Rhampsinitus fué un rey del antiguo Egipto. Había
emprendido diversas guerras contra las tribus vecinas y en cada una de ellas
alcanzó la victoria y, además, conquistó gran número de cautivos y valiosos
tesoros. Puso los primeros a rescate o los vendió como esclavos, y gracias a
eso aumentó aún las riquezas extraordinarias que las guerras le habían
proporcionado. Pero en vez de gastar cosa alguna, lo guardó todo con el mayor
cuidado. El monarca era avariento y su única ambición consistía en poseer cada
vez mayores riquezas, a pesar de que ya las tenía en cantidad muy superior a la
fortuna de cualquier rey de los tiempos pasados. Pero ya es sabido que el
avariento es víctima de un mal espíritu, llamado Miedo, que no le permite un
solo momento de descanso, pues le hace vivir en temor constante de que alguien
quiera arrebatarle las riquezas
que constituyen la delicia de su corazón.
Aunque Rhampsinitus era rey, no por eso dejó de
molestarle aquel mal espíritu, y continuamente temía que le robasen o que
pudiera perder el tesoro amasado con tanta diligencía. Por consiguiente, y a
fin de gozar de mayor tranquilidad, hizo llamar a su arquitecto y le dió orden
de construir una cámara para su tesoro, en la que nadie pudiese entrar sin que
él lo notase.
El artífice puso manos a la obra y construyó una
espaciosa estancia, contigua a uno de los muros de palacio; y las piedras
estaban trabadas entre sí con tanta maestría y, además, tan fuertemente sujetas
por medio del cemento, que ni siquiera el ladrón más astuto del mundo hubiese
podido penetrar allí.
Ya se ve, pues, que el arquitecto era un hombre muy
hábil, tanto, que ni el rey siquiera sospechaba hasta dónde llegaba su
habilidad. Aunque el monarca no se lo dijo, adivinó el destino de aquella
cámara y dispuso las piedras de tal manera que fuese fácil sacar una de ellas.
Oprimiendo en un punto secreto aquella gíraba sin ruido, cual si lo hiciese sobre unas bisagras
y dejaba una abertura bastante grande para dar paso al cuerpo de un hombre.
Pero cuando estaba cerrada, aquella piedra encajaba de tal manera con las
demás, que aun, mirando con la mayor atención y examinando las uniones de ella
con sus vecinas, nadie habría observado la menor diferencia en aquel punto de
la pared.
El rey encerró sus riquezas en la nueva y secreta
cámara. Había allí numerosos arcones llenos de oro y plata, jarrones que
contenían grandes cantidades de piedras preciosas y cestillos de maravillosa
labor amontonados unos sobre otros, también llenos de tesoros. Y alli iba
Rhampsinitus casi todos los días, para embelesarse en la contemplación de sus
tesoros y deleitarse ante la belleza de tan preciosos objetos.
Por lo que antecede, ya se habrá comprendido que el
arquitecto cons-tructor de la cámara tenía sus propósitos particulares con
respecto al tesoro; pero ya fuese por miedo de ser descubierto o por otros
motivos más honrosos, el caso es que nunca utilizó aquella entrada secreta. Mas
llegó un día en que enfermó y, comprendiendo que se acercaba el fin de su vida,
llamó a sus dos hijos Hoplira y Sen‑nu, les dijo lo que había hecho y añadió
que al obrar de aquel modo lo hizo pensando en ellos, con, objeto de que nunca
careciesen de lo necesario. Les explicó exactamente la situación y las dimensiones
de la piedra giratoria y les hizo jurar, al mismo tiempo, que no revelarían a
nadie tal secreto. Y después de haber revelado este hecho a sus hijos, no tardó
en morir.
El rey Rhampsinitus estaba sentado en un sillón y
sumido en profundas reflexiones. Tres días antes visitó la cámara de su tesoro
y pudo observar que uno de los arcones, antes lleno de monedas de oro, aparecía
casi vacío sin embargo, los sellos de la puerta estaban intactos. Aquella misma
mañana hizo otra visita y descubrió que una urna, que contenía una gran
cantidad de piedras preciosas, había sido despojada de ellas. Tampoco se habían
roto los sellos, y los guardias que vigilaban la puerta, juraron que nadie se
había acercado a ella durante la
noche. Era evidente la existencia de alguna traición, y
Rhampsinitus no sabía cómo evitarla.
