Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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martes, 5 de junio de 2012

La montaña de oro (2)

En cierta ciudad muy lejana vivía cierto tambor del ejér­cito con su mujer. El matrimonio no tenía hijos, pero la mujer adoraba a los niños de los demás. En aquella ciu­dad habitaba también un mercader extraordinariamente rico. Y resulta que el zar trasladó aquel regimiento a otro lugar. Y justo cuando el regimiento estaba a punto de marcharse de la ciudad, la mujer del mercader dio a luz a un precioso varoncito.
La mujer del tambor, no pudiendo contenerse, robó al niño y pidió a su marido que lo sacara escondido en su tambor.
Cuando llegaron a la otra ciudad, bautizaron al niño y lo criaron con muchísimo cariño.
Al cabo de unos cuantos años, el niño se había convertido en un muchacho fuerte e inteligente. Cuando estuvo en edad de ir a la escue­la, empezó a estudiar música y tal talento demostró que en seguida aventajó a los otros niños e incluso a su maestro.
Murió su padre adoptivo y los oficiales lo nombraron director de la banda. Pero aquel tipo de vida no le gustaba, y una voz en su inte­rior le persuadía y le apremiaba para que se marchara a los confines del mundo. Conque huyó del ejército, llevando con él sólo el tambor, que era su única herencia. Entonces llegó a un enorme bosque y se internó hasta lo más profundo como si los perros le fueran pisando los talones. Por tres días y tres noches estuvo recorriendo aquel espe­so bosque, pero no había forma de encontrar la salida. Al tercer día, ya al filo de la noche, llegó hasta un árbol extraordinariamente grue­so. Como también tenía mucha hambre decidió subirse al árbol a ver si divisaba desde allí algún camino para salir del bosque. Desde la copa del árbol vislumbró allá a lo lejos una lucecita, y paró no equi­vocarse de camino tiró su sombrero en aquella dirección. Anduvo todavía un largo trecho hasta que por fin, completamente exhausto, salió del bosque y, atravesando una verde pradera, llegó a una linda cabañita. Llamó a la puerta y salió a abrirle un anciano jorobado. El muchacho se lamentó de su desgracia y suplicó que le diera algo de comer. El anciano le ofreció un cuenco de fruta hervida y un jarro de agua fría.
Cuando el muchacho hubo recuperado las fuerzas, el viejo le mos­tró una cama de heno tierno y musgo y le dijo que durmiera mientras él se iba a preguntarle a Dios qué es lo que sucedería al día siguien­te en la tierra. Mucho se extrañó el muchacho, mas al fin se durmió. Se levantó justo cuando salía el sol y empezó a buscar agua para lavar­se. Delante de la cabaña, entre los árboles, vio un estanque de aguas cristalinas y allí fue a lavarse. Al volver hacia la cabaña vio que venían volando doce hermosas ánades, las cuales, para su gran sorpresa, se despojaron del plumaje y en un instante se convirtieron en doncellas encantadoras. Rápidamente se bañaron, se volvieron a poner sus ves­tidos de pájaro, se convirtieron en patos y remontaron el vuelo hacia el mismo lugar del que habían venido.
El muchacho esperaba con ansiedad el regreso del ermitaño. Cuando volvió éste, le contó todo lo que había visto. El anciano le dijo:
-Es cierto lo que dices; has visto a las doce hermanas encanta­das de la Montaña de Oro, a quienes su perversa madrastra y el her­mano de ésta retienen bajo su poder. ¿Te gustaría salvar a alguna de ellas? Si quieres, no tienes más que ir al estanque mañana al amane­cer, antes de que salga el sol, y esconderte entre los arbustos que hay detrás, y cuando lleguen las patas coge las plumas de la última que se las haya quitado y las escondes en el tambor. Así conseguirás sal­varla y ésa será tu mujer. Pero esconde bien las plumas; pues en caso de que las encontrara, la habrías perdido para siempre.
