Érase
un pobre huérfano que se quedó sin padres a los pocos años y carecía de bienes
de fortuna y de talento. Su tío se lo llevó a casa, lo sostuvo y cuando lo vio
un poco crecido lo puso a guardar un rebaño de ovejas. Y un día, queriendo
probar su talento, le dijo:
-Lleva
el rebaño a la feria y mira de sacar todo el provecho posible, de modo que con
las ganancias tú y el rebaño podáis vivir; pero has de volver a casa con el
rebaño completo, sin que falte una cabeza, y con el dinero que hayas sacado de
cada oveja.
-¿Cómo
me las arreglaré para eso? -pensaba el huérfano, sentado al lado del camino
mientras el rebaño pacía por el campo.
Una
hermosa doncella acertó a pasar por allí y viendo al muchacho tan pensativo, le
preguntó:
-¿En
qué piensas, buen mozo?
-¿No
he de pensar? Mi tío me ha armado un lazo para perderme. Me ha encargado una
cosa que, por más que me devano los sesos, no sé cómo voy a cumplirla.
-¿Qué
te ha encargado?
-Verás.
Me ha dicho: "Lleva el rebaño a la feria y saca de él todo el provecho
posible, de modo que tú y el rebaño podáis vivir; pero vuelve a casa con el
rebaño completo, sin que falte una cabeza, y con el dinero que hayas sacado de
cada oveja".
-Eso
no es muy difícil -dijo la doncella.- Esquila las ovejas y vende la lana y
sacarás provecho de cada una; el rebaño quedará completo y tú podrás vivir con
el dinero.
El
zagal dio las gracias a la doncella y siguió su consejo. Esquiló las ovejas,
vendió la lana en el mercado, volvió con el rebaño a casa y entregó el dinero a
su tío.
-Perfectamente
-dijo su tío,- pero juraría que no ha salido eso de tu mollera. ¿Quién te lo ha
enseñado?
-Es
verdad -confesó el joven,- no ha salido de mi mollera; pero me encontré a una
hermosa doncella que me lo enseñó.
-Pues
harías bien en casarte con esa inteligente doncella. Sería una fortuna para ti,
que no tienes dónde caerte muerto ni que esperar mucho de tu talento.
-No
me disgustaría casarme con ella -contestó el sobrino.
-Yo
lo arreglaré todo, pero antes habrías de hacerme un favor. Coge el trigo y
llévalo a vender al mercado. Cuando regreses, si lo has vendido bien te casaré
con esa doncella.
El
huérfano fue al mercado a vender el trigo de su tío. Por el camino encontró a
un rico molinero.
-¿A
qué vas a ir ciudad? -le preguntó el molinero.
-Voy
al mercado a vender el trigo de mi tío.
-Entonces
iremos juntos.
Y
siguieron juntos, el molinero en su birlocha tirado por un caballo castaño y
gordo, el huérfano en su carrito tirado por una yegua torda y trasijada. Se
detuvieron en campo raso para pasar allí la noche, desengancharon las bestias y
los hombres se echaron a dormir. Y sucedió que aquella misma noche, a la yegua
le nació un potrillo. El rico molinero se despertó antes que el huérfano, vio
el potrillo y lo puso al lado de su yegua castaña. Cuando despertó el huérfano,
empezaron a discutir.
-No
es tuyo, sino mío -decía el codicioso molinero,- porque tu yegua lo ha dejado
debajo de mi castaño.
Siguieron
discutiendo hasta que resolvieron llevar el asunto a los tribunales y al llegar
a la ciudad se dirigieron al palacio de justicia. Pero el juez les dijo:
-Es
costumbre en esta ciudad que cuando alguien quiere resolver un asunto ante los
tribunales de justicia, ha de adivinar primero cuatro acertijos. A ver decidme:
¿cuál es la cosa más fuerte y más ligera del mundo; cuál es la cosa más pingüe
de este mundo; y cuál es la cosa más blanda y la cosa más dulce de este mundo?
El
juez les dio tres días para pensar y dijo:
-Si
adivináis mis acertijos seré juez entre vosotros según la ley: de lo contrario
no os ofendáis si os mando a freír espárragos.
El
molinero fue a ver a su mujer y le contó lo sucedido, repitiéndole los
acertijos que se trataba de adivinar.
-Esos
acertijos no son un enigma -contestó la mujer.- Si te preguntan qué es lo más
fuerte y ligero del mundo, di que mi padre tiene un caballo negro tan fuerte y
tan ligero de piernas que corre más que una liebre. Si te preguntan qué es lo
más pingüe del mundo, acuérdate del verraco que estamos cebando y que no puede
tenerse en pie de tan gordo. Y en cuanto al tercer acertijo, claro está que
nada hay tan blando como la almohada. Y si te preguntan por lo más dulce del
mundo, contesta: "¿Puede haber para un hombre algo más dulce que la mujer
de su corazón?"
