segundo vaso
de agua, se rompió otro aro del barril. Por tercera vez salió la voz del
barril:
-¡Por Dios, hermano, dame otro
vaso de agua, que me muero de sed!
El hijo del zar alcanzó otro vaso
de agua, y se rompió el tercer aro; entonces el barril reventó en pedazos y de
él salió volando un dragón, que en el camino cogió a la zarina y se la llevó.
Al poco llegaron las criadas y contaron al hijo del zar lo que había sucedido,
el pobre estaba tan desesperado que no sabía qué hacer; al fin decidió recorrer
de nuevo el mundo en busca de su amada.
Y andando andando llegó a un río;
según iba junto a él reparó en un pececillo que se meneaba en un charco.
El pececillo, al ver al hijo del
zar, empezó a suplicarle:
-Si eres hijo de Dios, échame al
río, un día también tú me necesitarás a mí, sólo tienes que quitarme una
escama y cuando me necesites la frotas un poquito.
El hijo del zar alzó al pez, tomó
una de sus escamas, echó al pececillo al agua y envolvió la escama con un
pañuelo.
Pasado algún tiempo, iba un día
caminando cuando se encontró con una zorra que se había quedado atrapada en un
cepo.
Al verlo la zorra le dijo:
-Si eres hijo de Dios, sácame de
este cepo; puede que un día yo te sea necesaria, sólo tienes que coger un
pelo de los míos y cuando me necesites lo frotas un poquito.
Así lo hizo, cogió el pelo y
soltó a la zorra.
De nuevo le sucedió que,
caminando por una montaña, se encontró con un lobo que se había quedado
atrapado en un cepo. Y el lobo al verlo le dijo:
-Si eres hijo de Dios, suéltame,
que yo te ayudaré cuando estés en peligro, sólo tienes que cogerme un pelo, y
cuando me necesites lo frotas un poquito.
Así lo hizo, cogió un pelo del
lobo y soltó a éste.
Tras esto, de nuevo el hijo del
zar continuó el camino hasta que, mucho después, se encontró con un hombre a
quien preguntó:
-Por Dios, hermano, ¿no habrás
oído dónde se encuentra el palacio del zar de los dragones?
Este hombre supo orientarle muy
bien, diciéndole incluso a qué hora era conveniente que llegara. De manera que
el hijo del zar le dio las gracias, siguió adelante y por fin llegó a la ciudad
del dragón. Nada más entrar en el palacio del dragón encontró a su amada; mucho
se alegraron ambos cuando se encontraron, en seguida se pusieron a hablar de
qué es lo que harían y de cómo se liberarían. Finalmente decidieron que lo
mejor era huir. Dispusieron la partida lo antes posible, montaron en el caballo
y emprendieron la huida. Nada más escapar ellos del palacio llegó el dragón en
su caballo; entra en el palacio pero la zarina no está, así que se pone a
hablar con su caballo:
-¿Qué vamos a hacer ahora?
¿Comeremos, beberemos o iremos tras ellos?
El caballo le responde:
-Come y bebe, ya los
alcanzaremos, no te preocupes.
Cuando hubo terminado de comer,
montó el dragón en su caballo y se fue tras ellos, en un
santiamén los alcanzó, se apoderó de la zarina y le dijo al hijo del zar:
-Tú márchate para siempre, ahora
te perdono por aquella vez que en la mazmorra me diste agua, pero no vuelvas
nunca si en algo valoras tu vida.
El infeliz se alejó un poco pero,
obedeciendo los impulsos de su corazón, encaminó de nuevo sus pasos hacia el
palacio del dragón, al día siguiente encontró a la zarina que estaba sentada
sola y lloraba. Al encontrarse de nuevo empezaron otra vez a discurrir sobre
el modo en que podrían huir. Así que le dice el hijo del zar a ella:
-Cuando llegue el dragón,
pregúntale dónde consiguió ese caballo, entonces me lo dirás a mí para que
pueda buscar uno igual, de esta forma podríamos escapar de él.
Con esto, se marchó del palacio.
Cuando el dragón llegó a casa, ella empezó a hacerle carantoñas y zalamerías, a
charlar con él de todo lo habido y por haber, hasta que al final le dice:
-¡Pues sí que tienes un caballo
rápido! ¿Dónde lo has conseguido, válgame Dios?
Y él le contesta:
-Ay, donde yo lo he conseguido no
puede conseguirlo cualquiera. En cierta montaña hay una vieja que tiene doce
caballos en las caballerizas que no sabes cuál de ellos es mejor. Hay uno en un
rincón de tan mal aspecto que parece que estuviera leproso, pero ése es el
mejor; es hermano del mío y quien lo consiga puede ir hasta el cielo con él.
