Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 3 de junio de 2012

La pequeña liebre

Érase una vez una mujer que dijo a su esposo:
-Ardo en deseos de comer hígado de "nyamatsané"; si me amas, ponte inmediatamente en camino y no vuelvas hasta que hayas conseguido atrapar un nyamatsané para que yo pueda comerme el hígado.
Su marido le respondió:
-Tuesta un poco de pan, quítale la corteza y lléname un saquito.
Hízolo así la mujer y cuando todo estuvo dispuesto lo entregó a su marido, que partió al punto con el decidido propósito de matar un nyamatsané.
Caminó durante mucho tiempo, alimentándose de las cortezas de pan con que su mujer había llenado el saco y, finalmente, llegó al país de los nyamatsanés, junto a un gran río, donde vivían en crecido número.
Pero cuando él llegó, los nyamatsanés no estaban; habíanse marchado a pastar a bastante distancia de allí, dejando en casa a su vieja y decrépita abuela.
El hombre se apresuró a matarla, le quitó la piel y el hígado y se escondió en sus despojos lo mejor que pudo. No había hecho más que cubrirse con la piel del animal cuando llegaron los nyamatsanés, ansiosos por volver a ver a su amada abuela.
Al entrar en la choza gritaron:
-¡Olemos a carne fresca! ¡Aquí hay un hombre!
El hombre, disfrazado con la piel de la nyamatsané, respondió desfigurando la voz:
-Os equivocáis, hijos míos... No hay ningún hombre entre nosotros...
Pero ellos continuaron husmeando y murmurando:
-Tiene que haberlo, abuela... Lo olemos...
Finalmente, los nyamatsanés, cansados por la infructuosa búsque-da, se acostaron y no tardaron en quedarse dormidos.
Al día siguiente, cuando se despertaron, como no estaban completamente tranquilos, dijeron cuando se disponían a partir:
-Vente hoy a pacer con nosotros, abuela.
El disfrazado hombre salió con ellos y fingió comer guijarros, como ellos hacían, pero en realidad lo que comía eran cortezas de pan de las que llevaba en el saco.
Los nyamatsanés se convencieron de que era su abuela; al poco regresaron todos a casa, se acostaron y se durmieron.
A la mañana siguiente, cuando se despertaron, dijeron a quien creían su abuela:
-Vamos a ejercitarnos en saltar un gran foso.
Saltaron ellos primero, y luego gritaron a la abuela desde el otro lado:
-¡Salta tú ahora!
La falsa abuela franqueó el foso, sin gran trabajo.
Absolutamente convencidos de que se trataba de su abuela, a pesar de oler como un hombre, los nyamatsanés se marcharon a la mañana siguiente a pacer muy lejos de allí, dejando solo en casa al valiente marido.
Cuando hubieron desaparecido, nuestro hombre se apresuró a tomar el hígado de la vieja nyamatsané, se lo guardó en un bolsillo, se despojó de la piel y, después de haber recogido una piedrecita brillante que descubrió en un escondrijo del suelo de la choza, la guardó con el hígado y salió huyendo a toda velocidad.
Al caer de la tarde, volvieron los nyamatsanés a su choza y se dieron cuenta de que su abuela estaba muerta y no quedaba de ella más que la piel.
-¡Tuvimos razón al suponer algo extraño! ¡Era en realidad un hombre el que se había disfrazado con la piel de la abuela, después de matarla!
Inmediatamente los nyamatsanés husmearon el suelo y se lanzaron frenéticos en persecución del asesino de su abuela.
Nuestro hombre estaba ya muy lejos cuando vio una nube de polvo que subía hasta el cielo.
-¡Estoy perdido! -exclamó-. ¡Ésos deben ser los nyamatsanés que viene a devorarme!
En efecto, los nyamatsanés avanzaban hacia él a una velocidad inusitada. Ya babeaban de júbilo creyendo que no tardarían en destrozarlo entre sus agudos dientes.
Pero el hombre sacó de su bolsa la piedrecita brillante y pulida y la echó al suelo, donde se convirtió en el acto en una enorme roca de paredes escarpadas y lisas, sentándose él en la cumbre.
Los nyamatsanés intentaron inútilmente escalarla. No consiguie-ron más que lastimarse en los escarpados flancos. Continuaron en sus vanos esfuerzos hasta la puesta del sol; luego, agotados por la fatiga, se quedaron dormidos al pie de la roca.
Aprovechándose del sueño de sus enemigos, el hombre redujo la roca a su primitivo tamaño y escapó a todo correr.
