Hace muchísimo tiempo, en el pueblo de Naki‑a‑kia,
vivía un hombre poderoso o jefe, con su esposa, a la que quería sobremanera.
No tenían hijos, pero entre sus vecinos,
había una niña que vivía en una casita de hielo, en compañia de su abuela.
Ambas eran muy pobres, pero como el jefe era rico y la esposa de éste quería
mucho a la niña, la invitaba con frecuencia a pasar largas horas en su casa.
Y así acabó yendo la niña todos los días a
buscar agua para la mujer del jefe y con este objeto se dirigía a un agujero
que habían practicado en el hielo del río, cuyo curso se hallaba a corta
distancia del pueblo.
Un día el jefe salió de caza y cuando volvió
cargado con una foca, grande y muy gorda, observó, con la mayor sorpresa y alarma,
que su mujer había desaparecido.
Como ya se puede comprender, el desdichado
buscó a su esposa por todo el pueblo. Penetró en todas las caballas de hielo,
preguntando si la habían visto, pero nadie pudo darle la menor razón. Entonces
él, yendo a un lado y a otro, empezó a llamarla a voces, pero al cabo de varias
horas de fatigarse en vano, tuvo que regresar a su vivienda y más triste que
nunca, no sólo por haber perdido a su amada esposa, sino que también asombrado
por su extraña desaparición.
Examinó el suelo muy atentamente, para ver
si podía encontrar alguna huella que le indicase el camino que había tomado,
pero también en este sentido fueron inútiles sus esfuerzos, porque no pudo
descubrir cosa alguna.
El pobre hombre estaba loco de pena y de
cólera y, al fin, acabó convencido de que alguien le había robado a su esposa.
Pasó aquella noche sumido en su hondo dolor,
triste y mudo, lamentándose de su soledad y sin contestar a ninguno de cuantos
iban a consolarlo. Y tanto se enfureció, al fin, que nadie se atrevió a
acercarse a él, por miedo de ser víctima de uno de sus terribles accesos de
cólera.
El día siguiente lo pasó por entero sentado ante la puerta de su casa, provisto de su arco y de
su aljaba llena de flechas, vigilando. Pero, no pudo descubrir nada
extraordinario ni cosa alguna que le inspirase el más pequeño recelo. Y aquella
noche tampoco comió ni durmió.
De este modo transcurrieron varios días, sin
que nada viniese a consolar su pena ni a distraer su dolor, con lo cual se
quedó escuálido y como alelado.
Por fin la abuelita de la niña, a la que
tanto había querido la desaparecida esposa, exclamó:
‑Me da mucha pena ese pobre hombre, porque
es muy desgraciado. Ve a su casa y dile que venga a comer con nosotras.
Acuérdate de que su esposa te quería mucho. Estoy segura de que no te hará
ningún daño. Esfuérzate, pues, en traerlo contigo.
Con la mayor timidez la niña obedeció,
porque sentía gran miedo de ir allá. En cuanto estuvo cerca de la casa del
jefe, se detuvo, sintiendo la tentación de retroceder, pues lo vió sentado y
con tal expresión de ferocidad y de cólera en su semblante, que le quitó el
poco ánimo que aun le quedaba. Pero tan pronto vió él a la niña en pie,
suavizáronse un tanto sus facciones y le hizo un ademán para llamarla.
Entonces la niña, ya tranquilizada, acudió a
sentarse a su lado y le transmitió la invitación de su abuela.
El jefe no contestó una sola palabra, pero
en cuanto la niña lo cogió de la mano él se puso en pie y la acompañó a su
casa, en donde la anciana había preparado ya una buena cena de carne de reno.
Hacía ya tantos días que el pobre hombre no
comía, que tenía un hambre atroz, de modo que una vez hubo terminado toda la
carne que le ofreció la anciana, envió a la niña a su propia casa para que
trajera más.
Así que la pequeñita hubo salido, la abuela
dijo al jefe:
‑Os he hecho llamar porque siempre fuisteis
bueno para con nosotras y además porque estoy persuadida de que puedo ayudaros
a encontrar a vuestra esposa. Para ello cortad un palo fuerte, aprovechando los
maderos flotantes que a veces llegan a nuestras costas y luego tomaréis este encantamiento para atarlo sólidamente al palo.
Al mismo tiempo le
entregó el encantamiento, que consistía
en cierto número de animalitos esculpidos en marfil y en algunas plumas
de aves marinas.
Luego la anciana dió instrucciones al jefe
para que, una vez hubiese hecho lo que acababa de encargarle, hincara el palo
en el suelo, ante la puerta de su casa, cuidando de que la violencia del viento
no pudiese tumbarlo. Hecho esto debía acostarse y dormir toda la noche. A la mañana
siguiente examinaría cuidadosamente el palo y seguiría la dirección que le
indicase, porque con seguridad lo encontraría algo inclinado. Y cuantas veces
interrumpiera su viaje por la noche, para descansar, debía hincar nuevamente el
palo, del mismo modo y, a la mañana siguiente, éste señalaría otra vez, el
rumbo que había de seguir para encontrar a su esposa.
