Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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martes, 5 de junio de 2012

El hijo del zar y los tres cisnes

Había un zar que tenía un hijo.
Creció el hijo y una vez se fue de caza y se internó en el bosque. Anduvo de un lado para otro del bosque hasta que llegó a otro país. En aquel país se encontró con una cabaña en el bosque, y en la cabaña había un anciano de cabe­llos blancos que le llegaban hasta el suelo y con una barba hasta la cintura.
El hijo del zar lo saludó:
-¡Dios te ampare, anciano!
-¡Y que Él sea contigo, hijo! -contestó el anciano.
-¿Qué te trae por aquí?
-Salí de caza -le dice el hijo del zar-, me adentré en el bosque y ahora te encuentro a ti.
-¿Quieres quedarte a mi servicio? -pregunta de nuevo el anciano. 
-Sí -responde el hijo del zar.
-Bien -le dice el anciano-. La suerte te ha traído hasta mí. Me servirás durante tres años, si durante ese tiempo te conduces con hon­radez te daré esposa y casa.
Conque el hijo del zar se quedó al servicio del anciano.
A la mañana siguiente le dio el anciano un látigo para que lo hicie­ra chasquear en los alrededores del lago, ésa sería su tarea.
Cuando a la noche regresó el hijo del zar a la cabaña, el anciano le preguntó:
-¿Has cumplido con tu tarea?
-Por cierto que sí -respondió el hijo del zar.
-¿Y qué has visto? -continuó preguntando el anciano.
-No he visto nada.
-Bien -le dice el anciano.
Cenaron y se fueron a dormir.
Al día siguiente de nuevo el anciano ordenó al hijo del zar que tomara el látigo y que lo hiciera chasquear en los alrededores del lago mientras vigilaba éste. Se marchó el hijo del zar y se puso a dar vuel­tas al lago a la vez que hacía restallar el látigo. Hacia el mediodía una bandada de cisnes llegó volando hasta el lago, se quitaron las cami­sas, se bañaron, se vistieron y se marcharon volando.
Cuando por la noche el hijo del zar volvió a la cabaña, le pregun­tó el anciano:
-¿Has cumplido con tu tarea?
-Por cierto que sí -dice el hijo el zar.
-¿Has visto algo en el lago?
-He visto una bandada de cisnes.
-¿Qué más has visto?
-He visto -contesta el hijo del zar- que se desprendían de sus blancos plumajes y los dejaban en la ladera, después se han metido en el agua, tras el baño se han vuelto a vestir como estaban antes y se han ido volando.
-Bien -le dice el anciano. Se sientan a cenar y después de la
cena se van a dormir.

En cuanto se levantaron al día siguiente, el anciano volvió a man­dar al hijo del zar que se fuera a vigilar el lago, va y le dice:
-Hoy es tu tercer año. Irás también a vigilar el lago. Cuando lle­guen los cisnes a tomar su baño, se desnudarán y dejarán sus cami­sas en la ladera, entonces intenta despistarlos, coge las camisas y tráe­melas. Ten mucho cuidado con lo que haces si es que quieres ser feliz.
El hijo del zar tomó el látigo, se fue al lago y se puso a chas­quear.
A eso del mediodía aparecieron volando los blancos cisnes, se quitaron los plumajes y se metieron en el lago para tomar su baño. El hijo del zar, sin que ellos se dieran cuenta, se deslizó sigilosamente hasta las camisas, las tomó consigo y se las llevó al anciano. En ese mismo instante los cisnes se convirtieron en doncellas de extraordi­naria belleza, fueron hasta el anciano y empezaron a pedirle que les diera sus camisas. El anciano no le dio la camisa a la más hermosa sino que la retuvo consigo. A las demás les devolvió sus camisas así que se vistieron, se convirtieron de nuevo en blancos cisnes y salie­ron volando.
Luego el anciano llevó al hijo del zar a la cabaña y le dijo:
-Aquí tienes tu doncella-cisne, toma también su camisa y este tesoro sin cuento. El plumaje manténlo bien apartado de tu mujer, pues si hasta él llegara se lo pondría y echaría a volar sin que pudie­ras encontrarla nunca jamás.
El hijo del zar dio las gracias al anciano, se metió el plumaje en el pecho, el tesoro se lo cargó a la espalda y a su mujer la tomó de la mano. El anciano los condujo hasta la salida del bosque y llegaron feli­ces a casa.