Muy perplejo, golpeó al batintín que tenía a su lado
y en cuanto apareció el etíope que estaba a su servicio lo ordenó ir
inmediatamente en busca del gran chambelán.
Este acababa de abandonar el lecho, porque nunca era
llamado por el monarca a aquell hora, sin habérselo avisado el día en
anterior. Y, temiendo que de la entrevista no pudiese resultar nada agradable
para él, se vistió presuroso, con objeto de hallar la causa de un hecho tan
extraordinario. Pero lo repentino de aquella oreden, que se contradecía muy mal con la fiesta del día anterior,
solamente sirvió para sumirle en mayor confusión; y, dando un suspiro de
resignación, dejó de pensar en ello y entró en la estancia regia con una
expresión tan digna y virtuosa como pudo fingir.
‑Hola, Ra‑men‑ka ‑dijo el rey‑. Mala cara tienes
esta mañana. Me parece que te acuestas demasiado tarde, desde que el príncipe
de Nubia nos honra con su visita.
‑Los cuidados del Estado, oh, señor ‑contestó el
chambelán‑, son muy exigentes y, con gran frecuencia, me obligan a velar
durante buena parte de la
noche. Hay que disponer muchas cosas en beneficio de los
placeres y de las comodidades de los huéspedes de mí señor.
‑Es cierto ‑replicó el rey secamente‑ Sin embargo. no
te he llamado para eso. ¿No
sabes que los ladrones han penetrado dos veces en la cámara de mi tesoro?
Fué tan inesperada aquella pregunta, que Ra‑men-ka
se quedó más apurado que antes y, por un momento, la sorpresa no le permitió
replicar.
‑¡Imposible, señor! ‑tartamudeó por fin.
‑Supongo, Ra‑men‑ka ‑dijo el rey con la mayor
gravedad‑, que no vas a darme a entender que miento. Te he dicho que los
ladrones han penetrado en la cámara de mi tesoro, y añado ahora que me han
robado gran cantidad de monedas y de joyas.
‑iImpo...! ‑empezó a decir el chambelán, pero el
acerado brillo de los ojos del rey le obligó a contenerse‑. Sin duda, señor ‑se
apresuró a contestar, corrigiéndose rápidamente.
‑¡Sin duda! ‑gritó Rhampsinitus‑. ¡Sin duda! ¿Qué
quieres decir con eso? ¿Qué sabes acerca del particular, para poder hablar con
tanta certeza?
‑Nada, señor ‑tartamudeó el chambelán‑. Me limitaba
a aprobar lo que acaba de decir mi rey.
‑Aprobado, ¿eh? ‑ exclamó el monarca‑. Pues te
aconsejo que no sigas aprobando lo que digo.
‑No lo haré, señor ‑contestó humildemente Ra-men‑ka.
‑¿Ah, no? ‑exclamó Rhampsinitus mirándole torvamente‑.
Pero dejó de referirse a ello para hablar de otra cosa. Ahora, escúchame ‑dijo‑.
Esos ladrones no son malhechores vulgares, porque se han llevado las joyas sin
dejar huellas de su presencia. Están intactos los sellos que puse en la puerta,
y los soldados de guardia no han visto a nadie. Hemos de disponer una trampa
para esos tunos.
‑Sí, señor ‑contestó el charribelán‑. Haré disponer
una pequeña trampa, difícil de descubrir y en cuanto el ladrón meta la mano en
un jarrón, se verá cogido e imposibilitado de huir.
‑¿No has oído hablar de la zorra que quedó cogida en
la trampa por el rabo? ‑preguntó el rey.
‑No, señor.
