En cierta ciudad muy lejana vivía
cierto tambor del ejército con su mujer. El matrimonio no tenía hijos, pero la
mujer adoraba a los niños de los demás. En aquella ciudad habitaba también un
mercader extraordinariamente rico. Y resulta que el zar trasladó aquel
regimiento a otro lugar. Y justo cuando el regimiento estaba a punto de
marcharse de la ciudad, la mujer del mercader dio a luz a un precioso
varoncito.
La mujer del tambor, no pudiendo
contenerse, robó al niño y pidió a su marido que lo sacara escondido en su
tambor.
Cuando llegaron a la otra ciudad,
bautizaron al niño y lo criaron con muchísimo cariño.
Al cabo de unos cuantos años, el
niño se había convertido en un muchacho fuerte e inteligente. Cuando estuvo en
edad de ir a la escuela, empezó a estudiar música y tal talento demostró que
en seguida aventajó a los otros niños e incluso a su maestro.
Murió su padre adoptivo y los
oficiales lo nombraron director de la banda. Pero aquel tipo de vida no le
gustaba, y una voz en su interior le persuadía y le apremiaba para que se
marchara a los confines del mundo. Conque huyó del ejército, llevando
con él sólo el tambor, que era su única herencia. Entonces llegó a un enorme
bosque y se internó hasta lo más profundo como si los perros le fueran pisando
los talones. Por tres días y tres noches estuvo recorriendo aquel espeso
bosque, pero no había forma de encontrar la salida. Al tercer día, ya al filo
de la noche, llegó hasta un árbol extraordinariamente grueso. Como también
tenía mucha hambre decidió subirse al árbol a ver si divisaba desde allí algún
camino para salir del bosque. Desde la copa del árbol vislumbró allá a lo lejos
una lucecita, y paró no equivocarse de camino tiró su sombrero en aquella
dirección. Anduvo todavía un largo trecho hasta que por fin, completamente
exhausto, salió del bosque y, atravesando una verde pradera, llegó a una linda
cabañita. Llamó a la puerta y salió a abrirle un anciano jorobado. El muchacho
se lamentó de su desgracia y suplicó que le diera algo de comer. El anciano le
ofreció un cuenco de fruta hervida y un jarro de agua fría.
Cuando el muchacho hubo
recuperado las fuerzas, el viejo le mostró una cama de heno tierno y musgo y
le dijo que durmiera mientras él se iba a preguntarle a Dios qué es lo que
sucedería al día siguiente en la tierra. Mucho se extrañó el muchacho, mas al
fin se durmió. Se levantó justo cuando salía el sol y empezó a buscar agua para
lavarse. Delante de la cabaña, entre los árboles, vio un estanque de aguas
cristalinas y allí fue a lavarse. Al volver hacia la cabaña vio que venían
volando doce hermosas ánades, las cuales, para su gran sorpresa, se despojaron
del plumaje y en un instante se convirtieron en doncellas encantadoras.
Rápidamente se bañaron, se volvieron a poner sus vestidos de pájaro, se
convirtieron en patos y remontaron el vuelo hacia el mismo lugar del que habían
venido.
El muchacho esperaba con ansiedad
el regreso del ermitaño. Cuando volvió éste, le contó todo lo que había visto.
El anciano le dijo:
-Es cierto lo que dices; has
visto a las doce hermanas encantadas de la Montaña de Oro, a quienes su perversa madrastra y
el hermano de ésta retienen bajo su poder. ¿Te gustaría salvar a alguna de
ellas? Si quieres, no tienes más que ir al estanque mañana al amanecer, antes
de que salga el sol, y esconderte entre los arbustos que hay detrás, y cuando
lleguen las patas coge las plumas de la última que se las haya quitado y las
escondes en el tambor. Así conseguirás salvarla y ésa será tu mujer. Pero
esconde bien las plumas; pues en caso de que las encontrara, la habrías perdido
para siempre.
