Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 3 de junio de 2012

Elidore

Inglaterra, en los tiempos de nuestra historia, estaba regida por Henry Beauclerc [1]. Y, allí vivía en aquellos días un mocito llamado Elidore, que estaba siendo educado para ser clérigo.
Día tras día caminaba desde la casa de su madre, que era viuda, hasta el escritorio del monje, donde aprendía su A B C, y a leer y a escribir. Pero era un pequeño perezoso y holgazán este Eliodore, y tan rápidamente como aprendía a escribir una letra, olvidaba otra; de modo que era muy poco el progreso que hacía. Cuando los buenos monjes vieron esto, aplicaron el viejo dicho del Libro que dice: "Escatima la vara y echarás a per­der a un niño", de tal modo que cuando el niño olvi­ daba una letra, ellos procuraban ayudar a su memoria con la vara. Al principio la usaron pocas veces y con suavidad, pero Elidore no era un muchacho fácil de enmendar, por lo que cuanto más le atizaban menos aprendía: entonces los vareos se hicieron más fre­cuentes y severos, hasta que Elidore ya no pudo aguantarlos más, y un día, cumplidos ya los doce años, se levantó y se marchó por el gran bosque que circundaba San David.
Allí estuvo vagando durante dos largos días con sus dos largas noches, sin comer nada más que bayas de espino y escaramujo. Al fin se encontró junto a la boca de una cueva, a la orilla del río, y allí se dejó caer, totalmente cansado y exhausto. De pronto, dos hom­brecillos diminutos se le aparecieron y le dijeron:
"Ven con nosotros, y te llevaremos a una tierra llena de juegos y diversiones"; y Elidore, sorprendente­mente recuperado al instante, se levantó y se fue con los dos pequeños desconocidos; primero a través de un pasaje subterráneo sumido en tinieblas, pero des­pués por un hermoso país, de fantásticos ríos rodea­dos de prados, bosques y enormes llanuras, tan bonito como pueda uno imaginarse. Sólo que tenía algo curioso: que nunca brillaba el sol, y siempre estaba el cielo cubierto de nubes, de manera que ni se veía el sol de día ni la luna o las estrellas de noche.
Los dos hombrecillos condujeron a Elidore ante su rey, quien le preguntó para qué y de dónde había venido. Elidore se lo contó, y el rey le dijo: "Servirás a mi hijo", y ordenó con la mano que se retirara.
Y durante largo tiempo Elidore fue acompañante del hijo del rey, y participó de todos los juegos y deportes de los hombres diminutos.
Eran pequeños, pero no eran enanos, porque todos sus miembros eran de forma y tamaño propor­cionados los unos respecto de los otros. Su pelo era rubio, y caía sobre sus hombros como el de las muje­res. Tenían pequeños caballos, como de tamaño de galgos; y no comían carne, ni aves, ni pescado, sino que vivían de leche, a la que añadían azafrán. Y tenían en general costumbres curiosas sólo comparables a sus mentes bastante extrañas. Nunca hacían ni toma­ban juramento alguno, pero tampoco decían nunca una mentira. Se reían y burlaban de los hombres por sus luchas, mentiras y traiciones. Pero, aún siendo tan buenos, no hacían culto a nadie; claro que podría­mos decir que hacían culto a la Verdad.
Al cabo de un tiempo, Elidore comenzó a sentir deseos de ver a muchachos y hombres de su mismo tamaño, y pidió permiso para ir a visitar a su madre. El rey se lo concedió y un grupo de hombrecillos le con­dujo a lo largo del pasaje y a través del bosque, hasta que estuvieron cerca de la casa de su madre; y ¡cuán alegre no se pondría la mujer, al ver entrar de nuevo en casa a su querido hijo!
"¿Dónde has estado?", "¿qué has hecho?", gritaba; y él hubo de contarle todo lo que le había sucedido. La madre le suplicó que se quedara con ella, pero él había prometido al rey que volvería. Así que pronto partió de nuevo, no sin antes hacer prometer a su madre que no diría a nadie dónde estaba, ni con quién. A partir de entonces, Elidore vivió, parte con los hombres diminutos, parte con su madre.
Un día, cuando estaba con su madre, le habló acerca de las pelotas amarillas que ellos usaban para jugar, de las que ella comprendió, sin duda, que eran de oro. Entonces le rogó que la siguiente vez que vol­viera con ella, le trajera una de aquellas pelotas.
Cuando le llegó la hora de volver de nuevo con su madre, no esperó a que los hombrecillos le guiaran, pues ahora ya conocía el camino. Así que, cogiendo una de las pelotas amarillas con las que solía jugar, se encaminó a toda prisa hacia la casa a través del pasaje. Cuando ya estaba muy cerca de la casa de su madre, le pare-ció oír pequeños pasos tras él, y corrió hacia la puerta tan rápida-mente como pudo. Pero, justo cuando la alcanzó, su pie resbaló y cayó al suelo, y la pelota echó a rodar justo hasta los pies de su ma-dre. En ese mismo instante, dos hombrecillos vinieron como flechas, cogieron la pelota y se alejaron, hacien­do muecas, y escupiendo al muchacho al pasar por delante de él.
Elidore, esta vez, permaneció con su madre mu­cho más tiempo que las visitas anteriores; pero echaba de menos la diversión y los juegos de los hom­bres pequeños, y determinó volver con ellos. Pero cuando llegó al lugar donde estaba la cueva, cerca del río, donde comenzaba el pasaje subterráneo, ya no la pudo encontrar, y aunque buscó y buscó durante algunos años, no pudo volver nunca más al país de los duendes. Así que, al cabo de un tiempo, volvió de nuevo al monasterio, y, a su debido tiempo, se convir­tió en monje. Y muchos hombres veníañ a verle, a preguntarle qué cosas le habían sucedido cuando vivió en la Tierra de los Hombres Pequeños. Y nunca podía hablar de aquellos días sin derramar algunas lágrimas.
Sucedió una vez, cuando Elidore ya era viejo, que David, obispo de San David, vino a visitar su monas­terio y a preguntarle acerca de las costumbres y maneras de los Hombres Pequeños, y sobre todo, satisfacer su curiosidad por conocer el lenguaje que hablaban. Elidore le enseñó algunas de sus palabras, le dijo, por ejemplo, que cuando pedían agua, decían: Udor udorum; y cuando querían sal, decían: Hapru udo­rum. Y entonces, el obispo, que era un hombre ins­truido, descubrió que hablaban un idioma parecido al griego. Porque, por ejemplo, Udor es Agua en griego, y Hap es Sal.
Por sus noticias sabemos hoy que, probable­mente los bretones vinieron de Troya, y que, segura­mente, serían descendientes de Brito [2], hijo de Príamo, rey de Troya.

024 Anónimo (celta) 

[1] Enrique I, gran protector del Mester de Clerecía lo que le valió el apodo de Beauclerc (n. del t.).
[2] Bretones en inglés: Britons (n. del t.).

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