Al día siguiente las ánades llegaron volando y se quitaron el plu­maje, entonces el mancebo, con mucho sigilo, coge las plumas de la más joven y se marcha corriendo a la cabaña. Nada más esconder las plumas en el tambor, se presentó en la cabaña la desnuda y llorosa doncella y rogó al ermitaño que le diera algo de ropa, pues alguien le había quitado las suyas mientras se bañaba. El anciano con hierba seca le tejió una especie de camisa y su liberador le dio el capote mili­tar. Como en los alrededores no hubiera ningún sacerdote para cele­brar el matrimonio, los casó el ermitaño bajo el roble milenario que había extendido sus ramas por encima de la cabaña. Luego el ancia­no escribió una carta y se la dio al muchacho diciéndole:
-Esta carta dásela a tu padre, su nombre está escrito en ella. Tu padre vive en la gran ciudad que hay junto a la costa y continuamente se lamenta por tu ausencia, ya que a ti te robó una malvada mujer.
Le dio también algo de dinero y buenos consejos para el viaje y le pidió que pasado un año volviera a visitarlo para contarle cómo se sentía en su nuevo estado.
Con el corazón lleno de agradecimiento, el muchacho le prome­tió volver y se encaminó con su mujer hacia el hogar. En una peque­ña ciudad cercana compró a la novia trajes de mujer para que no tuvie­ra que sentirse avergonzada.
Al llegar a su ciudad natal se separó de su mujer, pues primero que­ría llegar solo a casa de sus desconocidos padres. Su mujer le advir­tió que no dejara que la madre lo besara antes que el padre, ya que, si esto sucediera, al instante se olvidaría de ella y de su propio pasa­do. Él se lo prometió y se encaminó a casa. A su padre, conocido mer­cader, lo encontró sin dificultad. Subió al piso de arriba y le dio la carta. El padre, que se acababa de levantar, cogió la carta y se puso a leer­la en voz alta. La madre, que se despertó entonces, al oír que aquel buen mozo era su único hijo, saltó de la cama y, en su gozó, besó al hijo en la frente. En aquel mismo momento olvidó a su esposa leal y toda su vida pasada.
Su mujer lo estuvo esperando por mucho tiempo delante de la ciu­dad, pero como tardaba tanto, se imaginó que había sucedido aque­llo que ella más temía.
Cerca de la ciudad corría un claro arroyuelo y la joven, para refres­carse tras el largo y pesado viaje, fue allí a bañarse. No llevaba mucho bañándose, oculta tras los matorrales, cuando llegó al arroyo una engreída criadita, que al mirar al agua y ver tan hermoso rostro de mujer pensó que se estaba viendo a sí misma, de modo que se fue a casa y le dijo a su ama que no quería servirla más puesto que era mucho más guapa que su señora.
La desdichada joven fue a parar a esa misma casa para pedir que la tomaran como sirvienta. Tanto le agradó tan tímida doncella a la ancia­na señora que inmediatamente la tomó a su servicio. Era ésta la esposa de un hombre muy rico. La doncella se esmeraba tanto en cumplir todas las tareas que le encomendaban que la anciana señora, para todo quis­quillosa y difícil de contentar, en más de una ocasión la elogió. Pero pasa­do algún tiempo, la anciana señora empezó a comportarse de manera muy diferente, a saber, había prometido a su única hija con el hijo de un rico mercader que había vuelto recientemente de lejanas tierras.
A la diligente doncellita, hasta hace poco encantada princesa, no le costó mucho darse cuenta de que el hijo de aquel rico comercian­te no era otro que su marido.
El día de la boda se encerró en su habitación, cogió tres huevos, cascó uno y de él sacó un fantástico vestido de seda roja bordado de oro. Se puso el vestido y se presentó en el salón donde estaban los invitados reunidos. Todos se quedaron sorprendidos ante la belleza de la desconocida princesa -pues tal vestido no lo hubiera podido tener ninguna otra mujer-. Aunque nadie la conocía, ni siquiera su propio marido, todos le pidieron que se quedara en la boda. Los hom­bres la admiraban, las mujeres, en especial la joven novia, envidiaban su belleza y su maravilloso vestido.
A escondidas, la anciana mercadera empezó a pedirle a la prin­cesa extranjera que le vendiera el vestido. Pero ella le respondió que ese vestido no lo daría por dinero, sino que la tendría que dejar entrar en el dormitorio con el novio esa primera noche.
La madre de la novia se asustó, pero su hija y la vieja mercadera le rogaron que consintiera en ello. Entonces echó un brebaje en el vaso del novio que en cuanto lo bebió se quedó dormido tal cual si la muerte hubiera venido a por él.
