Tenaces y numerosos eran
los mendigos que poblaban la
Tierra en los días oscuros.
Había una vez un grupo de
ellos formado por quinientos hombres ciegos, quinientos sordos, quinientos
cojos, quinientos mudos y quinientos mancos.
Los quinientos ciegos
tenían quinientas mujeres, los quinientos sordos también tenían quinientas
mujeres, otras quinientas los quinientos cojosé e igualmente los quinientos
mudos tenían quinientas mujeres y los quinientos mancos otras quinientas
mujeres.
Cada quinientas de estas
parejas tenían quinientos hijos y quini-entos perros.
Solían ir todos juntos
formando una banda, y se hacían llamar laHermandad Ambulante de Mendigos
Tenaces?
Vivía en Erin un
caballero llamado O'Cronicert, con el cual pasaron un año y un día; y se
comieron todo lo que tenía e hicieron de él un hombre tan pobre que no le quedó
nada más que una vieja casa negra a medio caerse, y un caballo blanco cojo.
El rey de Erin se llamaba
Brian Boru; y O'Cronicert acudió a él en busca de ayuda. Cortó una estaca de
roble gris en los aledaños del bosque, montó en el viejo y cojo caballo blanco,
y emprendió su viaje a través del bosque, sobre el musgo y las quebradas,
hasta que llegó a la casa del rey. Una vez allí, se arrodilló ante él; y el rey
le dijo, "¿qué noticias traes, O'Cronicert?"
"No tengo sino
pobres noticias para ti, Majestad."
"¿Qué noticias
pobres son ésas?, se alarmó el rey.
"Que he tenido en
casa a la ‘Hermandad Ambulante de Mendigos Tenaces' por un año y un día; se
han comido todo lo que tenía,y han hecho de mi un hombre pobre", explicó
el caballero.
"¡Bien!", dijo
el rey, "lo lamento mucho; ¿y qué quieres que haga por ti?
"Quiero ayuda",
suplicó O'Cronicert; "cualquiera que queráis dar-me".
El rey le prometió cien
vacas. Entonces se presentó ante la reina, y le expuso también el problemay
ella le otorgó otras cien. Luego visitó al príncipe, y obtuvo de él cien más.
Le alimentaron y vistieron en el palacio del rey; y a la hora de partir dijo,
"me siento totalmente obligado a vosotros. Me habéis proporcionado una
gran ayuda. Masa pesar de todo lo que he obtenido, aún hay otra cosa que
querría pedirte".
"¿Cuál es?",
preguntó el rey.
"El perro faldero
que sale y entra tras de la reina, es lo que quiero."
"iJa!", replicó
el rey, "es tu altivez y orgullo lo que ha causado la pérdida de tus
bienes; pero para que hagas de ti un hombre bueno y honesto, obtendrás esto
junto con lo demás".
O'Cronicert se dispidió
del rey, cogió el perro faldero, saltó sobre el lomo de su viejo y cojo
caballo blanco,y emprendió el regreso a través del bosque, sobre el musgo y las
quebradas.
Cuando llevaba atravesada
cierta distancia en el bosque, un corzo saltó de entre los árboles,y el perro
se lanzó tras él. En un instante, el corzo se erigió, a la espalda de
O'Cronicert, en la forma de una mujer; la más guapa que jamás viera ojo alguno
desde el principio del universo hasta el fin de la eternidad. Y ésta le dijo,
"aparta tu perro de mí".
"Lo haré si me
prometes casarte conmigo", dijo O'Cronicert.
"Si mantienes tres
promesas que voy a imponerte, me casaré contigo", replicó ella.
"¿Qué promesas son
ésas?, preguntó él.
"La primera es que
no invites nunca a tu rey a banquete o comida sin comunicármelo antes a
mí", contestó.
"¡Vaya!", dijo
O'Cronicet, "¿crees que no seré capaz de mantener esa promesa? Nunca
invitaré a mi rey sin informarte previamente. Es fácil mantener tal
promesa".
"¡Confío en que lo
harás! La segunda promesa es", agregó, "que no descubras, en
presencia de nadie, ni en reunión alguna donde estemos juntos, que me
encontraste bajo la forma de un corzo".
"¡Por Dios!",
terció O'Cronicert, "no necesitas imponerme tal pro-mesa. La habría
cumplido de todos modos".
"¡Confío en que lo
harás!", repitió,y agregó seguidamente, "la ter-cera promesa es que
no me dejes nunca en compañía de hombre solo, cuando tú te vayas". Y así,
acordaron que ella se casaría con él.
Llegaron a la casa negra,
vieja y medio en ruinas. Cortaron hierba de las grietas y de los bordes de las
rocas; hicieron una camaly se acostaron. O'Cronicert se despertó por la mañana
con los mugidos de las vacas, los balidos de las ovejas y los relinchos de las
yeguas, mientras descubrió que se encontraba sobre una cama de oro y ruedas de
plata, yendo de un extremo al otro de la Torre Mayor de la Ciudad Castillo.
"¿Estás
sorprendido?", preguntó ella.
"Lo estoy, en
verdad", respondió él.
"Estás en tu propia
habitación", aseguró ella.
"¿En mi propia
habitación? Yo nunca tuve semejante habitación."
"Sé muy bien que
jamás la tuviste", dijo ella; "pero ahí la tienes ahora. Mientras me
tengas a mí, tendrás esta habitación".
