Aconteció un día, en los tiempos que las hadas moraban aún en la
tierra y los negros no habían sido expulsados de la costa hacia el interior del
país, que un poderoso Rey convocó a todos sus jefes para presenciar un torneo
entre cuatro jóvenes, los más fuertes, Valerosos, apuestos y gallardos de
todos sus súbditos.
Y el galardón de la victoria era la
hija menor del Rey -Lala, la de los ojos negros-, se la ganaría para esposa
quien de los cuatro apuestos y gallardos jóvenes lanzara más lejos la azagaya.
Numerosos príncipes y jefes,
acompañados de sus secuaces, reuniéronse en la ciudad del Rey, junto al mar;
celebráronse fiestas en días sucesivos y eligiéronse de entre la multitud los
cuatro jóvenes que, a la vez, eran los más fuertes, los más valientes y los más
apuestos y gallardos.
Ardua empresa. Tres de los elegidos
resultaron ser hijos de famosos jefes, pero el cuarto carecía de nobleza de
armas y era un oscuro pastor.
Sin embargo, la princesa Lala, que
estaba en la choza de su padre, dio al humilde pastor sus preferencias y la
predilección de su corazón.
Para la lucha eligióse una llanura
arenosa que se extendía entre las montañas, y los cuatro campeones se alinearon
para lanzar la azagaya.
El primero de los competidores tiróla
bien, y la azagaya cayó verticalmente en un hormiguero, lejos, muy lejos.
La segunda azagaya quedó clavada,
temblorosa, en la corteza de un árbol, muchos pasos más allá del hormiguero.
La lanza del tercero atravesó el pecho
de un pájaro de la miel, verde y dorado, que revoloteaba por encima de un alto
aloe en flor, más lejos, mucho más lejos aún que el hormiguero y el árbol.
Pero el pastor, que era el cuarto de
los contendientes, tiró su azagaya con tal vigor e ímpetu, que voló, como un
rayo, hacia el cielo, hiriendo a un halcón que se cernía en busca de presa.
Grandes fueron las aclamaciones de los
concurrentes, que le proclamaron vencedor en la prueba.
Y dijo el Rey:
-Que repitan la prueba con lanzas que
yo les daré. ¡El arma del pastor debe estar embrujada!
Así, a la mañana siguiente, el
soberano mandó buscar nuevas lanzas de oro. Las mejores y más equilibradas
fueron entregadas a los príncipes; al pastor, empero, entregósele una lanza
tosca e infiel.
De nuevo tiraron y de nuevo la azagaya
del pastor sobrepasó a las de sus rivales los príncipes. La lanza de aquél voló
esta vez hasta las nubes y en su blancura perdióse.
Pero el Rey era injusto y dijo:
-¡No ganarás a la hermosa Lala hasta
encontrar la lanza; es indispensable que me la entregues y deposites a mis
pies! ¡Vete!
Y Zandilli, el pastor, partió en busca
del arma real.
Vagó, día tras día, por las montañas,
pues la lanza había desaparecido en las nubes que coronaban sus crestas.
Y llegó el cuarto día de búsqueda, y
mientras contemplaba las profun-didades de un charco, un
"pájaro-carnicero" cayó a sus plantas, llevando en sus garras una
ranita verde. Gritaba ésta pidiendo socorro, y Zandilli logró ahuyentar al pájaro
voraz. Y la Ranita
expresó su gratitud así:
-Siempre que estés en trance apurado y
creas que puedo serte útil, cierra tus ojos, recuerda con tu imaginación este
charco, y correré en tu auxilio.
Zandilli dio las gracias a la
bondadosa ranita, la que desapareció en la profundidad del agua.
Poco más adelante vio una mariposa
grande, negra y amarilla, prendida de una espina de chumbera. La liberó, y la Mariposa dijo:
-Dos manecitas morenas, las de una
niña de grandes ojos negros, me clavaron en esa espina. Ella fue muy cruel. Tú,
en cambio, eres bondadoso y te estoy agradecido. Siempre que estés en trance
apurado y difícil y creas que puedo serte útil, llámame y presto iré en tu
ayuda.