Mas quien quiere conseguir un caballo de esa vieja ha de servirla por tres
días; allí hay una yegua y un potro, pues a esa yegua y a ese potro hay que
cuidarlos por tres noches; a quien es capaz de guardar a la yegua y al potro
durante tres noches la vieja le deja escoger el caballo que desee. Pero quien
acepta el puesto y no lo lleva a feliz término, ése que dé por perdida su
cabeza.
Al día siguiente, cuando el
dragón salió de casa, volvió el hijo del zar y ella le cuenta todo lo que ha
oído del dragón. En seguida él se marcha a aquella montaña, y al llegar a casa
de la vieja, le dice:
-¡Que Dios te ampare, abuela!
Y ella le replica:
-¡Dios te ampare a ti, hijo! ¿Qué
te trae por aquí? Y él le dice:
-Me gustaría servirte.
Entonces la vieja le contesta:
-Bien, hijo. Si me cuidas por
tres días a la yegua, te daré el caballo que quieras, pero si no me la cuidas
pagarás con tu cabeza.
Luego le conduce al centro del
patio, alrededor del cual estaban clavadas numerosas picas, y en cada una de
ellas había una cabeza, sólo en una no había nada, y esa pica sin cesar
gritaba:
-¡Dame una cabeza, abuela!
La vieja, después de mostrarle
todo esto, le dijo:
-¡Ves!, todos éstos aceptaron el
trabajo pero no pudieron guardar a la yegua.
Pero el hijo del zar no se asustó
por eso, al contrario, se quedó allí para servir a la vieja.
Cuando anocheció, se montó sobre
la yegua, se fue a la pradera, y el potrillo tras la yegua. Hasta la medianoche
aproximadamente se estuvo todo el rato a lomos de la yegua, entonces le empezó
a entrar el sueño hasta que se quedó dormido. Cuando despertó estaba montado a
horcajadas sobre un tronco y sujetaba la brida con las manos. Al verse así, le
entró miedo y se apresuró a buscar a la yegua, y busca que te busca se tropezó
con un río. Al verlo se acordó de aquel pececillo al que había sacado del
charco y echado al río, así que sacó la escama del pañuelo, la frotó un poco
con los dedos y, de repente, el pececillo apareció allí mismo:
-¿Qué hay, compadre? Y él le
contesta:
-Se me ha escapado la yegua de la
vieja y no sé dónde está. Entonces le dice el pececillo:
-Pues aquí está con nosotros, se
ha vuelto pez y el potro, pececito; sólo tienes que dar unos golpes en el agua
con la brida y decir: «¡Arre, yegua de la vieja!».
Así que dio unos golpes en el
agua con la brida a la vez que decía: «¡Arre, yegua de la vieja!».
Nada más decir eso se convirtió
en yegua tal como era antes y salió con el potro a la orilla. Después él la
embridó, se montó en ella y se dirigió hacia la casa, y el potrillo tras la
yegua. Al llegar a casa la vieja le dio de comer, a la yegua la llevó a la
caballeriza y la atizó de lo lindo:
-¡Con los peces, yegua!
La yegua le contestó:
-Ya he estado con los peces, pero
son amigos suyos y me delatan. Y de nuevo la vieja:
-¡Pues vete con las zorras!
Antes de que se hiciera de noche,
el hijo del zar se monta en la yegua, se va a la pradera, y el potrillo tras la
yegua. Hasta la medianoche aproximadamente se estuvo todo el rato a lomos de
la yegua, entonces le empezó a entrar el sueño hasta que se quedó profundamente
dormido, cuando se espabiló estaba montado a horcajadas sobre un tronco y sujetaba
la brida con las manos. Cuando se vio así le entró miedo y se apresuró a
buscar a la yegua. Pero, de pronto, se acordó de lo que la vieja le había dicho
a la yegua, así que sacó del pañuelo el pelo de la zorra, lo frotó e
inmediatamente la zorra estaba delante de él:
-¿Qué hay, compadre?
Le responde:
-Se me ha escapado la yegua de la
vieja y no se dónde está.
-Y la zorra le contesta:
-Pues aquí está con nosotras, se
ha vuelto zorra y el potro, zorrillo; sólo tienes que dar unos golpes en la
tierra con la brida y decir: ¡Arre, yegua de la vieja!».
Así que dio unos golpes en la
tierra con la brida a la vez que decía: «¡Arre, yegua de la vieja!».
Y la yegua volvió a ser yegua tal
como era antes ya que, visto y no visto, ella y el potro se transformaron
delante de él. Después la embridó, se montó en ella y se dirigió hacia la
casa, y el potrillo trás la yegua. Cuando llegó a casa la vieja le llevó de
comer, a la yegua en seguida la llevó a la caballeriza y la atizó de lo lindo
diciéndole:
-¡Con las zorras, yegua!
