Érase una vez una mujer que dijo a su
esposo:
-Ardo en deseos de comer hígado de
"nyamatsané"; si me amas, ponte inmediatamente en camino y no vuelvas
hasta que hayas conseguido atrapar un nyamatsané para que yo pueda comerme el
hígado.
Su marido le respondió:
-Tuesta un poco de pan, quítale la
corteza y lléname un saquito.
Hízolo así la mujer y cuando todo
estuvo dispuesto lo entregó a su marido, que partió al punto con el decidido
propósito de matar un nyamatsané.
Caminó durante mucho tiempo,
alimentándose de las cortezas de pan con que su mujer había llenado el saco y,
finalmente, llegó al país de los nyamatsanés, junto a un gran río, donde vivían
en crecido número.
Pero cuando él llegó, los nyamatsanés
no estaban; habíanse marchado a pastar a bastante distancia de allí, dejando en
casa a su vieja y decrépita abuela.
El hombre se apresuró a matarla, le
quitó la piel y el hígado y se escondió en sus despojos lo mejor que pudo. No
había hecho más que cubrirse con la piel del animal cuando llegaron los
nyamatsanés, ansiosos por volver a ver a su amada abuela.
Al entrar en la choza gritaron:
-¡Olemos a carne fresca! ¡Aquí hay un
hombre!
El hombre, disfrazado con la piel de
la nyamatsané, respondió desfigurando la voz:
-Os equivocáis, hijos míos... No hay
ningún hombre entre nosotros...
Pero ellos continuaron husmeando y
murmurando:
-Tiene que haberlo, abuela... Lo
olemos...
Finalmente, los nyamatsanés, cansados
por la infructuosa búsque-da, se acostaron y no tardaron en quedarse dormidos.
Al día siguiente, cuando se
despertaron, como no estaban completamente tranquilos, dijeron cuando se
disponían a partir:
-Vente hoy a pacer con nosotros,
abuela.
El disfrazado hombre salió con ellos y
fingió comer guijarros, como ellos hacían, pero en realidad lo que comía eran
cortezas de pan de las que llevaba en el saco.
Los nyamatsanés se convencieron de que
era su abuela; al poco regresaron todos a casa, se acostaron y se durmieron.
A la mañana siguiente, cuando se
despertaron, dijeron a quien creían su abuela:
-Vamos a ejercitarnos en saltar un
gran foso.
Saltaron ellos primero, y luego
gritaron a la abuela desde el otro lado:
-¡Salta tú ahora!
La falsa abuela franqueó el foso, sin
gran trabajo.
Absolutamente convencidos de que se
trataba de su abuela, a pesar de oler como un hombre, los nyamatsanés se
marcharon a la mañana siguiente a pacer muy lejos de allí, dejando solo en casa
al valiente marido.
Cuando hubieron desaparecido, nuestro
hombre se apresuró a tomar el hígado de la vieja nyamatsané, se lo guardó en un
bolsillo, se despojó de la piel y, después de haber recogido una piedrecita
brillante que descubrió en un escondrijo del suelo de la choza, la guardó con
el hígado y salió huyendo a toda velocidad.
Al caer de la tarde, volvieron los
nyamatsanés a su choza y se dieron cuenta de que su abuela estaba muerta y no
quedaba de ella más que la piel.
-¡Tuvimos razón al suponer algo
extraño! ¡Era en realidad un hombre el que se había disfrazado con la piel de
la abuela, después de matarla!
Inmediatamente los nyamatsanés
husmearon el suelo y se lanzaron frenéticos en persecución del asesino de su
abuela.
Nuestro hombre estaba ya muy lejos
cuando vio una nube de polvo que subía hasta el cielo.
-¡Estoy perdido! -exclamó-. ¡Ésos
deben ser los nyamatsanés que viene a devorarme!
En efecto, los nyamatsanés avanzaban
hacia él a una velocidad inusitada. Ya babeaban de júbilo creyendo que no
tardarían en destrozarlo entre sus agudos dientes.