A la mañana siguiente, los nyamatsanés se dieron cuenta de la desaparición del fugitivo. Husmearon la pista fresca y reanudaron con furia reconcentrada su persecución.
En el preciso instante en que estaban a punto de alcanzarlo, el hombre volvió a sacar la piedrecita y a tirarla al suelo, convirtiéndose en una roca enorme sobre la cual se sentó tranquilamente.
Los nyamatsanés intentaron de nuevo escalarla, con el mismo resultado negativo que anteriormente, y al atardecer, completamente agotados por el terrible esfuerzo, se quedaron dormidos como troncos.
Entonces nuestro hombre prosiguió su precipitada fuga.
Repitióse este hecho durante varios días, reanudándose la persecución desde la salida a la puesta del sol, para interrumpirla al caer la noche.
Finalmente nuestro hombre llegó a su poblado, y los nyamat-sanés, comprendiendo lo inútil de sus esfuerzos, regresaron a su punto de partida, pues estos animales no se atreven a adentrarse en las comarcas habitadas por seres humanos a causa de los perros, a los que temen extraordinariamente. Cuando el hombre llegó a su casa, gritó:
-"¡Itchú!" (¡Qué cansado estoy!).
Luego dijo a su mujer:
-Dame de beber.
Después de haber bebido se sintió algo más aliviado, y añadió:
-Ve a buscar leña y enciende el fuego.
Entonces sacó de la bolsa el hígado del nyamatsané y se lo entregó a su esposa, diciendo:
-¡Ahí lo tienes! Supongo que ahora estarás convencida de que te amo de veras.
La mujer le respondió:
-Está bien. Haz que salgan todos nuestros hijos. He de quedarme sola en la choza.
Hizo cocer entonces en un viejo cuenco de barro el hígado de nyamatsané.
-Cómetelo entero tú sola -advirtióla su marido-. No des de él a nadie, ni siquiera a los niños.
Y la mujer le obedeció y se lo comió entero.
Apenas hubo acabado de hacerlo cuando sintió una sed insaciable. Tomó un gran vaso de agua y se lo bebió de un solo trago; luego se fue a casa de una vecina y le dijo:
-Amiga mía, dame de beber.
La vecina le dio una gran calabaza llena de agua, que bebió asimismo de un solo trago.
-Dame más -pidió.
-No -respondióle la vecina-. Dejaría sin agua a mis hijos y no debo hacerlo.
La mujer fue entonces a visitar a otra vecina, bebiendo todo el agua que le dieron, y así, de choza en choza, fue bebiendo sin cesar, sin conseguir apagar su sed devoradora.
Salió del poblado, se dirigió a una fuente y no dejó en ella ni gota; de allí se fue a buscar otra, que siguió la suerte de la primera, luego otra, y otra...
Cuando hubo terminado con las fuentes, se arrastró, con la boca seca y la lengua hinchada de sed hasta el río que corría frente al poblado y, en el punto precisamente en que afluían las aguas de otro río, se tendió de bruces sobre la orilla y estuvo bebiendo hasta que dejó secos ambos ríos.
Pero no por eso sació su sed. Arrastrándose penosamente consiguió llegar hasta el enorme lago donde iban a abrevar los animales salvajes del bosque, y bebió con tanta avidez que a los pocos instantes no había dejado en él una sola gota de agua.
Esta vez la mujer no pudo moverse ya; tenía el vientre tan desmesurada-mente hinchado que se elevaba por encima de su cabeza y tenía las dimensiones de una colina.
Cuando los animales, apremiados por la sed, llegaron a su abrevadero, descubrieron estupefactos que el lago había desaparecido. A la orilla vieron tendido un objeto informe, inmenso, que apenas tenía aspecto de figura humana.
Entonces, el Gran León preguntó:
-¿Quién es el que se ha tumbado al borde del lago de mi abuelo?
Cuando se acercaron comprobaron que se trataba de Molkadi-sa-Molata.
Preguntáronle:
-¿Qué haces tumbada junto al lago de nuestros abuelos?
Ella respondió:
-Estoy tumbada porque no puedo andar. Me lo impide el agua que he bebido.
El Gran León gritó entonces:
-¿Quién de vosotros horadará el vientre de esta mujer para recobrar el agua que nos pertenece?
Viendo que nadie respondía, llamó al conejo y le dijo:
-Hazlo tú, conejo.
Éste contestó:
-No me atrevo, señor.
El Gran León dio la misma orden a la gacela.
Pero ésta repuso:
-Tengo miedo, señor.
Asimismo se negaron todos los animales, a excepción de la liebre, que se alzó sobre las patas posteriores y desgarró el vientre de Molkadi-sa-Molata de una sola dentellada.
