Inglaterra, en los
tiempos de nuestra historia, estaba regida por Henry Beauclerc [1].
Y, allí vivía en aquellos días un mocito llamado Elidore, que estaba siendo
educado para ser clérigo.
Día tras día caminaba
desde la casa de su madre, que era viuda, hasta el escritorio del monje, donde
aprendía su A B C, y a leer y a escribir. Pero era un pequeño perezoso y
holgazán este Eliodore, y tan rápidamente como aprendía a escribir una letra,
olvidaba otra; de modo que era muy poco el progreso que hacía. Cuando los
buenos monjes vieron esto, aplicaron el viejo dicho del Libro que dice:
"Escatima la vara y echarás a perder a un niño", de tal modo que
cuando el niño olvi daba una letra, ellos procuraban ayudar a su memoria con
la vara. Al principio la usaron pocas veces y con suavidad, pero Elidore no era
un muchacho fácil de enmendar, por lo que cuanto más le atizaban menos
aprendía: entonces los vareos se hicieron más frecuentes y severos, hasta que
Elidore ya no pudo aguantarlos más, y un día, cumplidos ya los doce años, se
levantó y se marchó por el gran bosque que circundaba San David.
Allí estuvo vagando
durante dos largos días con sus dos largas noches, sin comer nada más que bayas
de espino y escaramujo. Al fin se encontró junto a la boca de una cueva, a la
orilla del río, y allí se dejó caer, totalmente cansado y exhausto. De pronto,
dos hombrecillos diminutos se le aparecieron y le dijeron:
"Ven con nosotros, y
te llevaremos a una tierra llena de juegos y diversiones"; y Elidore,
sorprendentemente recuperado al instante, se levantó y se fue con los dos
pequeños desconocidos; primero a través de un pasaje subterráneo sumido en
tinieblas, pero después por un hermoso país, de fantásticos ríos rodeados de
prados, bosques y enormes llanuras, tan bonito como pueda uno imaginarse. Sólo
que tenía algo curioso: que nunca brillaba el sol, y siempre estaba el cielo
cubierto de nubes, de manera que ni se veía el sol de día ni la luna o las
estrellas de noche.
Los dos hombrecillos condujeron
a Elidore ante su rey, quien le preguntó para qué y de dónde había venido.
Elidore se lo contó, y el rey le dijo: "Servirás a mi hijo", y ordenó
con la mano que se retirara.
Y durante largo tiempo
Elidore fue acompañante del hijo del rey, y participó de todos los juegos y
deportes de los hombres diminutos.
Eran pequeños, pero no
eran enanos, porque todos sus miembros eran de forma y tamaño proporcionados
los unos respecto de los otros. Su pelo era rubio, y caía sobre sus hombros
como el de las mujeres. Tenían pequeños caballos, como de tamaño de galgos; y
no comían carne, ni aves, ni pescado, sino que vivían de leche, a la que
añadían azafrán. Y tenían en general costumbres curiosas sólo comparables a
sus mentes bastante extrañas. Nunca hacían ni tomaban juramento alguno, pero
tampoco decían nunca una mentira. Se reían y burlaban de los hombres por sus
luchas, mentiras y traiciones. Pero, aún siendo tan buenos, no hacían culto a
nadie; claro que podríamos decir que hacían culto a la Verdad.
Al cabo de un tiempo,
Elidore comenzó a sentir deseos de ver a muchachos y hombres de su mismo
tamaño, y pidió permiso para ir a visitar a su madre. El rey se lo concedió y
un grupo de hombrecillos le condujo a lo largo del pasaje y a través del
bosque, hasta que estuvieron cerca de la casa de su madre; y ¡cuán alegre no se
pondría la mujer, al ver entrar de nuevo en casa a su querido hijo!
"¿Dónde has
estado?", "¿qué has hecho?", gritaba; y él hubo de contarle todo
lo que le había sucedido. La madre le suplicó que se quedara con ella, pero él
había prometido al rey que volvería. Así que pronto partió de nuevo, no sin
antes hacer prometer a su madre que no diría a nadie dónde estaba, ni con
quién. A partir de entonces, Elidore vivió, parte con los hombres diminutos,
parte con su madre.
Un día, cuando estaba con
su madre, le habló acerca de las pelotas amarillas que ellos usaban para
jugar, de las que ella comprendió, sin duda, que eran de oro. Entonces le rogó
que la siguiente vez que volviera con ella, le trajera una de aquellas
pelotas.
Cuando le llegó la hora
de volver de nuevo con su madre, no esperó a que los hombrecillos le guiaran,
pues ahora ya conocía el camino. Así que, cogiendo una de las pelotas amarillas
con las que solía jugar, se encaminó a toda prisa hacia la casa a través del
pasaje. Cuando ya estaba muy cerca de la casa de su madre, le pare-ció oír
pequeños pasos tras él, y corrió hacia la puerta tan rápida-mente como pudo.
Pero, justo cuando la alcanzó, su pie resbaló y cayó al suelo, y la pelota echó
a rodar justo hasta los pies de su ma-dre. En ese mismo instante, dos
hombrecillos vinieron como flechas, cogieron la pelota y se alejaron, haciendo
muecas, y escupiendo al muchacho al pasar por delante de él.
Elidore, esta vez,
permaneció con su madre mucho más tiempo que las visitas anteriores; pero
echaba de menos la diversión y los juegos de los hombres pequeños, y determinó
volver con ellos. Pero cuando llegó al lugar donde estaba la cueva, cerca del
río, donde comenzaba el pasaje subterráneo, ya no la pudo encontrar, y aunque
buscó y buscó durante algunos años, no pudo volver nunca más al país de los
duendes. Así que, al cabo de un tiempo, volvió de nuevo al monasterio, y, a su
debido tiempo, se convirtió en monje. Y muchos hombres veníañ a verle, a
preguntarle qué cosas le habían sucedido cuando vivió en la Tierra de los Hombres
Pequeños. Y nunca podía hablar de aquellos días sin derramar algunas lágrimas.
Sucedió una vez, cuando
Elidore ya era viejo, que David, obispo de San David, vino a visitar su monasterio
y a preguntarle acerca de las costumbres y maneras de los Hombres Pequeños, y
sobre todo, satisfacer su curiosidad por conocer el lenguaje que hablaban.
Elidore le enseñó algunas de sus palabras, le dijo, por ejemplo, que cuando pedían
agua, decían: Udor udorum; y cuando
querían sal, decían: Hapru udorum. Y
entonces, el obispo, que era un hombre instruido, descubrió que hablaban un
idioma parecido al griego. Porque, por ejemplo, Udor es Agua en griego, y
Hap es Sal.
Por sus noticias sabemos
hoy que, probablemente los bretones vinieron de Troya, y que, seguramente,
serían descendientes de Brito [2],
hijo de Príamo, rey de Troya.
024 Anónimo (celta)
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