Hace mucho tiempo, en el
pueblo de Tiqeraq vivían un hombre y su mujer. Su hija era una gran cazadora y
tenía una resistencia y una fuerza excepcionales. Cuando iba de caza en kayak,
se marchaba muy lejos y dejaba a los demás cazadores atrás. A menudo esperaba
hasta que los otros se perdían de vista antes de ponerse en camino. Luego,
remando rápidamente, los alcanzaba en muy poco tiempo.
Usaba un kayak largo, de
dos asientos. A su padre le gustaba llevar el timón mientras ella remaba y
arrojaba el arpón. Un día padre e hija se marcharon de casa en su kayak.
Estuvieron cazando algún tiempo y luego decidieron volver a casa. Cuando
regresaban, surgió una bestia del mar gruñendo furiosamente. Cuando la bestia
se acercó al kayak, la muchacha arrojó el arpón. En ese mismo instante se
desmayó.
Cuando volvió en sí y
abrió los ojos, se encontró arrodillada en una costa desconocida. Miró
alrededor sin saber adonde ir. Por fin echó a andar en dirección oeste,
siguiendo la línea de la costa. Paró varias veces en busca de señales que
indicasen la presencia de gente, pero no había nada, ni la más leve señal de
que el lugar estuviera habitado.
Después de un largo
recorrido tropezó con unos leños cortados. Desde ese momento encontró varias
veces leña, que parecía recién cortada. Sabía que pronto iba a encontrar gente.
Un poco más adelante
tropezó con un kayak que estaba en la orilla. Miró en torno en busca del dueño,
cuando una voz dijo:
-Mi kayak ha atrapado a
alguien. Si es un hombre, lo mataré. Si es una mujer, vivirá.
No bien había oído la
muchacha estas palabras, el dueño del kayak llegó corriendo hacia ella.
Tomándola del brazo, el hombre la condujo a su iglú y la hizo su esposa. Este
hombre iba a cazar a menudo, levantándose por la mañana muy temprano y
desplazán-dose durante muchas horas en su kayak. Era un mago, que podía ir en
este maravilloso kayak por tierra y por mar. Cuando él estaba fuera cazando, su
mujer se quedaba en el iglú ocupada en varias tareas caseras.
Cada vez que se quedaba
sola iba a visitarla un niño pobre. Nunca le vio acercarse ni pudo decir de
dónde venía. En un momento no estaba allí; un instante después, estaba de pie
junto a ella. Cuando la joven notaba su presencia y después de terminar su
trabajo, siempre le daba al niño un trozo pequeño de carne. Cogiendo la comida,
el niño desaparecía tan silenciosamente como había llegado. Un día, viéndole
marcharse, la joven pudo descubrir dónde estaba su casa. El niño pobre vivía en
el iglú de su abuela, que en realidad estaba cerca, pero tan oculto a la vista
que la joven no lo había advertido.
Una mañana, cuando su
trabajo estaba hecho y había dado al pequeño huérfano de comer, dijo:
-La abuela quiere que
vayas.
La chica le siguió
inmediatamente al iglú de la vieja mujer. Tan pronto como la vio, la abuela
empezó a decir:
-Has alegrado la vida de
mi nieto dándole algo de comer. Te está agra-decido. Por eso quiero avisarte que
te espera un gran peligro. Este hombre que has tomado por marido está cansado
de ti. Pronto va a matarte. Ya ha tenido muchas esposas, y cuando se cansó de
ellas, las mató. Cuando vuelva de viaje, te llegará a ti el turno. Su despensa
está llena de la carne de sus esposas muertas. Sola, no tienes posibilidades de
escaparte. Te matará. Las otras mujeres nunca apreciaron a mi nieto. Nunca le
dieron ninguna comida. Por eso no hice nada por ellas. Pero a ti quiero
ayudarte. Vuelve aquí mañana. No va a ser fácil para mí salvarte de este
peligro, pero lo intentaré. Ahora vuelve a casa de prisa antes de que tu marido
regrese.
La mujer volvió a casa.