Luego, la hermosa Mariposa extendió
sus alas y se alejó, volando, para jugar con sus compañeras entre las orquídeas
carmesí.
Caía la noche del quinto día de sus
correrías y todavía no había encontrado la lanza perdida entre las nubes. Era
una calurosa noche de verano y la luna elevóse, cual bola de fuego carmesí, de
la niebla del Este.
Zandilli, rendido, estaba ansioso por
encontrar albergue para pasar la noche, y, a este fin, penetró en una estrecha
garganta por la cual corría un arroyuelo. La oscuridad más espantosa reinaba en
aquel barranco. Sus paredes eran muy altas, muy altas, y Zandilli cayó en
profundos escollos y tropezó contra resbaladizos peñascos.
Pero Zandilli no se descorazonó; sabía
cuán a menudo se hallan pequeñas cuevas en estos barrancos. Y dio, al fin, con
la cueva apetecida. La luna, ya libre de la niebla, había ascendido al más alto
cielo, y resplandecía iluminando la pared occidental del barranco.
Zandilli penetró audazmente en su
refugio; acostumbrado a las soledades de las altitudes, no conocía el miedo. La
luz de la luna no penetraba muy adentro en la cueva y él estaba demasiado
cansado para explorar la oscuridad, y echóse al suelo a descansar, con su lanza
al alcance de la mano.
Despertóse y, al despertar, encontró
la cueva sumida en oscuridad completa; una misteriosa y suave música arrullaba
sus oídos. Era música más dulce que la de la tórtola llamando a su macho; más
suave que el murmullo del viento entre las campanillas en flor. Sus notas
llenaron de emoción el corazón de Zandilli y avivaron en él deseos de conocer a
la privilegiada autora de tan divinos sones.
Levantóse y avanzó con paso silencioso
y con gran cautela, como el leopardo en acecho, hacia el lugar de donde venían
tan divinos acordes. Aumentaba el volumen de la música y, a medida que ganaba
terreno, se ensanchaba la cueva, haciéndose más amplias sus bóvedas, que
iluminaba una pálida luz.
Y Zandilli proseguía, siempre
adelante, y a cada paso era más sonoro el acorde y más brillante la luz, hasta
que sus ojos atónitos contemplaron lo que jamás mortal alguno había visto
antes.
Un lago de grandes proporciones y de
aguas de zafiro extendíase ante él.
El techo de la cueva resplandecía como
el sol, y gigantescas columnas refulgentes con el brillo de incontables
diamantes se levantaban de entre las aguas para perderse en la deslumbrante
gloria de la cúpula.
Del centro del lago partían las
gradas, talladas en oro, que conducían a un trono de Majestad; cada grada
emitía destellos de fuego verde, destellos de una única esmeralda bellamente
tallada.
El lago parecía no tener límites, pues
sus orillas se perdían en la oscuridad lejana.
De las sombras, de todas direcciones,
surgían, flotando, incontables lotos rosados, llevando, cada uno de ellos, una
preciosa hada hacia el Trono.
La divina música que Zandilli oyera
flotando en los aires, provenía de estas preciosas hadas que cantaban mientras
se peinaban sus largos cabellos dorados.
Jamás había visto Zandilli figuras tan
bellas como estas hadas.
Los lotos, donde iban las hadas,
flotaban por todas partes, al parecer guiados por algún poder invisible.
Cuando los lotos tocaron los peldaños
de oro, las hadas saltaron de sus pétalos rosados y sacudiendo sus cabellos de
oro como un manto sobre sus hombros, reuniéronse con las multitudes de hadas
tan bellas como ellas, que ya rodeaban el Trono.
Zandilli contemplaba esta maravilla
con ojos de asombro.
No podía distinguir a la Reina del trono, pues una
luz cegadora defendía como un velo la gloria de la Majestad.
Los botes -los lotos- vacíos flotaban
perezosamente sobre sus aguas, como el loto azul en el remanso del río.
Y cesó, de súbito, la música...
-¡Esta gente extraordinaria -díjose
Zandilli- ha notado mi presencia!