Al día siguiente las ánades
llegaron volando y se quitaron el plumaje, entonces el mancebo, con mucho
sigilo, coge las plumas de la más joven y se marcha corriendo a la cabaña. Nada
más esconder las plumas en el tambor, se presentó en la cabaña la desnuda y
llorosa doncella y rogó al ermitaño que le diera algo de ropa, pues alguien le
había quitado las suyas mientras se bañaba. El anciano con hierba seca le tejió
una especie de camisa y su liberador le dio el capote militar. Como en los
alrededores no hubiera ningún sacerdote para celebrar el matrimonio, los casó
el ermitaño bajo el roble milenario que había extendido sus ramas por encima de
la cabaña. Luego el anciano escribió una carta y se la dio al muchacho
diciéndole:
-Esta carta dásela a tu padre, su
nombre está escrito en ella. Tu padre vive en la gran ciudad que hay junto a la
costa y continuamente se lamenta por tu ausencia, ya que a ti te robó una
malvada mujer.
Le dio también algo de dinero y
buenos consejos para el viaje y le pidió que pasado un año volviera a visitarlo
para contarle cómo se sentía en su nuevo estado.
Con el corazón lleno de
agradecimiento, el muchacho le prometió volver y se encaminó con su mujer
hacia el hogar. En una pequeña ciudad cercana compró a la novia trajes de
mujer para que no tuviera que sentirse avergonzada.
Al llegar a su ciudad natal se
separó de su mujer, pues primero quería llegar solo a casa de sus desconocidos
padres. Su mujer le advirtió que no dejara que la madre lo besara antes que el
padre, ya que, si esto sucediera, al instante se olvidaría de ella y de su
propio pasado. Él se lo prometió y se encaminó a casa. A su padre, conocido
mercader, lo encontró sin dificultad. Subió al piso de arriba y le dio la
carta. El padre, que se acababa de levantar, cogió la carta y se puso a leerla
en voz alta. La madre, que se despertó entonces, al oír que aquel buen mozo era
su único hijo, saltó de la cama y, en su gozó, besó al hijo en la frente. En
aquel mismo momento olvidó a su esposa leal y toda su vida pasada.
Su mujer lo estuvo esperando por
mucho tiempo delante de la ciudad, pero como tardaba tanto, se imaginó que
había sucedido aquello que ella más temía.
Cerca de la ciudad corría un
claro arroyuelo y la joven, para refrescarse tras el largo y pesado viaje, fue
allí a bañarse. No llevaba mucho bañándose, oculta tras los matorrales, cuando
llegó al arroyo una engreída criadita, que al mirar al agua y ver tan hermoso rostro
de mujer pensó que se estaba viendo a sí misma, de modo que se fue a casa y le
dijo a su ama que no quería servirla más puesto que era mucho más guapa que su
señora.
La desdichada joven fue a parar a
esa misma casa para pedir que la tomaran como sirvienta. Tanto le agradó tan
tímida doncella a la anciana señora que inmediatamente la tomó a su servicio.
Era ésta la esposa de un hombre muy rico. La doncella se esmeraba tanto en
cumplir todas las tareas que le encomendaban que la anciana señora, para todo
quisquillosa y difícil de contentar, en más de una ocasión la elogió. Pero
pasado algún tiempo, la anciana señora empezó a comportarse de manera muy
diferente, a saber, había prometido a su única hija con el hijo de un rico
mercader que había vuelto recientemente de lejanas tierras.
A la diligente doncellita, hasta
hace poco encantada princesa, no le costó mucho darse cuenta de que el hijo de
aquel rico comerciante no era otro que su marido.
El día de la boda se encerró en
su habitación, cogió tres huevos, cascó uno y de él sacó un fantástico vestido
de seda roja bordado de oro. Se puso el vestido y se presentó en el salón donde
estaban los invitados reunidos. Todos se quedaron sorprendidos ante la belleza
de la desconocida princesa -pues tal vestido no lo hubiera podido tener ninguna
otra mujer-. Aunque nadie la conocía, ni siquiera su propio marido, todos le
pidieron que se quedara en la boda. Los hombres la admiraban, las mujeres, en
especial la joven novia, envidiaban su belleza y su maravilloso vestido.
A escondidas, la anciana
mercadera empezó a pedirle a la princesa extranjera que le vendiera el
vestido. Pero ella le respondió que ese vestido no lo daría por dinero, sino
que la tendría que dejar entrar en el dormitorio con el novio esa primera noche.
La madre de la novia se asustó,
pero su hija y la vieja mercadera le rogaron que consintiera en ello. Entonces
echó un brebaje en el vaso del novio que en cuanto lo bebió se quedó dormido
tal cual si la muerte hubiera venido a por él.