Pero el hombre sacó de su bolsa la
piedrecita brillante y pulida y la echó al suelo, donde se convirtió en el acto
en una enorme roca de paredes escarpadas y lisas, sentándose él en la cumbre.
Los nyamatsanés intentaron inútilmente
escalarla. No consiguie-ron más que lastimarse en los escarpados flancos. Continuaron
en sus vanos esfuerzos hasta la puesta del sol; luego, agotados por la fatiga,
se quedaron dormidos al pie de la roca.
Aprovechándose del sueño de sus
enemigos, el hombre redujo la roca a su primitivo tamaño y escapó a todo
correr.
A la mañana siguiente, los nyamatsanés
se dieron cuenta de la desaparición del fugitivo. Husmearon la pista fresca y
reanudaron con furia reconcentrada su persecución.
En el preciso instante en que estaban
a punto de alcanzarlo, el hombre volvió a sacar la piedrecita y a tirarla al
suelo, convirtiéndose en una roca enorme sobre la cual se sentó tranquilamente.
Los nyamatsanés intentaron de nuevo
escalarla, con el mismo resultado negativo que anteriormente, y al atardecer,
completamente agotados por el terrible esfuerzo, se quedaron dormidos como
troncos.
Entonces nuestro hombre prosiguió su
precipitada fuga.
Repitióse este hecho durante varios
días, reanudándose la persecución desde la salida a la puesta del sol, para
interrumpirla al caer la noche.
Finalmente nuestro hombre llegó a su
poblado, y los nyamat-sanés, comprendiendo lo inútil de sus esfuerzos,
regresaron a su punto de partida, pues estos animales no se atreven a
adentrarse en las comarcas habitadas por seres humanos a causa de los perros, a
los que temen extraordinariamente. Cuando el hombre llegó a su casa, gritó:
-"¡Itchú!" (¡Qué cansado
estoy!).
Luego dijo a su mujer:
-Dame de beber.
Después de haber bebido se sintió algo
más aliviado, y añadió:
-Ve a buscar leña y enciende el fuego.
Entonces sacó de la bolsa el hígado
del nyamatsané y se lo entregó a su esposa, diciendo:
-¡Ahí lo tienes! Supongo que ahora
estarás convencida de que te amo de veras.
La mujer le respondió:
-Está bien. Haz que salgan todos
nuestros hijos. He de quedarme sola en la choza.
Hizo cocer entonces en un viejo cuenco
de barro el hígado de nyamatsané.
-Cómetelo entero tú sola -advirtióla
su marido-. No des de él a nadie, ni siquiera a los niños.
Y la mujer le obedeció y se lo comió
entero.
Apenas hubo acabado de hacerlo cuando
sintió una sed insaciable. Tomó un gran vaso de agua y se lo bebió de un solo
trago; luego se fue a casa de una vecina y le dijo:
-Amiga mía, dame de beber.
La vecina le dio una gran calabaza
llena de agua, que bebió asimismo de un solo trago.
-Dame más -pidió.
-No -respondióle la vecina-. Dejaría
sin agua a mis hijos y no debo hacerlo.
La mujer fue entonces a visitar a otra
vecina, bebiendo todo el agua que le dieron, y así, de choza en choza, fue
bebiendo sin cesar, sin conseguir apagar su sed devoradora.
Salió del poblado, se dirigió a una
fuente y no dejó en ella ni gota; de allí se fue a buscar otra, que siguió la
suerte de la primera, luego otra, y otra...
Cuando hubo terminado con las fuentes,
se arrastró, con la boca seca y la lengua hinchada de sed hasta el río que
corría frente al poblado y, en el punto precisamente en que afluían las aguas
de otro río, se tendió de bruces sobre la orilla y estuvo bebiendo hasta que
dejó secos ambos ríos.
Pero no por eso sació su sed.
