Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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martes, 5 de junio de 2012

El manzano de oro y los nueve pavos reales


Erase una vez un zar que tenía tres hijos, y un manzano de oro delante del palacio, el cual, en una sola noche, florecía, maduraba y alguien recogía sus frutos, pero en modo alguno se podía saber quién era. Cierto día se deci­dió el zar a hablar con sus hijos:
-¿Cómo desaparecen nuestras manzanas?
A lo que contestó el hijo mayor:
-Esta noche vigilaré yo el manzano para ver quién se lleva las manzanas.
Y cuando oscureció se fue bajo el manzano y se tumbó debajo para vigilarlo, pero en cuanto las manzanas empezaron a madurar se durmió, así que al despertarse al amanecer las manzanas habían desaparecido. De modo que se fue a su padre y le contó todo tal como había sucedido.
Entonces el hijo mediano se ofreció a cuidar del manzano, y a él también le sucedió lo que al primero; se durmió bajo el manzano y, cuando al amanecer se despertó, las manzanas ya no estaban.
Ahora le tocaba el turno al más pequeño de los hijos para vigilar el manzano; se dispuso, se fue bajo el manzano, y tras preparar una cama bajo éste, se echó a dormir.
Un poco antes de medianoche se despertó y miró hacia el man­zano, las manzanas ya habían empezado a madurar e iluminaban todo el palacio. En ese mismo momento llegaron volando nueve pavos rea­les dorados, ocho bajaron al manzano y el noveno se le posó en el lecho; en cuanto tocó el lecho se convirtió en una doncella de tal belle­za como no había otra igual en todo el reino. Así es que se estuvie­ron acariciando y besando hasta pasada la medianoche. Entonces la doncella se levantó y le dio las gracias por las manzanas, pero él empe­zó a suplicarle que le dejara al menos una, ella le dejó dos, una para él y otra para que se la llevara a su padre. Luego la doncella se trans­formó de nuevo en pavo real y se marchó volando con los otros.
Cuando a la mañana empezó a apuntar el día, se levantó el hijo del zar y llevó a su padre ambas manzanas. Mucho se alegró su padre por esto y elogió a su hijo más pequeño. Cuando de nuevo anoche­ció, el hijo pequeño del zar de nuevo se dispuso como la noche ante­rior para vigilar el manzano, y lo hizo de la misma manera, por lo que al día siguiente de nuevo llevó a su padre dos manzanas de oro.
Como hiciera eso mismo durante varias noches, sus hermanos empezaron a sentirse celosos, ya que ellos no habían podido prote­ger el manzano y, en cambio, él lo hacía todas las noches. Y en esto que aparece además cierta endiablada vieja que les promete enterar­se de cómo vigila el manzano el hijo pequeño. Cuando se hizo de noche, la vieja se deslizó bajo el árbol, se arrastró bajo la cama y se quedó allí escondida. Después llegó el hijo menor del zar y se tendió como las otras veces. Cuando era alrededor de la medianoche, hete aquí a los nueve pavos reales, ocho bajaron el manzano, el noveno se le posó en el lecho, y se transformó en doncella. Entonces la vieja, silen-ciosamente, agarró la trenza de la doncella, que había resbalado por el borde de la cama, y la cortó; la doncella de inmediato saltó de la cama, se convirtió en pavo real y salió volando, lo mismo hicieron los otros pavos reales, que se fueron tras ella, de modo que todos desa­parecieron. También se levantó el hijo del zar gritando:
-¿Qué sucede?
Y mira por dónde, la vieja bajo la cama; cogió a la vieja y al día siguiente ordenó que la ataran a las colas de los caballos hasta morir despedazada. Los pavos reales no volvieron más al manzano por lo que el hijo del zar se lamentaba y lloraba constantemente.
Finalmente decidió marcharse por el mundo a buscar a su pavo real y no volver a casa mientras no lo encontrara. Entonces se fue a su padre y le contó lo que había decidido. El padre trató de disuadir­lo diciéndole que abandonara esa idea, pues él le encontraría otra doncella, la que él escogiese entre todas las del reino. Pero todo era en vano, así pues, se preparó y con un criado emprendió el camino en busca de su pavo real.