Brotó inmediatamente el agua, que llenó el lago, los ríos y las fuentes.
El Gran León prohibió seriamente que bebieran agua hasta que se hubiese clarificado, y todos los animales se retiraron a sus cubiles sin haber bebido.
Cuando la pequeña liebre vio que todos dormían, se levantó sin hacer ruido y fue a beber al lago del Gran León; luego, tomó un poco de barro y manchó con él las rodillas y el hocico del conejo, a fin de que creyesen que había sido éste el que había bebido agua durante la noche.
Al día siguiente, tan pronto como despertó, el Gran León se dirigió al lago, y vio que alguien había ensuciado el agua durante la noche.
Reunió inmediatamente a todos los animales y, furioso, les preguntó:
-¿Quién ha sido el osado que ha bebido de esta agua a pesar de mi prohibición?
La liebre hizo una pirueta y, señalando al pobre conejo, dijo:
-¡Ése es que el que ha bebido agua del rey! ¡Mirad las manchas de barro de sus patas, rodillas, frente y hocico!
El conejo, aterrorizado, intentó inútilmente protestar de su inocencia. El Gran León dio orden de que le administraran cincuenta vergajazos, castigo que llevó a cabo el elefante.
Al día siguiente, creyéndose sola, la pequeña liebre empezó a jactarse de lo que había hecho, incapaz de guardar su secreto.
-¡Yo, yo soy la que se ha bebido el agua del Gran León y he demostrado la culpabilidad del conejo!
Uno de los animales que dormitaba cerca de allí, desvelado por los gritos de la liebre, le preguntó:
-¿Qué diablos estás diciendo?
La liebre se apresuró a responderle:
-Te estaba preguntando si habías visto mi bastón.
Algo más tarde, creyendo que nadie la oía, continuó diciendo:
-¡Yo, yo soy la que se ha bebido el agua del Gran León y he demostrado la culpabilidad del conejo!
Pero uno de los animales la oyó y fue a decirlo al monarca de la selva, que inmediatamente dio orden de que la pequeña liebre compareciera a su presencia.
-¿Qué estabas diciendo, pequeña liebre? -le preguntó irritado.
La liebre, sin atemorizarse, respondió:
-Dije, y lo repito, que yo fui la que se bebió el agua de tu abuelo y luego eché la culpa al conejo.
Inmediatamente emprendió la fuga, corriendo con toda la velocidad que le permitían sus ágiles piernas.
Todos los animales se pusieron en el acto a perseguirla.
Viéndose a punto de ser alcanzada, la liebre se metió en una estrecha fisura entre dos rocas; pero una de sus orejas sobresalía y fue descubierta por sus perseguidores. Mas éstos no lograron sacarla de allí por más esfuerzos que hicieron, aunque al final de sus infructuosas tentativas la oreja de la liebre quedó convertida en una masa sanguinolenta e informe por las infinitas heridas que le causaron con dientes y uñas los enfurecidos animales.
Cuando se hubieron marchado, la liebre abandonó su escondite, y al cabo de poco tiempo se encontró con el conejo.
-¡Ah, amigo conejo -le dijo-; ya ves que, como a ti, me han pegado!
El conejo le respondió:
-No te compadezco por eso... Te portaste muy mal conmigo, ya que, habiendo sido tú la que bebiste el agua, me echaste la culpa a mí...
La liebre le interrumpió diciendo:
-Bueno... Ya estamos en paz... Y para que veas que te aprecio, te voy a enseñar el secreto para no morir.
-¿Qué secreto es ése? -inquirió el conejo.
-Vamos a hacer un agujero aquí mismo.
Cavaron un hoyo poco profundo, y entonces añadió la libre:
-Ahora encendamos una hoguera aquí dentro.
Buscaron leña y hojas secas y encendieron una gran hoguera. Cuando empezaron a elevarse las llamas, la liebre dijo al conejo:
- Amigo mío, cógeme ahora y arrójame al fuego... No me saques hasta que mi piel empiece a crepitar al chamuscarse y me oigas decir: "¡Itchi, itchi, basta ya!".
Obedeció el conejo, y asiendo a la pequeña libre por la oreja sana, la arrojó al fuego. Apenas sintió el calor de las brasas, la libre echó a las llamas las bayos verdes de que se había provisto, y éstas empezaron a crepitar, a tiempo que la liebre gritaba:
-¡Itchi, itchi, sácame de aquí! ¡Ya está bien!
El conejo cogió a la pequeña liebre de la oreja y la sacó del fuego.
-Ahora te toca a ti, amigo mío...
