En la costa de Groenlandia, en un lugar
extremadamente solitario vivían
una anciana y su nieto. Su morada consistía, simplemente, en un profundo hoyo
excavado en la tierra y cubierto de maderos, llevados por las tempestades a
aquella inhospitalaria costa, y sobre los cuales habían extendido una gruesa
capa de tierra muy bien apisonada. De este modo, cuando llegaba el invierno con
sus crueles fríos, era posible la vida en aquella triste región, y la abuela y
el nieto se guarecían en aquel agujero, alumbrados por su lámpara de aceite de foca,
manteniéndose del producto de las trampas que ponía el muchacho y de algunos
regalos que les hacían los cazadores del pequeño poblado “innuit", que es
el nombre que los esquimales se dan a sí mismos.
Como ya se comprende, para sostenerse en
aquella desierta región, abuela y nieto habían de trabajar de firme. Ella se
dedicaba al cuidado de la casa, si casa podía llamarse a semejante madriguera,
y el muchacho, siempre que la crudeza del tiempo no se lo impedía, iba a poner
trampas para los animales que constituían su alimento o bien se dedicaba a recorrerlas para
apoderarse de los que habían caído en ellas.
Tanto la anciana como el muchacho no podían
ser muy exigentes en cuanto a la clase de carne que comían. Zorros, lobos,
martas armiños, alguno que otro pájaro, todo les parecía bueno para satisfacer
el apetito y, como ya sabéis muy bien, aquellos climas tan fríos exigen la
ingestión de grandes cantidades de comida para que se conserve el calor vital.
En otoño, en verano y en primavera, únicas épocas
en que, sin peligro de la vida, era posible abandonar
la vivienda, la abuela nunca dejaba de recomendar a su nieto:
‑Dirígete siempre al este. Nunca vayas hacia
el oeste, porque allí encontrarías un gran peligro.
Pero siempre se negaba a decirle en qué consistía
el peligro y no porque el muchacho dejase de preguntárselo con la mayor
insistencia.
El había observado, en más de una ocasión, que
alguno de sus amigos, que vivía en el mismo poblado, dirigíase, a veces, al
oeste, sin que le ocurriese nada desagradable y, por lo tanto, se preguntó, más
de una vez, por qué no podía imitarlos.
Pero su abuela, siempre vigilante, le hacía prometer
que nunca se atrevería a desobede-cerla.
El muchacho acabó por conformarse y, de este
modo, transcurrieron varios años, hasta que se hubo convertido en un hombre. Y
como quiera que aun seguía atormentándolo la extrañeza de aquella recomendación
de su abuela, empezó a insistir una y otra vez, a fin de que ella le diese la
explicación de semejante misterio.
Ella se resistió cuanto pudo, pero, al fin,
obligada a decir la verdad, contestó:
‑En el oeste hay un ser que está deseoso de
causarnos daño. Y si te ve, puedes dar por seguro qué de ello resultará la
muerte tuya y mía.
Pero esta afirmación, en vez de asustar al
muchacho, sólo contribuyó a darle la secreta resolución de dirigirse hacia el
oeste, a la primera oportunidad que se le ofreciera.
Claro está que, ni remotamente, tenía el deseo
de ser causa de algún dolor o desgracia a su abuela, y mucho menos a sí mísmo,
pero fiaba en su fuerte brazo, y en su aguda inteligencia, así como en su
astucia para librarse de una vez de aquel temido enemigo.
Cierto día, después de haber dejado bien
provista la casa de carne de foca y de reno, sin contar otros pequeños
animales, como algunas liebres polares y dos o tres zorros, emprendió el viaje,
diciendo a su abuela que quería ir hacia un punto lejano de la costa, con
objeto de cazar algunas morsas.