‑Pues escucha. En cierta ocasión, una zorra quedó
cogida en una trampa por el rabo. Sabía muy bien que, en caso de no poder
libertarse, el cazador le daría muerte cuando, a la mañana siguiente, fuese a
visitar sus trampas, y así, aunque lamentaba profundamente la pérdida de su
hermosa cola, con los dientes se la cortó. De este modo pudo recobrar la libertad. Nada
importa ahora el resto de la historia, pero procura que tu ladrón no pueda
proceder como la zorra.
‑Ten en cuenta, señor, que yo me propongo cogerlo
por la mano ‑replicó el asombrado chambelán.
‑Ra‑men‑ka ‑dijo el rey‑, en lo sucesivo te ordeno
que no te acuestes tan tarde, porque, de lo contrario, comprenderé que los
cuidados del Estado son excesivos para tu salud. ¿Conoces el calabozo que hay
en el patio del oeste del palacio y sabes si está en la misma situación de
siempre, para recibir huéspedes?
‑Como hace muchos años que no se utiliza,
seguramente necesitará algunas reparaciones -contestó el chambelán.
‑Muy bien ‑dijo el monarca‑. Y ahora, atiende. Es
preciso que imagines una trampa tal, que cuando el ladrón llegue y toque la
urna, quede cogido por los brazos, las piernas y el cuerpo. Escucha otra cosa.
Tanto si logras el éxito como no, me propongo alojarte en el calabozo de que
hemos hablado.
Y mientras reflexionaba acerca de aquella terrible
amenaza, el chambelán recibió orden de salir.
Los dos hermanos Nohpra y Sen‑nu estaban planeando
una tercera excursión a la cámara del tesoro del palacio real. Cierto es que ya
hablan substraldo riquezas sin cuento, pero cuando éstas se obtienen con dema-siada
facilidad, desaparecen prontamente. Los dos hermanos, que gastaban sin contar,
viéronse, de pronto, casi desprovistos de dinero.
‑La noche de hoy será obscura ‑dijo Hohpra‑. Por
consiguiente, podremos ir otra vez a la cámara del tesoro, para sacar algo.
Sen‑nu dió su conformidad al proyecto, y los dos
hicieron los prepa-rativos. En cuanto llegó la medianoche salieron a poner en
obra su plan.
Se acercaron cautelosamente al muro exterlor de la
cámara del tesoro y, después de convencerse de que nadie les observaba, buscaron
la piedra giratoria. Hophra, que se disponía a entrar, oprimió el muelle
secreto y, mientras tanto, Sen‑nu se quedaba de centinela en el exterior.
Giró la piedra como de costumbre, y Hophra penetró
en el recinto. Una vez dentro volvió a cerrar para evitar una sorpresa desagradable
y peligrosa a un tiempo, golpeó eleslabón y, después de haber encendido la
yesca pudo prender fuego a un pequeño candil que llevaba.
A la luz escasa y vacilante de aquella lámpara diminuta,
el joven miró a su alrededor y, por un momento, se quedó indeciso, pues no
sabia por cuál de los jarrones que contenían piedras preciosas debía decidirse.
Por fin se dirigió a uno de ellos, mas apenas hubo metido la mano en el
interior, se sintió cogido por los brazos, las piernas y el cuerpo, y de tal
manera, que, por más esfuerzos que hizo, no le fué posible soltarse y ni
siquiera hacer el menor movimiento.
Luchó un rato y se ensangrentó los miembros en sus
esfuerzos por recobrar la libertad, pero tan ingeniosa y fuerte era la trampa
que le había cogido, que no pudo conseguir cosa alguna. Por fin, exhausto y
dolorido, dejó de resistirse y examinó la situación.
Era evidente que estaba perdido, Ni él ni su hermano
tenían las herramientas necesarías para romper aquel mecanismo antes de que
llegase el día y con él, probablemente, el monarca o algunos de sus oficiales.
No. No había esperanza y comprendiéndolo perfectamente, se resignó a morir.
Poco a poco se serenó y entonces con voz queda llamó a Sen nu, diciendo en voz
baja:
-¡Hermano!
‑¿Qué quieres? ‑murmuró Sen‑nu‑. ¿Que pasa?
‑Ven cuanto antes ‑replicó Hophra.