Entonces él se levantó,
se puso sus ropas y salió. Echó una ojeada a la casa y descubrió que era un
palacio, uno cuyo igual nunca había visto; ni el mismo rey lo poseía. Luego
dio un paseo alrededor de la granja; y no pudo contar tantas vacas, ovejas y
caballos como había en ella. Después volvió a la casa, y contó a su esposa cómo
la granja estaba siendo invadida por vacas y ovejas ajenas.
"Son tus propias
vacas y ovejas las que has visto."
"Nunca tuve yo
tantas vacas y ovejas", protestó.
"Lo sé", dijo
ella; "pero, mientras me tengas a mí, las tendrás también a ellas. No hay
buena esposa a la que no acompañe su dote".
Se encontraba ahora en
una magnífica condición; era rico, de hecho. Tenía oro y plata, vacas y ovejas.
Todos los días salía a cazar con sus armas y sus perros, y se convirtió en un
hombre de alto rango. Un día se le ocurrió ir a invitar a cenar al rey de Erin,
pero olvidó decírselo a su mujer. Había roto su primera promesa. Cabalgó veloz
hasta el palacio del rey, y le invitó a él y a su gran corte a cenar.
El rey de Erin le
preguntó, "¿piensas llevarte el ganado que te prometí?"
"¡Oh!, no, rey de
Erin", cortó arrogante O'Cronicert; "yo podría ahora darte otras
tantas".
"¡Ah!, repuso el
rey, "veo que te ha ido muy bien desde la última vez que te vi".
"Así es",
aseguró O'Cronicert, "me he casado con un mujer muy rica, que tiene gran
cantidad de oro y plata, vacas y ovejas."
"Me alegra oír
eso."
Entonces O'Cronicert le
dijo, "me sentiré muy obligado si venís a cenar conmigo, tú y tu gran
corte".
"Lo haremos con
placer", aceptó el rey.
Aquel mismo día iniciaron
el viaje de vuelta. No se le ocurrió pensar a O'Cronicert cómo podía ser preparada
una cena para el rey sin que su esposa supiese que venía. Sólo cuando, durante
el viaje, alcanzaron el lugar donde O'Cronicert encontró al corzo, se acordó de
que había roto su promesa, y le dijo al rey, "excúsame; voy a adelantarme
hasta la casa para anunciar tu llegada".
El rey contestó, "no
vayas tú, enviaremos a uno de los mozos".
"No", repuso
O'Cronicert; "ningún mozo servirá para este pro-pósito tan bien como
yo".
Y corrió hacia la casa; y
cuando llegó, su esposa estaba atareada en preparar la cena. El contó lo que
había hecho, y le pidió perdón.
"Te perdono esta
vez", dijo ella: "sé lo que has hecho tan bien como tú mismo. La
primera de tus promesas está rota".
Cuando el rey y su gran
corte llegaron a la casa de O'Cronicert su esposa había preparado para ellos,
tal como correspondía a un rey y a toda la gente de alta alcurnia que le
acompañaba, toda clase de bebidas y comidas. Pasaron dos o tres días con sus
respectivas noches comiendo y bebiendo. Todos alababan grandemente aquellas
viandas; hasta el mismo O'Cronicert las alababa también; pero su esposa no.
O'Cronicert se enfadó al ver que no mostraba entusiamo, así que se acercó a
ella y le golpeó en la boca con su puño, haciéndole saltar dos de sus dientes.
"¿Por qué no
ensalzas tú la cena como los demás, corzo despreciable?", le espetó.
"No lo hago",
contestó ella, "porque he visto a los mastines de mi padre disfrutar de
cenas mejor que la que tú estás dando esta noche al rey de Erin y su
corte".
Entonces se apoderó de
O'Cronicert una rabia tal, que tuvo que abandonar el salón. No llevaba mucho
rato fuera, cuando llegó un hombre montado sobre un caballo negro que, al
pasar, cogió a O'Cronicert del cuello de su chaqueta y, elevándolo, lo sentó a
la grupa y se alejaron. El jinete no dirigió a O'Cronicert ni una palabra. El
caballo corría tan velozmente, que O'Cronicert creyó que el viento iba a
arrancarle la cabeza del cuerpo. Llegaron a un gran palacio y descendieron del
caballo negro. Un mozo de establo tomó el caballo y lo llevó dentro; después se
puso a limpiar con vino sus patas. El jinete del caballo negro dijo a
O'Cronicert, "prueba el vino, a ver si es mejor que el que has dado esta
noche a Brian Boru y su corte".
O'Cronicert probó el
vino, y admitió, "este vino es mucho mejor".
El jinete del caballo
negro exclamó, "¡qué injusto fuiste con tu puño hace un rato! El viento de
tu puño trajo los dos dientes hasta mí".
Entonces le condujo a su
hermosa y noble casa, y le aposentó en una habitación que estaba llena de
caballeros comiendo y bebiendo. Le hizo sentarse a la cabeza de la mesa, le dio
a beber vino y le dijo, "prueba este vino, a ver si es mejor que el vino
que has dado esta noche al rey de Erin y su corte".
"Este vino es mejor,
sin duda." Aceptó O'Cronicert.
"¡Qué injusto fue tu
puño hace un rato!", repitió el jinete del caballo negro.
Cuando todo terminó, el
jinete desconocido preguntó, "¿deseas volver a casa ahora?"