Y ella le contestó:
-Ya he estado con las zorras,
pero también son amigas suyas y me delatan.
Y de nuevo la vieja:
-¡Pues vete con los lobos!
Antes de que se hiciera de noche,
el hijo del rey se monta en la yegua, se marcha a la pradera, y el potrillo
trotando tras la yegua. Hasta la medianoche aproximadamente se estuvo todo el
rato a lomos de la yegua, entonces le empezó a entrar el sueño hasta que se
quedó dormido sobre la yegua; cuando se espabiló, estaba montado a horcajadas
sobre un tronco y sujetaba la brida con las manos. Cuando se vio así le entró
miedo y se apresuró a buscar a la yegua. Pero, de pronto, le vino a la cabeza
lo que la vieja le había dicho a la yegua, así que sacó del pañuelo el pelo del
lobo, lo frotó e inmediatamente el lobo estaba delante de él:
-¿Qué hay, compadre?
Y él le contesta:
-Se me ha escapado la yegua de la
vieja y no sé dónde está.
Y el lobo le dice:
-Pues aquí está con nosotros, se
ha vuelto loba y el potro, lobato; sólo tienes que dar unos golpes en la
tierra con la brida y decir: «¡Arre, yegua de la vieja!».
Así que dio unos golpes en la
tierra con la brida a la vez que decía: «¡Arre, yegua de la vieja!».
Y la yegua volvió a ser yegua tal
como era antes ya que visto y no visto ella y el potro se transformaron delante
de él. Cuando llegó a casa la vieja le llevó de comer, a la yegua la llevó a la
caballeriza y la atizó de lo lindo diciéndole:
-¡Con los lobos, yegua! Y la
yegua le contestó:
-Ya he estado con los lobos, pero
también son amigos suyos y me delatan.
Entonces la vieja se marchó
fuera, y el hijo del rey le dice:
-Eh, abuela. Yo te he servido
bien, ahora dame lo que acordamos.
La vieja responde:
-Hijo, lo convenido es deuda. Ahí
tienes doce caballos, escoge el que quieras de entre ellos.
Y él le dice a la vieja:
-Pues, ¿qué voy a escoger? Dame ese
del rincón que parece leproso, que los otros no me gustan.
Entonces la vieja intentó
disuadirle:
-¡Cómo vas a escoger ese
endiablado animal, habiendo tan soberbios caballos!
Pero él continúa manteniéndose en
sus trece, así que le dice:
-Dame el que quiero, así fue acordado.
La vieja, como no tenía otro
remedio, le dio el endiablado caballo, luego él se despidió y se marchó
llevando el caballo por la brida. Entonces lo condujo a un bosque, allí lo
limpió y lo avió que resplandecía como si fuera de oro.
Luego se montó en él, lo espoleó, y el caballo salió volando igual que un
pájaro, de modo que en un periquete lo condujo frente al palacio del dragón.
En cuanto que el hijo del zar entró a palacio le dijo a la zarina:
-Prepárate lo antes posible.
Ella en seguida estuvo dispuesta,
se montaron ambos en el caballo, así que ¡vayan con Dios!
Al poco, llega el dragón y ve que
la zarina no está, le dice a su caballo:
-¿Qué haremos ahora? ¿Comeremos,
beberemos o iremos tras ellos?
El caballo le responde:
-Ni que comas ni que bebas, ni
que corras ni que dejes de correr ahora sí que no los vas a alcanzar.
Cuando eso oyó el dragón, se
montó de inmediato en el caballo y echó a correr. Y los otros dos, cuando se
dieron cuenta de que el dragón los perseguía, se asustaron y empezaron a picar
al caballo para que corriera más deprisa, pero el caballo les contestó:
-No os preocupéis, no es
necesario apresurarse.
De pronto parece que el dragón va
a alcaniarlos, entonces el caballo del dragón le grita al caballo de la zarina
y del hijo del zar:
-¡Por Dios, hermano, espérame, me
voy a morir persiguiéndote! El otro le contesta:
-¿Y cómo eres tan tonto que
llevas a ese dragón comelotodo? Cruza las patas y que se vaya contra una
piedra. Tú vente conmigo.
Al oír esto, el caballo del
dragón empezó a cabecear, a agitarse y a enredar con las patas, así que lo
estrelló contra una piedra; todo el dragón reventó en mil pedazos, el caballo
se unió a ellos. Entonces la zarina se montó en él y así se fueron felices a su
reino en donde continúan reinando hasta nuestros días.
090. Anónimo (balcanes)
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