Comprendiendo Sen‑nu que sucedía algo desagradable,
hizo girar la puerta, penetró en el recinto y volvió a cerrar. Hecho esto se
aproximó a Hophra, que le dijo:
‑Mira. He quedado cogido en una trampa y no puedo
libertarme. ¿Te crees capaz de ayudarme?
Sen-nu luchó con toda su alma con las piezas de
bronce que sujetaban a su hermano, pero todos sus esfuerzos fueron inútiles.
Tiró, empujó y con todo su peso y fuerza quiso romper las argollas, pero éstas
no cedieron en lo más mínimo, de modo que, al fin, Sen-nu, desesperado, se
quedó mirando a su hermano.
‑No hay duda de que estoy cogido -dljo Hophra‑. Y puesto que es así, debo resignarme y
tú también has de conformarte con lo que no tiene remedio. No hay necesidad de
que los dos seamos castigados. En cuanto llegue la mañana llegarán los guardias
y si me encuentran y me reconocen, sabrán que tú eres el otro ladrón. Así,
pues, desenvaina el cuchillo y córtame la cabeza, para llevarla a casa. De este
modo no podrán identificar mi cuerpo.
Sen‑nu se quedó horrorizado y empezó a rogar a su
hermano que desistiese de tan espantoso proyecto. Pero Hophra estaba decidido,
sereno y firme. Insistió en que llevase a cabo lo que acababa de decir, dándole
a entender que si los dos eran condenados a muerte, su pobre madre, viuda,
quedaría privada de todo socorro y, además, expuesta a la venganza del
soberano.
Esta última consideración convenció a Sen-nu, quien
se manifestó dispuesto a obedecer el horrible mandato de su hermano.
Con lágrimas en los ojos le dió muerte de una
puñalada en el corazón y luego, seguro de que ya no sufría, le cortó la cabeza
y abandonó aquel lugar para él espantoso. Antes de alejarse cerró cuidadosamente
la piedra giratoria y regresó a su casa llevando consigo la cabeza de su
hermano.
En cuanto amaneció, el rey, que se habla levantado
muy temprano, se apresuró a dirigirse a la cámara del tesoro. Rompió los sellos
de la puerta y penetró en la
estancia. La escasa luz reinante le permitió ver, sin
embargo, el cuerpo de un hombre sujeto por numerosas argollas de bronce; pero,
de momento, no pudo darse cuenta de que le faltaba la cabeza. Y así,
satisfecho de haberse vengado al fin y persuadido de que estaban ya en su mano
todos los hilos de la trama y de que podría encontrar a los cómplices del
ladrón, se acercó a éste. Entonces, horrorizado, extrañado y admirado a la vez,
vio que el cadáver carecía de cabeza.
Esto le probó la existencia de, por lo menos, un
cómplice, que, de un modo u otro había podido salir de allí.
Empezó a buscar con el mayor cuidado, pero por más
que hizo y a pesar del registro que ordenó, nadie pudo encontrar la menor señal
de alguna abertura o paso.
‑Eso excede ya a todo cuanto se ha visto u oído en
el mundo entero ‑dijo el monarca al chambelán, que le acompañaba‑. Es evidente
que ese ladrón tenía un aliado, a quien es preciso prender, sea como sea. Y con
objeto de descubrir a este cómplice, haz de manera que cuelguen el cadáver de
uno de los muros exteriores del palacio real y dispón la guardia de manera que
pueda observar el semblante a todos los que pasen, con orden de prender a
cualquiera a quien vean llorar o quejarse, o que demuestre la menor compasión
por el cadáver. Y en cuanto lo hayan cogido, debe serme presen-tado inmediatamente.
Dió el rey una gran muestra de su astucia al dictar
aquellas instrucciones, porque, para lograr la vida futura, los egipcios creían
que los cadáveres habían de ser enterrados con toda suerte de ritos y
ceremonias, y el monarca esperaba que alguien iría a reclamar el muerto o, por
lo menos, que alguno acudiría a visitarlo y a dar muestras de su dolor.
