Érase una vez un hijo de rey que no
quería por esposa más que a una doncella de la raza yblisa.
Para encontrarla recorrió considerable
extensión del país. Un día, por fin, llegó a la choza de un yblis. Penetró en
el interior y encontró a dos muchachas, una de ellas de edad casadera.
Cuando ésta vio al hijo del rey le
gritó:
-¡Humano, retírate enseguida, pues mi
madre va a venir y te devorará!
-Aunque fuese así, no me retiraría;
tengo que llevarte al pueblo de mi padre -respondió el joven príncipe-. He
venido únicamente para llevarte conmigo.
De esta manera conversaban cuando
oyeron pasos que resonaban como el retumbar del trueno.
La joven yblisa cogió entonces al
príncipe y lo escondió en la despensa de la carne en salazón.
Cuando la madre yblisa entró en la
choza, husmeó el aire, diciendo:
-¡Pequeñas, huele a hombre!
-Vivimos muy lejos de los seres
humanos, madre, y es imposible que haya uno en este recinto -respondió la
mayor.
El joven príncipe temblaba de
espanto...
La vieja no insistió y partió de nuevo
para la caza.
Cuando la madre hubo marchado, dijo la
joven al príncipe:
-No salgas de donde estás y guárdate
de hacer el menor movimiento. A medianoche, mientras el hogar de la chimenea
permanezca rojo, no te muevas. Cuando oscurezca y todo esté envuelto en
tinieblas, no te muevas aún, y, al rayar el alba, tan pronto como veas venir la
claridad del día será el momento de ponernos en marcha. Será entonces cuando mi
madre estará sumida en profundo sueño. Yo estaré presta para partir contigo.
El príncipe hizo lo que se le
recomendaba. Vio que el hogar de la chimenea tornaba sucesivamente los tres
colores: el rojo de ascua encendida, el negro de fuego extinguido y luego el
blanco de la luz de la mañana. Entonces salió de la despensa de la carne en
salazón.
-Aguarda -dijo la joven- a que ponga
un mortero de maíz en el sitio que yo dejo libre. Si mi madre se despierta
después de nuestra partida, creerá, al tocar el mortero, que yo sigo allí, pues
cada noche me obliga a dormir entre sus piernas por temor a que me secuestren.
Ella puso el mortero en el sitio donde
había costumbre de dormir; luego el príncipe montó a caballo y, con la yblisa a
la grupa, partió veloz en dirección al reino de su padre.
A la mañana siguiente; al despertar
del sueño, la madre yblisa advirtió que no tenía entre sus piernas más que un
simple mortero. Levantóse y, de un puntapié furioso, rompió en mil fragmentos
el mortero.
Y luego dijo a su otra hija:
-¡Se han llevado a tu hermana mayor!
¡Dame mi pipa! ¡Voy en su busca!
La vieja cargó la pipa; la encendió y
exhaló una enorme bocanada de humo, en el seno de la cual se escondió. La
bocanada de humo la llevó camino por donde habían huido los fugitivos.
Al volver la cabeza, la joven yblisa
distinguió a su madre y dijo:
-Mi marido humano, mi madre nos
persigue. Pero no temas. Llegaremos al poblado antes que ella.
Tiró al suelo un grigri, que se
transformó al punto en una altísima montaña.
Pero cuando la madre llegó al pie de
esta altísima montaña, la cogió como si fuera un guijarro y se lo escondió en
el cinto de perlas de vidrio que llevaba ceñido a la frente.
La hija volvió a mirar atrás y vio que
su madre se aproximaba rápidamente. Entonces volvió a tirar otro grigri.
Y formóse allí un ancho y caudaloso
río.
Cuando la madre llegó a las orillas de
aquel río, se agachó, cogió el agua en el hueco de la mano, la bebió de un
trago y reanudó la persecución.
El príncipe se volvió a su vez y
percibió que la bocanada de humo continuaba avanzando.
-¡El humo sigue persiguiéndonos!
-gritó.
-Es mi madre que se ha envuelto en él
y corre en sus alas -dijo la hija.
-Mira por ese lado.
-No puedo.
-¿Por qué no puedes?
-Porque nos traería desgracia.
-¡Quiero que mires y tires otro
grigri, como hiciste antes!
-Te repito que nos traería desgracia
si me vuelvo de ese lado.
-¡Mira! ordenó el príncipe con voz imperiosa.
La doncella obedeció y volvió la
cabeza. Pero al punto convirtiose en una mona, arañando y mordiendo a su
compañero. Sin embargo, el príncipe pudo atarla con su turbante.
Cuando la madre yblisa vio a su hija
así amarrada, juzgó estar suficientemente vengada, y volvió sobre sus pasos de
regreso a su choza.
El hijo del rey llego por fin, a su
pueblo. Primero fue a ocultar la mona en la choza de su madre, a la que contó
su aventura. Aquélla, a su vez, la contó a una vieja amiga que tenía en el
pueblo.
Esta vieja fue a ver al rey y le dijo:
-Jefe, tu hijo, que se negaba a
casarse con una doncella de la raza humana, ha traído aquí una mona, de la que
ha hecho su esposa. ¡Si yo miento, rómpeme la cabeza, así como la de mi nieto,
que ves aquí!
