Antes del tiempo que sólo
recuerdan los poetas, en el condado de Mayo, vivía un hombre rico cuyo nombre
era McAndrew. Poseía innumerables vacas y caballos, por no hablar de gansos y
cerdos; y sus tierras se extendían, más allá de lo que alcanza la vista, en los
cuatro puntos cardinales.
McAndrew era un hombre de
suerte, todos los vecinos lo decían. Pero lo que era él, cuando miraba a sus
siete grandes hijos crecer como las hierbas, pero escasos de sentido, se sentía
no poco amargado; porque, de todos los tontos, aquellos siete hermanos
McAndrew eran los más estúpidos.
Cuando el más joven se
convirtió en un hombre, el padre cons-truyó una casa para cada uno de ellos, y
dio a cada uno un trozo de tierra y algunas vacas, esperando hacer de ellos
verdaderos hombres antes de que él muriese, porque, como solía decir el
anciano:
"Mientras
Dios me conceda vida, podré mantener mis ojos encima de ellos, y quizá acaben
aprendiendo con la experiencia."
Los siete jóvenes
McAndrews vivían muy felices. Sus campos eran verdes, sus vacas gordas y
lustrosas, tanto que pensaban que jamás conocerían días pobres. Así que todo
fue bien durante un tiempo, y llegó el día de la Feria de Killalla que
amaneció tan bueno como el mejor día que hubiese brillado jamás en Irlanda. Los
siete hermanos se prepararon para salir con la primera claridad temprana de la
mañana.
Cada uno de ellos llevaba
tres hermosas vacas delante de sí, y eran tales que nunca se vio en todo el
país, lejos o cerca, un rebaño tan magnífico como el que éstas formaban, cuando
estaban juntas.
Vivía por aquel entonces
un elegante granjero, llamado O'Toole, cuyos campos colindaban con los de los
McAndrews, que muchas veces había puesto sus ojos, golosamente, en el lustroso
ganado de sus afables vecinos; y, cuando los vio pasar con sus veintiuna
vacas, salió a su encuentro y les saludó.
"¿A dónde os
dirijís, en esta magnífica mañana?' , les preguntó.
"Vamos a la Feria de Killalla, a vender
estas preciosas vacas que nos dio nuestro padre", contestaron todos al
tiempo.
"¿Y vais a vender
unas vacas que, desde hace ya tiempo, se encuentran bajo la influencia de un
Ojo Maligno? ¡Oh! Con y Shamus, nunca lo habría creído de vosotros, seguro que
esto es idea de vuestro hermano, ese patán de Pat; cualquiera diría que el
espíritu de la madre que os crió no va a extender su mano para salvaros de
cometer un pecado tan mortal."
Esto dijo O'Toole a los
tres mayores, los cuales le escuchaban temblando, mientras los cuatro más
jóvenes se llevaban los nudillos a los ojos y se echaban a llorar.
"Oh, de verdad, Sr.
O'Toole, que nosotros no sabíamos que las vacas estuviesen bajo ningún mal de ojo.
¿Cómo os habéis dado cuenta? Oh, maldita sea; que un rebaño tan bueno se eche a
perder...", dijo Con.
"Me alegro de que me
lo preguntes, de verdad, pues he sido yo, que siempre he sido un buen vecino
para vosotros, quien ha estado vigilando a la vieja Judy, la bruja, cada vez
que merodeaba por ahí, riéndose de los cuervos que volaban por encima de las
vacas. ¿Recordáis aquella vez en que vuestro padre le habló groseramente allá
abajo en la encrucijada? Ella no lo olvidó nunca, y ahora vuestras veintiuna
vacas no valdrán más de lo que valen sus pieles."
"Worra, worra, worra",
se quejaron los siete McAndrews, tan fuerte que la bella Kattie O'Toole asomó
su cabeza por la ventana, y las últimas vacas empezaron a hacer cabriolas como
si se hubieran vuelto locas.
"¡El conjuro se ha
apoderado de ellas!", gritó Shamus. "¡Oh! ¿Qué podemos hacer? ¿qué
podemos hacer?"
"Tranquilízate,
hombre", exclamó O'Toole. "Yo soy un buen vecino, como os he dicho
antes, y, para echaros una mano en este mundo, yo mismo me arriesgaré y os
compraré las vacas por el precio de sus pieles. Seguro que no hay mal ninguno
en que se usen las pieles para hacer cuero, así que os daré un chelín por
pieza, y eso ya es mejor que nada. Veintiún chelines contantes y sonantes, para
que vayáis a la feria a buscar fortuna."
O aquello o nada,
pensaron los McAndrews, y aceptaron la oferta, dando las gracias a O'Toole por
su generosidad, y le ayudaron a conducir las vacas a su prado. Luego, se fueron
para la feria.
Nunca habían estado antes
en una feria, y, cuando vieron todas las cosas estupendas que allí había, se
olvidaron por completo de las vacas, y sólo se acordaron de que tenían cada
uno tres chelines para gastar.