En cuanto la madre de Hophra se enteró de que el
cadáver de su hijo mayor había sido vergonzosamente expuesto al público, lloró
con la mayor amargura y echó en cara su cobardía a Sen‑nu. Este se defendió lo
mejor que pudo, pero la irritada y dolorida madre no quiso oír cosa alguna y al
fin ordenó:
‑Tráeme el cadáver de mi hijo o, por los dioses de
mis padres, iré a visitar al rey para informarle de lo que has hecho.
‑¿Cómo quieres madre mía, que me apodere del
cadáver? -preguntó Sen‑nu‑. Está custodiado de día y de noche y los soldados
observan atentamente a todos cuantos se aproximan a aquel lugar. Y ¿de qué te
servirá ir a delatarme al rey? En tal caso perderías a tus dos hijos, en vez de
haber perdido a uno solo.
Pero en vano fué cuanto hizo o dijo, Porque su madre no le escuchó
siquiera, de modo que Sen-nu acabó por acceder a su deseo Y le prometió
esforzarse en hacer todo lo posible por complacerla.
El empeño era en extremo difícil. Así lo comprendió
inmediatarnente, pero no por eso se dió por vencido, sino que se entregó a
profundas reflexiones, en busca del medio de salir airoso de su empresa. Largo
rato permaneció pensativo y al fin, creyó haber encontrado la manera de cumplir
el deseo manifestado por su madre.
Tomó media docena de asnos y los cargó de pellejos
llenos de vino. Al anochecer se disfrazó y salió de su casa, llevando la recua
de asnos con la cual tomó el camino del palacio real. Al llegar al punto en que
los guardias vigilaban el cadáver de su hermano, se acercó disimuladamente a
uno de los burros y desató la boca de dos pellejos. Empezó a derramarse el vino
por el suelo y, al verlo, él se dió algunos puñetazos en la cabeza y en el pecho,
gritando y maldiciendo la desgracia de que era víctima. Los soldados, al
observar el caso, se apresuraron a ir en busca de cuantos recipientes pudieron
encontrar y con ellos empezaron a recoger vino y a beber sin freno ni medida.
‑¡Ladrones! ¡Pillos! ¡Sinvergüenzas! gritó San‑nu,
con fingida rabia‑. ¿De este modo os aprovecháis de la desgracia de un hombre?
¡Así reventéis todos! ¡Ojalá este vino os sirva de veneno! ¡Apartaos de ahí!
¡Dejarme en paz, porque, de lo contrario, os juro por Amén[1]
que iré a quejarme al rey de vuestra conducta!
‑¿Cómo? ‑exclamó un soldado riéndose‑. ¿Te figuras
que somos capaces de permitir que se desperdicie un vino excelente como éste?
Sería una locura. No hay duda de que, con el vino, has perdido el juicio. No te
hemos quitado nada que pudieras salvar. Cálmate, pues, y con gusto te ayuda-remos
a arreglar mejor la carga de tus asnos.
Estas palabras afables y, a un tiempo, razonables,
apaciguaron un tanto al dueño de los asnos y, por fin, olvidando su cólera,
empezó a charlar con los soldados y hasta rió con toda su alma la chanza que
pronunció uno de ellos.
Así estuvieron un rato juntos y luego el dueño de
los asnos y del vino ofreció a los soldados un pellejo entero lleno de mosto,
como prenda de buena amistad, y todos empezaron a beber,
No tardó mucho el vino en hacer su acostumbrado
efecto; pero, sin embargo, todos seguían charlando y riéndose a más no poder. Sen‑nu ofreció otro pellejo a
los soldados y después el tercero, de manera que, al fin, todos se quedaron
borrachos como cubas y dormidos a lo largo del muro de palacio.
Pero Sen-nu se
abstuvo de beber en la misma cantidad que los demás, aunque fingió estar
borracho como ellos. Esperó a que hubiese obscurecido por completo y entonces descolgó el
cadáver de su hermano, lo cargó en uno de sus asnos y lo llevó a su casa, para
entregárselo a su madre.