Lo llevaron al dormitorio y, como
los invitados ya se habían dispersado, la princesa también se fue al
dormitorio. Lo zarandeó un poco y le dice:
-Oh, ¿es cierto que me has
olvidado por completo? ¡Estoy perdida!
La vieja mercadera estuvo toda la
noche fisgoneando detrás de la puerta y todo lo oyó. Al despertarse el novio,
su primera mujer le preguntó si lo había olvidado todo y si verdaderamente no
se acordaba de que él la había salvado allí junto al estanque ni de que el
ermitaño los había casado. El joven se puso muy pensativo mas no dijo nada.
Luego la doncella se fue a su
habitación, cascó otro huevo y sacó de él un vestido aún más bonito que el
anterior.
Después del almuerzo el novio
pidió que cada uno de los invitados contara un cuento. Cuando hubieron
terminado todos los convidados también se puso él a hablar:
-Tenía un cofre con su cerradura
de oro y la llave también era de oro; me ocurrió la desventura de perder la
llave. Encargué que se me hiciera una llave de plata, pero justo entonces
encontré mi querida llave de oro. Decidme pues, ¿cuál de las llaves he de usár
y a cuál de ellas renunciar?
Todos los invitados estuvieron de
acuerdo en que debería renunciar a la llave de plata, que no era la apropiada,
entonces el novio sacó del bolsillo una hoja de papel y dijo:
-¡Firmad todos que tengo que
desechar la llave de plata!
Después de que todos hubieran
firmado, él les empezó a contar sus aventuras con el ermitaño y todos se
quedaron petrificados de extrañeza. La avergonzada recién casada, sin más,
salió huyendo de la boda junto con su madre y su padre. Pero no fue esto
impedimento para la alegría general. En el lugar reservado a la novia se sentó
la hasta hace tan poco triste princesa y de nuevo llegó el turno para las
chanzas propias de la ocasión.
Después de la boda los dos
jóvenes se sentían aún más felices. El joven esposo escondió las plumas de pato
y el tambor en un viejo armario que había en su dormitorio.
Un día el marido salió de caza.
Para su malaventura, la llave del armario, que siempre llevaba consigo, se le
había caído en el lecho. Cuando su mujer estaba haciendo la cama, la encontró.
En seguida le vino a la cabeza el viejo armario y, con femenina curiosidad, se
fue a abrirlo. En el armario sólo encontró el viejo y polvoriento tambor. ¿Qué
puede haber en este tambor?», pensó su mujer que, cogiendo el tambor, lo entreabrió sin sospechar nada
malo y alargó la mano a las blanquísimas plumas. Nada más tocar las plumas se
convirtió en ánade. Agitó tristemente las alas y por la ventana abierta salió
volando hasta un árbol cercano. Desde el árbol llamó a la madre del novio que
había llegado corriendo al dormitorio.
-¡Dale recuerdos a mi infeliz
marido! A partir de ahora mi morada estará en la Montaña de Oro -y
gorjeando lastimosamente se remontó hacia las nubes.
No había hombre más desdichado
bajo el sol que su abandonado marido. Pero él no lo dudó mucho, sino que se
encaminó directamente a la cabaña del ermitaño en busca de algún consejo útil.
Dejó encargado a sus padres que si no volvía a casa en tres años, repartieran
sus bienes entre los pobres. Tras un largo y pesado viaje llegó a la cabaña del
anciano ermitaño, que se alegró mucho al verlo.
Con mucho pesar el muchacho le
contó sus desventuras mas el anciano le comunicó que desde aquella ocasión las
patas no habían vuelto al estanque, por lo que resultaba vano esperarlas allí.
El anciano le aconsejó que fuera a ver a su hermano que vivía a trescientas
millas de distancia desde allí. El hermano del ermitaño tenía un mapa de todo
el mundo y, tal vez, él podría decirle dónde se encontraba la Montaña de Oro. El anciano
escribió una carta para su hermano enviándole saludos y al joven le explicó
adónde y cómo tenía que ir.
Tras mucho viajar, llegó el
muchacho hasta donde vivía el hermano del ermitaño, que también era un hombre
piadoso. Mucho se alegró al ver a un ser humano y al recibir noticias de su
hermano, de quien desde hacía ya cien años no sabía nada. Los dos buscaron y
requetebuscaron en el mapa la
Montaña de Oro, pero no la pudieron encontrar. Finalmente el
ermitaño lo agasajó con generosidad y lo envió en busca de su otro hermano, que
vivía también a trescientas millas de allí y gobernaba sobre todas las aves.