Todo el mundo conocía a
los McAndrews, y pronto tuvieron una verdadera multitud congregada a su
alrededor, ensalzando su buen aspecto, y diciéndoles el padre tan bueno que
tenían, que les daba tanto dinero. Y los siete tontos perdieron la cabeza completamente,
y probaron de todo, a izquierda y derecha, hasta que ni un céntimo les quedó
de los veintiún chelines. Entonces, regresaron tambaleándose a casa, a causa
del buen whisky que habían estado bebiendo con los mozos.
Fue un día amargo para el
anciano McAndrew, cuando sus siete hijos volvieron a casa sin un penique y sin
ni una de las veintiuna preciosas vacas, y juró que nunca más les daría
ninguna.
Así, pasaron un día tras
otro, y los siete jóvenes McAndrews tan felices como ninguna otra persona,
hasta que su buen y anciano padre cayó enfermo y murio.
El mayor de todos heredó
toda la tierra que el padre tenía, de modo que se sintió como un Lord. Verlo
pavonearse y contonearse como un gallo, era algo que habría hecho reír hasta a
un ulceroso enfadado.
Un día, para mostrar cuán
magnífico podía ser, se vistió con sus mejores ropas, y se fue a la ciudad
comercial más próxima, con un bolsa llena de monedas de oro.
Cuando llegó allí, entró
en una posada, y pidió de lo mejor de todo, y, para dárselas de tipo magnífico,
triplicó el precio de cada cosa al posadero. Tan pronto como cruzó el bar, sus
ojos divisaron, ¡oh, sorpresa!, un pequeño barrilete dorado quizá para que pareciese
de oro, que colgaba fuera de la puerta, a modo de emblema. Con no se había
percatado antes de él, y preguntó al posadero qué era aquello.
Aquel posadero, que como
cualquier otro, tenía intención de conseguir todo lo que pudiera de un
McAndrew, contestó rápida-mente:
"Estúpido, ¿es que
no sabes lo que es, de verdad? Es un huevo de yegua."
"¿Y saldrá un
potrillo de ahí?"
"Naturalmente; ¡qué
preguntas se te ocurren!"
"No había visto
ninguno antes", dijo el asombrado McAndrew.
"Bien, pues ahora ya
lo ves, Con; puedes echarle una buena ojeada."
“¿Me lo venderás?"
"Caray, con
McAndrew, ¿acaso te crees que voy a querer vender ese soberbio huevo, después
de tenerlo tanto tiempo ahí colgado al sol, cuando está a punto de salir un
potrillo que me valdrá por lo menos veinte guineas?"
"Yo te daré veinte
guineas por él", dijo Con.
"Vale, trato
hecho", dijo el posadero; y bajó el barrilete y se lo dio a Con, quien
sacó las veinte guineas, que era todo el dinero que tenía.
"Ten cuidado con él,
llévalo con la mayor suavidad que puedas, y, cuando llegues a casa, cuélgalo
en seguida al sol."
Con prometió hacerlo, y
partió hacia su casa con su hallazgo.
Al pie de una colina se
encontró con sus hermanos.
"¿Qué es eso que
tienes, Con?"
"La cosa más
maravillosa de este mundo: un huevo de yegua", dijo alborozado.
"¡Caramba!, a ver
cómo es...", dijo Pat, quitándoselo a Con.
"Ten ciudado,
¿quieres? Tienes que tratarlo con mucho cuidado."
Pero los hermanos no hicieron
caso de Con, y, antes de que pudiera decir "ichsss!", el barrilete
rodó colina abajo, mientras los siete corrían tras él; pero, antes de que
ninguno pudiera atraparlo, en su rodar, fue a parar a un montón de arbustos
y, al instante saltó de allí una liebre.
"Mirad, ahí está el
potrillo", gritó Con, y los siete corrieron tras él; pero no había manera
de atrapar a la liebre. "Es el potrillo más rápido que se ha visto jamás;
si tuviese cinco años, no sería capaz de cogerlo ni el mismo diablo",
exclamó Con; y, con esto, los siete simplones abandonaron la caza, y regresaron
a casa en silencio.
Todo el mundo decía,
"da igual que el dinero lo tenga un hermano que otro, porque los MacAndrew
están destinados a perder hasta el último penique que tienen".
Y así fue, pues su dinero
se fue reduciendo, hasta que se evaporó por completo; primero se les iba un
hermoso caballo a cambio de unos cuantos pedazos de cristal que ellos tomaban
por piedras preciosas, después un par de cerdos, o un par de buenos gansos por
un trozo de cinta para atar a su sombrero; y, al fin, comenzaron también a
perder sus tierras.
Un día, Shamus estaba
sentado junto al hogar de su casa, calen-tándose un poco, y, para hacer un buen
fuego, echó encima un buen montón de turba que en seguida empezó a arder a todo
pulmón, de modo que, de estar helado de frío, Shamus pasó a tener más calor que
una costilla sobrante en un asador. En aquel momento entró su hermano más
joven.