Arrastrándose penosamente consiguió llegar hasta el enorme lago donde iban a
abrevar los animales salvajes del bosque, y bebió con tanta avidez que a los
pocos instantes no había dejado en él una sola gota de agua.
Esta vez la mujer no pudo moverse ya;
tenía el vientre tan desmesurada-mente hinchado que se elevaba por encima de su
cabeza y tenía las dimensiones de una colina.
Cuando los animales, apremiados por la
sed, llegaron a su abrevadero, descubrieron estupefactos que el lago había
desaparecido. A la orilla vieron tendido un objeto informe, inmenso, que apenas
tenía aspecto de figura humana.
Entonces, el Gran León preguntó:
-¿Quién es el que se ha tumbado al
borde del lago de mi abuelo?
Cuando se acercaron comprobaron que se
trataba de Molkadi-sa-Molata.
Preguntáronle:
-¿Qué haces tumbada junto al lago de
nuestros abuelos?
Ella respondió:
-Estoy tumbada porque no puedo andar.
Me lo impide el agua que he bebido.
El Gran León gritó entonces:
-¿Quién de vosotros horadará el
vientre de esta mujer para recobrar el agua que nos pertenece?
Viendo que nadie respondía, llamó al
conejo y le dijo:
-Hazlo tú, conejo.
Éste contestó:
-No me atrevo, señor.
El Gran León dio la misma orden a la
gacela.
Pero ésta repuso:
-Tengo miedo, señor.
Asimismo se negaron todos los
animales, a excepción de la liebre, que se alzó sobre las patas posteriores y
desgarró el vientre de Molkadi-sa-Molata de una sola dentellada.
Brotó inmediatamente el agua, que
llenó el lago, los ríos y las fuentes.
El Gran León prohibió seriamente que
bebieran agua hasta que se hubiese clarificado, y todos los animales se
retiraron a sus cubiles sin haber bebido.
Cuando la pequeña liebre vio que todos
dormían, se levantó sin hacer ruido y fue a beber al lago del Gran León; luego,
tomó un poco de barro y manchó con él las rodillas y el hocico del conejo, a
fin de que creyesen que había sido éste el que había bebido agua durante la
noche.
Al día siguiente, tan pronto como
despertó, el Gran León se dirigió al lago, y vio que alguien había ensuciado el
agua durante la noche.
Reunió inmediatamente a todos los
animales y, furioso, les preguntó:
-¿Quién ha sido el osado que ha bebido
de esta agua a pesar de mi prohibición?
La liebre hizo una pirueta y,
señalando al pobre conejo, dijo:
-¡Ése es que el que ha bebido agua del
rey! ¡Mirad las manchas de barro de sus patas, rodillas, frente y hocico!
El conejo, aterrorizado, intentó
inútilmente protestar de su inocencia. El Gran León dio orden de que le
administraran cincuenta vergajazos, castigo que llevó a cabo el elefante.
Al día siguiente, creyéndose sola, la
pequeña liebre empezó a jactarse de lo que había hecho, incapaz de guardar su
secreto.
-¡Yo, yo soy la que se ha bebido el
agua del Gran León y he demostrado la culpabilidad del conejo!
Uno de los animales que dormitaba
cerca de allí, desvelado por los gritos de la liebre, le preguntó:
-¿Qué diablos estás diciendo?
La liebre se apresuró a responderle:
-Te estaba preguntando si habías visto
mi bastón.
Algo más tarde, creyendo que nadie la
oía, continuó diciendo:
-¡Yo, yo soy la que se ha bebido el
agua del Gran León y he demostrado la culpabilidad del conejo!
Pero uno de los animales la oyó y fue
a decirlo al monarca de la selva, que inmediatamente dio orden de que la
pequeña liebre compareciera a su presencia.
-¿Qué estabas diciendo, pequeña
liebre? -le preguntó irritado.
La liebre, sin atemorizarse,
respondió:
-Dije, y lo repito, que yo fui la que
se bebió el agua de tu abuelo y luego eché la culpa al conejo.
