Cerca de la desembocadura
de un río vivía un grupo de cazadores. Sus iglús estaban situados de tal manera
que los hombres tenían fácil acceso tanto al hielo del mar, donde se
encontraban las focas, como a las colinas de los alrededores, donde pacían los
caribús.
Un día un grupo de
hombres fue en busca del caribú. Abandonaron el poblado en sus kayaks y
recorrieron muchas millas río arriba. No regresaron. Finalmente, un segundo
grupo de cazadores se puso en marcha para ir a buscar a los ausentes. Tampoco
estos regresaron. La gente que quedó en el poblado estaba indecisa acerca de
lo que debía hacer. Tenían miedo de que aún pudieran perderse más cazadores.
Sucedió que vivía entre
la gente un joven huérfano. Como sus pertenencias personales eran escasas, a
menudo soñaba con tener un kayak y ser un gran cazador. Cuando se enteró de que
algunos cazadores del poblado no habían vuelto de cazar, el chico pensó que
quizá podría ir en busca de los hombres que faltaban. Decidió preguntar al
cazador más importante si podía prestarle su kayak para ir en busca de los
perdidos. El viejo le advirtió.
-Si te marchas, hay una
posibilidad de que tampoco tú vuelvas. Pero, si quieres arriesgarte, mi kayak y
mi arpón están allí a la orilla del río. Puedes cogerlos.
El chico no cabía en sí
de contento. Rápidamente salió río arriba. Durante el viaje usó el arpón para
disponer de comida. Había patos y oras aves en abundancia. Su puntería era tan
buena que podía matarlos cuando volaban por encima de él. De esta manera, el
chico avanzó mucho. Al cabo de algún tiempo vio algunos iglús grandes cerca de
la orilla del río.
«Qué raro -pensó-. Nunca
había oído que hubiera gente viviendo aquí. ¿Serán éstos los iglús de los
hombres perdidos? Quizá están cautivos aquí y les han prohibido marcharse.»
El muchacho remó hacia la
orilla para mirar mejor.
Muy cerca del río había
un iglú gigantesco. Pensando en la posibilidad de que los cazadores estuvieran
prisioneros allí, el chico inclinó el kayak hacia la orilla, saltó a tierra y
se encaminó precavida-mente hacia el iglú. Llevaba consigo el arpón y los
pájaros que había matado.
No había nadie a la vista
cuando salió del río. Al entrar en el iglú lo encontró vacío. Sin saber muy
bien qué hacer, el muchacho se sentó dentro a descansar un rato. Mientras
meditaba qué hacer, a continuación notó que había una abertura en la pared del
iglú. Lo que parecía ser una ventana estaba situado en la parte alta de la
pared, a medio camino de la cúpula.
Un momento después oyó el
ruido de alguien que se acercaba. Mirando hacia, arriba vio algo por la
abertura que parecía una ventana. Todo cuanto pudo distinguir fue una boca
grande pidiendo algo de comer. Sin dudarlo, el muchacho tiró por el agujero uno
de los patos que había cazado. En un instante la cara de la ventana arrebató
el pato y desapareció.
El chico continuó en el
iglú. Aunque estaba asustado, había reconocido al hambriento visitante. Era un
hombre-oso. El muchacho había oído muchas historias de estas bestias que vivían
en iglús como la gente y que podían quitarse sus pieles externas siempre que
estaban dentro de sus casas. Cuando salían a cazar, los hombres-osos llevaban
sus pieles puestas y eran muy muy peligrosos.
Al cabo de un breve
tiempo, el hombre-oso volvió. El joven cazador vio una vez más la boca
amenazante en la abertura. Por segunda vez el muchacho tiró a la bestia uno de
los patos que le quedaban. El hombre-oso se marchó, pero sólo para regresar una
y otra vez, hasta que el chico se quedó sin nada de comida. La próxima vez que
apareciera la cara en la ventana no tendría qué darle.
El muchacho se sintió
atrapado. «Sin duda esto es lo que les pasó a los cazadores que estoy
buscando», pensó. «También ellos se quedaron sin comida, y estos hombres-osos les
mataron. ¡Mi única esperanza es el arpón!»
