Una mujer vivía con su
hijo y su hija en un país lejano. El hijo, aunque de pocos años, ya era un
hábil cazador y las cuatro plataformas de almacenamiento construidas alrededor
del iglú siempre estaban llenas de carne. Su éxito en la caza era tan grande
que la familia nunca carecía de nada.
La hermana del joven
cazador le quería mucho, pero su madre cada vez estaba más cansada de sus
cacerías. Siempre que su hijo volvía a casa con alguna pieza, tenía que
trabajar duramente limpiando y quitando la piel a los animales y preparando la
carne para almacenarla. Conforme pasaba el tiempo, la mujer tenía cada vez más
ganas de descansar, pero mientras su hijo continuara cazan-do esto no era
posible. Finalmente su cansancio se convirtió en odio.
Un día, mientras su hijo
dormía, tomó un pedazo de grasa de ballena sucia y lo restregó por sus ojos,
deseando que cegara. Cuando el joven despertó había perdido la vista. Por más
que lo intentaba no veía más que una blancura apagada.
A partir de ese día la
miseria se convirtió en el destino de la familia. El hijo no podía hacer nada
más que quedarse sentado en la cama. Su madre intentaba buscar comida a la
familia atrapando zorros y cazando perdices y ardillas. Pero cuando había
comida la mujer no quería dar a su hijo de comer o beber nada más que los
peores bocados de la carne y un poco de agua sucia traída del lago. Toda la
primavera y el verano los tres vivieron así.
Un día, poco después de
la llegada del invierno, el joven cazador oyó pasos en la nieve. Era un oso
polar que intentaba entrar en el iglú a través de la fina ventana de hielo.
Después de pedir su arco, le dijo a su madre que apuntase la flecha mientras él
tiraba de la cuerda. Al oír el sonido de la flecha cuando chocó con la carne
del oso, el hijo estaba seguro de haber matado el oso.
-¡ Le di! -gritó.
-No -replicó la madre-,
sólo le diste a un trozo de pellejo viejo.
Poco después, el olor de
la carne de oso cociendo en la olla llenó el iglú. El hijo no dijo nada, pero
no dejó de preguntarse por qué su madre le había mentido.
Cuando la carne estuvo
cocida, la mujer sirvió a su hija y a sí misma. A su hijo le dio carne de zorro
viejo. Sólo cuando salió del iglú a buscar agua al lago, la hermana le llevó al
joven cazador carne de oso.
Pasaron cuatro años en
que el hijo siguió ciego. Entonces, una noche, cuando el aleteo y el chillido
de los pájaros anunciaba la llegada de la primavera, el hijo oyó la llamada del
somorgujo de cuello rojo. Como había sido su costumbre durante su ceguera, se
puso a reptar sobre sus manos y rodillas hacia el lago donde sabía que podía
encontrarse el somorgujo.
Cuando llegó al borde del
agua, el pájaro se acercó a él y le dijo:
-Tu madre te cegó
restregándote suciedad por los ojos mientras dormías. Si quieres, te puedo
lavar los ojos. Échate a mi espalda y agárrate por el cuelo. Yo te llevaré.
El hijo dudó que un ave
tan pequeña pudiera hacer una proeza así, pero el somorgujo le tranquilizó.
-No pienses esas cosas.
Súbete a mi lomo. Me voy a sumergir contigo en la profundidad de las aguas.
Cuando empieces a perder el aliento, mueve el cuerpo para avisarme.
El joven hizo lo que
decía, y el somorgujo se sumergió en el agua con el cazador a sus espaldas.
Conforme iban bajando, el joven notaba que el cuerpo del somorgujo crecía cada
vez más y el cuello parecía hincharse entre sus manos. Cuando ya no pudo
contener más el aliento, se agitó como le había indicado y el somorgujo lo
subió a la superficie.
-¿Qué ves? -preguntó el
somorgujo.
-No veo más que una luz
grande -contestó el joven.
-Te meteré en el agua
otra vez -dijo el somorgujo-. Cuando em-pieces a ahogarte, sacude un poco el
cuerpo.
Esta vez el buceo duró
mucho tiempo, pero, cuando por fin llegaron a la superficie, el joven veía
claramente. Podía distinguir las rocas más pequeñas de las montañas lejanas.
Describió al somorgujo lo que veía.
-¡La ceguera ha
desaparecido! ¡Veo mejor que antes!
-Tu vista es demasiado
aguda para bien tuyo -le dijo el somor-gujo-, baja conmigo otra vez y recobrarás
la vista como era antes de que cegaras.
Y así fue. Cuando el
joven salió del agua por última vez su vista era la misma de antes. Ahora el
cazador podía ver el somorgujo, y se dio cuenta de que su cuerpo era tan grande
como un kayak.
Cuando llegaron a la
orilla del lago, el hijo preguntó al somorgujo qué le podía dar a cambio de su
amabilidad.
El somorgujo contestó.
-Para mí no quiero nada
más que unos cuantos peces. Échame algunos en el lago de vez en cuando. Ésa es
la única comida que tomo.
El joven accedió y se
dispuso a volver a casa. Quedó dolorosamente sorprendido al ver las
desgraciadas condiciones en que se había visto obligado a vivir mientras estaba
ciego. Las pieles que había usado para dormir estaban mugrientas de suciedad y
chinches. El agua que bebía y la comida estaban atestadas de piojos. Aun así,
se sentó en un rincón y esperó a que su madre despertara.
Cuando su madre despertó,
el joven cazador pidió de comer y beber.
-Tengo hambre y sed.
Primero tráeme algo de beber.
La madre hizo lo que le
mandó, pero el agua que llevó estaba tan sucia que el hijo le devolvió la taza
diciendo:
-¡No probaré esa
porquería!
-Así es que puedes ver,
hijo mío -dijo la mujer. Y se fue a buscar comida y agua limpia.
Con el tiempo, el joven
cazador volvió a ser el de antes y pudo reanudar sus cacerías con el mismo
éxito de entonces. Pasó un año en el que las plataformas de guardar comida
volvían a estar llenas de abundante caza.
La primavera siguiente el
cazador se dispuso a salir a cazar ballenas. Le puso un nuevo forro de piel a
su bote de cazar ballenas y preparó cuerdas, arpones y lanzas. Cuando el mar
quedó libre de hielo, lanzó el bote al agua y se llevó a su madre consigo en
busca de ballenas.
-Ocúpate del timón -le
dijo-. Yo me encargo de arponear.
De vez en cuando veían
asomar algunas ballenas, pero el joven cazador esperó hasta que encontraron una
grande cerca del bote. Finalmente llamó a su madre, que, no sabiendo lo que su
hijo iba a hacer, fue a ayudarle. Arrojó el arpón, asegurándose de que el gancho
se había hincado en la carne de la ballena, y luego ató el otro extremo de la cuerda
ala muñeca de su madre y la tiró por la borda.
Atrapada como estaba, la
mujer fue arrastrada por el agua, bajando y subiendo como las olas. Gritó e
hizo reproches a su hijo diciendo:
-Cuando eras niño te di
de mamar. Te di de comer y te limpié. ¡Y ahora me haces esto!
Finalmente desapareció.
Durante muchos años los cazadores contaron que la veían en las olas y oían su
canto de desesperación llevado por los vientos a todas partes.
Fuente: Maurice Metayer
036. Anónimo (esquimal)
No hay comentarios:
Publicar un comentario