Inmediatamente emprendió la fuga,
corriendo con toda la velocidad que le permitían sus ágiles piernas.
Todos los animales se pusieron en el
acto a perseguirla.
Viéndose a punto de ser alcanzada, la
liebre se metió en una estrecha fisura entre dos rocas; pero una de sus orejas
sobresalía y fue descubierta por sus perseguidores. Mas éstos no lograron sacarla
de allí por más esfuerzos que hicieron, aunque al final de sus infructuosas
tentativas la oreja de la liebre quedó convertida en una masa sanguinolenta e
informe por las infinitas heridas que le causaron con dientes y uñas los
enfurecidos animales.
Cuando se hubieron marchado, la liebre
abandonó su escondite, y al cabo de poco tiempo se encontró con el conejo.
-¡Ah, amigo conejo -le dijo-; ya ves
que, como a ti, me han pegado!
El conejo le respondió:
-No te compadezco por eso... Te
portaste muy mal conmigo, ya que, habiendo sido tú la que bebiste el agua, me
echaste la culpa a mí...
La liebre le interrumpió diciendo:
-Bueno... Ya estamos en paz... Y para
que veas que te aprecio, te voy a enseñar el secreto para no morir.
-¿Qué secreto es ése? -inquirió el
conejo.
-Vamos a hacer un agujero aquí mismo.
Cavaron un hoyo poco profundo, y
entonces añadió la libre:
-Ahora encendamos una hoguera aquí
dentro.
Buscaron leña y hojas secas y
encendieron una gran hoguera. Cuando empezaron a elevarse las llamas, la liebre
dijo al conejo:
- Amigo mío, cógeme ahora y arrójame
al fuego... No me saques hasta que mi piel empiece a crepitar al chamuscarse y
me oigas decir: "¡Itchi, itchi, basta ya!".
Obedeció el conejo, y asiendo a la
pequeña libre por la oreja sana, la arrojó al fuego. Apenas sintió el calor de
las brasas, la libre echó a las llamas las bayos verdes de que se había
provisto, y éstas empezaron a crepitar, a tiempo que la liebre gritaba:
-¡Itchi, itchi, sácame de aquí! ¡Ya
está bien!
El conejo cogió a la pequeña liebre de
la oreja y la sacó del fuego.
-Ahora te toca a ti, amigo mío...
Y la liebre asió al conejo y lo arrojó
a la hoguera.
Cuando el conejo sintió el intenso
calor del fuego, empezó a gritar:
-¡Itchi, itchi, me quemo, sácame de
aquí!
Pero la liebre le respondió:
- Nada de eso... Puesto que has sido
lo suficientemente tonto para dejarte engañar, sufre el castigo de tu
ingenuidad... ¿Ignorabas que el fuego quemaba, idiota?
Y así murió el pobre conejo, consumido
por el fuego. Muy pronto no quedó de él más que los huesos.
Cuando el fuego se extinguió, la
pequeña libre descendió al hoyo, cogió una de las tibias del conejo y se hizo
una flauta, con la que empezó a tocar, interrumpiéndose de vez en cuando para
cantar:
"¡Pii, pii, flautita amada!
¡Pii, pii, al conejo he engañado!
¡Pii, pii, le hice ver que me
quemaba!"
¡Pii, pii, y ha sido él el que se ha
quemado!"
Y se paseó por todas partes,
envaneciéndose de la muerte del conejo, cantando a diestro y siniestro su
canción:
"¡Pii, pii, flautita amada!
¡Pii, pii, al conejo he engañado!
¡Pii, pii, le hice ver que me
quemaba!"
¡Pii, pii, y ha sido él el que se ha
quemado!"
A renglón seguido, la pequeña liebre
se dirigió a la caverna en que moraba el Gran León y entro a su servicio.
Un día le dijo:
-Abuelo, ¿quieres que te indique un
medio para saciarte de carne sin necesidad de salir de caza?