"Tienes un soberbio
fuego aquí, Shamus."
"Si que lo es, de
verdad, y demasiado cerca de mí está; se un buen chico y ve a Giblin, el
albañil, y mira a ver si puede mover la chimenea al otro lado de la
habitación."
El benjamín de los
McAndrews hizo lo que le pidió su hermano, y pronto apareció Giblin, el
albañil.
"Veo que te
encuentras en un apuro, Shamus; estás asándote vivo; ¿qué puedo hacer por ti?
"¿Puedes mover la
chimenea más allá?"
"Pues, claro que
puedo, pero tú tendrás que moverte un poco; vete a dar un paseo con tu hermano,
y el trabajo estará terminado cuando vuelvas."
Shamus hizo lo que le
aconsejó el albañil, y Giblin tomó la silla donde el tonto estaba sentado y la
puso lejos del fuego, y entonces se sentó, riéndose para sí, a considerar el
precio que le cobraría por su trabajo.
Cuando Shamus estuvo de
vuelta, Giblin le condujo hasta la silla, diciendo:
"Ahora, ¿no está ya
mucho mejor?"
"Eres todo un tipo,
Giblin, y lo has hecho sin ensuciar nada; ¿qué te tengo que dar por este gran
trabajo?"
"Si no te importa,
me gustaría el prado que linda con el mío. Creo que es un buen precio para una
faena como ésta."
"Es tuyo y no se
hable más, Giblin"; y, sin mayores formalidades, cerraron el trato.
Este era el mejor campo
de los McAndrews, y la única tierra de pasto dejada a Shamus.
No había pasado mucho
tiempo, cuando se supo que, primero uno, luego otro, los hermanos habían
perdido la casa donde vivían, hasta que tuvieron que volver a vivir todos
juntos en la vieja casa de su padre.
O'Toole y Giblin se
habían adueñado, uno tras otro, de todos los campos, y ya no les quedaba más
que la vieja casa y una pequeña franja de huerto, que ninguno de ellos sabía
cómo cultivar.
Eran tiempos duros para
los siete McAndrews, pero ellos estaban felices y contentos, mientras tuviesen
bastante para comer, y eso sí que lo tenían, porque las esposas de los hombres
que les habían usurpado todas sus magníficas tierras y ganado, sentían remordimiento
al ver cómo sus maridos se enriquecían a expensas de los pobres simplones, y,
todos los días, a hurtadillas de sus maridos, les llevaban comida y bebida.
O'Toole y Giblin, sin
embargo aún pusieron sus ojos avariciosos en la casa y en el huerto, y estaban
constantemente al acecho de una oportunidad para apoderarse de ellos también,
cuando la suerte, o algo peor, dejó caer la oportunidad delante de O'Toole.
Volvía a casa un día
desde la ciudad, en una fría tarde, cuando divisó a los siete hermanos,
sentados en círculo, a un lado de la carretera.
"¿Qué diablos estáis
haciendo aquí, en lugar de ganaros vuestra sal, pandilla de gansos?", les
increpó.
"Estamos en un mal
trance, Sr. O'Toole", contestó Pat. "No nos podemos levantar."
"¿Y qué es lo que os
impide levantaros?, me gustaría saber."
"¿No ves que
nuestros pies están todos juntos en el medio? Ahora no sabemos distinguir de
quién es cada cual. Y si uno de nosotros se levanta, no sabrá con qué pies
hacerlo."
O'Toole nunca había
tenido tantas ganas de reír en su vida, pero pensó:
"Esta es la
oportunidad para conseguir la casa y el huerto antes de que Giblin, el albañil,
se me adelante"; entonces, con una mirada de gravedad, dijo:
"Supongo que es verdaderamente difícil decir de quién son unos pies u
otros, cuando están todos en un montón, pero creo que podré ayudaros, como ya
he hecho muchas veces. Mal día habría sido éste para vosotros, sí no me
tuvieseis a mí por vecino. ¿ Qué me daréis si os ayudo a encontrar vuestros
pies?"
"Lo que sea, todo lo
que tengamos, con tal de que podamos levantarnos de aquí", respondieron
los siete casi a coro.
"¿Me daríais la casa
y el huerto?"
"Desde luego que sí;
¿de qué nos sirve una casa y un huerto, si tenemos que quedarnos aquí sentados
el resto de nuestras vidas?"
"Entonces, trato
hecho", dijo O'Toole; y con esto, fue hasta el lado de la carretera, y
arrancó una buena y robusta vara. Entonces, comenzó a sacudir a los pobres
McAndrews en la cabeza, en los pies, hombros, y todas partes donde pudo
aplicar el palo, hasta que, con gritos de dolor, éstos dejaron libre el lugar,
encontrando cada uno sus propios pies, y poniéndolos en polvorosa.
Así fue como el malvado
O'Toole se hizo con las últimas propiedades de los McAndrews, y no les quedó a
éstos nada de nada, teniendo que ponerse a pedir limosnas, por las calles y los
caminos.
024 Anónimo (celta)
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