En algún
lugar en las cercanías del río Cato [1],
donde en los tiempos en que la gente de la tierra era dueña de todo hubo un
maravilloso bosque de canelos y laureles, existió alguna vez ‑y hay quienes
afirman que aún existe- la morada de uno de los seres elementales [2]: la
shompalwe [3].
Esta sirena tenía la habilidad de dejar las aguas e
internarse en las montañas. Si un caminante andaba en la tarde de un día jueves
cerca de la zona donde moraba la shompalwe, su suerte podía verse
complicada.
Un hombre que por primera vez remontaba el cauce del
río dirigiéndose hacia Coihueco, en busca de un trabajo que le habían ofrecido,
se detuvo un jueves por la tarde a descansar ‑ya que marchaba a pie desde la
noche anterior‑ a unos cuantos metros del camino.
El tiempo era más que agradable en esa época, y el
hombre se puso a comer frutos rojos que abundaban en aquel sitio, más cuanto
más se acercara uno a la ladera de la montaña. Luego de caminar un poco en esa
dirección, habiéndose alejado unas cuantas decenas de metros del sendero, el
hombre se tiró sobre la hierba a dejar que el sol cayera sobre su cuerpo y lo
recon-fortara, antes de emprender de nuevo el camino hacia la dureza de la
labor que le esperaba en Coihueco.
Empezaba a adormecerse un poco bajo la caricia tibia
del sol, cuando comenzó a oír una hermosa melodía, de un estilo que el hombre
jamás había escuchado. Sonaba lejana al principio, como proveniente de lo alto
de la montaña. Era
una voz suave, dulce, que provocaba un hermoso sentimiento de placidez y
equilibrio, como si por sólo oírla uno se sintiera más limpio, más bueno,
mejor.
El hombre la disfrutó unos momentos echado en la
hierba y con los ojos cerrados, pero pronto la atracción de esa voz y la magia
de la melodía lo impulsaron a levantarse y tratar de buscar el origen de tanta
maravilla, que además sonaba claramente cada vez más cercana.
Cuando se puso de pie y miró hacia el lado de la
montaña, alcanzó a divisar entre unos laureles que crecían al pie la silueta
de una niña. Pero no era una niña cualquiera, no, no podía ser una lugareña
haciendo travesuras. No, porque aunque la vio apenas por un segundo pudo
comprobar que sus cabellos eran como de oro y su piel rosada casi hasta la blancura. Su belleza
era extraña a los ojos del hombre, pero sin duda muy grande.
La voz seguía sonando por todo alrededor, y el
hombre se acercó más al pie de la montaña. Entonces , unos cuantos metros más
arriba, la niña de oro se le apareció ahora en plena figura. Viéndola de este
modo, el hombre terminó de comprobar que era hermosa como nunca había visto
niña alguna, aunque con esa hermosura ajena a todo lo que podía relacionarse
con las gentes de aquellas tierras. Y que la voz con que cantaba aquella
melodía ‑para él ininteligible y a la vez irresistible‑ lo envolvía con tanta
dulzura que invitaba a cerrar el camino a todo pensamiento y entregarse a la
pura experiencia del sonido.
El hombre comenzó a ascender. Iba perdiendo casi
toda conciencia de sí mismo. Sólo quería ascender, ascender, ascender...
Y de repente el hombre sintió algo aún más
incomprensible que la voz y la melodía. Sintió que la montaña se movía. Que la
tierra bajo sus pies temblaba. Cayó de espaldas y rodó algunos metros hacia
abajo. Unos momentos después, todo era quietud y silencio. La niña de oro había
desaparecido, también el eco de su voz.
Aturdido, desconcertado, el hombre se puso de pie y
regresó hacia el sendero del río. Siguió su camino en un estado de perplejidad
que no superó hasta llegar por fin a Coihueco.
Una vez allí, se enteró de dos cosas sorprendentes.
La primera, que lo que había vivido en la montaña era un coletazo de un
terremoto que había sacudido principalmente a Chillán [4],
pero se había extendido a distintas regiones, incluso, aunque levemente, hasta
el propio pueblo donde ahora estaba.
Lo segundo fue aún más inquietante. Contando a unos
lugareños su encuentro en la ladera de la montaña, se enteró de que lo que
había visto y oído no era ninguna niña sino la shompalwe, la sirena del
río Cato, de la que se sabía que atraía a los caminantes con su canto,
haciéndolos internarse en la
montaña. El hombre preguntó entonces qué le hubiera ocurrido
de no mediar la circunstancia natural que lo salvó. Pero nunca iba a saberlo
porque nadie lo sabía: quienes se internaron en la montaña de la sirena jamás
volvieron, y nunca se supo qué fue de ellos una vez desaparecidos detrás de
aquella voz mágica y en realidad macabra.
Fuente:
Néstor Barrón
066. Anónimo (patagon)
[1]Río
chileno cuyo recorrido relaciona lugares como los Altos de Cule, el Cerro La Bruja , los Cerros de
Bellavista, etc.
[2]Como en
tantas otras culturas, esta denominación describe en general a los espíritus
de la Naturaleza ,
seres muchas veces inmateriales, a veces capaces de tomar formas del mundo
humano, y siempre dueños de alguna clase de poder mágico.
[3] En idioma
araucano, una sirena. Es de notar que, así como las historias tradicionales de
los aborígenes retratan en general a las sirenas de forma no muy distinta de
las ondinas europeas, entre los mapuches ‑y no conozco casos similares en otras
culturas del mundo‑ la sirena también podía ser un hombre.
[4]Chillán
ha sido golpeada múltiples veces por terremotos de magnitud considerable (1751,
1835, 1939, 1953 y 1960), al punto de que fue apodada "Ciudad del
Movimiento". Nicanor Parra dedicó un bellísimo poema a esta ciudad que
dice entre otras cosas: "Chillán no
está vencido, Chillán laurel alzado // como el verde campo de los
gentiles caballos // Que se levante el fuego como un caballo de oro // que aquí no
pasa nada que puramente
todo". El terremoto aludido en esta historia puede ser el del
'39 o, más probablemente, el del '53.
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