Vivían una vez un mono y un tiburón
que eran íntimos amigos. El Mono vivía en un pomposo árbol cuyas ramos colgaban
sobre las aguas del mar. Y en este árbol crecían deliciosos frutos. Cada vez
que el Mono se ponía a comerlos, gritaba el Tiburón.
-Amigo, tírame un par.
Y durante muchos días, semanas y meses
el Mono tiró, cotidianamente, dos o tres veces por jornada, algunos de los
codiciados frutos.
Un hermoso día dijo el Tiburón al
Mono:
-Amigo, me has prestado muchos
servicios con tu bondad y desearía realmente hacer algo por ti. ¿No te
agradaría dar un paseo hasta mi morada?
-¿Y cómo podría yo ir hasta allí? -
preguntó el Mono:
-Yo te llevaré y ni un pelo de tu
cuerpo se mojará. Baja del árbol y pósate sobre mi lomo.
El Mono así lo hizo.
Al cabo de un rato, cuando había
nadado un regular trecho, cabalgando el Mono sobre el lomo del Tiburón, dijo
éste:
-Tú eres mi amigo y quiero decirte la
verdad.
-Sí, dímela -respondió el Mono.
-Escucha, pues -empezó el Tiburón
donde yo habito yace enfermo de muerte el Sultán, y sus sabios y médicos de
cabecera aseguran que únicamente el corazón de un mono puede darle la vida.
-¡Ah, ah! -exclamó el Mono-. Podrías
habérmelo dicho antes.
-¿Y qué habrías contestado, amigo, a mi
invitación? -preguntó el Tiburón.
El Mono pensó:
-Ahora tengo que idearme algo para
salvarme, pues de lo contrario estoy perdido.
Como no respondiese en el acto,
preguntóle el Tiburón por qué no decía nada.
-¡Ah! -suspiró el Mono-. ¿Qué podría
decirte? Si me hubieses dicho la verdad hubiera traído conmigo el corazón,
gustosamente.
Asombrado, preguntó el Tiburón:
-¡Cómo! ¿No llevas encima tu corazón?
-No -respondió el Mono-. ¿No sabes,
pues, la costumbre que tenemos los monos? Cuando salimos de nuestras casas,
dejamos nuestro corazón colgado del árbol en que vivimos. Tan sólo nuestro
cuerpo se aleja. Pero, tonto de mí, ¿por qué te cuento eso? No me creerás,
pensando, acaso, que yo tengo miedo. Vamos, llévame enseguida al palacio del
Sultán, para que me maten sus esclavos. Entonces verás por tus propios ojos que
en mi cuerpo no se encuentra el corazón que precisáis y te lamentarás de tu
error.
El Tiburón dio crédito a las palabras
del Mono y dijo:
-Entonces lo mejor será regresar a la
costa para que puedas ir a tu árbol en busca de tu corazón.
-No, no, -respondió el astuto Mono-
nada de eso. Llévame al palacio del Sultán.
Pero el Tiburón se mantuvo enérgico en
sus trece y declaró que primero debían ir a buscar el corazón del Mono. Dióse
éste por convencido, y al poco hallóse de nuevo en tierra firme y encaramado en
su árbol.
Mas cuando estuvo sano y salvo y en
lugar seguro se quedó mudo y sin hacer el menor ruido.
El Tiburón le gritó ordenándole que se
diera prisa. No hubo respuesta.
El Tiburón volvió a gritar, esta vez
con todas las fuerzas de sus pulmones:
-¡Ven de una vez! ¡Vamos ya!
-¿Que vaya contigo? -respondió el
Mono- ¿Y adónde debemos ir?
-Pues, al palacio del Sultán; ¿no
recuerdas? -respondió el Tiburón.
-Tú estás completamente loco -replicó
el Mono.
-¿Qué quieres decir? -reclamó el
Tiburón.
-¡Por lo visto, tú me has tomado por
la burra del lavandero!
-¿La burra del lavandero dices? ¡Que
me cuelguen si te entiendo! ¿Qué es eso?
-Es algo sin corazón y sin orejas
-explicó el Mono.
-¿Qué pasó con tu burra del lavandero?
Amiguito, cuéntamelo para que yo pueda comprender lo que quieres decir.
-Escucha, pues -dijo el Mono-.
"Érase una vez un lavandero que tenía una burra que se escapó del lavadero
y se adentró en el bosque. Allí le iba tan bien que ya no pensó en volver al
lado de su amo. Se pasaba todo el santo día comiendo manjares deliciosos y
pronto se puso redonda como un tonel.