"Sí", contestó
O'Cronicert, "lo deseo mucho". Entonces se levanta-ron, se dirigieron
al establo, donde el caballo negro ya les esperaba fuera de él. Saltaron sobre
su lomo y se alejaron. El jinete del caballo negro preguntó a O'Cronicert,
cuando ya estaban en camino, "¿sabes quién soy yo?"
"No lo sé",
dijo O'Cronicert.
"Soy cuñado
tuyo", explicó el jinete del caballo negro; "y, aunque mi hermana se
haya casado contigo, no es ningún rey ni caballero de Erin quien se la merece.
Dos de tus promesas están rotas; y, si rompes la tercera, perderás a tu mujer y
todo lo que posees".
Llegaron a casa de
O'Cronicert; y éste dijo, "me da vergüenza entrar, porque no saben dónde
he estado desde que se hizo de noche".
"iOh!", terció
el jinete, "no te han hechado en falta para nada. Hay tanta alegría y
euforia entre ellos, que no han sospechado que estuvieses en ninguna parte.
Aquí están los dos dientes que arrancaste del rostro de tu esposa. Ponlos de
nuevo en su lugar, y volverán a estar tan fuertes como antes".
"Entra
conmigo", rogó O'Cronicert al jinete del caballo negro.
"No: desdeño entrar
ahí", dijo el jinete del caballo negro, que se despidió de O'Cronicert y
se marchó.
O'Cronicert entró; y
encontró a su mujer atareada en servir a los caballeros. Le pidió perdón y volvió
a colocar los dos dientes en su boca que se adhirieron tan fuertemente como
siempre.
Ella le musitó, "ya
has roto dos de tus promesas".
Nadie reparó en él cuando
entró, nadie comentó "¿dónde has estado?" o algo parecido. Y pasaron
el resto de la velada comiendo y bebiendo, y todo el día siguiente.
Al anochecer del segundo
día, el rey dijo, "creo que ya es hora de que nos vayamos"; y todos
asintieron con él.
O'Cronicert trató de
disuadirle, "oh, no te vayas esta noche. Voy a organizar un baile. Espera
hasta mañana”.
"Déjales ir",
rogó quedamente su mujer.
"No lo haré",
aseguró él.
El baile, en efecto, tuvo
lugar esa noche. Estuvieron tocando y bailando sin parar hasta que el sudor,
por el calor y el cansancio, se hizo insoportable. Entonces, empezaron a salir,
uno tras otro, a refrescarse fuera de la casa. Todos salieron excepto O'Cronicert
y su esposa, y un hombre llamado Kayn Mac Loy. O'Cronicert de pronto decidió
salir también, y dejó a su esposa y a Kayn Mac Loy solos en la casa.
Cuando ella vió que había
roto su tercera promesa se transformó en una gran potranca, dio un salto a lo
largo de la habitación, y dio una coz a Kayn Mac Loy, partiéndole el fémur en
dos. Luego dio otro salto y, rompiendo la puerta, se alejó de la casa y no se
la vió más. Al irse, se llevó con ella la Torre de la Ciudad Castillo
sobre la espalda, una pequeña carga, y dejó a Kayn Mac Loy en la vieja y
antigua casa negra medio en ruinas, tirado en medio de un charco de lluvia
hecho por las goteras.
Al amanecer del día
siguiente el pobre O'Cronicert no pudo ver más que la vieja casa que tenía
antes. No había vacas ni ovejas, ni ninguna de aquellas cosas preciosas que
había tenido. De los invitados uno se despertó, aquella mañana junto a un
arbusto, otro al lado de la acequia, y otro en una zanja. Sólo el rey tuvo el
honor de despertarse con el viejo cobertizo de O'Cronicert sobre su cabeza.
Cuando se dispusieron a partir, Murdoch Mac Brian recordó que se había dejado
atrás a su hermanastro Kayn Mac Loy, dijo que no quería separarse de él nunca
en la vida y que volvía por él. Y encontró a Kayn dentro de la vieja y
semiarruinada casa negra, tirado en el suelo, en un charco de agua de lluvia y
con la pierna rota; y allí mismo juró que la tierra haría un agujero en la
suela de su calzado y el cielo otro en su cabeza, si no encontraba un hombre
para curar la pierna de Kayn.
Le dijeron que había una
hierba en la Isla
de Innisturk que lo curaría. Así que cogieron a Kayn Mac Loy, y lo
transportaron a la isla, y allí le dejaron solo con tanta comida como deseó
durante un mes y dos muletas sobre las que caminaba de un lado a otro, según
se le antojara. Pero, por fin, la comida se acabó, y se encontró desampa-rado,
y todavía no había encontrado la hierba; todo el tiempo lo dedicaba a bajar
hasta la playa para coger mariscos y comérselos.
Un día, cuando estaba en
la playa, vio a un hombre muy grande, gigantesco, aparecer de pronto en la
isla. Tan alto era que podía ver la tierra y el cielo por la abertura de sus
piernas. Se asustó y huyó hacia la casa tan rápido como se lo permitían las
muletas, intentando llegar a ella antes de que el gigante le alcanzara. Pero a
pesar de sus esfuerzos cuando llegó, el hombre estaba ya entre él y la puerta,
y le dijo, "si no me engañas, tú eres Kayn Mac Loy".
Kayn Mac Loy respondió,
"nunca he engañado a un hombre; sí, soy yo".