Y la liebre asió al conejo y lo arrojó a la hoguera.
Cuando el conejo sintió el intenso calor del fuego, empezó a gritar:
-¡Itchi, itchi, me quemo, sácame de aquí!
Pero la liebre le respondió:
- Nada de eso... Puesto que has sido lo suficientemente tonto para dejarte engañar, sufre el castigo de tu ingenuidad... ¿Ignorabas que el fuego quemaba, idiota?
Y así murió el pobre conejo, consumido por el fuego. Muy pronto no quedó de él más que los huesos.
Cuando el fuego se extinguió, la pequeña libre descendió al hoyo, cogió una de las tibias del conejo y se hizo una flauta, con la que empezó a tocar, interrumpiéndose de vez en cuando para cantar:
"¡Pii, pii, flautita amada!
¡Pii, pii, al conejo he engañado!
¡Pii, pii, le hice ver que me quemaba!"
¡Pii, pii, y ha sido él el que se ha quemado!"
Y se paseó por todas partes, envaneciéndose de la muerte del conejo, cantando a diestro y siniestro su canción:
"¡Pii, pii, flautita amada!
¡Pii, pii, al conejo he engañado!
¡Pii, pii, le hice ver que me quemaba!"
¡Pii, pii, y ha sido él el que se ha quemado!"
A renglón seguido, la pequeña liebre se dirigió a la caverna en que moraba el Gran León y entro a su servicio.
Un día le dijo:
-Abuelo, ¿quieres que te indique un medio para saciarte de carne sin necesidad de salir de caza?
-Hazlo y te lo agradeceré -respondióle el León.
-Vamos a cavar una fosa -propúsole la liebre.
Entre los dos cavaron una fosa de muchos metros de profundidad.
Entonces la pequeña liebre sugirió al monarca de la selva:
-Acuéstate en la fosa y hazte el muerto.
El León obedeció.
La liebre subió a un montículo y empezó a soplar en un cuerno para llamar la atención de los animales, gritando después:
"¡Pii, pii, el León ha muerto!
¡Pii, pii, la paz ha vuelto!"
Acudieron los animales corriendo.
-Entrad todos -díjoles la liebre-. Que no se quede nadie fuera.
Todos obedecieron a excepción del mico que llegó el último, llevando a su hijo a horcajadas sobre los hombros. El cuadrumano cogió un tallo de hierba y se puso a hacer cosquillas al León, observando que se estremecía, por lo que dijo a su pequeño:
-¡Vámonos de aquí, hijo mío!... ¡No me convence este cadáver que tiene cosquillas!
La liebre dijo a los otros animales:
-¿Estáis todos?
-Sí -le respondieron.
-¡Levántate ya, abuelo! -gritó entonces al León.
El gran soberano de los bosques se puso en pie de un salto y degolló en pocos momentos a todos los animales que había en el recinto, ayudándole la fiebre a despedazarlos.
Como quiera que el León no daba a la liebre más que los desechos, quedándose él con los mejores trozos, el inteligente animalejo buscó el medio de vengarse. Había observado lo ignorante que es el león a pesar de su fortaleza, y lo fácil que resultaba engañarlo.
-¡Vamos a construir una choza, abuelo! -le dijo, cuando hubieron terminado de comer.
El León accedió.
Cuando tuvieron clavados los postes y las estacas, colocaron el armazón del techo, y la liebre dijo al León:
-Súbete al techo para ayudarme a terminarla.
El León obedeció. La larga cola le llegaba hasta cerca del suelo. La liebre tomó entonces un clavo grueso, puso el centro de la cola junto al mayor de los postes y la clavó a él de un solo martillazo.
-¿Qué es lo que me ha picado en la cola, pequeña liebre?
-No sé, abuelo -contestóle la aludida-. Baja tú a verlo.
Pero, por muchos esfuerzos que hizo, el León no pudo descender del techo.
Entonces la liebre se puso a comer la carne del león ante sus mismas narices.
El León emitía furiosos rugidos de cólera e impotencia, pero la liebre continuó comiendo tranquilamente.
Cuando hubo terminado, subióse a un árbol y, soplando en su flauta de tibia, empezó a cantar:
"¡Pii, pii, caiga la lluvia y el granizo!"
Inmediatamente el cielo se cubrió de nubes, retumbó el trueno por todas partes y sobre la choza cayó una granizada espantosa.
La pequeña liebre, refugiándose en la choza, gritó al León:
-¡Baja, abuelo!... ¡Vente a comer conmigo!
La granizada terminó por matar al león, incapaz de desasirse, mientras que la liebre comía tranquilamente la carne que el difunto había acaparado en el interior de la choza.
