Érase una vez tres camaradas que
partieron juntos de viaje.
El primero se llamaba Bimbiri, el
segundo, Kurlankan, y el tercero, Dungonotu.
Anda que te andarás, caminaban los
tres amigos, cuando se encontraron con un pozo.
Todos estaban sedientos pero el pozo
era muy profundo.
Dungonotu cogió el pozo, como si
hubiese sido una simple jarra, y vertió el agua para que sus compañeros
pudiesen beber.
Luego Bimbiri se cargó el pozo a la
espalda.
Al poco se adentraron en un bosque con
el propósito de cazar elefantes.
Consiguieron matar una docena cada uno
y, en el mismo día, se comieron el producto de la caza.
Algunos días más tarde vieron a una
mujer guinarú. Kurlankan se enamoró perdidamente de ella y le dijo:
-Te adoro.
-Te adoro.
Inmediatamente contrajo matrimonio con
ella y abandonó a sus compañeros.
La mujer se llamaba Kumba Guiné; era
muy linda y no mucho más alta que cualquier otra mujer.
A diario, Kurlankan se jactaba ante su
esposa de ser el hombre más fuerte del mundo. Cierto día que discutieron a este
respecto, Kumba Guiné dijo a su marido:
-Te equivocas, Kurlankan... Ven
conmigo a casa de mis padres y verás cómo hay alguien mucho más fuerte que tú.
Pusiéronse en marcha al amanecer, y al
cabo de muchas horas de viaje divisaron al padre de Kumba acostado en el suelo.
El guinarú tenía una rodilla
levantada... y ¡habríase dicho que era una montaña!
Lleno de asombro, Kurlankan preguntó a
su esposa:
-¿Qué es aquello que mis ojos ven?...
¿Es una montaña?
-No seas mal educado -contestóle ella,
enfadada-. Lo que estás viendo es mi padre.
Tuvieron que andar durante cuatro
horas antes de llegar al lugar en que reposaba el padre de Kumba Guiné. Al ver
de cerca a su gigantesco suegro, Kurlankan tuvo miedo.
Los tres hermanos de Kumba, Amadi,
Samba y Delo, se hallaban de caza en aquel momento.
Kurlankan preguntó:
-¿Dónde podría encontrarlos?
-Ve por allá -díjole el suegro,
señalándole una senda.
-Voy a conocerlos -declaró Kurlankan.
Al primero que conoció fue a Amadi.
Había matado a quinientos elefantes;
liados en un paquete los llevaba atados a un costado de su cintura.
-¿Quieres qué te los lleve? -preguntó
Kurlankan.
-No... No podrías con la carga -repuso
Amadi-. Prosigue tu camino y encontrarás a mi hermano. Tal vez puedas servirle
de algo.
Poco después encontró Kurlankan a
Samba.
Éste había matado otros quinientos
elefantes y los llevaba atados asimismo a la espalda.
-¿Quieres que te ayude?
-No podrías, muchacho... Te lo
agradezco... Sigue tu camino. Tal vez a mi hermanito pequeño puedas servirle de
algo...
Kurlankan llegó finalmente a presencia
de Delo.
Éste no había podido matar más que
cuatrocientos elefantes y, en el momento en que llegaba ante él el marido de su
hermana, se le rompió la correa de una de sus sandalias.
-¿Te puedo ayudar en algo?
-Con los elefantes no podrías... Pero,
llévame la sandalia al pueblo...
Echó la sandalia a Kurlankan y éste
quedó enterrado bajo ella. No pudo desembarazarse de su enorme peso por más
esfuerzos que hizo. Ni siquiera logró asomar la cabeza.
Delo se reunió en la aldea con sus dos
hermanos. Los tres tuvieron que escuchar la repulsa de su padre, que les
reprendió duramente por haber cazado tan poco aquel día.
-¿No os da vergüenza? -les dijo-.
¿Sabéis que tenemos un invitado, el marido de vuestra hermana, y es ésa toda la
carne que tenemos para el cuscús?...
Y volviendo la vista a su alrededor,
preguntó:
-¿Dónde está mi yerno? Amadi contestó:
-Lo envié a buscar a Samba.
Samba se apresuró a responder:
-Pues yo lo envié a buscar a Delo.