‑Si obedecéis mis instrucciones ‑dijo la
anciana‑, ese palo os llevará directamente en donde está vuestra mujer.
En aquel momento regresó la niña llevando
cierta cantidad de carne de reno y el jefe se la comió hasta quedar saciado.
Luego, tras de dar las gracias a la anciana por su cariñosa acogida y por el
consejo que le había dado, se volvió a su casa.
En ella tomó un pedazo de madera, muy largo,
que tenía en un rincón y con su cuchillo lo pulió y lo aderezó convenientemente
para convertirlo en un palo. Luego ató a uno de sus extremos el encantamiento
que le dió la anciana y lo hincó profundamente en la tierra, delante de la
puerta de su casa, después de haber quitado la capa de nieve que cubría el
suelo.
Hecho esto entró de nuevo en su morada y,
envolviéndose en una gran piel de oso, se entregó a un sueño reparador.
A la mañana siguiente despertó, sintiéndose
muy descansado y mucho más dueño de sí mismo que los días anteriores. La hora,
sin embargo, era bastante avanzada, porque el sol estaba ya alto en el
horizonte. Se apresuró a salir al aire libre para consultar la indicacióni del
palo que hincara en el suelo y, con gran sorpresa, observó que estaba inclinado
hacia el norte, de modo que, sin vacilar ya más, lo arrancó y, después de
ponerse sus raquetas para la nieve y de tomar un saco que llenó de carne de reno
curada al humo, marchó.
Pero, con la mayor sorpresa, observó que el
palo hacía esfuerzos por desprenderse de su mano y así que él lo hubo soltado,
para ver qué ocurría, dióse cuenta, con pasmo extraordinario, de que el palo
echaba a correr ante él como si fuese
un ser vivo.
Como se comprende, el jefe esquimal siguió a
aquel lazarillo y durante dos dios con sus noches continuó andando, sin
descansar, y apresurán-dose para no perder de vista al palo, que siempre corría
ante él. Por último, ya exhausto y sin fuerzas, se detuvo y el palo, como si se
hubiese dado cuenta de lo que hacía, interrumpió, a su vez, la marcha y volvió
a su lado. Entonces el jefe se apoderó de él y nuevamente lo hincó en el suelo,
con objeto de seguir las indicaciones que le diese al siguiente día.
Por la mañana salió de su saco de dormir,
hecho con pieles de mucho abrigo y se apresuró a dirigir la mirada hacia el
fiel palo, que de nuevo se había inclinado hacia el norte.
‑Supongo que mi esposa no estará ya muy
lejos murmuró el pobre hombre recobrando en parte el ánimo.
Y otra vez emprendió la marcha, siempre
guiado por el bastón que corría ante él.
Aquella noche lo hincó también en el suelo y
al despertar a la mañana siguiente, pudo notar que el palo se había inclinado
tanto sobre el suelo que la punta estaba casi en contacto con él, y ya no dudó,
por consiguiente de que se hallaba al final de su viaje.
Reanudó la marcha y hacia el mediodía, cuando
el sol asomó su disco redondo y
rojo por encima de la línea del horizonte, el esquimal llegó a una enorme casa
de nieve, la mayor que viera en su vida. Y pudo notar, muy extrañado, que a
corta distancia de aquella vivienda, había cuatro postes hincados en el suelo
y, sobre ellos extendida, una piel de gran tamaño, perteneciente a un ave de
dimensiones extraordinarias.
Como ignoraba en absoluto lo que pudiese
haber dentro de la casa, creyó mejor ocultarse entre unas matas de sauce, que
descubrió a corta distancia, a fin de ver si salía alguien de aquella vivienda
y averiguar quien era.
Al poco rato vió salir a un hombre de enorme
estatura, el cual se dirigió hacia los postes. Se encaramó por una de ellos,
descolgó la piel, se la puso y ya convertido en ave gigantesca, emprendió el
vuelo por encima del mar.
En cuanto el hombre‑pájaro se hubo perdido
de vista, el jefe esquimal tomó su fiel palo y penetró en la casa de nieve.
Júzguese cual seria su alegría al encontrar
dentro a su esposa sana y salva y muy contenta de verle. Diéronse un abrazo,
llenos de júbilo y luego ella exclamó:
‑Ya sabía que al
fin vendrías a buscarme.
Esa enorme ave me raptó, llevándome en sus
garras. Por esta razón no pudiste descubrir mis huellas en la nieve.