Mucho se alegraron el zar y la zarina con el regreso del hijo al que creían perdido en el bosque. El hijo del zar les contó que había estado al servicio del anciano y cómo había conseguido a la doncella-cisne. Después entregó a su madre el plumaje para que lo guardara y le dijo que de ninguna forma se lo diera a su mujer, ya que se con­vertiría en cisne, saldría volando y nunca jamás la encontraría.
A partir de entonces el hijo del zar y su doncella-cisne vivieron felices.
Una vez salió el hijo del zar de caza y su mujer se quedó sola con la suegra, y venga a insistirle a su suegra:
-¡Dame, madre, mi camisa y así seas feliz! Yo nunca me voy a ir de casa, sólo deseo ponérmela.
Pero la suegra no se la quiso dar.
Pasado algún tiempo volvió a salir de caza el hijo del zar. Y la mujer empezó a porfiar de nuevo y a rogar y a suplicar a su suegra, la zarina:
-¡Dame, madre, mi camisa y así tengas salud! Yo nunca me voy a ir de casa. Deja que me la ponga para estar más guapa.
Pues no. Su suegra no quiso darle la camisa.
Volvió a salir de caza el hijo del zar y su mujer se quedó en casa con la zarina, de nuevo empezó a rogar y suplicar a su suegra:
-¡Dame, madre, la camisa, por tu único hijo!, que yo nunca voy a irme de palacio, verás qué hermosa estaré cuando me ponga esa camisa.
Se dejó engañar la suegra y le dio la camisa. En cuanto que se la puso, se transformó en cisne y dijo:
-Adiós, madre, búscame en la colina de cristal -salió volando por la ventana y desapareció.
Cuando a la noche regresó a casa el hijo del zar, su madre le contó que su mujer no había dejado de acosarla, que había conseguido su camisa a fuerza de artimañas y que en cuanto la obtuvo salió volan­do. Al oírlo, al hijo del zar le invadió una pena tan grande que casi se muere de tristeza. En seguida montó a caballo y, atravesando el bosque, se fue a la cabaña del anciano de blancos cabellos y luenga barba.
Cuando lo encontró, no le dijo quién era.
-¡Que Dios te ampare, anciano!
-¡Y que Él sea contigo, hijo! -le replicó el anciano-. ¿Qué te trae por aquí?
-He venido -le dice el hijo del zar- a hacerte una pregunta.
¿Sabes dónde se encuentra la colina de cristal?
-Hijo -responde el anciano- yo soy zar de treinta y dos vientos. Si existe una colina de cristal en algún lugar del mundo, ellos lo sabrán y te conducirán hasta ella.
Y a la noche, hete aquí a uno de los vientos que silbando dice:
-¡Buenas noches, zar viento!
-¡Que Dios sea contigo, servidor viento! ¿Has visto tú en algún rincón del mundo la colina de cristal?
-No la he visto -responde el viento.
Llegó otro viento que, entre silbidos, dice:
-¡Buenas noches, zar viento!
-¡Que Dios sea contigo, servidor viento! ¿Has visto tú en algún rincón del mundo la colina de cristal?
-Yo no la he visto -responde el viento-, pero he oído que existe tal colina en algún lugar.
Llegó el viento del norte, los árboles se inclinaron hasta el suelo en su presencia, entonces dijo:
-¡Buenas noches, zar viento!
-¡Dios te las dé a ti! -le respondió el anciano.
-¿Has visto en algún rincón del mundo, servidor viento, la colina de cristal?
-La he visto -murmuró el viento-; justamente de allí vengo ahora.
 -Pues mañana, servidor viento, llevarás allí a este hombre.
Se levantó el viento del norte antes de que amaneciera, se cargó a la espalda al hijo del zar que estaba dormido, lo llevó bajo la colina de cristal y allí abajo lo dejó. El hijo del zar, cuando se despertó y vio que había sido conducido bajo la colina de cristal, se alzó y empezó a subir. Gateando llegó hasta la mitad, pero resbaló y cayó abajo. De nuevo empezó a subir la colina, gateando recorrió más de la mitad, pero patinó y volvió a caer. Otra vez empezó a subir el hijo del zar, pasito a pasito finalmente alcanzó la cima. Encontró una cabaña y en la cabaña una anciana. El hijo del zar le dijo:
-¡Que Dios te ampare, anciana!
-Que Él sea contigo, hijo! ¿Qué te trae por aquí?
