Cierto zar tenía una esposa a la
que amaba sobremanera. Tenían una sola hija, que ya estaba en edad de casarse.
La zarina enfermó y al ver que no le quedaba mucho de vida, sino que iba a
morir pronto, llamó a su esposo el zar y, con lágrimas en los ojos, le
dijo con mucha reserva:
-Ya se acerca la última hora de
mis días y moriré antes de que por tercera vez cante el gallo; yo sé que tú no
puedes permanecer sin casarte de nuevo, ¡y que sea enhorabuena! ¡Que Dios te
perdone como esta pobre pecadora! Ahora, por éste y por el otro mundo,
escúchame y haz lo que te voy a decir: aquí tienes un anillo, si encuentras una
doncella y la pretendes, no te cases con ella si no le vale este anillo en el
dedo índice de la mano derecha; por los cielos y la tierra, tres veces te tomo
juramento de que a esa doncella a quien mejor le quede el anillo en el dedo la
tomarás por esposa en mi lugar, y si no me haces caso, todo lo que has obtenido
y lo que le has rogado a Dios, todo en vano y al revés se volverá, y de ti no
quedará ni rastro.
El zar se lo prometió, juró que
no se casaría con ninguna doncella si no le valía el anillo y, si no la
encontraba, no se casaría. La zarina le respondió a eso:
-La encontrarás, sólo no violes
tu juramento, no sea que te vaya a picar una víbora.
Y en cuanto hubo dicho esto,
expiró. El zar, tras la muerte de su mujer, envió a sus servidores por la
ciudad para que buscaran entre todas las doncellas a la que le quedara bien el
anillo, pero como no la encontraron en la ciudad, los envió por el ancho mundo
á ver si con suerte la encontraban, pero todo fue en vano. Los servidores
volvieron después de mucho tiempo y le dijeron al zar que en todo el mundo no
habían encontrado a una doncella a la que no le estuviera el anillo o bien
demasiado ancho o bien demasiado estrecho. El zar estaba desconcertado sin
saber qué hacer: hubiera querido casarse, pero no tenía con quién, podría
romper el juramento, pero no se atrevía por miedo a que se volviera contra él;
estando así, preocupado y pensativo, tiró el anillo que ¿adónde fue a parar?
Saltó a la falda de su propia hija que, al ver un anillo de oro tan bonito, lo
cogió y se lo puso en el dedo índice de la mano derecha y, extendiendo la mano
hacia su padre, le dijo:
-Mira, padre, qué bien me está.
Al verlo, el zar se desmayó y en
todo el día no se recuperó, hasta que intervino su hija tomándole las manos y
abrazándolo, entonces, embargado por la aflicción, se echó a llorar en el
hombro de su hija y volviendo en sí, de repente, le dijo a su hija:
-Tú eres mi esposa, así lo ha
juzgado Dios, conque serás zarina en lugar de tu madre que en paz descanse.
Admiróse su hija de lo que decía
y lo tomó por locura y desatino, pero después de mucho disputar comprendió que
no tenía salida, qué iba a hacer para no casarse con su padre y que el suceso
no corriera de boca en boca; decidió matarse y así lo hizo: cogió la daga de su padre y se la clavó en la mitad del corazón.
Al verlo, el padre mandó en busca de la hechicera, que le dijo:
-Hete aquí un caramillo, hazlo
sonar junto a su cabeza desde que amanezca hasta que se ponga el sol y te
revivirá.
Así lo hizo el zar y en cuanto
que empezó a silbar en torno a la hija muerta, ella se sentó, su padre la
abrazó y en seguida ordenó que se preparara todo lo necesario para que al día
siguiente fuera la boda. Cuando su hija oyó esto, cogió el sable de su padre y
se cortó la mano izquierda, la derecha se la quemó en el fuego. A la mañana
siguiente los servidores estaban preparando la boda y uno de ellos le dijo al
zar que había visto a su hija sin manos. Su padre corrió hacia ella y cuando la
vio, inmediatamente volvió a llamar a la hechicera, que le dio ciertas hierbas
y, en cuanto que se las aplicó en los muñones, brotaron las manos tal como
eran antes. Luego el zar puso a su hija bajo vigilancia para que no volviera a
atentar contra su vida; ella, al no poder hacer nada, se paseaba de un lado a
otro de la estancia, hasta que vio en un rincón de la casa un bastón de oro
puro en el que estaba grabada con sangre esta inscripción: »No me toques».
Ella se sorprendió de lo que aquello pudiera ser, tomó el bastón en sus manos
y, en cuanto que lo hizo girar entre sus dedos, en aquel mismo instante, se
convirtió en oveja y empezó a balar por la casa. Cuando la vieron los
sirvientes, quedaron aterrorizados de miedo y de sorpresa y salieron corriendo
a contárselo al zar; al verlo éste, en seguida volvió a llamar a la hechicera,
pero esta vez le respondió que no conocía ningún remedio y que llamara a otra
hechicera. El zar anduvo de hechicera en hechicera, pero todas le respondían
que no conocían el remedio para aquello, así que no pudo recuperar a su hija ni
tampoco casarse. De modo que la hija del zar brincaba y balaba junto a su
padre, que la criaba y alimentaba como a un niño.
El mismo día que murió el zar
también murió la oveja.
090. Anónimo (balcanes)
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