Después de haber caminado largo tiempo por el mundo, un buen día llegó hasta un lago en el que se hallaba un enorme y suntuoso palacio, y en él una anciana zarina y una doncella, la hija de la ancia­na; así pues preguntó a la zarina:
-Por Dios, señora, háblame, si es que algo sabes, de los nueve pavos reales dorados.
Y la anciana empezó a contarle:
-¿Ay, hijo mío!, claro que sé algo de ellos, vienen todos los días a este lago, al mediodía, aquí se bañan; mas deja los pavos reales, aquí tienes a mi hija, hermosa muchacha, y ¡tanta riqueza!, todo sería para ti.
Pero él, que esperaba con ansiedad ver a los pavos reales, no quiso ni oír lo que la anciana decía de su hija. En cuanto amaneció, el hijo del zar se levantó y se preparó para esperar en el lago a los pavos rea­les, mientras, la anciana, que había sobornado a su sirviente, dio a éste un fuellecito - de los que sirven para encender el fuego -, y le dijo:
-Ves este fuellecito, pues cuando vayáis al lago, con mucho sigi­lo, sóplale un poquito en el cuello, así se dormirá y no podrá hablar con los pavos reales.
Y el desdichado del criado así lo hizo, al llegar al lago, en cuanto que se le presentó la ocasión, sopló a su amo en el cuello con aquel fuellecito, e inmediatamente el pobre se quedó profundamente dor­mido. Y nada más dormirse, hete aquí a los nueve pavos reales. Según llegan, ocho descienden al lago y el noveno se le posa en el caballo, le acaricia y trata de despertarle:
-¡Despierta, cariño! ¡Despierta, corazón! ¡Despierta, alma mía!
Pero él de nada se da cuenta, como si estuviera muerto. Los pavos reales después de bañarse se alejaron volando. Al poco se despertó sobresaltado y preguntó al criado:
-¿Qué sucede? ¿Han llegado ya?
El criado entonces le contó cómo habían venido, y cómo ocho habían descendido en el lago y el noveno se le había posado en el caballo, y cómo le había acariciado intentando despertarle. El pobre hijo del zar, al oír esto, hubiera querido matarse.
Cuando se hizo el día a la mañana siguiente, de nuevo se puso en marcha acompañado de su criado, pero esta vez, montado en su caba­llo, se estuvo paseando por la orilla del lago. Otra vez encontró el cria­do ocasión para soplarle en el cuello con el fuellecito, y al instante se quedó dormido como un muerto. Y nada más dormirse, hete aquí a los nueve pavos reales, ocho descienden al lago y el noveno se le posa en el caballo, le acaricia y trata de despertarle:
-¡Despierta, cariño! ¡Despierta, corazón! ¡Despierta, alma mía! Pero de nada sirvió, él dormía como si estuviera muerto. Enton­ces la doncella le dice al criado:
-Dile a tu señor que mañana todavía puede venir a esperarnos pues nunca más nos volverá a ver aquí.
Y dicho esto de nuevo partió volando. Y en cuanto se alejaron, el hijo del zar se despertó y le pregunta al criado:
-¿Flan llegado ya?
Y el criado le responde:
-Si, han llegado y han dejado un mensaje para ti, mañana aún puedes esperarlas aquí, pues nunca más volverán a este lugar.
El pobre al oír esto no sabía qué hacer, arráncase los cabellos de pena y de dolor.
Al amanecer del tercer día, de nuevo se encamina al lago a lomos de su caballo, pero esta vez no se contenta con pasear sino que al galope recorre las proximidades del lago para no volver a dormir­se. Mas otra vez el criado encuentra la forma de soplarle con el fue­llecito en el cuello, y de inmediato se desploma sobre el caballo presa de un profundo sueño. En cuanto se queda dormido, hete aquí a los nueve pavos reales; según llegan, ocho descienden sobre el lago y el noveno se le posa en el caballo, le acaricia y trata de des­pertarle:
-¡Despierta, cariño! ¡Despierta, corazón! ¡Despierta, alma mía! Mas de nada sirve, él duerme como si estuviera muerto. Entonces le dice la doncella al criado:
-Cuando se despierte tu señor dile que cuando la bola entre por una torcida argolla entonces me encontrará.