Ya se puede imaginar cuánta fué la cólera y cuál la
decepción de Rhampsinitus al observar que, por segunda vez, había fracasado en
su empeño de apoderarse del ladrón. Insultó de tal manera a Ra‑men-ka, que el
desgraciado cortesano habría renunciado a su alto cargo con el mayor gusto,
aunque no se atrevió por las consecuencias que ello pudiese tener.
Pero Rhampsinitus no cejó en su empeño de apoderarse
del ladrón; comprendiendo que con un hombre tan astuto nada lograría apelando a
la fuerza, resolvió valerse de la astucia. El monarca tenía una hija muy hermosa y
pensó en valerse de ella para lograr su objeto. Maduró el proyecto durante un
par de días y llegando, por fin, a ultimar todos los detalles, ordenó anunciar
por medio del pregonero que daría en matrimonio a su hija y, además, la mitad
de su reino, al hombre que se presentará a la princesa y, en secreto, le
revelase una fechoría por criminal que fuese, siempre y cuando demostrase en
ella una astucia extraordinaria.
En cuanto Sen‑nu se enteró de aquel pregón,
comprendió perfectamente lo que se proponía el monarca, pero como era tan
atrevido corno astuto e inteligente, decidió aceptar el desafío y acudir al
palacio real.
El día señalado se presentó allá, envuelto en un
largo manto. Penetró en la antecámara de la princesa, en donde aguardaban siete
u ocho aspirantes a su mano. No temió ni por un momento siquiera que ninguno de
ellos pudiese alcanzar la mano de la princesa y, además, le constaba que tanto
ésta como su padre lo habían dispuesto todo con el único objeto de cogerle a
él. Pero no temió cosa alguna.
Acercóse, pues, respetuosamente y cuando la princesa
le preguntó qué cosas podría relatar, en demostración de su astucia, le
refirió, sin ambages, toda su historia, es decir, que le dio cuenta de cómo
penetraron en la cámara del tesoro él y su hermano, de que decapitó a éste para
que no fuese reconocido y el medio de que se valió para apoderarse del cadáver.
Si bien en la estancia sólo se veía a la princesa,
lo cierto es que en las inmdiatas había numerosos guardias, dispuestos a acudir
a una voz de la joven. En cuanto ésta tuvo la certeza de que su interlocutor
era el hombre de que su padre quería apoderarse, alargó la mano y lo agarró por
el brazo. Pero en el acto se quedó muda, de sorpresa, de pasmo y de horror, al
observar que, a pesar de tenerlo asido aquel hombre huía rápidamente y dejaba
en su poder un brazo frío y perteneciente a un cadáver.
Cuando la joven hubo soltado aquel horrible despojo
y se recobró del susto para llamar a los guardias, Sen‑nu estaba ya muy lejos.
Como es natural, se divulgó la aventura y el pueblo
entero ridiculizó al monarca, quien empezaba ya a cansarse de su inútil empeño.
Se convenció, al fin, de que no tenía la talla suficiente para luchar con aquel
hombre que poseía una inteligencia privilegiada y decidió otorgarle amplio
perdón.
¡Cuál no sería la sorpresa del rey, cuando, el mismo
día en que mandó publicar esta orden, se presentó Sen-nu, declarándose culpable
de todos los hechos que Rbampsinitus; conocía ya en parte!
En cuanto el monarca vió al joven, no pudo
abstenerse de preguntarle:
‑¿No temes nada, puesto que te presentas a mí después
de lo que has hecho?
‑El rey me ha otorgado su perdón ‑contestó Sen‑nu ‑y
con seguridad no faltará a su palabra,
Eres tan valeroso como inteligente y no te has
equivocado al confiar en mi palabra. Te perdono, pues, aunque a cambio, de que
no me ocultes nada de cuanto ha sucedido.
Entonces Sen-nu reveló a Rhampsinitus la entrada
secreta de la cámara del tesoro y le probó que el muerto era su propio hermano.
Y tan asombrado quedó el rey ante la sagacidad, inteligencia y atrevimiento del
joven, que le concedió a su hija en matrimonio y
le
tributó, además, grandes honores.
034 Anónimo (egipto)
[1] Llamado también Amon o Annon‑ka, padre de
los dioses egipcios, y creador de la vida.
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