-¡Ofrece tu cabeza, pero no la mía!
-protestó el nieto.
Para comprobar la denuncia de la
vieja, el rey ordenó que fuese la mona la que le preparase la comida.
Cuando la mona supo la orden del rey
lloró a lágrima viva.
Su hermanita, que se había quedado con
la madre yblisa en el bosque y que iba a visitarla de vez en cuando bajo la
forma de una mosca, dijo a su madre:
-Mi hermana mayor sufre mucho y corre
grave peligro. El rey quiere que ella le prepare la comida, y ella no puede
hacerlo por haberla convertido tú en mona.
-Ve y dile -respondió la madre- que
salga de su choza a media-noche. A su regreso encontrará preparados todos los
platos que se esperan de ella.
A medianoche la mona salió de la
choza, siguiendo el consejo que su hermanita le había transmitido. En su
ausencia, la madre yblisa fue y guisó una calabaza de arroz, aderezado con
carne grasa, que recubrió con un lindo disco de paja trenzada.
A la mañana siguiente la madre del
príncipe llevó a su marido el rey el plato así preparado. El rey lo encontró
mucho mejor que todo cuanto hasta entonces había probado. Llamó, pues, a la
vieja denunciante y le dio un puñado de arroz, diciendo:
-Prueba este guiso, tú que pretendes
sea obra de una mona.
La vieja lo probó y respondió:
-Jefe, estoy convencida de que este
plato no lo ha preparado la mujer de tu hijo. Si quieres saber la verdad, hazla
comparecer ante tu presencia. Y si no ves a la mujer de que te hablo bajo la
forma y figura de una mona, mátame, así como a mi nieto, aquí presente.
-¡Que te maten a ti sola! -protestó el
nieto.
El rey convocó a todas sus nueras para
el día siguiente. La mona, al conocer esta noticia, lloró de espanto.
La madre yblisa, avisada por la hermanita
de esta nueva pena de su hijo mayor, dijo a la pequeña:
-No temas por tu hermana. No le
ocurrirá nada malo. A media-noche estaremos en su choza.
Y a medianoche se dirigieron las dos
hacia la choza de la mona. La viejo yblisa frotó a la mayor con un ungüento
mágico que la transformó en una doncella mucho más linda que antes, y adornóla
con joyas de oro en profusión.
A la mañana siguiente todas las
mujeres de los príncipes fueron presentadas al rey, que encontró a su nueva
nuera más bonita que todas las otras. Sin pronunciar palabra, desenvainó su
sable, y, de un golpe certero, abatió la cabeza de la vieja denunciante.
La hija yblisa le parecía tan bella
que decidió arrebatársela a su hijo. A este fin ordenó a sus herreros que
cavasen un gran hoyo, que ellos llenarían de ascuas encendidas. Ejecutadas sus
órdenes, disimuló la boca del hoyo con una linda piel de cordero; luego hizo
llamar a su hijo.
Cuando el príncipe hubo llegado, el
rey le invitó a sentarse sobre la piel de carnero y apenas hubo puesto éste los
pies encima, cuando cayó dentro del hoyo. Pero no se hizo el menor daño, porque
la vieja yblisa había cambiado los carbones encendidos por copos de algodón.
El príncipe se levantó y vio una
galería subterránea. Adentróse en ella y, al cabo de un largo rato, salió al
aire libre a corta distancia del poblado.
Allá se encaminó de nuevo y encontró a
su padre que se disponía a casarse con la joven yblisa. Al verle venir, el rey
no dijo nada, pero ordenó matar un buey, del que reservó la piel. Se cosió al
príncipe en esta piel y lanzaron el bulto al río.
Pero la madre yblisa se encontraba
allí. Había advertido al rey de los guinarús del río que si a su yerno le
ocurría el menor mal, ella exterminaría a todos los miembros de su raza e
impediría que los jóvenes viviesen en el agua. Por esta razón el jefe de
guinarús vigilaba atentamente.
Tan pronto como el joven príncipe cayó
al agua, se le recogió y se le llevó a una linda choza debajo del río donde le
aguardaba la madre yblisa, su suegra.
Ésta le dio montones de oro, piezas de
rica tela y toda clase de objetos preciosos, y le dijo:
-Vete en busca de tu padre. Dile que
sus parientes le envían sus saludos y que habitan el fondo de las aguas, donde
se encuentran muy bien. Dale, de parte de los parientes de mi hija, las
riquezas que yo acabo de regalarte.
El príncipe salió del agua. Aquella
misma noche el rey iba a celebrar su casamiento con la joven yblisa, cuando se
le anunció que su hijo acababa de llegar.
El príncipe se presentó ante el rey y
le dijo:
-Padre: mis suegros te saludan. Ellos
me envían para traerte este oro y estas ricas telas. Me han encargado decirte
que tú no posees ni la mitad de los tesoros que ellos tienen en el fondo del
agua, ya que no habitan en el otro mundo, como tú te imaginas.
El rey tomó lo que su hijo le traía;
luego ordenó le cosiesen dentro de una piel de buey para recorrer el mismo
camino que su hijo y visitar a sus suegros en el fondo del agua.
Se le obedeció y se le arrojó al agua.
Pero allí quedó y su hijo le sucedió
en el trono.
009. Anónimo (africa)
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