Una vez la vio la liebre y al verla se
le hizo la boca agua y se dijo:
-Esa bestia está muy gorda y convida a
comérsela.
Y corriendo fue a ver al león que,
habiendo estado enfermo mucho tiempo, se encontraba ahora muy débil. Y dijo al
León:
-Mañana te traeré un exquisito trozo
de carne, para que lo comamos juntos.
El León contestó:
-Muy bien.
Al día, siguiente, al rayar el alba,
se encaminó la liebre hacia el lugar donde había visto la burra. Y le dijo:
-He sido enviada por el poderoso señor
que quiere hacerte proposición de casamiento.
-¿Quién te ha mandado? -preguntó la Burra.
-El mismito León -respondió la Liebre.
-Muy bien -dijo la Burra-. Voy contigo.
Fueron juntas al cubil del león y el
León dijo:
-Entra y toma asiento.
Y la Burra se sentó.
A la Burra le dijo:
-Tengo que ir a mi casa. Habla con tu
novio para que os conozcáis.
Apenas había salido la Liebre , cuando el León
saltó sobre la Burra
para despedazarla, pero la Burra
luchó valerosamente, dando coces y mordiscos, hasta que el León, que estaba
debilitado, cayó en un rincón.
Entonces la Burra , llena de heridas de
las garras del León, regresó a su bosque.
Un rato después llegó la Liebre al cubil del León y
le preguntó:
-Amigo, ¿ya terminaste el banquete?
-No -suspiró el León- aquella bestia
era demasiado fuerte. Primeramente me asestó un par de coces fenomenales; luego
mordióme y por último se me escapó. Yo le había dado unos zarpazos, pero a
causa de mi enfermedad fueron poco potentes; ¡estoy muy débil!
-No, no -replicó la Liebre- estás mejorando a
pasos agigantados.
Un par de días después fue y preguntó
al León si se veía con ánimos y sentía haberse repuesto.
-Sí -respondióle-; ahora soy el León
de antes y me haría con la presa por fuerte que fuera, si me entrara en ganas.
-Bien -dijo la Liebre- ; te la buscaré.
Cuando llegó al bosque, la Burra la saludó cordialmente
y le preguntó si había novedad.
-Sí -contestó la Liebre- ; tu novio te ruega
que vayas a verle.
-No -contestó la Burra- no me agrada tal
invitación. Ya antes me arañó y me lastimó tanto, que, asustada, huí de él.
-Bah -replicó la Liebre- ; prueba otra vez.
El León no es tan mala persona. Y tampoco un partido despreciable. Es así como
él recibe a los otros animales.
-Bueno -dijo la Burra- ; probaré nuevamente.
Pero, ¡ay!, apenas hubo penetrado en
la cueva del León, cuando éste saltó sobre la pobre Burra y la mató.
Poco después, la Liebre se presentó en la
cueva del León y éste dijo:
-Escucha: coge la carne y ásala. Yo no
quiero más que el corazón y las orejas; el resto puedes comértelo tú.
-Muchas gracias -dijo la Liebre , y se llevó la carne
hasta donde el León no la podía observar.
Cogió primero el corazón y las orejas,
se los comió con verdadera fruición y escondió el resto de la carne.
Al cabo de un rato apareció el León
para ver dónde estaba la
Liebre.
-Amiga Liebre -le dijo-, dame
seguidamente el corazón y las orejas de la burra; tengo hambre y desfallezco.
-¿Dónde están el corazón y las orejas?
-¿Por qué preguntas esto? -dijo el
León sobresaltado.
-Sí -añadió la Liebre- ; ¿no sabes que
ésta era la burra del lavandero?
-Ciertamente -respondió el León- ¿Pero
qué tiene que ver esto con su corazón y sus orejas?
-¡Oh, León! -exclamó la Liebre-. Eres un
animal ya crecidito y al parecer no comprendes que, si semejante burra hubiese
tenido corazón y orejas, no hubiese comparecido por segunda vez a tu cueva. La
primera vez, al presentarse, pudo comprender que querías matarla, y por eso
huyó. Y presentóse por segunda vez, ello no obstante; dime, pues, ¿lo hubiera
hecho de tener corazón?
Y el León contestó:
-Amigo, hay algo de verdad en lo que
dices.
***
-Pues bien, amigo Tiburón -dijo el
Mono-, ésta es la historia de la burra del Lavandero. ¿Verdad que yo no sería
más cauto y sabio que la burra del cuento si fuese contigo? ¡Adiós, Tiburón!
Vete a ver a tu querido Sultán. Y... dale recuerdos de mi parte.
009. Anónimo (africa)
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