El gigante le dijo:
"Estira tu pierna, Kayn, para que ponga en ella un bálsamo de
hierbas curativas. La hierba balsámica y astringente y la cataplasma son
refrescantes; te aliviarán el dolor. Estoy atado por la prisa, pues debo oír
misa en la gran iglesia de Roma, y estar de vuelta en Noruega antes de
dormir."
Kayn Mac Loy respondió:
"Puede que ésta no sea la pierna de Kayn, ni la pierna de nadie,
hombre tras hombre, ni yo sea Kayn, hijo de Loy, si estiro mi pierna para que
pongas tu bálsamo de hierbas curativas en ella, antes de que me digas por qué
no tenéis vuestra propia iglesia en Noruega, teniendo, como ahora, que ir a la
gran iglesia de Roma para oír misa. Si no me engaño, tú eres Machkan-anAthar,
el hijo del rey de Lochlann [1]."
El gigante le dijo,
"jamás he engañado a un hombre: ése soy yo. Ahora te contaré por qué no
tenemos una iglesia en Lochlann. Siete albañiles vinieron una vez a construir
una iglesia, y mi padre negoció con ellos su construcción. El acuerdo que los
albañiles querían era, que mi madre y mi hermana fueran a ver el interior de la
iglesia cuando estuviera terminada para dar el visto bueno. Mi padre estaba
contento de conseguir la construcción de la iglesia tan barata. Cerraron el
trato; y los albañiles fueron, a la mañana siguiente, al lugar donde había de erigirse
la iglesia. Mi padre señaló el lugar donde asentar los cimientos. Comenzaron a
construirla por la mañana, y, antes del anochecer, la iglesia estaba terminada.
Cuando la acabaron, pidieron a mi madre y mi hermana que entraran a ver el
interior. Apenas habían entrado, cuando las puertas se cerraron; y la iglesia
se elevó por los aires sobre una nube de niebla".
"Estira tu pierna, Kayn, para que ponga en ella un bálsamo de
hierbas curativas. La hierba balsámica y astringente y la cataplasma son refrescantes;
te aliviarán el dolor. Estoy atado por la prisa, pues debo oír misa en la gran
iglesia de Roma, y estar de vuelta en Norue-ga antes de dormir."
Kayn Mac Loy dijo:
"Puede que ésta no sea la pierna de Kayn, ni la pierna de nadie,
hombre tras hombre, ni yo sea Kayn, hijo de Loy, si estiro mi pierna para que
pongas un bálsamo de hierbas curativas en ella, antes de que me digas si sabes
lo que aconteció después a tu madre y tu hermana."
"¡Ah!, exclamó el
hombre grande, "condenado seas; ésa es una historia larga de contar; pero
te haré un corto resumen del asunto. El día en que estuvieron trabajando en la
construcción de la iglesia, yo me hallaba cazando en las colinas; y cuando
regresé a mi casa al anochecer, mi hermano me contó lo que había ocurrido, es
decir, que mi madre y mi hermana se habían ido volando en una nube de niebla.
Entonces, me enfurecí tanto, que decidí destruir el mundo hasta que descubriese
dónde estaban mi madre y mi hermana. Mi hermano me dijo que era de locos
pensar tal cosa. `Te diré', agregó, `lo que tienes que hacer. Primero
intentarás averiguar donde están: Cuando lo descubras, las reclamarás
pacíficamente, y sólo, si no te las devuelven pacíficamente, lucharás por
ellas'.
"Seguí el consejo de
mi hermano, y preparé un barco para emprender la búsqueda. Zarpé yo solo, y me
adentré en el océano. Por sorpresa me envolvió una gran niebla, y fui a parar a
una isla, donde había un gran número de barcos anclados; anclé el mío entre
ellos, y fui hasta la orilla. Allí vi a una mujer grande, gigantesca, cortando
juncos, tan enorme era que cuando levantaba la cabeza, arrojaba su pecho
derecho sobre el hombro, y, cuando se inclinaba, su pecho caía hasta colgar
entre las piernas. Entonces, me acerqué por detrás hasta ella, le cogí el pecho
con la boca, y le dije, "tú eres testigo, mujer, de que soy el hijo
adoptivo de tu pecho derecho", "ya lo veo, gran héroe", repuso
la anciana, "pero mi consejo es que abandones esta isla tan rápidamente
como puedas". "¿Por qué?", pregunté. "Hay un enorme gigante
que vive en aquella cueva, allá arriba", contestó ella, "y cada uno
de los barcos que ves ha sido sacado por él fuera del océano, y ha matado o se
ha comido a los tripulantes. En este momento está dormido, pero cuando se
despierte, hará lo mismo contigo. La cueva está franqueada por una enorme
puerta de hierro y por otra de roble. Cuando el gigante aspira el aire las
puertas se abren, y cuando lo expira las puertas se cierran; y quedan tan
firmemente cerradas como si les hubiera aplicado siete barras grandes de hierro
y siete candados. Tan firmes son, que ni siete grandes palancas podrían
forzarlas".
Yo pregunté a la anciana,
"¿hay aluna manera de destruirle?". "Te diré", contestó
ella, “cómo se puede hacer. El guarda un arma encima de la puerta a la que
llaman la espada corta: si consigues con ella cortarle la cabeza al primer
golpe, todo irá bien; pero si no lo haces, la situación será mucho peor de lo
que lo es ahora".