Hubo cuchicheos entre las multitudes
de hadas que hacían Corte de Honor ante el Trono.
Luego, un ancho sendero se abrió entre
las incontables hadas, y un Ser, vestido de gloria, descendió del Trono y se
acercó a la orilla del agua.
Una voz argentina tembló en los aires
y dijo:
-¡Oh, Mortal! A ti aguardábamos. Tú eres Zandilli, el pastor. Tu
búsqueda no nos es desconocida. Buscas una lanza real y aspiras a la mano de
una hermosa hija de rey. La luna ha florecido cinco veces desde que venciste a
los tres príncipes en tirar la lanza. Cuando la luna vuelva a brillar dos veces
más sobre la tierra y el mar, tu novia, a menos que la salves, se habrá casado
con otro. Con todo, no temas; tú eres valeroso, Zandilli, y la lanza real está
a tu alcance.
Las melodías argentinas cesaron y
Zandilli se postró humillado en tierra y así oró:
-¡Oh, gran Ser, cuya gloria es
semejante a la luz del Sol y cuya sabiduría es mayor que la de nuestros Magos,
ayuda a tu servidor para encontrar la lanza que Tú dices está a mi alcance!
Una canoa de oro, de extraña forma
salió disparada de los peldaños del trono y se detuvo a los pies de Zandilli.
Subió a ella sin miedo y, veloz como
la luz, fue llevado hacia las gradas del trono.
El deslumbrante Ser que lo presidía
dióle su mano cuando él saltaba de la canoa. Alzó él los ojos y vio la
presencia de una mujer más bella que la mañana. Incontables rayos de luz salían
de un ceñidor y peto de diamantes y de las flotantes ropas de tejido plateado
que la vestían, dejando tan sólo desnudos su garganta y sus brazos, blancos
como dos lirios. Sus cabellos de oro caíanle hasta los pies y ceñía su frente
una corona de flores de estrellas.
-¡Bienvenido seas al país de las Hadas
de la Luna !
-exclamó ella, y tomó la mano de Zandilli para conducirlo al Trono, junto a su
beldad.
La multitud que hacía Corte de Honor
inclinóse humildemente a su paso.
Entonces Zandilli habló:
-¡Oh, gran Reina! ¡Más blanca que las
nubes de viento, más bella que la aurora, di a tu servidor cómo puede servirte
mejor y recon-quistar la lanza!
Ella posó sus ojos, azules como el
lago, sobre él, y contestó:
-Ojalá pudiera decir: "tuya es
ahora", para llevártela; pero hay entre nosotros una muy antigua ley que
prohíbe hasta a la Reina
permitir dejar llevar de nuestro tesoro "lo que sea".
"Y a esta lanza real de oro, que
tú lanzaste en buena lid y con arte y fuerza sumas, y que, venturosamente, cayó
en la boca de esta gruta, le ha sido dado un lugar entre nuestros tesoros.
"Se profetizó, en tiempos
lejanos, que un Mortal vendría a nuestro reino en busca de su lanza, gloria y
alegría de su vivir. Y se fijaron, para cuando este Mortal llegara a nosotros,
dos trabajos a realizar por él. Si los realizaba, la lanza le sería
entregada...
"Tú, Zandilli, el pastor, eres
ese Mortal. ¿No buscas, por ventura, una lanza que ha de proporcionarte la más
bella de las esposas? Deliberaremos sobre los trabajos que se te impondrán.
Entretanto, mis doncellas te mostrarán las bellezas de nuestra mansión."
Pronunciadas estas palabras, levantóse
la Reina y
descendió a un bote -un loto que se la llevó rápidamente.
Tres de las más lindas hadas subieron
con Zandilli a la canoa de oro. Maravilla tras maravilla aparecía ante su
asombrada mirada. ¡Todo era gloria deslumbradora y luz!
Pero había una caverna oscura, cuyas
paredes carecían de lustre y eran negras como la noche.
Zandilli estaba impaciente por
reconquistar la lanza, especial-mente al recordar que la Reina habíale hablado de
otro que iba a casar con la princesa Lala antes de que la luna brillara por
segunda vez. Y suplicó le llevasen de nuevo ante la Reina , que había reaparecido
en el Trono.