Ella lo creyó sin recelar el verdadero
objeto que perseguía su nieto, el cual, después de tomar, ostensiblemente, el
camino del este, dió un gran rodeo y siguió la dirección contraria. Continuó
andando durante todo el día, de modo que cuando ya el sol de otoño empezaba a
inclinarse hacia el horizonte, pues, en aquella estación, comenzaba el tránsito
del interminable día a la larga noche de seis meses, llegó a un gran lago y
como ya estaba fatigado de su largo viaje, se detuvo a descansar. Pero llevaba
muy poco rato sentado, después de haber encendido una hoguera, cuando oyó una voz
poderosa, que exclamaba:
‑¡Ajajá, muchacho! Ya te veo.
El interpelado miró a su alrededor y luego
levantó los ojos al cielo, mas sin ver a nadie.
‑Voy a enviarte un huracán ‑añadió la poderosa voz‑. Y espero que, aun cuando
vuestra habitación está excavada en la tierra, lograré hacer rodar hasta ella una
o dos locas de gran tamaño, que, con su peso, rompan la techumbre. ¿Qué te
parece de esto?
‑Muy bien ‑contestó el joven con alegre
acento‑. Precisamente estábamos ya cansados de nuestra cabaña subterránea y me
proponía construir otra. De modo que, si quieres, puedes destruirla, porque me
harás un favor.
‑Pues bien, vuelve a tu casa y verás lo que
sucede ‑contestó la voz en tono burlón‑. Creo que no te gustará mucho.
Sin asustarse lo más minimo, el joven
aventurero volvió sobre sus pasos, Cuando ya estaba cerca de su casa, se
levantó un viento huracanado que hacía rodar las rocas sueltas por encima de la
capa de nieve que ya empezaba a cubrir la tierra.
‑iDate prisa! ‑exclamó su abuela, que había
salido de la casa‑. Ven en seguida porque, de lo contrario, moriremos los dos.
El joven, a pesar de la amenaza de aquella poderosa voz, no dudó un
momento en entrar en su cabaña subterránea.
La anciana, que adivinó la causa de lo que
sucedía, regañó ásperamente al nieto por su desobediencia, mostrándole los
resultados de ella, pero el muchacho calmó sus temores, diciéndole:
‑No te apures, abuela. Aunque tú lo ignores,
el "angelook" [1]
del poblado me enseñó bastante magia en la Casa del Canto. Por consiguiente, no llores,
porque yo pondré remedio a todo eso. Voy a hacer de manera que el techo de
nuestra cabaña se transforme en dura piedra y, de este modo, las rocas, que
ahora van rodando de un lado a otro, no podrán causarnos ningún daño.
En efecto, el muchacho empezó a entonar una
extraña canción, profiriendo fuertes chillidos, tal como le había enseñado el
brujo, y seguramente su conjuro fué eficaz, porque la abuela no tardó en darse
cuenta de que, si bien el techo de la cabaña continuaba en la misma forma de
siempre, tanto los maderos como la tierra apisonada que los cubría, habíanse
transformado en durísima piedra, de modo que ya nada tuvieron que temer.
Como si el enemigo se hubiese dado cuenta de
lo que sucedía, cesó casi de repente el huracán y las rocas que había
arrastrado de un lado a otro se quedaron inmóviles en los sitios adonde habían
ido a parar.
Además, aquel huracán tuvo la ventaja de
hacer llegar a corta distancia de la cabaña algunos maderos flotantes, que fueron
arrojados a la costa, de modo que, gracias a ellos, aumentó la provisión de leña
y de madera de construcción para todos los habitantes del poblado.
Al día siguiente el joven se disponía a
partir de nuevo hacia el oeste, pero los suplicantes ruegos de su abuela fueron
causa de que tomara el camino contrario, aunque sólo durante una hora. En
cuanto ya estuvo lejos del poblado, dió, otra vez, un gran rodeo y se dirigió
al oeste; así que hubo llegado a la orilla del lago, oyó nuevamente aquella
voz, a pesar de que su dueño continuaba invisible.
‑Voy a mandar una horrible tempestad de
granizo sobre vuestra cabaña –anunció-. ¿Qué te parece eso?