Me encaminé hacia la
cueva y al cabo llegué a ella; las dos puertas estaban abiertas. La respiración
del gigante me arrastró al interior de la cueva; las banquetas, las sillas y
las ollas eran un revoltijo, chocando unas contra otras, y amenazando con
romperme las piernas. La puerta se cerró cuando entré, y se cerró tan firme como
si en efecto, le hubiesen aplicado siete barras de hierro gran-des y siete
candados; y ni siete grandes palancas las habrían forzado a abrirse. Estaba
prisionero en la cueva. El gigante aspiró aire de nuevo, y las puertas se
abrieron. Eché una mirada hacia arriba, vi la espada corta y la cogí. Te
garantizo que le di con ella tal golpe que no fue necesario repetirlo; le
segué la cabeza del cuerpo. Cogí la cabeza y se la llevé a la anciana, que
seguía cortando juncos, y le dije, "aquí tienes la cabeza del gigante,
para ti". La anciana rompió a reír y a dar gritos, "¡hombre bravo!
Desde el primer momento supe que eras un héroe. La isla necesitaba tu llegada.
Si no me engaño, tú eres Mac Connachar, hijo del rey de Lochlann".
"Jamás he engañado a nadie. Ese soy yo", le aseguré. "Yo soy
adivina", dijo ella, "y conozco el objeto de tu viaje. Vas en busca
de tu madre y de tu hermana". "Así es", acepté yo, "pero
estoy aún tan lejos... Si al menos supiera dónde ir para buscarla..."
"Yo te diré dónde están", dijo ella; "están en el reino del
Escudo Rojo, y el rey del Escudo Rojo está resuelto a casarse con tu madre, y
su hijo con tu hermana. Te explicaré cómo está distribuida la ciudad. Un canal
de siete veces siete pasos de ancho la rodea. En el canal hay un puente levadizo,
que está guardado durante el día por dos criaturas a las que ningún arma puede
atraversar, pues tienen todo el cuerpo cubierto de escamas, excepto dos
pequeñas zonas debajo del cuello, por las cuales hay heridas de muerte. Sus
nombres son Rugido y Crugido. Cuando llega la noche, el puente se iza, y los
monstruos duermen. Una muralla muy grande y alta rodea el palacio del
rey".
"Estira tu pierna, Kayn, para que ponga en ella un bálsamo de
hierbas curativas. La hierba balsámica y astringente y la cataplasma son
refrescantes; te aliviarán el dolor. Estoy atado por la prisa, pues debo oír
misa en la gran iglesia de Roma, y estar de vuelta en Noruega antes de
dormir."
Kayn Mac Loy dijo:
"Puede que no sea ésta la pierna de Kayn, ni la pierna de nadie,
hombre tras hombre, ni sea yo Kayn, hijo de Loy, si estiro mi pierna para que
pongas un bálsamo de hierbas curativas en ella, antes de que me digas si
seguiste adelante en la búsqueda de tu madre y tu hermana, o si regresaste a
casa, o qué hiciste."
"iAh!", gritó
exasperado el hombre grande, "condenado seas; ésa es una historia larga
de contar; pero te resumiré otro trozo de la historia. Proseguí mi viaje, y
llegué a la gran ciudad del Escudo Rojo; y estába rodeada por un canal, como la
anciana me había dicho; y había un puente levadizo sobre el canal. Era de noche
cuando llegué, y el puente estaba levantado, y los monstruos dormidos. Medí dos
pies delante de mí, y un pie detrás de mí en el suelo donde estaba, y salté
agarrado al extremo de mi lanza, y caí de puntillas al otro lado, alcanzando el
lugar donde los monstruos dormían. Arrojé mi lanza contra ellos, y te aseguro
que les di tales sendos golpes bajo el cuello que no fue menester repetirlos.
Cogí las cabezas y las colgué de uno de los postes del puente. Entonces, fui
hasta la muralla que circunda el palacio del rey. Esta muralla era tan alta que
no parecía fácil saltar sobre ella; así que me puse a trabajar con la espada
corta hasta que abrí un agujero a través de ella, y pude entrar. Me dirigí a la
puerta del palacio y llamé; y el vigilante gritó, "¿quién va?".
"¡Soy yo!", grité tanto como pude. Mi madre y mi hermana reconocieron
la voz; y mi madre exclamó, "ioh! es mi hijo; déjale entrar".
Entonces entré, y salieron a mi encuentro llenas de alegría. Por la mañana nos
sirvieron el desayuno; y, después de tomarlo, le dije a mi madre y a mi hermana
que era mejor que se preparasen para regresar conmigo. El rey del Escudo Rojo
nos interrumpió, "no lo harán, estoy resuelto a casarme con tu madre, y mi
hijo lo está a casarse con tu hermana".
"Si deseas casarte
con mi madre, y si tu hijo desea hacerlo con mi hermana, acompañadme los dos a
mi casa, y allí las obtendréis." El rey del Escudo Rojo dijo, "así
sea".
"Entonces partimos,
y fuimos donde estaba mi barco, subimos a bordo, y navegamos hacia casa. Cuando
pasamos por un lugar donde se estaba librando una gran batalla, le pregunté al
rey del Escudo Rojo qué batalla era ésa, y la razón de ella. "¿Es que no
lo sabes?", me preguntó el rey del Escudo Rojo. "No lo sé",
contesté yo. Enton-ces el rey del Escudo Rojo dijo, "ésa es la batalla por
la hija del rey del Gran Universo, la mujer más bella del mundo; y aquel que la
gane, por su heroísmo la tomará en matrimonio. ¿Ves aquel castillo?",
"lo veo", dije. "Ella está en la cima de aquel castillo, pues
desde ahí puede ver al héroe que la gane", agregó el rey del Escudo Rojo.