-Hazlo y te lo agradeceré -respondióle
el León.
-Vamos a cavar una fosa -propúsole la
liebre.
Entre los dos cavaron una fosa de
muchos metros de profundidad.
Entonces la pequeña liebre sugirió al
monarca de la selva:
-Acuéstate en la fosa y hazte el
muerto.
El León obedeció.
La liebre subió a un montículo y
empezó a soplar en un cuerno para llamar la atención de los animales, gritando
después:
"¡Pii, pii, el León ha muerto!
¡Pii, pii, la paz ha vuelto!"
Acudieron los animales corriendo.
-Entrad todos -díjoles la liebre-. Que
no se quede nadie fuera.
Todos obedecieron a excepción del mico
que llegó el último, llevando a su hijo a horcajadas sobre los hombros. El
cuadrumano cogió un tallo de hierba y se puso a hacer cosquillas al León,
observando que se estremecía, por lo que dijo a su pequeño:
-¡Vámonos de aquí, hijo mío!... ¡No me
convence este cadáver que tiene cosquillas!
La liebre dijo a los otros animales:
-¿Estáis todos?
-Sí -le respondieron.
-¡Levántate ya, abuelo! -gritó
entonces al León.
El gran soberano de los bosques se
puso en pie de un salto y degolló en pocos momentos a todos los animales que
había en el recinto, ayudándole la fiebre a despedazarlos.
Como quiera que el León no daba a la
liebre más que los desechos, quedándose él con los mejores trozos, el
inteligente animalejo buscó el medio de vengarse. Había observado lo ignorante
que es el león a pesar de su fortaleza, y lo fácil que resultaba engañarlo.
-¡Vamos a construir una choza, abuelo!
-le dijo, cuando hubieron terminado de comer.
El León accedió.
Cuando tuvieron clavados los postes y
las estacas, colocaron el armazón del techo, y la liebre dijo al León:
-Súbete al techo para ayudarme a
terminarla.
El León obedeció. La larga cola le
llegaba hasta cerca del suelo. La liebre tomó entonces un clavo grueso, puso el
centro de la cola junto al mayor de los postes y la clavó a él de un solo
martillazo.
-¿Qué es lo que me ha picado en la
cola, pequeña liebre?
-No sé, abuelo -contestóle la
aludida-. Baja tú a verlo.
Pero, por muchos esfuerzos que hizo,
el León no pudo descender del techo.
Entonces la liebre se puso a comer la
carne del león ante sus mismas narices.
El León emitía furiosos rugidos de
cólera e impotencia, pero la liebre continuó comiendo tranquilamente.
Cuando hubo terminado, subióse a un
árbol y, soplando en su flauta de tibia, empezó a cantar:
"¡Pii, pii, caiga la lluvia y el
granizo!"
Inmediatamente el cielo se cubrió de
nubes, retumbó el trueno por todas partes y sobre la choza cayó una granizada
espantosa.
La pequeña liebre, refugiándose en la
choza, gritó al León:
-¡Baja, abuelo!... ¡Vente a comer
conmigo!
La granizada terminó por matar al
león, incapaz de desasirse, mientras que la liebre comía tranquilamente la
carne que el difunto había acaparado en el interior de la choza.
Cierto día empezó a soplar el viento
cuando la liebre se hallaba comiendo dentro de la cabaña, y derribó con gran
estruendo los restos del León, ya casi desecados.
La liebre dio un salto, frenética de
pavor, pero viendo que el León no se movía y que de él apenas quedaba otra cosa
que la piel, se acercó y lo limpió cuidadosamente, y le mantuvo abierta la
inmensa boca valiéndose de unas ramitas.
Entonces se deslizó bajo la piel del
león y se puso a viajar disfrazada de esta guisa.
No tardó en llegar al país de las
hienas.
Cuando éstas lo descubrieron se
estremecieron de pánico y gritaron:
-¿Cómo podríamos escapar a las
insaciables mandíbulas de este feroz animal?