‑Muy bien ‑contestó el joven‑. Me gustará en
extremo, porque siempre he necesitado puntas agudas para mis arpones.
‑Pues vuélvete a casa y lo verás ‑añadió la
voz.
El joven emprendió el camino de regreso y a
medida que se aproximaba a su casa obscurecíase el cielo que, por fin, casi
pareció que fuese de noche. Y en cuanto estuvo dentro de su cabaña empezó a
caer un granizo fortísimo, cada una de cuyas piedras tenía, quizá, el tamaño de
la cabeza de un hombre.
‑Esta vez si que quedaremos destruídos -se
quejó la anciana‑. ¿Cómo nos salvaremos?
Pero el joven se limitó a señalarle el
tejado de roca, contra el cual nada podían aquellas piedras del granizo, que se
estrellaban al chocar contra la dura superficie del tejado. Por último aclaró
el cielo y el joven, en cuanto salió de su cabaña, vió diseminadas, por
doquier, hermosas puntas de arpón.
‑Voy a preparar unos cuantos mangos de
madera ‑dijo‑, y así tendré abundantes arpones para la pesca.
Pero en cuanto hubo preparado dos o tres
docenas de mangos para sus arpones observó, con la mayor extrañeza, que todas
las puntas de arpón habían desaparecido.
‑¿Dónde habrán ido a parar? ‑preguntó a su
abuela.
‑Eran de hielo, tonto ‑le contestó ella‑, y
se han fundido.
El joven esquimal se irritó mucho por aquel
desengaño sufrido y juego trató de encontrar la manera de vengarse del ser
misterioso que acababa de jugarle tan mala pasada.
‑Ten cuidado ‑le recomendó su abuela-, y no
cometas imprudencias. Sigue mi consejo, y déjalo en paz.
Pero el espíritu aventurero del muchacho lo
impelió a buscar el término de la aventura, de modo que tomó una piedra, se la
ató en torno del cuello para que le sirviese de amuleto protector y, otra vez,
se dirigió al lago. En aquella ocasión observó con el mayor cuidado la
dirección de donde procedía la voz y de este modo vió en el centro del lago una
enorme cabeza, que tenía un rostro en cada uno de sus dos lados extremos.
‑iAjajá, tío! ‑exclamó el joven‑, Ya os veo.
¿Os gustaría que desecase el lago?
‑Eres un
imbécil
‑contestó la voz, enojada. Eso no sucederá nunca.
‑Pues id a casa y lo veréis ‑le contestó él
con igual acento burlón que el otro adoptara en ocasiones anteriores.
Y, mientras hablaba, cogió la piedra, la
volteó dos o tres veces por encima de su cabeza y la arrojó al aire. Cuando
empezó a descender, aumentaba de tamaño por instantes y en el momento en que
penetró en el lago, el agua empezó a hervir.
El muchacho, en extremo satisfecho, regresó
a su cabaña para dar cuenta a su abuela
de lo que había hecho.
‑Es inútil ‑le dijo ella‑. Muchos cazadores
han tratado de matar a ese monstruo, pero todos perecieron en el intento. Tu
pobre padre fué una de las víctimas, y tal fué la causa, también, de la muerte
de tu madre, pues la pobre no pudo resistir el dolor de su viudez.
A la mañana siguiente, nuestro héroe
emprendió, de nuevo, el camino hacia el oeste y encontró el lago ya seco del
todo. Todos los peces estaban muertos, a excepción de una enorme rana verde, la
cual, en realidad, era el ser malicioso que tanto había querido destruir a la
abuela y a él mismo. Un buen garrotazo acabó con aquel extraño animal y el
joven, triunfante, llevó la buena nueva a su anciana abuela que, desde aquel
momento, ya vivió tranquila y satisfecha.
036 Anónimo (esquimal)
[1] Nombre que dan los esquimales al hechicero de la
tribu.
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