Y con esto se marcharon todos los pavos reales. Tan pronto como se marcharon, el hijo del zar se despertó y preguntó al criado:
-¿Han venido ya?
El criado le contesta:
-Han venido, y la que se te posa en el caballo me ha pedido que te diga que cuando la bola entre por una torcida argolla entonces la encontrarás.
Al oír esto, sacó el sable y le cortó la cabeza al criado.
A continuación empezó a caminar solo por el mundo, y viajando viajando llegó a una montaña en donde pasó la noche con un ermi­taño, así que le preguntó si no sabría decirle algo de los nueve pavos reales dorados. El ermitaño le respondió:
-¡Ay, hijo mío!, has tenido suerte pues Dios te ha encaminado al lugar apropiado. Para llegar hasta ellos no hay más de medio día de cami­no desde aquí. No tienes más que ir por el camino correcto, primero encontrarás unos grandes portones, cuando pases esos portones gira a la derecha, y llegarás directamente a su ciudad, allí están sus palacios.
Al amanecer, el hijo del zar se levantó, se preparó y dio las gracias al ermitaño, después hizo tal como éste le había dicho. Caminó un trecho, atravesó los grandes portones, los dejó atrás, inmediatamente torció a la derecha, y hacia el mediodía vio la ciudad blanca, por lo que se alegró mucho. Cuando entró en la ciudad preguntó por el palacio de los pavos reales dorados. Al llegar a la puerta, los guardianes le hicieron detener­se y le preguntaron quién era y de dónde venía; como él se lo dijera se fueron corriendo a contárselo a la zarina, que al oír esto salió a todo correr hacia él en su forma de doncella, le tomó de la mano y le condujo a los palacios. Allí hubo una inmensa alegría y a los pocos días celebraron su boda, de modo que el hijo del zar se quedó a vivir en el palacio de ella.
Pasado algún tiempo, salió la zarina a pasear y el hijo del zar per­maneció en palacio; la zarina, al partir, le entregó las llaves de doce mazmorras diciéndole:
-En todas esas mazmorras puedes entrar, mas de ningún modo vayas a la que hace el número doce ni tampoco se te ocurra abrirla, pues pondrías en peligro tu vida.
Tras esto, la zarina salió. El hijo del zar, al quedarse solo en el pala­cio, empezó a cavilar sobre el asunto: «¿Qué será lo que hay en esa maz­morra?». De manera que una por una se puso a abrirlas todas. Cuando llegó a la duodécima, al principio no quería abrirla, pero de nuevo empezó a darle vueltas, ¿qué sería lo que había en aquella mazmorra? Al fin se decidió a abrirla también, cuando, desde un gran barril de aros de hierro, que estaba en medio de la estancia, destapado, salió una voz:
-¡Por Dios te pido, hermano! ¡Dame un vaso de agua, que me estoy muriendo de sed!
El hijo del rey tomó un vaso de agua y lo alcanzó hasta el barril, nada más hacerlo se rompió uno de los aros del barril. Al momento se volvió a oír la voz en el barril:
-¡Por Dios, hermano! ¡Me muero de sed, dame otro vaso de agua! En cuanto el hijo del zar alcanzó el segundo vaso de agua, se rom­pió otro aro del barril. Por tercera vez salió la voz del barril:
-¡Por Dios, hermano, dame otro vaso de agua, que me muero de sed!
El hijo del zar alcanzó otro vaso de agua, y se rompió el tercer aro; entonces el barril reventó en pedazos y de él salió volando un dra­gón, que en el camino cogió a la zarina y se la llevó. Al poco llegaron las criadas y contaron al hijo del zar lo que había sucedido, el pobre estaba tan desesperado que no sabía qué hacer; al fin decidió reco­rrer de nuevo el mundo en busca de su amada.
Y andando andando llegó a un río; según iba junto a él reparó en un pececillo que se meneaba en un charco.
El pececillo, al ver al hijo del zar, empezó a suplicarle:
-Si eres hijo de Dios, échame al río, un día también tú me nece­sitarás a mí, sólo tienes que quitarme una escama y cuando me nece­sites la frotas un poquito.
El hijo del zar alzó al pez, tomó una de sus escamas, echó al pece­cillo al agua y envolvió la escama con un pañuelo.