Cuando su marido regresó de cazar, notó que había cambiado. Estaba del mal
humor; ni siquiera la miró. Era como si estuviera enfadado con ella. El hecho
de que se negara a mirarla a la cara confirmaba sus sospechas y la convenció de
que lo que había dicho la mujer era cierto. A la mañana siguiente, cuando su
marido se hubo marchado y ella había hecho el trabajo doméstico, fue al iglú de
la vieja.
La abuela le anunció:
-Va a intentar matarte
cuando vuelva al anochecer. No tengo nada que te proteja de él. Sólo un balde
pequeño. Únicamente esto te puede salvar de ese gran peligro.
La vieja mujer continuó
hablando como si pudiera ver la escena que describía.
-Aquí está tu marido, que
se prepara para volver a su iglú a matarte. Cuando llegue, quédate aquí. Ahora
está en camino. Toma este balde, que está hecho de piel de foca y tiene algo en
el fondo.
Los movimientos y las
palabras de la abuela eran los de un mago. Uno juraría que estaba junto al
hombre e imitaba todo lo que éste hacía.
-Está en su iglú. Ahora
entra. Te busca. Cree que has desapare-cido. Sale. Te busca alrededor del iglú.
Va en su kayak mágico. Viene aquí. ¡Coge este balde en la mano!
Diciendo esto, la maga
dio el balde mágico a la muchacha.
-Mira hacia fuera; cuando
aparezca la proa del kayak, tira el cubo encima de él. ¡Ahí viene! Dentro de un
momento aparecerá en la entrada. ¡Ahí está!
Cuando la proa del kayak
maravilloso apenas asomaba en la entrada, la muchacha tiró el cubo.
Inmediatamente perdió el sentido y no supo qué pasaba a su alrededor.
Cuando volvió en sí, se
encontró otra vez de rodillas en una playa extraña, sin saber adonde ir. Se
puso a andar por la orilla del mar. De vez en cuando paraba a descansar.
Finalmente llegó a un iglú y entró.
Dentro, completamente
sola, había una mujer. La mujer no ofre-ció nada de comer a su visitante. Más
bien se disculpó diciendo:
-No te ofrezco nada de
comer porque tengo miedo de lo que pueda decir mi hermano mayor.
La joven mujer de Tikeraq
no se quedó más que un rato. Cuando estaba lista para irse, la mujer del iglú
le dio este consejo:
-No mires atrás cuando te
marches. Sólo cuando hayas recorrido una cierta distancia puedes volverte si
quieres.
La muchacha siguió el
consejo. Después de andar algún tiempo, se volvió y vio a un gigantesco animal
salvaje, distinto a todo lo que había visto hasta entonces, tendido en el suelo
junto al iglú.
Siguió andando y vio otro
iglú a lo lejos. Aquí vivían varias perso-nas, y le dieron de comer y la
dejaron dormir. A la mañana siguiente, después de comer otra vez, uno de los
hombres le preguntó:
-¿Te quedas con nosotros?
-No -contestó-, voy a
continuar.
-¿Y a dónde vas?
-Por ese camino, hacia el
oeste; en esa dirección voy.
Entonces el hombre le
dijo:
-En ese sitio a donde quieres
ir hay seres que matan a los hombres. No están lejos de aquí. A ti, por ser una
mujer, te matarán sin dudarlo. Hace muy poco que asesinaron a nuestro hijo. No
tienes ningún arma con qué defenderte. Toma ésta. Así podrás librarte de ellos.
El hombre tomó del
cinturón un cuchillo de mango corto. El mango era tan corto que era difícil
agarrarlo. Pero su pequeño tamaño hacía que fuera fácil ocultarlo en un
bolsillo o en un cinturón. Era un arma mágica que tenía el poder de matar cosas
terribles.
-Aquí -dijo el hombre-
tienes un arma que te salvará del peligro.
