Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 3 de junio de 2012

La visión de macconglinney

Cathal, rey de Munster, era un buen rey y un gran guerrero. Pero una bestia, invisible, ma­ligna y violenta vino a morar den­tro de él, provocándole un ham­bre incesante, que nunca satisfa­cía. De modo que, sólo para desa­yunar, devoraba un cerdo, una vaca, una ternera tres veintenas de pasteles de puro trigo, y una tinaja de cerveza; mientras que, lo que comía en el gran banquete del día, sobrepasa toda descripción o relato. De esta manera pasó tres años y medio, y durante este tiempo fue la ruina de Munster, y probablemente habría arruinado a toda Irlanda en tan sólo medio año más.
Por aquel tiempo vivía en Armagh un joven y famoso sabio, cuyo nombre era Anier MacConglin­ney. Este oyó hablar del extraño mal que aquejaba al rey Cathal, y de la abundancia de comida, bebida, de lácteos, cerveza y aguamiel, que habían de tener siempre en la corte del rey. Entonces, decidió ira pro­bar fortuna, y ver si podía ser de alguna ayuda para el rey.
Se levantó temprano aquella mañana, plegó su camisa, y se envolvió en los pliegues de su abrigo blanco. En su mano derecha llevaba su bien equili­brado y nudoso cayado.
Dio una vuelta a su casa en el sentido de su mano derecha, se despidió de sus tutores y partió.
Viajó a través de toda Irlanda, hasta que llegó a la casa de Pichan. Allí se detuvo, contó historias, e hizo a todos felices. Pero Pichan le dijo:
"Aunque grande es el regocijo, hijo de la sabidu­ría, a mí no me alegra."
"¿Y por qué?", preguntó MacConglinney.
"¿No sabes, joven erudito, que Cathal viene esta noche a mi casa con toda su hueste? Y, si la gran hueste ya es molesta, la comida principal del rey lo es aún más; y, por intranquilizadora que la primera sea, mucho más lo es el gran banquete. Tres cosas hacen falta para este último: un bushel [1] de avena, otro de manzanas silves-tres, y otro más de tortas de harina."
"¿Qué recompensa me darías si yo te protejiera del rey desde este momento hasta mañana a la misma hora?", preguntó el sabio.
"Una oveja blanca de cada rebaño que haya desde Carn hasta Cork."
"Me parece bien", dijo MacConglinney.
Cathal, el rey, llegó a la caída de la tarde con su séquito, y una hueste de hombres de Munster a caba­llo. Pero Cathal no se anduvo con miramiento, inme­diatamente se dejó el cinturón a medio soltar para empezar las labores de abastecimiento de su estó­mago, con ambas manos, empezando con las manza­nas que había alrededor de él. Pichan y todos los hombres miraban con tristeza y pavor. Entonces se levantó MacConglinney, con impaciencia y decisión, agarró una piedra contra la cual solían afilar las espa­das, y, llevándosela a la boca, comenzó a frotarse los dientes en ella.
“¿Qué es lo que te enloquece, hijo de la sabidu­ría?, preguntó Cathal.
"Me preocupa verte comer solo", contestó el sabio.
Entonces el rey se sintió avergonzado, y le arrojó algunas manza-nas, y todos contaban que desde hacía tres años y medio jamás había realizado un acto de humanidad semejante.
"Concédeme un favor más", solicitó MacCon­glinney.
"Concedido está, te doy mi palabra", aseguró el rey.
"Ayuna toda la noche conmigo", dijo el sabio.
Y, aunque aquello era terrible para él, el rey lo hizo, porque había dado su palabra, y ningún rey de Munster podía transgredir tal cosa.
Por la mañana, MacConglinney pidió panceta curada, carne de buey acecinada, miel en panal y sal inglesa, en una fuente de plata blanca pulida. Encen­dió un fuego con madera de roble; sin humos y sin chispas.
Y, tras clavar espetones en los trozos de carne, comenzó a asar-los. Entonces gritó, "¡Cuerdas y cor­deles aquí!"
Y le trajeron cuerdas y cordeles a él y al más fuerte de los guerre-ros.
Y entonces cogieron al rey y lo ataron bien atado, y lo aseguraron con nudos, ganchos y grapas. Cuan­do el rey estuvo atado, MacConglinney se sentó delante de él, y, sacando un cuchillo de su cinturón, trinchó el trozo de carne que había en el asador, y, mojando cada bocado en miel, lo pasaba por delante de la boca del rey, para acabar llevándoselo a la suya propia.
Cuando el rey vio que no le daban bocado, des­pués de haber estado ayunando durante veinticuatro horas, comenzó a bramar y a rugir, y a ordenar que mataran al sabio. Pero no le obedecieron.
"Escucha, rey de Munster", dijo MacConglinney, "una visión se me apareció anoche, y voy a contarte cómo fue".
Y comenzó con su relato, y mientras lo contaba se llevaba a la boca bocado tras bocado, pasándolos previamente por delante de los ojos del rey.