Pasado algún tiempo, iba un día caminando cuando se encontró con una zorra que se había quedado atrapada en un cepo.
Al verlo la zorra le dijo:
-Si eres hijo de Dios, sácame de este cepo; puede que un día yo te sea necesaria, sólo tienes que coger un pelo de los míos y cuando me necesites lo frotas un poquito.
Así lo hizo, cogió el pelo y soltó a la zorra.
De nuevo le sucedió que, caminando por una montaña, se encon­tró con un lobo que se había quedado atrapado en un cepo. Y el lobo al verlo le dijo:
-Si eres hijo de Dios, suéltame, que yo te ayudaré cuando estés en peligro, sólo tienes que cogerme un pelo, y cuando me necesites lo frotas un poquito.
Así lo hizo, cogió un pelo del lobo y soltó a éste.
Tras esto, de nuevo el hijo del zar continuó el camino hasta que, mucho después, se encontró con un hombre a quien preguntó:
-Por Dios, hermano, ¿no habrás oído dónde se encuentra el pala­cio del zar de los dragones?
Este hombre supo orientarle muy bien, diciéndole incluso a qué hora era conveniente que llegara. De manera que el hijo del zar le dio las gracias, siguió adelante y por fin llegó a la ciudad del dragón. Nada más entrar en el palacio del dragón encontró a su amada; mucho se alegraron ambos cuando se encontraron, en seguida se pusieron a hablar de qué es lo que harían y de cómo se liberarían. Finalmente decidieron que lo mejor era huir. Dispusieron la partida lo antes posible, montaron en el caballo y emprendieron la huida. Nada más escapar ellos del palacio llegó el dragón en su caballo; entra en el palacio pero la zarina no está, así que se pone a hablar con su caballo:
-¿Qué vamos a hacer ahora? ¿Comeremos, beberemos o iremos tras ellos?
El caballo le responde:
-Come y bebe, ya los alcanzaremos, no te preocupes.
Cuando hubo terminado de comer, montó el dragón en su caballo y se fue tras ellos, en un santiamén los alcanzó, se apoderó de la zarina y le dijo al hijo del zar:
-Tú márchate para siempre, ahora te perdono por aquella vez que en la mazmorra me diste agua, pero no vuelvas nunca si en algo valoras tu vida.
El infeliz se alejó un poco pero, obedeciendo los impulsos de su corazón, encaminó de nuevo sus pasos hacia el palacio del dragón, al día siguiente encontró a la zarina que estaba sentada sola y llora­ba. Al encontrarse de nuevo empezaron otra vez a discurrir sobre el modo en que podrían huir. Así que le dice el hijo del zar a ella:
-Cuando llegue el dragón, pregúntale dónde consiguió ese caba­llo, entonces me lo dirás a mí para que pueda buscar uno igual, de esta forma podríamos escapar de él.
Con esto, se marchó del palacio. Cuando el dragón llegó a casa, ella empezó a hacerle carantoñas y zalamerías, a charlar con él de todo lo habido y por haber, hasta que al final le dice:
-¡Pues sí que tienes un caballo rápido! ¿Dónde lo has consegui­do, válgame Dios?
Y él le contesta:
-Ay, donde yo lo he conseguido no puede conseguirlo cual­quiera. En cierta montaña hay una vieja que tiene doce caballos en las caballerizas que no sabes cuál de ellos es mejor. Hay uno en un rincón de tan mal aspecto que parece que estuviera leproso, pero ése es el mejor; es hermano del mío y quien lo consiga puede ir hasta el cielo con él. Mas quien quiere conseguir un caballo de esa vieja ha de servirla por tres días; allí hay una yegua y un potro, pues a esa yegua y a ese potro hay que cuidarlos por tres noches; a quien es capaz de guardar a la yegua y al potro durante tres noches la vieja le deja escoger el caballo que desee. Pero quien acepta el puesto y no lo lleva a feliz término, ése que dé por perdida su cabeza.
Al día siguiente, cuando el dragón salió de casa, volvió el hijo del zar y ella le cuenta todo lo que ha oído del dragón. En seguida él se marcha a aquella montaña, y al llegar a casa de la vieja, le dice:
-¡Que Dios te ampare, abuela!