Yo pedí que fuéramos a la orilla, para ver si podía ganarla con mi rapidez y mi
fuerza. Y me dejaron en la orilla; y desde allí pude verla en la torre del
castillo. Entonces, medí dos pies delante de mí y un pie detrás, salté,
agarrado al extremo de mi lanza, y alcancé la cima del castillo; y tomé a la
hija del rey del Gran Universo en mis brazos y la arrojé por encima de la
muralla. Di un salto, e intercepté su caída antes de que llegara al suelo, y me
la llevé sobre el hombro corriendo hasta la orilla, y se la confié al rey del
Escudo Rojo para que la pusiera a recaudo a bordo del barco. "¿No soy el
mejor guerrero que te ha pretendido jamás?", le dije. "Sabes saltar
bien", repuso ella, "pero aún no he visto ninguna de tus
proezas". Entonces, volví para enfrentarme con los guerreros, y les ataqué
con la espada corta del gigante, y no dejé la cabeza sobre cuello a ninguno de
ellos. Después regresé y llamé al rey del Escudo Rojo para que viniera a
recogerme a la orilla. Fingiendo no haberme oído, desplegó velas con el fin de
huir con la hija del rey del Gran Universo, y casarse con ella. Medí dos pies
delante de mí, y un pie detrás, y salté agarrado al extremo de mi lanza, y caí
de puntillas sobre la cubierta del barco. Entonces, le dije al rey del Escudo
Rojo, "¿qué es lo que te proponías hacer?, ¿por qué no me
esperaste?". "¡Oh!", se excusó el rey, "sólo estaba poniendo
el barco a punto y levando velas, antes de ir a buscarte a la orilla. ¿Sabes
qué es lo que estoy pensando?" "No lo sé", dije yo.
"Creo", agregó el rey, "que voy a volver con la hija del rey del
Gran Universo, y tú te vas a casa con tu madre y tu herma-na". "De
ningún modo va a ser así", repuse. "Yo la he ganado con mis proezas,
y ni tú ni ningún otro la tendrá."
"El rey tenía un
escudo rojo que cuando se ponía no había arma que pudiera hacer mella en él. Ya
se disponía a usar el escudo rojo, cuando le hundí la lanza corta en medio del
pecho, cortándole en dos, y lo arrojé por la borda. Entonces se la lancé al
hijo, y le segué la cabeza, y también lo tiré por la borda."
"Estira tu pierna, Kayn, para que ponga en ella un bálsamo de
hierbas curativas. La hierba balsámica y astringente y la cataplasma son
refrescantes; te aliviará el dolor. Estoy atado por la prisa, pues debo oír
misa en la gran iglesia de Roma, y estar en Noruega de vuelta antes de
dormir."
Kayn Mac Loy dijo:
"Puede que no sea ésta la pierna de Kayn, ni la pierna de nadie,
hombre tras hombre, ni yo sea Kayn, hijo de Loy, si estiro mi pierna para que
pongas tu bálsamo de hierbas curativas en ella, antes de que me cuentes si
alguien fue en busca de la hija del rey del Gran Universo."
"iAh! condenado
seas", exclamó el hombre grande; "pero sea, relataré otro trozo de
la historia. Llegué a casa con mi madre y mi hermana, y la hija del rey del
Gran Universo, y me casé con ella. Al primer hijo que tuve le llamé
Machkan-na-skaya-jayrika (Hijo del Escudo Rojo). Al cabo de no mucho tiempo,
una fuerza hostil llegó para vengar al rey del Escudo Rojo, y otra fuerza no
menos hostil vino desde el reino del Gran Universo para exigir satisfacción por
la hija del rey del Gran Universo. Yo tomé a la hija del rey del Gran Universo
sobre un hombro, y a Machkan-naskaya-jayrika sobre el otro, y subí a bordo del
barco e izé velas, y coloqué el emblema del rey del Gran Universo sobre uno de
los mástiles, y el del rey del Escudo Rojo sobre el otro; hice sonar una
trompeta, pasé por en medio de ellos, y les dije que ahí tenían al hombre que
buscaban, y que si querían solventar alguna cuenta, ése era el momento. Todos
los barcos que allí había se lanzaron a la caza del nuestro; mientras nos
abríamos hacia la inmensidad del océano. Pocos barcos podían igualar en
velocidad al mío. Un día, una densa y oscura niebla nos envolvió, y nos
perdieron de vista. Entonces fui a parar a una isla llamada El Manto Mojado.
Allí construí una cabaña; y nació otro hijo de mí, y le puse por nombre Hijo
del Manto ojado".
“Estuve en aquella isla
mucho tiempo; pues había suficiente fruta y pájaros en ella. Mis dos hijos
crecían rápidamente. Un día, cuando yo estaba fuera cazando pájaros, vi a un
hombre grande, gigantesco, venir hacia la isla, y corrí, intentando llegar a la
casa antes que él. Pero me alcanzó, me cogió y me metió en un cenagal hasta las
axilas. Fue a la casa y cargando a la hija del rey del Gran Universo sobre su
hombro, pasó cerca de mí, para irritarme lo más posible. La mirada más triste
que jamás he lanzado ni lanzaré, fue cuando vi a la hija del rey del Gran
Universo en el hombro de aquel monstruo, y yo sin poder arrebatársela. Los
chicos salieron en mi busca; y les pedí que me trajeran la espada corta del
gigante de la casa. La arrastra-ron tras ellos y me la trajeron; y yo hice un
corte circular en el suelo a mi alrededor, y salí.