"Vi un lago de leche fresca,
En medio de una hermosa llanura.
Y había una casa de alimentos repleta,
Techada con mantequilla.
De pudíns recién cocidos
Eran las varas del techado,
De natillas sus blandas puertas,
Y de jugosa panceta las camas.
De queso era la empalizada,
De salchichas sus vigas.
En verdad, era una casa
Ricamente abastecida;
Era un copioso almacén
de suculenta comida."

"Tal fue la visión que tuve, y una voz sonaba en mis oídos. Vete de aquí, MacConglinney", decía, "porque tú no tienes el poder de comer en ti".
"¿Qué debo hacer?", pregunté yo, "porque la vista de aquello me había hecho avaricioso".
"Entonces la voz me dijo que fuera ala morada del Brujo Hermi-taño, y que allí encontraría apetito para todo tipo de comidas sabrosas, tiernas y dulces, agra­dables para el cuerpo."
"Allí, en el embarcadero del lago, vi una barquita fabricada con un jugoso buey; sus bancadas eran de cuajada, su proa de lardo; la popa de mantequilla; los remos eran hojas de venado curado. Enton-ces remé a través de la gran extensión del Lago de Leche Fresca, y crucé mares de caldo, pasando por desembocaduras de ríos de carne. Navegué sobre hinchadas y borrasco­sas olas de leche de manteca, por perpetuos estan­ques de sabroso tocino, por islas de queso; vi pro­montorios de requesón, hasta que, al fin, alcancé tie­rra firme y llana entre el Monte de Mantequilla y el Lago de Leche, en la tierra de la Comida Temprana, delante de la morada del Brujo Ermitaño.
"Maravillosa, en verdad, era la morada. Alrededor de ella había siete veintenas de cientos de finas esta­cas de panceta vieja, y, en lugar de espinos, sobre el extremo de cada estaca había puntas de jugoso lardo. Había una gran puerta de nata, con una salchicha por cerrojo. Y allí vi al portero, Mozo Jamón, hijo de Mantequillón, hijo de Lardipolo, con sus lisas sandalias de tocino ahumado, sus polainas de carne estofada alre­dedor de sus espinillas, su túnica de buey acecinado, ajustada con un cinturón de piel de salmón. Una capucha de picadillo cubríale la cabeza; iba montado sobre un corcel de panceta, cuyas cuatro patas eran de natillas, sus cuatro pezuñas de pan de avena, sus orejas de leche cuajada y sus dos ojos de miel clara. En su mano tenía un látigo, cuyas cuerdas eran veinti­cuatro pudíns blancos y apetitosos, y, cada gota jugosa que caía de cada uno de estos pudíns, habría bastado para la comida de cualquier hombre normal.
"Cuando entré, vi al Brujo Ermitaño con sus dos guantes de filete de cadera de vaca en sus manos, poniendo en orden la casa, de la que colgaban callos por todas partes, desde el techo hasta el suelo.
"Entré en la cocina, y allí vi al hijo del Brujo Ermi­taño, con su caña de pescar de lardo en la mano, cuyo hilo era de tuétano, que solía pescar en un lago de suero. Ahora pescaba una hoja de jamón, luego un filete de vaca acecinada. Y vi cómo, mientras estaba pescando, cayó al lago y se ahogó.
"Cuando crucé el umbral hacia el interior de la casa, vi una cama de mantequilla blanca como la nieve; entonces, me senté en ella, y me hundí hasta la punta del cabello. Con gran trabajo, los ocho hom­bres más fuertes de la casa tiraron de mí hacia arriba, cogiéndome por la cabeza."