Y ella le replica:
-¡Dios te ampare a ti, hijo! ¿Qué te trae por aquí? Y él le dice:
-Me gustaría servirte.
Entonces la vieja le contesta:
-Bien, hijo. Si me cuidas por tres días a la yegua, te daré el caba­llo que quieras, pero si no me la cuidas pagarás con tu cabeza.
Luego le conduce al centro del patio, alrededor del cual estaban clavadas numerosas picas, y en cada una de ellas había una cabeza, sólo en una no había nada, y esa pica sin cesar gritaba:
-¡Dame una cabeza, abuela!
La vieja, después de mostrarle todo esto, le dijo:
-¡Ves!, todos éstos aceptaron el trabajo pero no pudieron guar­dar a la yegua.
Pero el hijo del zar no se asustó por eso, al contrario, se quedó allí para servir a la vieja.
Cuando anocheció, se montó sobre la yegua, se fue a la pradera, y el potrillo tras la yegua. Hasta la medianoche aproximadamente se estuvo todo el rato a lomos de la yegua, entonces le empezó a entrar el sueño hasta que se quedó dormido. Cuando despertó estaba mon­tado a horcajadas sobre un tronco y sujetaba la brida con las manos. Al verse así, le entró miedo y se apresuró a buscar a la yegua, y busca que te busca se tropezó con un río. Al verlo se acordó de aquel pece­cillo al que había sacado del charco y echado al río, así que sacó la escama del pañuelo, la frotó un poco con los dedos y, de repente, el pececillo apareció allí mismo:
-¿Qué hay, compadre? Y él le contesta:
-Se me ha escapado la yegua de la vieja y no sé dónde está. Entonces le dice el pececillo:
-Pues aquí está con nosotros, se ha vuelto pez y el potro, pece­cito; sólo tienes que dar unos golpes en el agua con la brida y decir: «¡Arre, yegua de la vieja!».
Así que dio unos golpes en el agua con la brida a la vez que decía: «¡Arre, yegua de la vieja!».
Nada más decir eso se convirtió en yegua tal como era antes y salió con el potro a la orilla. Después él la embridó, se montó en ella y se dirigió hacia la casa, y el potrillo tras la yegua. Al llegar a casa la vieja le dio de comer, a la yegua la llevó a la caballeriza y la atizó de lo lindo:
-¡Con los peces, yegua!
La yegua le contestó:
-Ya he estado con los peces, pero son amigos suyos y me delatan. Y de nuevo la vieja:
-¡Pues vete con las zorras!
Antes de que se hiciera de noche, el hijo del zar se monta en la yegua, se va a la pradera, y el potrillo tras la yegua. Hasta la medianoche apro­ximadamente se estuvo todo el rato a lomos de la yegua, entonces le empezó a entrar el sueño hasta que se quedó profundamente dormido, cuando se espabiló estaba montado a horcajadas sobre un tronco y suje­taba la brida con las manos. Cuando se vio así le entró miedo y se apre­suró a buscar a la yegua. Pero, de pronto, se acordó de lo que la vieja le había dicho a la yegua, así que sacó del pañuelo el pelo de la zorra, lo frotó e inmediatamente la zorra estaba delante de él:
-¿Qué hay, compadre?
Le responde:
-Se me ha escapado la yegua de la vieja y no se dónde está.
-Y la zorra le contesta:
-Pues aquí está con nosotras, se ha vuelto zorra y el potro, zorri­llo; sólo tienes que dar unos golpes en la tierra con la brida y decir: ¡Arre, yegua de la vieja!».
Así que dio unos golpes en la tierra con la brida a la vez que decía: «¡Arre, yegua de la vieja!».
Y la yegua volvió a ser yegua tal como era antes ya que, visto y no visto, ella y el potro se transformaron delante de él. Después la embri­dó, se montó en ella y se dirigió hacia la casa, y el potrillo trás la yegua. Cuando llegó a casa la vieja le llevó de comer, a la yegua en seguida la llevó a la caballeriza y la atizó de lo lindo diciéndole:
-¡Con las zorras, yegua!
Y ella le contestó:
-Ya he estado con las zorras, pero también son amigas suyas y me delatan.
Y de nuevo la vieja:
-¡Pues vete con los lobos!