Escribió una carta para su hermano y de nuevo el joven emprendió el camino.
Aquel hermano era todavía más
viejo que los anteriores y es imposible describir la alegría que le invadió al
recibir la carta de sus hermanos. Preguntó al muchacho qué necesitaba para el
viaje, éste le pidió que llamara a sus pájaros para que le dijeran dónde se
hallaba la Montaña
de Oro.
Con mucho gusto lo hizo el
ermitaño. Abrió cuatro rendijas que había en lo alto de su cabaña y silbó desde
allí. Al instante llegaron volando los pájaros y esperaron sus órdenes. El
anciano, uno por uno, les preguntó por la Montaña de Oro, pero ninguno de ellos había oído
hablar de ese lugar. El joven esposo, con el corazón lleno de desesperación,
veía disminuir el número de pájaros que llegaban. Al día siguiente, a eso del mediodía,
llegó hasta una de las rendijas de la cabaña una urraca que venía a pie, pues
en las alas no le quedaba ya ni una pluma. Al preguntarle dónde había estado
tanto tiempo, la rezagada urraca les contestó:
-Oí perfectamente tu primer
silbido, pero el camino desde la
Montaña de Oro hasta aquí es extraordinariamente largo. Una
gran parte del viaje la he tenido que hacer a pie, ya que he perdido todas mis
plumas en el camino.
El joven, hundido en la tristeza,
quería ponerse en camino inmediatamente, pero la urraca le dijo que ni a pie
ni de ninguna otra manera podría llegar allí, puesto que el camino era
infinitamente largo y además había que cruzar tres mares. Entonces el ermitaño
llamó a la mayor de las aves que era de una fuerza y una velocidad fuera de lo
común. Sacrificó la única vaca que tenía, la partió y la dividió en cuatro
partes. Uno de los trozos se lo dio inmediata-mente a aquel ave, las otras tres
partes las cargó sobre ella, luego montó el muchacho con la urraca en la mano
y, como un relámpago, remontaron vuelo hacia las nubes siguiendo el camino que
la urraca les señalaba.
Volaron muy alto por encima del
mar azul y pasó mucho tiempo antes de que llegaran a la otra orilla. Como
estaban exhaustos, descendió el enorme pájaro a la orilla del mar y en un
santiamén se zampó el segundo trozo de carne.
De nuevo se montó en el pájaro y,
vuela que te vuela, atravesaron otros dos mares. Cuando por fin hubieron
atravesado los tres mares, el viajero dejó marchar al enorme pájaro y, con la
urraca, continuó a pie el camino hacia la Montaña de Oro.
No habían caminado mucho cuando
encontraron un caballo muerto; en torno a él disputaban violentamente un oso,
un halcón y una hormiga. El viajero se aproximó a ellos y les dividió el caballo
de esta manera: al halcón le adjudicó las entrañas, a la hormiga la cabeza y al
oso el resto de la carne. Los tres quedaron muy satisfechos y cada uno de ellos
le hizo un regalo en agradecimiento. El oso le dio unos cuantos pelos, el
halcón una pluma, y la hormiga una pata; y además de eso también le concedieron
la habilidad de convertirse en cualquiera de los tres siempre que lo deseara.
La urraca le dijo la dirección
que debía seguir, así que se convirtió de inmediato en raudo halcón y se elevó
hacia el cielo, vuela que te vuela. Al ver la Montaña de Oro se
convirtió en oso y así continuó el camino. Cuando llegó a la ciudad, se
convirtió en hormiga y subió arrastrándose por el muro. Miró por la ventana de
una habitación y vio allí doce doncellas solas, así que se coló dentro por una
grieta. Al reconocer entre ellas a su mujer se convirtió en hombre. Cayeron uno
en brazos del otro mientras se contaban sus respectivas vicisitudes, luego
entre todos acordaron la forma más conveniente de salir de allí.
Las hermanas le dijeron que se
escondiera bajo la cama en forma de hormiga. Conque así lo hizo. Cuando a la
tarde llegó a casa su madrastra, la maga, la mayor de las hermanas le dijo:
-He tenido un extraño sueño: he
soñado que alguien me liberará.