Lo llevaron al dormitorio y, como los invitados ya se habían dis­persado, la princesa también se fue al dormitorio. Lo zarandeó un poco y le dice:
-Oh, ¿es cierto que me has olvidado por completo? ¡Estoy per­dida!
La vieja mercadera estuvo toda la noche fisgoneando detrás de la puerta y todo lo oyó. Al despertarse el novio, su primera mujer le pre­guntó si lo había olvidado todo y si verdaderamente no se acordaba de que él la había salvado allí junto al estanque ni de que el ermita­ño los había casado. El joven se puso muy pensativo mas no dijo nada.
Luego la doncella se fue a su habitación, cascó otro huevo y sacó de él un vestido aún más bonito que el anterior.
Después del almuerzo el novio pidió que cada uno de los invita­dos contara un cuento. Cuando hubieron terminado todos los convi­dados también se puso él a hablar:
-Tenía un cofre con su cerradura de oro y la llave también era de oro; me ocurrió la desventura de perder la llave. Encargué que se me hiciera una llave de plata, pero justo entonces encontré mi queri­da llave de oro. Decidme pues, ¿cuál de las llaves he de usár y a cuál de ellas renunciar?
Todos los invitados estuvieron de acuerdo en que debería renun­ciar a la llave de plata, que no era la apropiada, entonces el novio sacó del bolsillo una hoja de papel y dijo:
-¡Firmad todos que tengo que desechar la llave de plata!
Después de que todos hubieran firmado, él les empezó a contar sus aventuras con el ermitaño y todos se quedaron petrificados de extrañeza. La avergonzada recién casada, sin más, salió huyendo de la boda junto con su madre y su padre. Pero no fue esto impedimen­to para la alegría general. En el lugar reservado a la novia se sentó la hasta hace tan poco triste princesa y de nuevo llegó el turno para las chanzas propias de la ocasión.
Después de la boda los dos jóvenes se sentían aún más felices. El joven esposo escondió las plumas de pato y el tambor en un viejo armario que había en su dormitorio.
Un día el marido salió de caza. Para su malaventura, la llave del armario, que siempre llevaba consigo, se le había caído en el lecho. Cuando su mujer estaba haciendo la cama, la encontró. En seguida le vino a la cabeza el viejo armario y, con femenina curiosidad, se fue a abrirlo. En el armario sólo encontró el viejo y polvoriento tambor. ¿Qué puede haber en este tambor?», pensó su mujer que, cogiendo el tambor, lo entreabrió sin sospechar nada malo y alargó la mano a las blanquísimas plumas. Nada más tocar las plumas se convirtió en ánade. Agitó tristemente las alas y por la ventana abierta salió volan­do hasta un árbol cercano. Desde el árbol llamó a la madre del novio que había llegado corriendo al dormitorio.
-¡Dale recuerdos a mi infeliz marido! A partir de ahora mi mora­da estará en la Montaña de Oro -y gorjeando lastimosamente se remontó hacia las nubes.
No había hombre más desdichado bajo el sol que su abandonado marido. Pero él no lo dudó mucho, sino que se encaminó directa­mente a la cabaña del ermitaño en busca de algún consejo útil. Dejó encargado a sus padres que si no volvía a casa en tres años, repartie­ran sus bienes entre los pobres. Tras un largo y pesado viaje llegó a la cabaña del anciano ermitaño, que se alegró mucho al verlo.
Con mucho pesar el muchacho le contó sus desventuras mas el anciano le comunicó que desde aquella ocasión las patas no habían vuelto al estanque, por lo que resultaba vano esperarlas allí. El anciano le aconsejó que fuera a ver a su hermano que vivía a tres­cientas millas de distancia desde allí. El hermano del ermitaño tenía un mapa de todo el mundo y, tal vez, él podría decirle dónde se encontraba la Montaña de Oro. El anciano escribió una carta para su hermano enviándole saludos y al joven le explicó adónde y cómo tenía que ir.
Tras mucho viajar, llegó el muchacho hasta donde vivía el hermano del ermitaño, que también era un hombre piadoso. Mucho se alegró al ver a un ser humano y al recibir noticias de su hermano, de quien desde hacía ya cien años no sabía nada. Los dos buscaron y requete­buscaron en el mapa la Montaña de Oro, pero no la pudieron encon­trar. Finalmente el ermitaño lo agasajó con generosidad y lo envió en busca de su otro hermano, que vivía también a trescientas millas de allí y gobernaba sobre todas las aves. Escribió una carta para su her­mano y de nuevo el joven emprendió el camino.