Después de cambiar impresiones breves porque
ambos temían el regreso del hombre‑pájaro, el marido rogó a su mujer que
emprendiesen cuanto antes la fuga, pero ella le aconsejó que antes debía
cerciorarse de si el hombre‑pájaro volvería pronto o no. En caso de que no
tardara, se proponía enviar a aquel ser extraordinario a que emprendiese un
lejano vuelo y, por lo tanto, su ausencia fuese larga. Así, pues, dió algunas
provisiones a su marido, quien volvió a esconderse entre las matas de sauce, en
espera del regreso y de la nueva marcha del hombrepájaro.
Este no tardó en aparecer por el horizonte,
llevando una morsa cogida con una garra y una foca en la otra. Al llegar cerca de
su casa dejó caer al suelo los dos animales y luego, quitándose la piel de ave
la volvió a colgar en los cuatro postes y penetró en la casa. Pero entonces
encontró a la mujer que estaba llorando desconsoladamente.
‑¿Qué te pasa? ‑le preguntó él‑. ¿Quieres
algo? ¿Necesitas de mis servicios?
‑¡Oh, sí! ‑contestó ella‑. Deseo con todo mi
corazón, que me traigas una ballena blanca y una yubarta. No quiero más carne
de foca. Estoy ya cansada y me da asco, así como tampoco no quiero más carne de
morsa.
Y dichas estas palabras reanudó su llanto,
profiriendo gritos de dolor y de pena.
‑No te pongas así, mujer ‑le dijo el hombrepájaro‑.
Voy a salir inmediata-mente en busca de lo que acabas de pedir. Ya sabes que
sólo deseo compla-certe. Por lo, tanto, no llores más.
En efecto, salió nuevamente de la casa y,
envolviéndose otra vez en la piel de pájaro, emprendió el vuelo por encima del
mar y con rumbo al sur.
En cuanto se hubo perdido de vista, la mujer
se apresuró a salir de la casa, en busca de su marido, quien la subió en sus
hombros y, con toda la prisa que le fué posible, emprendió el camino de
regreso. Pero, como ya se comprende, las piernas no son alas, de modo que, al
cabo de un par de horas, pudieron divisar en el cielo al hombre‑pájaro, que
volvía llevando una ballena en cada una de sus garras.
Cuando vió que el jefe esquimal se llevaba
en hombros a la mujer que él había raptado, se encolerizó sobremanera y empezó
a describir circulos en el aire, sobre sus cabezas, y les dijo:
‑Voy a mataros. Sin embargo, antes iré a
dejar esas dos ballenas ante mi casa y hecho esto volveré para daros muerte.
Efectivamente, se alejó al vuelo y no tardó
en perderse de vista. El jefe esquimal corría cuanto le era posible, pero en el
momento en que llegaban a orillas de un gran río apareció otra vez el pájaro en
el aire.
Los dos esposos se apresuraron a excavar una
pequeña cueva en la orilla del río y allí se ocultaron, en tanto que su enemigo
siguió volando de un lado a otro, con el deseo de hallarlos. Estaba seguro de que
se habían ocultado por las cercanías, pero no conseguía hallar su escondrijo.
De pronto describió un circulo en el aire y
descendió hasta el agua.
‑Pondré mis grandes alas a través del río,
como si fuesen un dique, y de este modo crecerá el nivel del agua y os ahogará.
Esto gritó y, en efecto, extendió sus
grandes alas a través del río de modo que, muy en breve,
hizo crecer su nivel y las aguas llegaron casi a la altura de la cueva en que
se habían ocultado los fugitivos.
Estos sentíanse presa de la desesperación. Estaban
ya persuadidos de que se ahogarían. Pero, de repente, el esquimal recordó a su
padre, que era un médico brujo, y, en el acto, acudieron a su memoria unas
palabras mágicas.
"Kluk‑a‑luk"
"Muk‑a‑luk"
"Puk‑a‑luk".
¡Oh, enorme rio!
debes helarte
o bien secarte.
Pronunció tres veces estas palabras y, de
repente, empezó a helarse el agua del río. Corría entonces el mes llamado
"Naz‑ze‑rak‑sek” por los esquimales, o sea octubre.
Por fin quedó solidificada el agua del río
y, como se comprende, el hombre‑pájaro vióse preso por el hielo, sin poder
salir. Aproyechando tal circunstancia, el jefe esquimal se apresuró a darle
muerte con su arpón y, arrancando una de las grandes plumas de su ala, pues
supuso que estaría encantada, emprendio el regreso con su esposa, sin que
durante el resto del camino les ocurriese ninguna otra aventura desagradable.
Entonces, agradecidos, llevaron a la anciana
abuela y a la niña a su propia casa, para que viviesen con ellos, y, así,
felices por estar reunidos, pasaron el largo invierno sin que les faltaran
provisiones, porque disponían de la carne de aquélla enorme ave.
036. Anónimo (esquimal)
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