Para enseñarle a la
muchacha cómo usarlo, el hombre humedeció la hoja con saliva y metió el mango
en la pared del iglú junto a él. A su pesar, la muchacha se sintió atraída
hacia la afilada hoja de cobre. Después de haber demostrado sus poderes, el
hombre tomó el cuchillo y se lo dio diciendo:
-Tómalo y llévalo
contigo.
Después de despedirse, la
muchacha anduvo hasta que llegó a los iglús de las bestias contra las que la
habían prevenido. La recibió el criado de uno de los ogros, que la condujo del
brazo al iglú de su señor.
Al ver a la muchacha el
ogro dijo:
-¡Una mujer! A ésta no le
queda mucho de vida.
Después de un breve
silencio, la chica respondió:
-Sí, no soy más que una
mujer. No me queda mucho de vida.
El ogro habló otra vez:
-Ésta es una mujer de
mucha labia. No le queda mucho de vida.
Una vez más la chica
contestó:
-Sí, tengo mucha labia y
no me queda mucho de vida.
En este momento el ogro
se preparó para saltar sobre la muchacha. Ella exclamó:
-Mira, no soy más que una
mujer, y no me queda mucho tiempo de vida.
Diciendo esto, sacó el
cuchillo del cinturón, mojó la hoja con saliva y metió el mango en la nieve del
lado del iglú donde ella estaba. La magia del cuchillo atrajo al ogro hacia la
hoja. Dio pisotones e intentó resistir, pero sus esfuerzos fueron inútiles.
Cada vez más deprisa fue atraído hacia el cuchillo. A su pesar, se vio arrojado
sobre el arma. La herida fue mortal.
Cuando se conoció la
noticia de la muerte del ogro, la gente del pueblo acudió a dar las gracias a
la muchacha por haberles librado de esta amenaza. Pensando que aún podía haber
más mata-hombres en la zona, la muchacha preguntó:
-¿A dónde tengo que ir
ahora para encontrar más como él?
-Aquí no hay más
-respondió la gente- y estamos muy contentos porque teníamos mucho miedo. Pero
allá en Tikeraq hay un ogro que mata a los viajeros. Lo hemos oído a la gente
que vive en tierra y van allí en busca de aceite de foca.
Estas novedades hicieron
a la muchacha pensar en el pasado. Se preguntó cómo podía ser esto en su propio
pueblo de Tikeraq, en el que nunca había habido estas bestias.
-Las noticias deben ser
ciertas. Recuerdo que en el pasado la gente venía a nuestro poblado, a Tikeraq,
en busca de aceite.
Pensando estas cosas,
reanudó el viaje.
Cuando se aproximaba a
los iglús de Tikeraq, otro criado de un ogro salió a recibirla y la llevó a
casa de su señor. Al entrar en el iglú, los que estaban presentes reconocieron
inmediatamente a la muchacha. Su padre, sobre todo, estaba jubiloso.
-Desde que desapareciste
no he hecho más que matar gente. Yo mismo me convertí en un mata-hombres. Desde
ahora esto se acabó. No mataré a nadie más.
Entonces la hija contó
las aventuras que había corrido desde el día en que se desmayó en el kayak de
su padre. Cuando ella terminó su historia, su padre le explicó lo que le había
pasado a él y a su gente.
-Nosotros fuimos los
únicos que comimos la carne de aquella bestia terrible que arponeaste aquel
día. Aún queda alguna. No le dimos nada a nadie. Quizá fue la carne lo que me
convirtió en un ogro. Pero, después que tú te fuiste, no teníamos a nadie que
cazara para nosotros. Maté a los que venían aquí en busca de carne.
La joven sacó su
cuchillo, lo humedeció y lo puso a su lado. Su padre y los demás del iglú
fueron atraídos hacia él, y hubieran muerto apuñalados si la chica no lo
hubiera sacado a tiempo.
-Fue esta hoja la que me
salvó -dijo-. La usé para matar al ogro.
El padre quedó
atemorizado por esta demostración, pero su alegría era aún mayor por tener de
nuevo a su hija. Declaró que nunca más volvería a matar.
Fuente: Maurice Metayer
036. Anónimo (esquimal)
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