Y así fue complacido.
Y la Reina le saludó y puso su mano blanca de lirio
sobre su bronceado brazo de pastor guerrero.
-Hemos decidido -dijo- tu primer
trabajo. Mis consejeros no lo han querido fácil de realizar. ¿Viste la cámara
negra, en la más profunda de las oscuridades? Es la única mancha de nuestra
mansión. Si tú puedes hacerla tan hermosa como todas las otras, la mitad de tu
trabajo habrá quedado ejecutado. Has de terminarlo antes de que salga la luna;
de lo contrario, morirás.
Zandilli fue llevado a la cámara negra
y allí le dejaron solo en la canoa de oro, con desesperación en su corazón,
pues no poseía ningún medio para embellecer aquellas horribles paredes.
-Pensó en el mar, en las crestas de
las olas coronadas por la blanca espuma que jamás volvería a ver; en la tímida
doncella que la fatalidad le arrebataba, privándola de ser su esposa. Pensó en
las flores, en los pájaros, en las mariposas... Y al pensar en ellos, recordó
la mariposa que él salvó, y se echó a reír.
¿Podría servirle de ayuda? Parecía no
haber esperanza. Zandilli suspiró y, rendido por el cansancio, se echó a
dormir...
Indescriptible fue su sorpresa al
encontrar las negras paredes trans-formados en un palacio de hadas, de gloriosas
alas y tiernas gemas verdes, claras, pálidas. Las mariposas y las luciérnagas
se habían extendido por todos los ámbitos, invadiéndole de luz y color.
Cuando la Reina y su séquito fueron a
comprobar el trabajo, no pudieron disimular su gran sorpresa y alegría ante el
prodigio realizado por el Mortal.
Y a coro exclamaron:
-¡Ha vencido! ¡Ha vencido!
Todo aquel día transcurrió en fiestas,
mientras la Reina ,
ausente, discutía con sus sabios consejeros el segundo trabajo que debía el
Mortal ejecutar.
Al declinar el día, la Reina habló así a Zandilli:
-Terminaste tu primer trabajo; lo
realizaste con éxito maravilloso y, en parte, tienes ganada tu lanza. Ahí está
colocada; sobre los peldaños de mi trono. ¡Mira! Éste es tu segundo trabajo:
los vestidos de mis doncellas están tejidos con alas de moscas. Nuestros husos
están ociosos, ya, que nuestros almacenes están sin provisiones. Se te encarga
el trabajo de llenar cien de nuestros botes de alas de moscas.
Dicho esto la Reina desapareció.
Zandilli se echó en el fondo de su
canoa y se abandonó a la desesperación. Este trabajo parecía ser mucho más
difícil que el anteriormente confiado: era un imposible.
Jamás vería el sol; jamás cazaría el
leopardo; jamás volvería a ver las cascadas de los ríos, ni los límpidos
estanques; jamás contemplaría los ojos negros de su Princesa...
Quedó dormido bajo la pesadilla de
estos tristes pensamientos.
Cada uno de ellos llegó cargado de
moscas, y pronto, muy pronto, llenaron los cien botes formados con cien lotos.
El croar despertó a Zandilli, quien
halló su trabajo ejecutado milagrosa-mente.
Y cuando la Reina y su séquito se
presentaron para comprobarlo, exclamaron:
-¡Ha vencido! ¡Ha vencido!
Entonces Zandilli ascendió por los
peldaños de oro para recibir su bien ganado premio.
Pero la Reina no quería dejarle
marchar. Le habría gustado retener para siempre a este maravilloso trabajador,
e intentó retenerle.
Pero Zandilli estaba impaciente y se
apartó de ella. Arrebató la lanza de oro y, saltando a la canoa, la utilizó
como remo hasta la orilla del lago, y saltó a tierra.
Pocas horas después rendía su lanza
ante el Rey, que no pudo negarle la mano de la bella princesa Lala, galardón de
su victoria.
009. Anónimo (africa)
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