-¡Pues nada bueno, abuela! -responde el hijo del zar-. Busco a la doncella-cisne porque he oído que está en la colina de cristal. ¿Sabrías tú decirme dónde está, ya que la doncella-cisne es mi mujer?
-Ay, ay, hijo mío, la huella bien la has seguido. Pero yo tengo tres­cientas doncellas-cisne y todas son iguales. Las traeré todas delante de ti, si entre todas ellas reconoces a tu mujer, llévatela; pero si no la encuentras, perderás la cabeza.
¿Qué otra cosa podía hacer sino aceptar la condición? Tanto había soñado con la doncella-cisne que pensó: o la encontraba o moriría.
La anciana sopló un cuerno y al instante llegó volando una enor­me bandada de blancos cisnes que levantó un murmullo con el rozar de sus alas. Al llegar se transformaron en doncellas y se colocaron en fila. Entonces la anciana tomó al hijo del zar de las manos y, de una en una, se fueron acercando a todas ellas a la vez que le preguntaba:
-¿Es ésta?
-No. 
-¿Es ésta?
-No.
-¿Y ésta?
-Tampoco.
Al aproximarse a una, la más hermosa de todas, y preguntarle la anciana: “¿Es ésta?» -se sonrió ella y le hizo un guiño sin que lo viera la anciana.
-Sí -respondió el hijo del zar.
-¿Seguro?
-Sí.
-¿Seguro?
-Sí.
La vieja hizo un ademán a todas las demás, que se convirtieron en cisnes y se marcharon volando. Se quedó sólo la suya, que le susurró al oído:
Quienquiera que sea el que te lleve el almuerzo, tú no te lo comas hasta que te lo lleve yo.
Conque le dice la vieja:
-Si no la llegas a reconocer, habrías perdido la cabeza. Pero toda­vía no es tuya. Te hubiera sido mejor cuidarla cuando estaba contigo. Ahora tienes que superar tres pruebas y sólo entonces será tuya. Vete a esa montaña, y tienes hasta la noche para traerla hasta la colina de cristal.
Cogió el hijo del zar un pico y una azada, se fue allí y empezó a cavar. ¿Pero cómo iba a realizar aquella tarea él solo y en un solo día? Se sentó a descansar y empezó a suspirar. Cuando llegó la hora del almuerzo, allá que fue un niño a llevarle algo de comer. Pero le dijo:
-No quiero lo que me traes -y lo mandó de nuevo a casa.
Al poco, hete allí a su mujer que le trae el almuerzo, al verlo tan triste y tan abatido le dice:
-No te preocupes por nada. Come y vete a dormir. Por la noche, cuando llegues a casa, la vieja te preguntará: «¿Has terminado tu tarea, servidor?» y tú, muy furioso, dile: «Pues claro, pero ahora, abuela, dame de cenar, sabes que estoy hambriento y hasta a ti te comería».
Almorzó el hijo del zar, se acostó y se durmió, mientras, su mujer, con mucha rapidez y sigilo, se fue a pedir ayuda a sus hermanas las doncellas-cisne y a los vientos, conque los vientos en un instante tras­ladaron la montaña hasta la colina de cristal. Al ponerse el sol, el hijo del zar se despertó y vio que ya se habían llevado la montaña, así que cogió el pico y la azada y se fue a buscar a la abuela. Cuando llegó cerca de la cabaña, empezó a gritar:
-¡Buenas noches, abuela! ¿Está preparada la cena?
-¿Has terminado tu tarea, servidor? -preguntó la abuela.
-Pues claro -chilló el hijo del zar-, así que dame en seguida la cena, sabes que estoy hambriento y hasta a ti te comería.
Se extrañó la vieja y rápidamente le dio de cenar.
A la mañana siguiente le dice la vieja:
-Servidor, hoy irás a aquella montaña y talarás todos los árboles que hay en ella, después cortarás la madera y la apilarás en monto­nes.
Se echó el servidor el hacha al hombro y se fue al bosque. Clic, clac, con un gran esfuerzo, al mediodía llevaba cortados tres árboles. Se sentó en un tronco y empezó a lamentarse y a suspirar. ¿Cómo iba a talar todos los árboles antes del anochecer? Al mediodía de nuevo el niño le llevó el almuerzo, como el día anterior, pero el hijo del zar lo mandó a casa diciéndole:
-No quiero lo que me traes.