Pero
el huérfano se alejó de la ciudad y se sentó junto a un camino a reflexionar
sobre su desgracia, pues en vano se calentaba los cascos buscando descifrar lo
que para él eran verdaderos enigmas. Y he aquí que acertó a pasar por el camino
la misma doncella.
-¿Por
qué vuelves a estrujarte los sesos, buen mozo?
-Porque
el juez me ha propuesto cuatro acertijos que no lograré descifrar aunque viva
mil años.
La
doncella se rió y le dijo:
-Preséntate
al juez y dile que lo más fuerte y ligero del mundo es el viento, que lo más
pingüe es la tierra porque alimenta todo lo que vive y crece sobre ella; que lo
más blando es la palma de la mano, pues por blando que duerma el hombre siempre
pone la mano bajo la cabeza, y que no hay nada ten dulce en el mundo como un
dulce sueño.
El
pobre huérfano se inclinó ante la doncella hasta la cintura y le dijo:
-¡Gracias,
oh, la más inteligente de las doncellas, por haberme salvado de una verdadera
ruina!
Al
tercer día, el molinero y el huérfano se presentaron ante el tribunal a
contestar los acertijos. Y dio la casualidad de que el Zar en persona ocupaba
la presidencia del estrado y quedó tan admirado de las contestaciones del
huérfano, que ordenó que la causa se fallara a su favor y que se expulsara al
molinero con vilipendio. Luego el Zar preguntó al huérfano:
-¿Son
hijas de tu ingenio esas contestaciones o te las ha dictado alguien?
-En
honor a la verdad he de decir que no son mías; una hermosa doncella me las ha
dictado.
-Pues
te ha instruido bien; muy sabia debe de ser. Anda y dile de mi parte que si es
tan inteligente y sensata, comparezca ante mí mañana: ni a pie ni a caballo, ni
desnuda ni vestida y con un presente en sus manos que no sea un regalo. Si
cumple mi deseo, el galardón que obtendrá será digno de un Zar y la elevaré
sobre lo más alto.
El
huérfano volvió a salir de la ciudad tan apurado como antes, porque se decía:
"¡Pero si no tengo la menor idea del lugar donde puedo encontrar a la
hermosa doncella! ¡Y vaya un encarguito que tengo para ella!" Apenas
acababa de pensar esto, cuando pasó por allí la inteligente y hermosa doncella.
El huérfano le contó cómo sus adivinanzas habían complacido al Zar y cómo éste
deseaba verle y tener una prueba de su inteligencia, y cómo había prometido
galardonarla. La doncella pensó un poco, y luego dijo al huérfano:
-Búscame
un chivo de larga barba y una red grande y cógeme un par de gorriones. Mañana
nos encontraremos aquí mismo, y si el Zar me da un premio nos lo partiremos.
El
huérfano cumplió las órdenes de la doncella y la esperó al día siguiente junto
al camino. La doncella se presentó, se quitó la túnica y se envolvió en la red
de cabeza a pies; luego se sentó sobre el chivo, cogió un gorrión en cada mano,
y ordenó al huérfano que guiase en dirección a la ciudad. El joven la llevó
ante el tribunal donde esperaba el Zar, y ella inclinándose ante éste, le dijo:
-Ante
ti me presento, soberano Zar, ni a pie ni a caballo, ni desnuda ni vestida, y
te traigo un presente en mis manos que no es un regalo.
-¿Dónde
está? -preguntó el Zar.
-¡Mira!
-dijo ella presentando al Zar los dos gorriones; pero cuando el Zar alargó la
mano para tomarlos de manos de la doncella, los gorriones abrieron las alas y
escaparon volando.
-Bien
dijo el Zar,- veo que puedes competir conmigo en talento. Quédate en la corte y
cuida de mis hijos y te daré una buena recompensa.
-No,
mi soberano señor y Zar, no puedo aceptar tu gracioso favor, porque he
prometido a este joven que nos partiríamos el premio por sus servicios.
-Vamos
a ver: eres muy inteligente e ingeniosa, pero en esta ocasión te falla la
cabeza y no juzgas conforme a la razón. Te ofrezco un cargo honroso y elevado
con una gran recompensa. ¿Por qué no puedes compartir el galardón con ese
joven?
-¿Pero
cómo podría compartirlo?
-¿Cómo,
inteligente doncella? Pues, si ese buen mozo no te es indiferente, casándote
con él, ya que el honor, la suerte, las penas y las alegrías se comparten entre
marido y mujer por igual.
-Veo
que eres un sabio, soberano Zar, y no quiero hacerte hablar más -dijo la
hermosa doncella.
Se
casó, pues, con el huérfano, y aunque éste no tenía mucha cabeza tenía en
cambio mucho corazón y vivió con su sabia mujer en continua felicidad y
armonía.
062. Anónimo (rusia)
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