"Aún estuve bastante
tiempo en el Manto Oeste, hasta que mis hijos se hicieron dos grandes mozos. Un
día me preguntaron si tenía intención de ir en busca de su madre. Les dije que
estaba esperando hasta que ellos fuesen lo suficientemente fuertes, y entonces
ven-drían conmigo. Respondieron que ya estaban listos para venir conmi-go en
cualquier momento. Y les dije que, si era así, era mejor prepa-rar el barco y
partir. Opinaron que era mejor que hiciéramos un barco para cada uno de
nosotros. Acordamos en eso; y cada uno tomó su rumbo.
"Sucedió que un día,
mientras pasaba cerca de cierta tierra, vi que se libraba una gran batalla.
Habiendo prometido no pasar nunca por batalla alguna sin ayudar al lado más
débil, me acerqué a la orilla, me puse a trabajar con los menos favorecidos y
no dejé títere con cabeza en el otro lado, valiéndome de mi espada corta.
Después me tumbé, cansado, entre los cuerpos yertos, y me quedé dormido."
"Estira tu pierna, Kayn, para que ponga en ella un bálsamo de
hierbas curativas. La hierba balsámica y astringente y la cataplasma son
refrescantes; te aliviará el dolor. Estoy atado por la prisa, pues debo oír
misa en la gran iglesia de Roma, y estar de vuelta en Noruega antes de
dormir."
Kayn Mac Loy dijo:
"Puede que no sea ésta la pierna de Kayn, ni la pierna de nadie,
hombre tras hombre, ni yo sea Kayn, hijo de Loy, si estiro mi pierna para que
pongas tu bálsamo de hierbas curativas en ella, antes de que me digas si
encontraste a la hija del Gran Universo, o si volviste a casa, o qué es lo que
sucedió."
"Condenado
seas", dijo de nuevo el hombre grande; ésa es una historia larga de
contar, pero te contaré otro pedazo de ella. Cuando me desperté del profundo
sueño, vi un barco que venía hacia el lugar donde yo yacía, y un enorme gigante
de un solo ojo que lo arrastraba tras él sobre las aguas: y el océano no le
llegaba más arriba de sus rodillas. Llevaba una enorme caña de pescar de gran y
fuerte hilo y colgando de ella un gigantesco anzuelo. Arrojaba el hilo a la
orilla, cogía un cuerpo con el anzuelo y lo elevaba para ponerlo después a
bordo; y estuvo dedicado a esta tarea hasta que el barco quedó repleto de cuerpos.
El anzuelo se enganchó en mis ropas; pero soy tan pesado que la caña no podía
llevarme a bordo. Tuvo que venir él hasta la orilla, y transportarme en sus
brazos. Me encontraba entonces en peor apuro que nunca. El gigante se alejó,
arrastrando el barco tras él, y llegó a una inmensa roca escarpada, en cuya fachada
había una enorme cueva: y una de las damas más bonitas que jamás haya visto,
salió de ella y se detuvo a la entrada de la cueva. El le pasaba los cuerpos a
ella, y ella los cogía y los colocaba dentro. A cada cuerpo que recogía, ella
preguntaba, "¿estás vivo?". Por fin, el gigante me levantó y me
entregó a ella, diciéndole, "ponlo aparte; es un gran cuerpo, y lo tomaré
para desayunar el primer día que salga de casa”.
"Mi mejor momento no
fue, desde luego aquél en el que oí lo que el gigante decía sobre mí. Cuando
hubo comido bastantes cuerpos, y hecho, por tanto su comida y su cena, se
retiró a dormir. En cuanto comenzó a roncar, la dama vino a hablarme; y me dijo
que era la hija de un rey, a quien el gigante había raptado, y que no había
encontrado modo ninguno de escapar de él. "Llevo ya siete años menos dos
días aquí, y hay una espada desenvainada entre nosotros. El no se atreve a
acercarse más a mí hasta que los siete años expiren." Yo le pregunté,
"¿no hay alguna forma de matarlo?" "No es fácil, pero idearemos
un recurso para hacerlo", contestó ella. "Mira aquella barra
puntiaguda que él usa para asar los cuerpos. Cuando esté bien entrada la noche,
amontona las brasas del fuego, y coloca la barra entre ellas hasta que se
ponga al rojo. Entonces, ve y clávasela en su único ojo con toda tu fuerza, y
ten cuidado de que no te coja, porque si lo hace, te deshará en pedazos tan
pequeños como mosquitos." Así lo hice, amontoné todas las brasas, puse la
barra entre ella, se volvió roja y se la clavé al gigante en el ojo; y, del
bramido que dio, pensé que la roca se había partido en dos. El gigante se puso
de pie, y trató, tanteando, de darme caza; yo cogí una piedra del suelo de la
caverna, y la lancé sobre el mar, por lo que, al zambullirse hizo ruido. La
barra seguía clavada en su ojo. Pensando que era yo quien había saltado al mar,
corrió hacia la boca de la cueva, donde la barra se estrelló contra la jamba de
la puerta, y le saltó la capa de los sesos. El gigante cayó al suelo frío y
muerto, y la dama y yo empleamos siete años y siete días en arrojarlo al mar en
pedazos.