Al poco, hete allí a su mujer que le trae el almuerzo, al verlo tan pensativo y preocupado, le dice:
-No te inquietes. Almuerza, vete a dormir, a la noche ve a la caba­ña y haz lo mismo que ayer.
Almorzó el hijo del zar, se tumbó y se durmió, otra vez a hurtadillas reunió su mujer a las doncellas-cisne y pidió a los vientos que tala­ran el bosque. En un santiamén los vientos habían terminado, enton­ces las doncellas cortaron la leña y la apilaron en montones. Al poner­se el sol se levantó el hijo del zar y, cuando vio que todo el bosque había sido talado, se echó el hacha al hombro y se fue a la cabaña. Al llegar, gritó furioso:
-¡Buenas noches, abuela! ¿Está lista la cena?
-¿Has terminado tu tarea, servidor? -preguntó la vieja.
-Pues claro -gritó el hijo del zar-, conque dame en seguida la cena, sabes que estoy hambriento y hasta a ti te devoraría.
Se apresuró la vieja y rápidamente le dio la cena.
El tercer día ordenó la vieja al hijo del zar:
-Hoy, sirviente, segarás aquel sembrado, trillarás y aventarás el trigo y molerás el grano para que con la harina te pueda amasar una hogaza para el camino.
El servidor cogió la hoz y se fue al sembrado. Hacia el mediodía de nuevo fue el niño a llevarle el almuerzo, pero le hizo volverse por donde había venido. Llegó su mujer con el almuerzo. Comió y se tumbó a dormir. Mientras, su mujer reunió a todas las doncellas-cisne, segaron y amontonaron la parva, después pidieron a los vientos que se lo trillaran. Llegaron los vientos a la era y en un santiamén estaba todo trillado, luego lo aventaron, hicieron un molino de viento y molieron el grano. Cuando a la tarde se puso el sol, se levantó el hijo del zar y se fue a ver a la vieja.
-¡Buenas noches, abuela! -le gritó furioso-. Ya te he termina­do la tercera prueba. Conque manda a las doncellas que traigan la hari­na y amasa una gran hogaza.
La vieja se asustó mucho, hizo sonar el cuerno, reunió a las don­cellas-cisne y les ordenó que trajeran la harina y amasaran una hoga­za. La mujer del hijo del zar le hizo una señal con la mano y le dijo:
-Esta noche la vieja te va a encerrar en una cuadra. Allí habrá caballos, bueyes y gente. Todos ellos te van a atacar, pero no tengas miedo de nada. Pégalos tú también a ellos y grita.
Cuando terminaron de cenar, la vieja llamó al hijo del zar y le dijo:
-Una cosa más. Esta noche me vigilarás el ganado, como desa­parezca alguno, perderás la cabeza, si me los cuidas bien tendrás tu hogaza para el camino y un caballo, así que te podrás llevar a tu don­cella-cisne.
Conque se marchó a la cuadra. A eso de la medianoche todos se pusieron a atacarlo, los bueyes y los caballos y la gente: mugidos, relinchos, gritos. Ellos le chillaban a él y él aún más fuerte a ellos. Así se estuvieron peleando durante más de una hora, luego se apartaron.
En cuanto amaneció se fue el hijo del zar delante de la cabaña y empezó a gritar y a vocear a la vieja, que no quería abrir la puerta. Esta­ba asustada pensando: «No llega a la hora prevista, de modo que éste es más fuerte y tiene peor genio que yo. Mejor que le deje marchar, no vaya a ser que me mate,. Así que le abrió la puerta. El hijo del zar le gritó:
-¿Has cocido ya la hogaza?
Y la vieja, temblando de miedo, contestó:
-Sí, la he cocido.
-Pues déjame marchar -le gritó el hijo del zar aún más furioso. La vieja fue a la cabaña a por la hogaza, entonces se le aproximó su mujer y le dijo:
-Ahora la vieja te va a mostrar muchos caballos hermosos y fuer­tes, también otros feos y pequeñajos, tú escoge para nosotros los dos más feos.
Volvió la vieja trayendo la hogaza y unos caballos que colocó fren­te a él.
-Aquí tienes -dice la vieja-, escoge los que quieras, uno para ti y otro para tu mujer.
El hijo del zar escogió los dos caballos de peor aspecto que, por cierto, eran caballos alados. Montaron en los caballos, cogieron la hogaza y se fueron a casa volando. Después vivieron felices en su reino por muchos años.

090. Anónimo (balcanes)

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