"Entonces me llevaron a presencia del Brujo Ermitaño." "¿Qué te sucede?", me preguntó él.
"Mi deseo sería que todas las muchas y maravillo­sas viandas del mundo estuvieran delante de mí, y que yo pudiera comer hasta hartarme y satisfacer así mi avaricia. Pero, ¡ay!, grande es mi desgracia, pues no puedo conseguir ni lo uno ni lo otro.
"En verdad", dijo el Brujo, "el mal es grave. Pero te llevarás a casa una medicina para curarlo, y con ella sanarás para siempre.
"¿Qué es?", pregunté yo.
"Cuando vayas a casa esta noche, caliéntate ante un buen fuego de madera de roble, encendido en un hogar seco, para que sus brasas puedan calentarte, sus llamas no puedan quemarte, y su humo no pueda tocarte. Prepárate entonces tres veces nueve boca­dos. Cada bocado ha de ser tan grande como un huevo de avutarda, y en cada bocado pondrás ocho clases de grano, trigo, cebada, avena, centeno..., y con ellos, ocho condimentos, y con cada condi-mento una salsa. Y cuando hayas preparado tu comida, toma un poco de bebida, sólo una gota: no más de lo que pue­dan beber veinte hombres; y que sea de leche espesa, de leche amarilla y burbujeante, de leche que gorgo­teará al descender por tu garganta."
"Y cuando hayas hecho esto, cualquier mal que pudiera poseerte desaparecerá. Ahora vete", agregó, "en el nombre del Queso, y que el fino y jugoso Jamón te proteja, y que la amarilla Nata cuajada y el caldero lleno de Potaje te protejan también".
Entonces, mientras MacConglinney acababa de recitar su visión, movida por el placer que le había producido la descripción y el relato de todas aquellas suculentas viandas, y por el dulce aroma de la miel y los bocados que se asaban en el fuego, la bestia maligna que habitaba dentro del rey, emergió hasta asomarse, chupándose los labios, fuera de su boca. MacConglinney inclinó su mano con los dos espe­tones de carne, y los acercó a los labios del rey, el cualansiaba tragárselos, madera, comida y todo. El sabio los retiró entonces hasta una distancia como de un brazo del rey, y la bestia maligna saltó desde la gar­ganta de Cathal, avalanzándose sobre el espetón. Mac-Conglinney puso el espetón entre las brasas, y, sobre él, dio la vuelta al caldero de la casa real, poniéndolo boca abajo. En seguida quedó vacío; no quedó en él ni el valor de una pata de gallina, y cuatro grandes fue­gos se encendieron aquí y allá. Cuando el caldero era ya una pequeña torre de llamas rojas, o una enorme antorcha, la bestia maligna voló hasta el tejado del palacio, y desde allí se desvaneció, y nunca más fue vista.
En cuanto al rey, le fue preparada una cama sobre un mullido edredón, rodeada de músicos y cantantes que acudían a entretenerle desde el mediodía hasta el crepúsculo. Y cuando al fin despertó de un largo sueño, esto es lo que le fue otorgado al sabio: una vaca de cada granja, y una oveja de cada casa de Muns­ter. Y, además el honor, de que, por el resto de su vida, él trincharía la comida del rey, y se sentaría a su derecha.
Así fue Cathal, rey de Munster, curado de su avari­cia, y MacConglinney el sabio, recompensado.

024 Anónimo (celta)

[1] Bushel: 36,6 litros (n. del t.).

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