Las demás hermanas también le
contaron el mismo sueño. A lo que replicó la madrastra:
-Difícilmente podría encontrarse
en toda la tierra un ser que fuera más poderoso que yo, menos aún que fuera más
fuerte que mi hermano. Puedo garantizaros que vuestra liberación es un asunto
imposible. El que quisiera liberaros tendría que poseer la capacidad de
transformarse en oso y en ave. En oso para poderle arrancar las siete cabezas a
mi hermano el dragón. Y si consiguiera cortarle la séptima, mi hermano se
convertiría en paloma. Entonces el liberadór tendría que transformarse en un
ave aún más rápida para poder alcanzar a la paloma. Y si la alcanzara y la
matara, habría de sacarle un huevo todavía caliente y ese huevo romperlo en mi
cabeza. ¿Y quién es capaz de hacer todo eso?
Al oír esto, el joven liberador
se volvió por el mismo camino por el que había venido. Ahora sabía con
precisión cómo tenía que actuar, antes de nada era necesario encontrar la
morada de aquel espantoso dragón. Conque se transformó en halcón de alas ligeras
y buscó por muchas tierras. Tras una larga búsqueda por fin encontró el lugar
en el que residía el dragón. Desde las nubes su penetrante ojo vislumbró a la
horrible bestia, el dragón de las siete cabezas. Se convirtió de nuevo en
hombre y se dirigió a la ciudad más próxima.
La ciudad entera estaba de luto y
sus habitantes vestían de negro. El dolor asomaba a todos los ojos. Preguntó a
la primera persona que encontró cuál era la causa de este luto general en la
ciudad. El hombre le respondió que en la ciudad reinaba la tristeza porque
había llegado el turno de entregarle al dragón la hija del zar para que se la
comiera. Todos los años la ciudad tenía que entregar al dragón una doncella de
casa noble, pues parece que había ofendido de alguna manera al dragón.
El joven paladín de inmediato se
fue a ver al rey y le aseguró que salvaría a su hija y a la ciudad de la
espantosa bestia. El rey como recompensa le prometió la mitad de su reino y la
mano de su hija, cosa que él no quiso ni escuchar.
Lo primero que hizo fue pedir al
rey que le diera un hombre valiente para que le ayudara en la peligrosa
empresa. No aceptó al primero que le dieron sino que quiso convencerse por sí
mismo de su valor.
Por eso, la primera noche llamó
al soldado que se jactaba de ser el más valiente. Se lo llevó a una habitación
apartada, apagó la luz y se tumbó en la cama, mientras, el soldado iba de un
lado a otro de la habitación como si estuviera de guardia. De repente, se
convirtió en terrible oso que empezó a gruñir, el centinela tiró el arma y
saltó por la ventana. Hasta la tercera noche no encontró al valiente ayudante,
a quien explicó en seguida la manera de rendir al dragón.
Al día siguiente ambos
emprendieron camino hacia la ciénaga amurallada por el dragón. Toda la ciudad
aguardaba con esperanza y con temor el resultado de aquella terrible pelea.
Cerca del dragón dejaron una tinaja con pan y vino. Entonces nuestro héroe se
convirtió en un enorme oso, arremetió contra el dragón y le cercenó una de las
siete cabezas. Espantosos gritos de dolor resonaron en la ciénaga, el dragón se
revolcaba y aullaba:
-¡Si tuviera una princesa que
comerme verías lo que es bueno! Y el oso entre gruñidos:
-Si yo tuviera un cubo con pan y
vino otro gallo me cantara.
En un santiamén su ayudante vació
la tinaja de pan y vino en el gaznate del oso así que éste empezó a cortar, una
por una, las cabezas del dragón, a la par que se echaba un trago de vino
después de cada ataque para reponer fuerzas. Cuando hubo cortado la última
cabeza, que fue la que el dragón defendió con más ahínco, del dragón surgió
una paloma de ágiles alas. Como una flecha se lanzó tras ella el halcón ya que al valiente no le cogió
por sorpresa y en un instante se había transformado en halcón. En seguida la
alcanzó. Presa de pánico, la paloma empezó a chillar y hacía desesperados
intentos para escapar, pero todo en vano. El halcón la agarró con tanta fuerza
que las plumas de la paloma salieron volando. Luego la paloma puso un huevo en
el aire. El halcón lo salvó al instante, se abalanzó como un rayo hacia él y
felizmente lo cogió. Se convirtió de nuevo en hombre y se fue a la ciudad, que
estaba alborozada por la alegría.