Cierto día empezó a soplar el viento cuando la liebre se hallaba comiendo dentro de la cabaña, y derribó con gran estruendo los restos del León, ya casi desecados.
La liebre dio un salto, frenética de pavor, pero viendo que el León no se movía y que de él apenas quedaba otra cosa que la piel, se acercó y lo limpió cuidadosamente, y le mantuvo abierta la inmensa boca valiéndose de unas ramitas.
Entonces se deslizó bajo la piel del león y se puso a viajar disfrazada de esta guisa.
No tardó en llegar al país de las hienas.
Cuando éstas lo descubrieron se estremecieron de pánico y gritaron:
-¿Cómo podríamos escapar a las insaciables mandíbulas de este feroz animal?
La pequeña liebre penetró en el domicilio del rey de las hienas y se instaló allí.
Todos decían:
-Hoy seremos devorados sin compasión.
La pequeña liebre, viendo un caldero lleno de agua hirviendo, dijo a una hiena:
-¡Siéntate ahí dentro!
La hiena no se atrevió a desobedecer y murió escaldada.
La pequeña liebre fue recorriendo las chozas de las hienas, diciendo a todas:
-¡A sentarse inmediatamente sobre el agua hirviendo!
Con lo que las hienas murieron rápidamente, despoblándose la aldea, en la que no quedaron más que las hembras.
Un día que todas las hienas se habían marchado al campo, no dejando en el poblado más que a una pequeña, nuestra liebre se dirigió al "lapa", sin darse cuenta de la presencia de la pequeña, y, saliendo de la piel del león, se puso a cantar y a saltar.
"Yo soy la pequeña liebre, vencedora de las grandes hienas!"
La pequeña hiena se dijo:
-¡Y pensar que un animalito tan pequeño ha hecho morir a tantos de los nuestros!
Un ligero soplo de viento hizo que la liebre, al ver moverse las cañas del "lapa" se apresurara a vestirse la piel del león.
Por la noche, cuando las hienas regresaron a sus chozas, la pequeña dijo a su padre:
-Padre mío, nuestro pueblo ha sido casi completamente exterminado... ¿Sabes quién ha sido el causante?
-Pues el maldito León, hijo mío... ¡Nadie puede matarlo!
-Te equivocas, padre... No fue el León, sino un animalejo insignificante que se ha disfrazado con su piel.
El padre, repuso riendo:
-¡Eso lo has soñado tú, hijito!
- o, padre; estoy seguro de lo que digo... Lo vi con mis propios ojos.
El padre fue a transmitir la noticia a uno de sus amigos, que le dijo:
-Escondámonos mañana y comprobaremos si tu pequeño ha dicho la verdad.
Así lo hicieron. Al amanecer, los dos padres se escondieron detrás del "lapa". Poco antes del mediodía vieron llegar a la liebre, que se despojó de la piel del león y se puso a saltar y a cantar alboroza-damente:
"¡Yo soy la pequeña liebre, vencedora de las grandes hienas!"
Llegada la noche, las dos hienas dijeron a sus compañeras:
-Nos hemos dejado exterminar por un animal insignificante. Creíamos que era un león, y no era más que su piel.
Cuando terminaran de hacer la cena, nuestra liebre, cubierta con la piel del león, dijo a una de las hienas:
-¡Siéntate sobre el agua hirviendo!
Ninguna de las hienas se movió; pero una de ellas se levantó de pronto y lanzó una piedra con todas sus fuerzas sobre la piel del león.
La liebre abandonó su escondite de un salto y emprendió precipi-tada huída, perseguida por todas las hienas, grandes y chicas, que lanzaban espantosos gritos de cólera.
En un recodo del camino, la liebre se cortó la única oreja que le quedaba para no ser reconocida por sus enemigos, y fingió roer una piedra plana.
Cuando llegaron junto a ella, las hienas le preguntaron:
-¿No has visto pasar por aquí a la pequeña liebre?
-Sí -respondió el astuto animal-. Hace unos segundos pasó por aquí, corriendo con triple velocidad que la de la gacela; parecía que ni siquiera posaba los pies en el suelo... Ha estado a punto de derribarme con el aire que levantaba su veloz huída... Si no corréis mucho, no lograréis alcanzarla jamás.
Las hienas, ebrias de venganza, prosiguieron la persecución, dispuestas a no cejar hasta haber dado muerte a su verdugo, y se dice que todavía están corriendo.
La pequeña liebre, en cambio, murió aquel mismo día, reventada de tanto reír.

009. Anónimo (africa)

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