Aquel hermano era todavía más viejo que los anteriores y es impo­sible describir la alegría que le invadió al recibir la carta de sus her­manos. Preguntó al muchacho qué necesitaba para el viaje, éste le pidió que llamara a sus pájaros para que le dijeran dónde se hallaba la Montaña de Oro.
Con mucho gusto lo hizo el ermitaño. Abrió cuatro rendijas que había en lo alto de su cabaña y silbó desde allí. Al instante llegaron volando los pájaros y esperaron sus órdenes. El anciano, uno por uno, les pre­guntó por la Montaña de Oro, pero ninguno de ellos había oído hablar de ese lugar. El joven esposo, con el corazón lleno de desesperación, veía disminuir el número de pájaros que llegaban. Al día siguiente, a eso del mediodía, llegó hasta una de las rendijas de la cabaña una urraca que venía a pie, pues en las alas no le quedaba ya ni una pluma. Al pregun­tarle dónde había estado tanto tiempo, la rezagada urraca les contestó:
-Oí perfectamente tu primer silbido, pero el camino desde la Montaña de Oro hasta aquí es extraordinariamente largo. Una gran parte del viaje la he tenido que hacer a pie, ya que he perdido todas mis plumas en el camino.
El joven, hundido en la tristeza, quería ponerse en camino inme­diatamente, pero la urraca le dijo que ni a pie ni de ninguna otra mane­ra podría llegar allí, puesto que el camino era infinitamente largo y además había que cruzar tres mares. Entonces el ermitaño llamó a la mayor de las aves que era de una fuerza y una velocidad fuera de lo común. Sacrificó la única vaca que tenía, la partió y la dividió en cua­tro partes. Uno de los trozos se lo dio inmediata-mente a aquel ave, las otras tres partes las cargó sobre ella, luego montó el muchacho con la urraca en la mano y, como un relámpago, remontaron vuelo hacia las nubes siguiendo el camino que la urraca les señalaba.
Volaron muy alto por encima del mar azul y pasó mucho tiempo antes de que llegaran a la otra orilla. Como estaban exhaustos, des­cendió el enorme pájaro a la orilla del mar y en un santiamén se zampó el segundo trozo de carne.
De nuevo se montó en el pájaro y, vuela que te vuela, atravesa­ron otros dos mares. Cuando por fin hubieron atravesado los tres mares, el viajero dejó marchar al enorme pájaro y, con la urraca, con­tinuó a pie el camino hacia la Montaña de Oro.
No habían caminado mucho cuando encontraron un caballo muer­to; en torno a él disputaban violentamente un oso, un halcón y una hormiga. El viajero se aproximó a ellos y les dividió el caballo de esta manera: al halcón le adjudicó las entrañas, a la hormiga la cabeza y al oso el resto de la carne. Los tres quedaron muy satisfechos y cada uno de ellos le hizo un regalo en agradecimiento. El oso le dio unos cuantos pelos, el halcón una pluma, y la hormiga una pata; y además de eso también le concedieron la habilidad de convertirse en cual­quiera de los tres siempre que lo deseara.
La urraca le dijo la dirección que debía seguir, así que se convir­tió de inmediato en raudo halcón y se elevó hacia el cielo, vuela que te vuela. Al ver la Montaña de Oro se convirtió en oso y así continuó el camino. Cuando llegó a la ciudad, se convirtió en hormiga y subió arrastrándose por el muro. Miró por la ventana de una habitación y vio allí doce doncellas solas, así que se coló dentro por una grieta. Al reconocer entre ellas a su mujer se convirtió en hombre. Cayeron uno en brazos del otro mientras se contaban sus respectivas vicisitudes, luego entre todos acordaron la forma más conveniente de salir de allí.
Las hermanas le dijeron que se escondiera bajo la cama en forma de hormiga. Conque así lo hizo. Cuando a la tarde llegó a casa su madrastra, la maga, la mayor de las hermanas le dijo:
-He tenido un extraño sueño: he soñado que alguien me liberará.