Cuando la bestia apareció
de nuevo, el muchacho estaba preparado. Apuntando cuidadosamente, arrojó el
arpón con todas sus fuerzas. El arma dio en el blanco, penetrando profundamente
en el cuerpo del hombre-oso. El muchacho se aferró a la cuerda del arpón
tirando cuanto podía, pero la cuerda se rompió; la bestia aún estaba viva, y el
muchacho estaba indefenso.
Dándose cuenta de que
corría un gran peligro, el chico escapó del iglú. Temía que los padres de la
bestia que había herido fuesen a buscarle. Fuera del iglú vio otra vivienda
cercana. Era mucho más pequeña que la primera. Fue corriendo hacia ella y, sin
molestarse en llamar a la puerta, se refugió dentro.
Aquí encontró dos
mujeres-osas viejas tumbadas en la cama. Sin dudarlo, se abalanzó sobre ellas y
las mató a las dos. Trabajando febrilmente, tomó una de las mujeres-osas
muertas y la colocó en la cama como si estuviera dormida. A la otra empezó a
quitarle la piel. Tan pronto terminó de despellejarla, ocultó el cuerpo debajo
de la cama y se vistió con la piel de su víctima.
No bien hubo hecho esto,
oyó aproximarse pasos. Uno por uno los hombre-osos entraron en el iglú.
-Nuestro gran cazador del
iglú vecino ha sido herido -dijeron-. Hay algo clavado en su cuerpo. Ven a
cuidarlo.
El muchacho, aparentando
ser la vieja mujer-osa que acababa de matar, respondió:
-Yo ya no puedo andar. He
perdido las fuerzas. Mi compañera se ha quedado dormida, pero no la despertéis.
Necesita descansar.
Los hombres-osos
insistieron:
-Te tomaremos en brazos y
te llevaremos al iglú. Nuestro gran cazador no vivirá mucho si no le ayudas.
¡Ven rápidamente!
El joven, vestido con la
piel de oso, se puso lentamente en pie, imitando al hacerlo los temblores de la
vieja mujer-osa. Los hombres-osos le ayudaron a ir hacia la puerta. Lentamente
lo arrastraron hasta el otro iglú. Por más que lo intentaba, el muchacho no fue
capaz de representar bien el papel de la vieja mujer-osa. Los hombres-osos
empezaban a sospechar.
-¿Cómo es que pareces más
fuerte que de costumbre? -preguntaron.
-Es porque estoy
intentando andar con todas mis fuerzas -respondió el muchacho-. Puede que os
parezca que soy más fuerte de lo que realmente soy -los hombres-osos no
hicieron más preguntas.
Una vez dentro del otro
iglú, el chico vio la bestia herida tendida en medio del suelo. Buscó una
piedra larga y afilada y empezó a calentarla a la llama de la lámpara de grasa.
Mientras hacía esto, dijo a los hombres-osos lo que tenían que hacer.
-Voy a sacar el arpón del
cuerpo del gran cazador. Mientras lo hago, tenéis que apagar la lámpara, daros
la vuelta, poneros cara a la pared y haced todo el ruido que podáis. Así lo
hicieron.
El chico se puso a
trabajar. Primero agarró el extremo de la cuerda rota del arpón e intentó
retirar el arma. Como antes, la correa se rompió. Después tomó la piedra
afilada que había calentado e hizo con ella una hendidura penetrante en la
carne de la bestia alrededor del gancho del arpón. El arma salió limpiamente.
En la herida abierta hundió la piedra caliente. El gran cazador aullaba de
dolor, pero los otros hombres-osos no podían oírle. Estaban haciendo demasiado
ruido y además le daban la espalda a su amigo herido. El chico sabía lo que
tenía que hacer. Dejó caer su piel de oso, tomó el arpón y echó a correr todo
lo que pudo hacia su kayak. Sin parar, saltó al kayak y se puso a remar
furiosamente. Los hombres-osos, al darse cuenta de que les habían engañado,
intentaron perseguirle. Sus esfuerzos fueron vanos. Cada vez que llegaban cerca
del kayak, el joven cazador blandía el arpón y los espantaba. Finalmente, renunciaron
al acoso.
Cuando el muchacho volvió
a su poblado, contó la historia de sus aventuras. Ahora la gente sabía lo que
les había ocurrido a los hombres perdidos. El gran cazador que había prestado
al muchacho su kayak y su arpón estaba contento con lo que el chico había hecho
y, desde entonces, este hombre cuidó del joven.
Fuente: Maurice Metayer
036 Anónimo (esquimal)
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