Un matrimonio tenía una
hija que no se casaba. Y no era porque su padre no hubiera intentado encontrar
un yerno. Había buscado un marido para ella, pero todos los chicos disponibles
a los que se había dirigido rechazaron la proposición. Nadie la quería porque
su pelo era tan tieso y tan grueso como los nervios de la pata de un caribú.
Así estaba la situación
cuando un día llegaron unos visitantes a su campamento. El hijo de estos
extraños no tenía esposa, y el padre de la chica rechazada vio en él un yerno
potencial. La insistencia del padre fue tal que el joven accedió a casarse y se
quedó en el campamento mientras sus padres seguían su viaje.
La chica del pelo tieso
había encontrado un marido por fin. Pero, si el padre creía que había elegido
bien el yerno, pronto iba a desengañarse. El pobre chico no tenía armas, ni
equipo, y no valía, prácticamente, para nada. Un arco, algunas flechas, un
cuchillo para trabajar la madera y el hueso, un cuchillo de caza, en fin, todo
lo que necesita un cazador, tuvo que dárselo su suegro. Su suegra le hizo
algunos trajes y botas.
Pero, ya equipado, el
joven nunca salía de caza. Se quedaba en el iglú, contento de no hacer nada y
sin intención de marcharse nunca.
El suegro tenía paciencia
y esperó a que el muchacho se decidiera a ir de caza. Los días pasaron, y el
chico seguía sin dar señales de interés. Finalmente, el suegro ya no pudo
contenerse y le preguntó:
-¿Cuándo va mi yerno a
traernos algún caribú que comer?
Al oír estas palabras de
reproche, el yerno pareció sorprenderse.
-Si quieres un caribú,
hay algunos allá al pie del acantilado -contestó.
-Bien, pues vete allí
-dijo el suegro-, usa las flechas y, cuando vuelvas, te haré otras nuevas. Ve a
perseguir al caribú.
El joven se marchó de
caza. Faltó durante tres días y, cuando regresó, estaba claro que había
fracasado. No sólo no había matado un solo caribú, sino que todas sus flechas
estaban rotas y las suelas de las botas desgas-tadas.
Su suegra le puso unas
suelas nuevas a las botas. Su suegro reparó las flechas e hizo algunas nuevas.
Cuando todo estuvo prepa-rado, esperaban verle salir otra vez, pero esperaron
en vano. Una vez más el suegro se decidió a hablar.
-¿Cuándo piensa mi yerno
traernos algunas liebres?
-Si alguien quiere comer
liebre -contestó el joven- hay algunas muy cerca de aquí. Se las puede ver en
los sauces, donde el agua forma torrentes en la ladera de la colina.
El yerno se marchó otra
vez. Volvió al cabo de tres días, pero con las manos vacías y sin una liebre.
Las suelas de sus botas estaban llenas de agujeros y las flechas destrozadas.
Su suegro trabajó mucho tiempo reparando las flechas rotas y haciendo otras
nuevas. De la misma manera, su suegra le arregló las botas. Todo estaba listo
otra vez, y los padres confiaron en que el joven volviera a cazar y llevara a
casa algunas piezas. Pero el yerno no demostró ahora más interés que antes por
ir detrás de la caza.
El padre se vio obligado
a decirle otra vez:
-¿Cuándo va mi yerno a
traernos alguna perdiz para comer?
-¿Perdices? ¿Cómo?, las
hay de sobra en esa roca en la cima de las colinas -contestó el joven.
-Vete allí -refunfuñó el
suegro-, vete allí y trata de coger algunas. Intenta matarlas con tus flechas.
-Sí, sí -accedió el joven
y se fue inmediatamente.
El suegro esperó hasta
que su yerno se perdió de vista. Luego se puso unas grandes botas hechas de
piel de foca y siguió a su yerno sin que éste lo supiera. Tenía curiosidad por
saber qué iba a pasar.
El yerno anduvo mucho
tiempo, hasta que llegó a una altura rocosa. Allí se paró, se dio la vuelta y
miró alrededor. Como no vio nada, subió a la cima de la colina, sin sospechar
que su suegro, escondido detrás de una roca, observaba sus movimientos.
El joven se quedó parado
un instante, luego puso el arco en el suelo, arrojó las flechas a la tierra y
las rompió con los pies. Luego su suegro le vio mirar otra vez alrededor,
sentarse, volverse a levantar, y andar adelante y atrás, siempre buscando algo
con la vista. Le vio inclinarse de repente y tomar un pequeño objeto. Era una
piedra áspera como una lima, una piedra muy dura. El joven la frotó en una
roca, pero no consiguió alisarla.
Entonces, el hombre vio a
su yerno sentarse y frotar las botas con la piedra una y otra vez. Cuando las
suelas estaban llenas de agujeros, empezó a raspar los tacones de la misma
manera. Desde su escondite, el hombre gritó:
-¡Mi yerno no es más que
un mentiroso, un gran mentiroso!
El joven dio un salto de
sorpresa y echó un vistazo alrededor. Pensó que había reconocido la voz de su
suegro y se preguntaba dónde estaría. Mientras volvía la cabeza de un lado a
otro en su busca, volvió a sentarse e intentó pegar otra vez los trozos de
flecha con saliva.
Como esto no daba
resultado, metió los dedos en los agujeros de las botas, rasgó el cuero y
masticó los trozos para hacer un pegamento con que pegar las flechas. Esto
tampoco dio resultado, así que al joven apenas le quedó otro remedio que volver
a casa de su esposa.
Cuando llegó al
campamento nadie salió a saludarle, como era costumbre cuando regresaban los
cazadores. Se quedó parado un rato, con el arco y las flechas rotas en la mano.
Como no salía nadie del iglú, se dio cuenta de que su mal comportamiento había
sido descubierto, y tuvo miedo de sus suegros, especialmente del padre.
Decidió dejar el arco
frente al iglú y salir corriendo. Estaba a punto de irse cuando su suegra le
paró gritando:
-¡Yerno! ¿Qué haces? Ven.
Come algo. Luego te puedes marchar.
El joven no oyó, o bien
no quiso escuchar la voz de la mujer. Tenía tanto miedo de su suegro que se
marchó descalzo.
Fuente: Maurice Metayer
036. Anónimo (esquimal)
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