Antes de que se hiciera de noche, el hijo del rey se monta en la yegua, se marcha a la pradera, y el potrillo trotando tras la yegua. Hasta la medianoche aproximadamente se estuvo todo el rato a lomos de la yegua, entonces le empezó a entrar el sueño hasta que se quedó dormido sobre la yegua; cuando se espabiló, estaba montado a hor­cajadas sobre un tronco y sujetaba la brida con las manos. Cuando se vio así le entró miedo y se apresuró a buscar a la yegua. Pero, de pron­to, le vino a la cabeza lo que la vieja le había dicho a la yegua, así que sacó del pañuelo el pelo del lobo, lo frotó e inmediatamente el lobo estaba delante de él:
-¿Qué hay, compadre?
Y él le contesta:
-Se me ha escapado la yegua de la vieja y no sé dónde está.
Y el lobo le dice:
-Pues aquí está con nosotros, se ha vuelto loba y el potro, loba­to; sólo tienes que dar unos golpes en la tierra con la brida y decir: «¡Arre, yegua de la vieja!».
Así que dio unos golpes en la tierra con la brida a la vez que decía: «¡Arre, yegua de la vieja!».
Y la yegua volvió a ser yegua tal como era antes ya que visto y no visto ella y el potro se transformaron delante de él. Cuando llegó a casa la vieja le llevó de comer, a la yegua la llevó a la caballeriza y la atizó de lo lindo diciéndole:
-¡Con los lobos, yegua! Y la yegua le contestó:
-Ya he estado con los lobos, pero también son amigos suyos y me delatan.
Entonces la vieja se marchó fuera, y el hijo del rey le dice:
-Eh, abuela. Yo te he servido bien, ahora dame lo que acordamos.
La vieja responde:
-Hijo, lo convenido es deuda. Ahí tienes doce caballos, escoge el que quieras de entre ellos.
Y él le dice a la vieja:
-Pues, ¿qué voy a escoger? Dame ese del rincón que parece leproso, que los otros no me gustan.
Entonces la vieja intentó disuadirle:
-¡Cómo vas a escoger ese endiablado animal, habiendo tan soberbios caballos!
Pero él continúa manteniéndose en sus trece, así que le dice: 
-Dame el que quiero, así fue acordado.
La vieja, como no tenía otro remedio, le dio el endiablado caba­llo, luego él se despidió y se marchó llevando el caballo por la brida. Entonces lo condujo a un bosque, allí lo limpió y lo avió que resplandecía como si fuera de oro. Luego se montó en él, lo espoleó, y el caballo salió volando igual que un pájaro, de modo que en un peri­quete lo condujo frente al palacio del dragón. En cuanto que el hijo del zar entró a palacio le dijo a la zarina:
-Prepárate lo antes posible.
Ella en seguida estuvo dispuesta, se montaron ambos en el caba­llo, así que ¡vayan con Dios!
Al poco, llega el dragón y ve que la zarina no está, le dice a su caballo:
-¿Qué haremos ahora? ¿Comeremos, beberemos o iremos tras ellos?
El caballo le responde:
-Ni que comas ni que bebas, ni que corras ni que dejes de correr ahora sí que no los vas a alcanzar.
Cuando eso oyó el dragón, se montó de inmediato en el caballo y echó a correr. Y los otros dos, cuando se dieron cuenta de que el dragón los perseguía, se asustaron y empezaron a picar al caballo para que corriera más deprisa, pero el caballo les contestó:
-No os preocupéis, no es necesario apresurarse.
De pronto parece que el dragón va a alcaniarlos, entonces el caba­llo del dragón le grita al caballo de la zarina y del hijo del zar:
-¡Por Dios, hermano, espérame, me voy a morir persiguiéndote! El otro le contesta:
-¿Y cómo eres tan tonto que llevas a ese dragón comelotodo? Cruza las patas y que se vaya contra una piedra. Tú vente conmigo.
Al oír esto, el caballo del dragón empezó a cabecear, a agitarse y a enredar con las patas, así que lo estrelló contra una piedra; todo el dragón reventó en mil pedazos, el caballo se unió a ellos. Entonces la zarina se montó en él y así se fueron felices a su reino en donde continúan reinando hasta nuestros días.

090. Anónimo (balcanes) 

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