Me casé con la dama, y
nació de nosotros un niño. Y al cabo de siete años reemprendí mi viaje.
Pero antes, le di un
anillo de oro para el infante, con mi nombre grabado en él, para que, cuando
fuera lo bastante mayor, lo enviara en mi busca.
Entonces, volví al lugar
donde había ocurrido la batalla, y encon-tré la espada corta donde la había
dejado; de lo que me alegré mucho, aunque no más que de averiguar que el barco
estaba tam-bién ileso. Navegué un día entero y entré a su fin en una hermosa
bahía; conduje mi barco a la orilla, y allí erigí una cabaña donde dormí
aquella noche. Cuando al día siguiente me desperté, vi que un barco se dirigía
hacia donde yo estaba. Cuando tocó tierra, un hombre grande y fuerte, con
cuerpo de atleta, bajó de él, y lo arrastró hasta la orilla, y, si no
sobrepasaba el tamaño de mi barco, no era ni pizca inferior. Yo le dije al
atleta, "¿qué tipo impertinente eres tú, que has osado arrastrar tu barco
hasta la altura del mío?". "Yo soy Machkan-na-skaya-jayrika",
contestó el joven, "y voy en busca de la hija del rey del Gran Universo,
para Mac Connachar, hijo del rey de Lochlann". Entonces le abracé y le di
la bienvenida, y le dije, "soy tu padre: me alegra que hayas venido".
Pasamos la noche alegremente en la cabaña.
Cuando me levanté al día
siguiente, vi otro barco que venía directamente al lugar donde estaba yo; y un
héroe, fuerte y grande, descendió de él, y lo arrastró hasta la orilla hasta
ponerlo junto a los otros barcos; y si no sobrepasaba el tamaño de los otros,
desde luego no era ni una pizca inferior. "¿Qué tipo impertinente eres tú,
que has osado arrastrar tu barco hasta la altura de los nuestros?", dije
yo. "Soy el Hijo del Manto Mojado", replicó, "y voy buscando a
la hija del rey del Gran Universo, para Mac Connachar, hijo del rey de
Lochlann." "Yo soy tu padre, y éste es tu hermano: me alegro de que
hayas venido", dije yo. Y pasamos la noche juntos en la cabaña, mis dos hijos
y yo.
"Cuando me levanté
al tercer día, vi venir otro barco, derecho hacia donde estábamos. Otro joven,
grande y fuerte, saltó de él, y lo arrastró hasta dejarlo al lado de nuestros
barcos; y si no era más alto que ellos, tampoco era más bajo. Fui a su
encuentro y le dije, "¿qué tipo impertinente eres tú, que has osado
arrastrar tu barco hasta la altura de los nuestros?"
"Soy el hijo de Mac
Connachar, hijo del rey de Lochlann", respon-dió, "y voy en busca de
la hija del rey del Gran Universo, para mi padre". "¿Tienes alguna
prueba de lo que dices?", pregunté. "La tengo", repuso él:
"aquí está el anillo que mi madre me dio por encargo de mi padre."
Tomé el anillo, y vi mi nombre en él: no había ninguna duda. Le dije, "yo
soy tu padre, y aquí están tus dos hermanastros. Ahora seremos más fuertes para
ir en busca de la hija del rey del Gran Universo. Cuatro pilares tienen más fuerza
que tres". Y pasamos aquella noche alegre y cómodamente, juntos en la
cabaña.
El día siguiente
encontramos a un adivino que nos habló así, "sé que vais en busca de la
hija del rey del Gran Universo. Os diré dónde está: está con el Hijo del
Mirlo".
"Hacia allá marchó
Machkan-na-skaya-jayrika y desafió a combate a cien héroes ciertamente preparados,
enviados por el Hijo del Mirlo. Vinieron los cien; y mi hijo entabló batalla y
mató a cada uno de ellos. El Hijo del Manto Mojado desafió a combate a otros
cien, que fueron enviados por el Hijo del Mirlo. Y mató a los cien con la
espada corta. El Hijo del Secreto desafió a combate a otros cien, enviados por
el Hijo del Mirlo, y mató a todos ellos con la misma espada corta. Entonces me
puse en medio del campo, y comencé a golpear mi escudo en señal de reto, e hice
temblar a la ciudad. El Hijo del Mirlo ya no tenía más hombres para enviar:
tuvo que salir él mismo; y él y yo comenzamos a luchar, y yo cogí la espada
corta y le corté con ella la cabeza. Después entré en el castillo, y saqué a la
hija del rey del Gran Unvierso. Y así fue cómo todo sucedió."
"Estira tu pierna, Kayn, para que ponga en ella un bálsamo de
hierbas curativas. La hierba balsámica y astringente y la cataplasma son
refrescantes; te aliviará el dolor. Estoy atado por la prisa, pues debo oír
misa en la gran iglesia de Roma, y estar en Noruega de vuelta antes de dormir."
Kayn Mac Loy estiró su
pierna; y el hombre grande le aplicó un bálsamo de hierbas curativas; y con
ello sanó. Después se lo llevó de la isla, y lo dejó en su tierra,
permitiéndole volver a casa con su rey.
Y así O'Cronicert ganó y
perdió una esposa, y así tuvo lugar la curación de la pierna de Kayn, hijo de
Loy.
024 Anónimo (celta)
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