La pequeña liebre penetró en el
domicilio del rey de las hienas y se instaló allí.
Todos decían:
-Hoy seremos devorados sin compasión.
La pequeña liebre, viendo un caldero
lleno de agua hirviendo, dijo a una hiena:
-¡Siéntate ahí dentro!
La hiena no se atrevió a desobedecer y
murió escaldada.
La pequeña liebre fue recorriendo las
chozas de las hienas, diciendo a todas:
-¡A sentarse inmediatamente sobre el
agua hirviendo!
Con lo que las hienas murieron
rápidamente, despoblándose la aldea, en la que no quedaron más que las hembras.
Un día que todas las hienas se habían
marchado al campo, no dejando en el poblado más que a una pequeña, nuestra
liebre se dirigió al "lapa", sin darse cuenta de la presencia de la
pequeña, y, saliendo de la piel del león, se puso a cantar y a saltar.
"Yo soy la pequeña liebre,
vencedora de las grandes hienas!"
La pequeña hiena se dijo:
-¡Y pensar que un animalito tan
pequeño ha hecho morir a tantos de los nuestros!
Un ligero soplo de viento hizo que la
liebre, al ver moverse las cañas del "lapa" se apresurara a vestirse
la piel del león.
Por la noche, cuando las hienas
regresaron a sus chozas, la pequeña dijo a su padre:
-Padre mío, nuestro pueblo ha sido
casi completamente exterminado... ¿Sabes quién ha sido el causante?
-Pues el maldito León, hijo mío...
¡Nadie puede matarlo!
-Te equivocas, padre... No fue el
León, sino un animalejo insignificante que se ha disfrazado con su piel.
El padre, repuso riendo:
-¡Eso lo has soñado tú, hijito!
- o, padre; estoy seguro de lo que
digo... Lo vi con mis propios ojos.
El padre fue a transmitir la noticia a
uno de sus amigos, que le dijo:
-Escondámonos mañana y comprobaremos
si tu pequeño ha dicho la verdad.
Así lo hicieron. Al amanecer, los dos
padres se escondieron detrás del "lapa". Poco antes del mediodía
vieron llegar a la liebre, que se despojó de la piel del león y se puso a
saltar y a cantar alboroza-damente:
"¡Yo soy la pequeña liebre,
vencedora de las grandes hienas!"
Llegada la noche, las dos hienas
dijeron a sus compañeras:
-Nos hemos dejado exterminar por un
animal insignificante. Creíamos que era un león, y no era más que su piel.
Cuando terminaran de hacer la cena,
nuestra liebre, cubierta con la piel del león, dijo a una de las hienas:
-¡Siéntate sobre el agua hirviendo!
Ninguna de las hienas se movió; pero
una de ellas se levantó de pronto y lanzó una piedra con todas sus fuerzas
sobre la piel del león.
La liebre abandonó su escondite de un
salto y emprendió precipi-tada huída, perseguida por todas las hienas, grandes
y chicas, que lanzaban espantosos gritos de cólera.
En un recodo del camino, la liebre se
cortó la única oreja que le quedaba para no ser reconocida por sus enemigos, y
fingió roer una piedra plana.
Cuando llegaron junto a ella, las
hienas le preguntaron:
-¿No has visto pasar por aquí a la
pequeña liebre?
-Sí -respondió el astuto animal-. Hace
unos segundos pasó por aquí, corriendo con triple velocidad que la de la
gacela; parecía que ni siquiera posaba los pies en el suelo... Ha estado a
punto de derribarme con el aire que levantaba su veloz huída... Si no corréis
mucho, no lograréis alcanzarla jamás.
Las hienas, ebrias de venganza,
prosiguieron la persecución, dispuestas a no cejar hasta haber dado muerte a su
verdugo, y se dice que todavía están corriendo.
La pequeña liebre, en cambio, murió
aquel mismo día, reventada de tanto reír.
009. Anónimo (africa)
No hay comentarios:
Publicar un comentario