Las demás hermanas también le contaron el mismo sueño. A lo que replicó la madrastra:
-Difícilmente podría encontrarse en toda la tierra un ser que fuera más poderoso que yo, menos aún que fuera más fuerte que mi her­mano. Puedo garantizaros que vuestra liberación es un asunto impo­sible. El que quisiera liberaros tendría que poseer la capacidad de transformarse en oso y en ave. En oso para poderle arrancar las siete cabezas a mi hermano el dragón. Y si consiguiera cortarle la séptima, mi hermano se convertiría en paloma. Entonces el liberadór tendría que transformarse en un ave aún más rápida para poder alcanzar a la paloma. Y si la alcanzara y la matara, habría de sacarle un huevo toda­vía caliente y ese huevo romperlo en mi cabeza. ¿Y quién es capaz de hacer todo eso?
Al oír esto, el joven liberador se volvió por el mismo camino por el que había venido. Ahora sabía con precisión cómo tenía que actuar, antes de nada era necesario encontrar la morada de aquel espantoso dragón. Conque se transformó en halcón de alas lige­ras y buscó por muchas tierras. Tras una larga búsqueda por fin encontró el lugar en el que residía el dragón. Desde las nubes su penetrante ojo vislumbró a la horrible bestia, el dragón de las siete cabezas. Se convirtió de nuevo en hombre y se dirigió a la ciudad más próxima.
La ciudad entera estaba de luto y sus habitantes vestían de negro. El dolor asomaba a todos los ojos. Preguntó a la primera persona que encontró cuál era la causa de este luto general en la ciudad. El hom­bre le respondió que en la ciudad reinaba la tristeza porque había lle­gado el turno de entregarle al dragón la hija del zar para que se la comiera. Todos los años la ciudad tenía que entregar al dragón una doncella de casa noble, pues parece que había ofendido de alguna manera al dragón.
El joven paladín de inmediato se fue a ver al rey y le aseguró que salvaría a su hija y a la ciudad de la espantosa bestia. El rey como recompensa le prometió la mitad de su reino y la mano de su hija, cosa que él no quiso ni escuchar.
Lo primero que hizo fue pedir al rey que le diera un hombre valien­te para que le ayudara en la peligrosa empresa. No aceptó al prime­ro que le dieron sino que quiso convencerse por sí mismo de su valor.
Por eso, la primera noche llamó al soldado que se jactaba de ser el más valiente. Se lo llevó a una habitación apartada, apagó la luz y se tumbó en la cama, mientras, el soldado iba de un lado a otro de la habitación como si estuviera de guardia. De repente, se convirtió en terrible oso que empezó a gruñir, el centinela tiró el arma y saltó por la ventana. Hasta la tercera noche no encontró al valiente ayudante, a quien explicó en seguida la manera de rendir al dragón.
Al día siguiente ambos emprendieron camino hacia la ciénaga amurallada por el dragón. Toda la ciudad aguardaba con esperanza y con temor el resultado de aquella terrible pelea. Cerca del dragón dejaron una tinaja con pan y vino. Entonces nuestro héroe se convir­tió en un enorme oso, arremetió contra el dragón y le cercenó una de las siete cabezas. Espantosos gritos de dolor resonaron en la ciénaga, el dragón se revolcaba y aullaba:
-¡Si tuviera una princesa que comerme verías lo que es bueno! Y el oso entre gruñidos:
-Si yo tuviera un cubo con pan y vino otro gallo me cantara.
En un santiamén su ayudante vació la tinaja de pan y vino en el gaznate del oso así que éste empezó a cortar, una por una, las cabe­zas del dragón, a la par que se echaba un trago de vino después de cada ataque para reponer fuerzas. Cuando hubo cortado la última cabeza, que fue la que el dragón defendió con más ahínco, del dra­gón surgió una paloma de ágiles alas. Como una flecha se lanzó tras ella el halcón ya que al valiente no le cogió por sorpresa y en un ins­tante se había transformado en halcón. En seguida la alcanzó. Presa de pánico, la paloma empezó a chillar y hacía desesperados intentos para escapar, pero todo en vano. El halcón la agarró con tanta fuerza que las plumas de la paloma salieron volando. Luego la paloma puso un huevo en el aire. El halcón lo salvó al instante, se abalanzó como un rayo hacia él y felizmente lo cogió. Se convirtió de nuevo en hom­bre y se fue a la ciudad, que estaba alborozada por la alegría.