Y Delo afirmó:
-Yo le dije que me trajera la
sandalia, pues se me rompió la correa...
-Tal vez no haya podido con la
sandalia -dijo Kumba Guiné-. Voy a ver...
Púsose inmediatamente en camino y no
tardó en ver la sandalia. Levantóla y vio debajo a su marido.
Juntos regresaron a la aldea, llevando
Kumba la sandalia, ya que era demasiado pesado para Kurlankan.
Cuando todo estuvo dispuesto, se
reunieron a comer. Pero la calabaza era excesivamente alta y Kurlankan no podía
probar bocado.
Delo, al ver su embarazo, lo cogió en
sus manazas y se lo puso en las rodillas; pero Kurlankan, al empinarse para
coger un puñado de cuscús cayó dentro de la calabaza, y Delo, confundiéndolo
con un pedazo de carne, se lo echó a la boca.
A la mañana siguiente, Amadi preguntó:
-¿Qué le habrá sucedido a nuestro
cuñado?... Anoche comimos juntos... ¿Qué habrá sido de él?
Delo tenía una muela cariada y
Kurlankan había conseguido meterse en el hueco de la carie.
-¡Cómo me duele la muela! -exclamó el
guinarú-. ¿Qué será?
Metióse el dedo en la boca y no tardó
en sacar a su cuñado, colocándolo cuidadosamente en el suelo.
Kumba se acercó y, como se trataba de
su marido, trajo un cubo lleno de agua y lo lavó de pies a cabeza.
-¿No te dije que había alguien más
fuerte que tú? -preguntó a Kurlankan, que bajó la cabeza humillado-. Pues esto
no es nada todavía... Aun verás cosas más extraordinarias...
Entre los esclavos de los guinarús
había una mujer llamada Syra, que era guinarú también. Cuando estaba triste se
pasaba llorando sin cesar toda una semana.
El padre de Kumba le ordenó que
encendiera fuego en la choza en que habían de vivir los recién casados y Syra
se agachó para soplar.
Kurlankan, que entró a oscuras, se
metió en la boca de la guinarú, creyendo que era la puerta de la cabaña. Llegó
hasta su estómago, tendió la estera y, como buen musulmán, se arrodilló antes
de acostarse y dijo con voz profunda:
-¡Que Alá vele mi sueño!
Syra lo oyó y repuso:
-Sal de ahí, Kurlankan... Te has
metido en mi estómago...
El pobrecillo se apresuró a salir y
cuando llegó Kumba le refirió la aventura.
-He pasado un miedo horrible -añadió-.
¡Vámonos de aquí mañana mismo!
Al amanecer, Kumba lo despertó
diciendo:
-Syra, llena de remordimiento por lo
que pudo ocurrir si no se hubiese dado cuenta de que tú te habías metido en su
estómago, ha empezado a llorar... Démonos prisa porque está vertiendo las
lágrimas a torrentes, y si nos alcanzaran en el camino correrías un gran
peligro... A mí no me sucedería nada.
Pusiéronse en marcha sin más demora.
Alrededor de las diez, cuando se hallaban
varias leguas del poblado, oyeron un tumulto semejante al de una cascada
cayendo de lo alto de una montaña.
Kurlankan, asustado, preguntó:
-¿Qué es eso?
A lo que repuso Kumba:
-Syra que está llorando.
Las lágrimas, formando un torrente
vertiginoso, rodearon a los fugitivos, pero Kumba se hizo muy alta, muy alta,
tomó a su marido en brazos y consiguió salvarlo de la inundación.
Cuando estuvieron lejos de todo
peligro, Kumba recobró su estatura normal y depositó a su esposo en el suelo.
Kurlankan le dijo entonces:
-Vuelve con los tuyos, Kumba... Te
estoy muy agradecido por lo que has hecho; pero te confieso que tu familia me
da miedo...
Kumba sonrió y contestó:
-Desde que te casaste conmigo no has
dejado de decir que no había nadie más fuerte que tú.
-Pues ahora comprendo que estaba
equivocado... Adiós, Kumba, que seas feliz... Cásate con un semejante tuyo...
Y se separaron para siempre.
***
Este cuento demuestra que no debemos
jactarnos de ser más fuertes que los demás, pues cualquiera puede encontrar un
guinarú.
009. Anónimo (africa)
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