En lo más hondo de su corazón le
dolió que nadie lo reconociera como libertador y nadie le prestara la menor
atención. Los guardianes ni siquiera le dejaron estar en la ciudad. Cierto
comediante extranjero que era muy parecido a nuestro joven y que durante el combate
había estado escondido en la ciénaga se pavoneaba por la ciudad. El verdadero
ayudante del joven se había quedado tumbado en la hierba, vencido por el
cansancio que le ocasionó el enorme esfuerzo y nadie lo vio cuando los
soldados, siguiendo al impostor, se precipitaron en la fortaleza del dragón.
El comediante había comprado tres cabezas del dragón pues las restantes se
habían hundido en el fango lo mismo que el cuerpo del vencido dragón. El
impostor, que había alcanzado honores de manera tan astuta, con el tiempo se
volvió tan insolente que sin recato alguno pidió medio reino. El rey casi
estaba arrepentido de haber prometido la mitad de su hermoso reino, pero lo que
más le atormentaba era el tener que entregar su hija a un hombre tan cruel. A
pesar de todo empezaron a preparar la boda.
Al verdadero liberador no se le
ocurría nada para salir de esta situación así que escribió una carta a la
princesa pidiéndole que le permitiera contarle un asunto de extraordinaria
importancia. La princesa accedió, conque el joven se transformó, delante de
ella, en oso, halcón y hormiga en tanto que le relataba su extraña historia.
Además, mostró las siete lenguas del dragón a la asombrada y contenta princesa. Con eso fue suficiente. A
la hora de la cena la princesa pidió que cada uno de los presentes contara el
más significativo acontecimiento de su vida. El impostor fue el último en
tomar la palabra:
-El acontecimiento más
significativo de mi vida lo conocéis todos. Allí, frente a la ciudad salvé a mi
futura esposa y así me gané la mitad del reino. Dan testimonio de ello las
cabezas del dragón que he colgado a la entrada de la ciudad.
Entonces se levantó el verdadero
liberador y pidió al impostor que mostrase también las lenguas de esas cabezas.
De inmediato trajo las cabezas, pero sin lenguas. Como se encontraba en una
situación embarazosa, el impostor se puso a hablar de forma aún más insolente.
Dijo que seguramente el dragón no tenía lenguas o bien se las había cortado el
mismo que planteaba la pregunta.
-Es cierto que yo se las corté -respondió
el verdadero liberador- para tu desgracia yo las corté. Aquí están las siete
lenguas.
Además, delante de todos los
presentes se transformó en enorme oso y luego en halcón, la prueba fue
suficiente. Los guardianes entraron en el palacio y al desvergonzado impostor,
encadenado con grilletes de hierro, lo condujeron al patio. Allí lo estaban
esperando cuatro toros que, visto y no visto, lo despedazaron en cuatro
trozos.
El verdadero liberador no quiso
ninguna recompensa sino que inmediata-mente se dispuso para el viaje y en muy
poco tiempo se había recorrido, volando, el inmensurable camino hasta la Montaña de Oro.
Transformado en hormiga entró en la fortaleza en donde las infelices hermanas
lo aguardaban con impaciencia. Se escondió, como la primera vez, debajo de la
cama para esperar hasta la tarde, que es cuando la maga volvía a casa. Furiosa,
entró en la habitación dando un portazo y empezó a mortificar a las doncellas
por encima de toda medida e incluso a insultarlas, finalmente se sentó a la
mesa y se quedó dormida. Entonces de debajo de la cama salió la hormiga y, cautelosamente, se acercó a la mesa. Ahí se
transformó en hombre, rompió el huevo en la frente de la maga y justo en ese
momento, tras un espantoso trueno y un alarido, la Montaña de Oro se
transformó en una deslumbrante ciudad.
Toda la ciudad agradeció al joven
su liberación, las encantadas hermanas eran todas princesas pero la suya era
la más bonita.
No se puede contar con palabras
lo mucho que se divirtieron, cómo bebieron y comieron. Había tanta alegría como
nunca hemos visto.
Con incontables riquezas y con su
amantísima esposa, el mancebo se marchó a su casa en donde tuvo lugar la boda
y donde, por tercera vez, se celebró el banquete.
090. Anónimo (balcanes)
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