En lo más hondo de su corazón le dolió que nadie lo reconocie­ra como libertador y nadie le prestara la menor atención. Los guar­dianes ni siquiera le dejaron estar en la ciudad. Cierto comediante extranjero que era muy parecido a nuestro joven y que durante el com­bate había estado escondido en la ciénaga se pavoneaba por la ciu­dad. El verdadero ayudante del joven se había quedado tumbado en la hierba, vencido por el cansancio que le ocasionó el enorme esfuer­zo y nadie lo vio cuando los soldados, siguiendo al impostor, se pre­cipitaron en la fortaleza del dragón. El comediante había comprado tres cabezas del dragón pues las restantes se habían hundido en el fango lo mismo que el cuerpo del vencido dragón. El impostor, que había alcanzado honores de manera tan astuta, con el tiempo se vol­vió tan insolente que sin recato alguno pidió medio reino. El rey casi estaba arrepentido de haber prometido la mitad de su hermoso reino, pero lo que más le atormentaba era el tener que entregar su hija a un hombre tan cruel. A pesar de todo empezaron a preparar la boda.
Al verdadero liberador no se le ocurría nada para salir de esta situa­ción así que escribió una carta a la princesa pidiéndole que le permi­tiera contarle un asunto de extraordinaria importancia. La princesa accedió, conque el joven se transformó, delante de ella, en oso, hal­cón y hormiga en tanto que le relataba su extraña historia. Además, mostró las siete lenguas del dragón a la asombrada y contenta princesa. Con eso fue suficiente. A la hora de la cena la princesa pidió que cada uno de los presentes contara el más significativo acontecimien­to de su vida. El impostor fue el último en tomar la palabra:
-El acontecimiento más significativo de mi vida lo conocéis todos. Allí, frente a la ciudad salvé a mi futura esposa y así me gané la mitad del reino. Dan testimonio de ello las cabezas del dragón que he colgado a la entrada de la ciudad.
Entonces se levantó el verdadero liberador y pidió al impostor que mostrase también las lenguas de esas cabezas. De inmediato trajo las cabezas, pero sin lenguas. Como se encontraba en una situación embarazosa, el impostor se puso a hablar de forma aún más insolen­te. Dijo que seguramente el dragón no tenía lenguas o bien se las había cortado el mismo que planteaba la pregunta.
-Es cierto que yo se las corté -respondió el verdadero libera­dor- para tu desgracia yo las corté. Aquí están las siete lenguas.
Además, delante de todos los presentes se transformó en enorme oso y luego en halcón, la prueba fue suficiente. Los guardianes entra­ron en el palacio y al desvergonzado impostor, encadenado con gri­lletes de hierro, lo condujeron al patio. Allí lo estaban esperando cua­tro toros que, visto y no visto, lo despedazaron en cuatro trozos.
El verdadero liberador no quiso ninguna recompensa sino que inmediata-mente se dispuso para el viaje y en muy poco tiempo se había recorrido, volando, el inmensurable camino hasta la Montaña de Oro. Transformado en hormiga entró en la fortaleza en donde las infelices hermanas lo aguardaban con impaciencia. Se escondió, como la primera vez, debajo de la cama para esperar hasta la tarde, que es cuando la maga volvía a casa. Furiosa, entró en la habitación dando un portazo y empezó a mortificar a las doncellas por encima de toda medida e incluso a insultarlas, finalmente se sentó a la mesa y se quedó dormida. Entonces de debajo de la cama salió la hormiga y, cautelosamente, se acercó a la mesa. Ahí se transformó en hombre, rompió el huevo en la frente de la maga y justo en ese momento, tras un espantoso trueno y un alarido, la Montaña de Oro se transformó en una deslumbrante ciudad.
Toda la ciudad agradeció al joven su liberación, las encantadas her­manas eran todas princesas pero la suya era la más bonita.
No se puede contar con palabras lo mucho que se divirtieron, cómo bebieron y comieron. Había tanta alegría como nunca hemos visto.
Con incontables riquezas y con su amantísima esposa, el mance­bo se marchó a su casa en donde tuvo lugar la boda y donde, por ter­cera vez, se celebró el banquete.

090. Anónimo (balcanes)

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