Había una vez una vaca que se escapó
del rebaño de su amo y se ocultó en un corral abandonado. Nació un lindo
ternerillo y la vaca lo abandonó para volver al antiguo redil.
Y sucedió que una viejecita que por el
lado del corral pasaba, vio al lindo ternerillo recién nacido y,
compadeciéndose de él, llevóselo a su casa, donde lo alimentó con salvado, mijo
y hierba.
Creció el ternerillo y pronto se
convirtió en un toro magnífico.
Un carnicero propuso a la anciana que
le vendiese el toro, pero ella se negó rotundamente.
-Takisé (tal nombre le había puesto)
no está en venta -respondió.
El carnicero se presentó ante el rey y
le dijo:
-Poderoso señor, la vieja Zeynubé
tiene un toro magnífico, grande y rollizo, un ejemplar digno de pertenecerle.
El soberano, reconocido glotón, ordenó
al punto ir en busca del toro de la vieja Zeynubé. Varios carniceros, al mando
de un funcionario del palacio, llegaron a la choza de la anciana.
El funcionario dijo a la anciana:
-El rey ordena que nos entregues el
toro para sacrificarlo mañana.
-Cúmplase la orden del rey -contestó
la anciana- no puedo oponerme a ella. Pero os ruego una cosa: llevaos a Takisé
mañana por la mañana.
Accedió el funcionario palaciego. Al
día siguiente volvió a presen-tarse acompañado de los carniceros.
Fueron a coger el toro, pero éste
resopló de cólera y se dispuso a cornearlos.
Los matarifes se asustaron, y el
funcionario dijo a la anciana:
-Vieja, ordena al toro que se deje
pasar una cuerda por el cuello.
La anciana rogó al animal:
-Takisé, mi querido Takisé, deja que
te aten con una cuerda.
El toro accedió.
Le llevaron a palacio. Una vez allí,
lo tumbaron al suelo, le ataron las patas y uno de los matarifes, empuñando un
enorme cuchillo, se acercó para degollarlo.
Pero la hoja de acero no pudo cortar
ni un solo pelo de Takisé; éste tenía el poder de impedir que el acero
penetrase en su cuerpo.
El rey, enojado, hizo comparecer a la
anciana, y le dijo:
-Si no consiguen degollar al toro
ordenaré que te maten a ti.
La pobre anciana acercóse al toro y,
acariciándole el testuz, le dijo:
-Takisé, mi querido Takisé, ¡déjate
degollar!
Takisé inclinó el testuz.
Degollaron al magnífico animal; luego
lo desollaron y descuarti-zaron. Entregaron toda la carne al rey glotón, pero
éste ordenó que diesen a la vieja la grasa y las tripas.
La anciana puso los restos que le
entregara el rey en un cesto y regresó, triste y afligida, a su choza. Metió
los restos en una tinaja, recordando apenada la muerte de su querido Takisé.
Y sucedió que, a partir de aquel día,
cuando la anciana se levantaba, encontraba la choza limpia y aseada, las
tinajas llenas de agua y todos los quehaceres listos.
Intrigada, la anciana resolvió aclarar
el misterio.
Una mañana salió de la choza, cerró la
puerta y se puso a vigilar por una rendija lo que ocurría en el interior.
Breves instantes después percibió un
ligero ruido y luego el rumor de unas escobas que barrían el suelo.
Abrió la puerta de repente y vio a dos
lindas jovencitas que corrieron a esconderse en la tinaja.
-No os escondáis -les dijo la anciana-
No os haré ningún daño.
Las dos jóvenes se acercaron,
entonces, a la anciana y la saludaron cariñosamente.
Y la viejecita dióles un nombre: Ausa
a una de ellas y Takisé -en recuerdo del amado toro- a la más linda.
Nadie conocía la existencia de las dos
jovencitas, pues jamás salían de la cabaña.
Pero he aquí que un día llamó un
forastero y pidió de beber.
Takisé sirvióle bondadosamente.
El forastero, mientras bebía, se fijó
en su rostro y quedó tan prendado de su belleza que, sin pérdida de tiempo, se
lo comunicó al rey, a quien, precisamente, iba a visitar.
Ordenó el soberano que la vieja se
presentase inmediatamente acompañada de la hermosa Takisé.
Cuando vio a Takisé, quedóse tan
prendado de ella (jamás había visto belleza más perfecta) que al punto dijo a
la anciana:
-Tu hija es bellísima, y quiero que
sea mi esposa.
-Señor rey -respondió la anciana- no
puedo oponerme a tus deseos. Pero quiero que me hagas una promesa: no permitas
que Takisé salga jamás al sol ni se acerque el fuego, porque se derretiría como
la manteca.
El rey lo prometió.
Pocos días después Takisé era la
esposa del soberano.
Llegó un día en que el soberano tuvo
que visitar una de sus ciudades lejanas. Y sucedió que sus hermanas,
envidiosas, se pusieron de acuerdo para desembarazarse de su cuñada. Sabían que
a Takisé le era funesto el calor.
Las cuñadas dijeron:
-Queremos ver cómo tuestas unos granos
de sésamo.
-No puedo acercarme al fuego
-respondió Takisé.
-Lo que te pasa es que eres una
perezosa -le replicaron- Tuesta esos granos de sésamo o, de lo contrario, te
mataremos y arrojaremos tu cadáver al río.
Asustada, la pobre Takisé obedeció.
Y, ¡oh destino!, mientras tostaba los
granos, empezó a derretirse como la manteca al calor del sol y se convirtió en
un líquido aceitoso que originó un caudaloso río.
Unos cuantos días después regresó el
rey de su viaje y lo primero que hizo fue gritar:
-¡Takisé! ¡Mi Takisé!
Una de las hermanas se le acercó y le
dijo:
-Durante tu ausencia, Takisé púsose a
tostar unos granos de sésamo y la pobrecita se derritió como si fuese de
manteca y, al derretirse, se ha formado ese río caudaloso que ves allí.
El rey se quedó aterrado, y, loco de
dolor, echó a correr hacia el nuevo río formado con el cuerpo de su amada
Takisé.
Al llegar a la orilla transformóse el
rey en hipopótamo y sumer-gióse en las aguas en busca de Takisé. Y ésta, que
adoraba a su esposo, tomó la forma de caimán y se arrojó también al agua para
no separase jamás del rey, que era su amor.
Por esto, desde entonces, los
hipopótamos y los caimanes viven siempre juntos en los ríos y en los esteros.
009 Anónimo (africa)
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