Érase una vez un príncipe llamado
Sakaye Macina que viajaba por placer. Y he aquí que llegó a una ciudad en un
día de feria.
Al apearse de su caballo oyó a un
viejo que voceaba:
-¿Quién quiere, por una jornada de
trabajo, ganar cien monedas de oro?
Sakaye se acercó al anciano y le dijo:
-Yo estoy dispuesto a trabajar todo un
día por ese salario.
El viejo era un guinarú que
frecuentaba los mercados con el único propósito de engañar a algún forastero y
llevárselo a su choza para comérselo.
Respondió:
-Pues bien, Sakaye Macina. Deja tu
caballo aquí y ven conmigo hasta el pie de aquella alta montaña. Allí
encontrarás la faena que has de hacer.
Sakaye siguió, sin pronunciar palabra,
al guinarú, que había tomado el camino de la montaña indicado. Así que llegaron
a las estribaciones del monte altísimo, el guinarú dijo:
-Sube a la cúspide. Arriba hallarás a
tus compañeros ocupados ya en la labor.
-Pero, ¿por dónde puedo escalar la
cima? -preguntó Sakaye.
-No veo la posibilidad. ¡Si está
cortada casi a cuchillo!
-Yo te proporcionaré una montura que
te llevará a destino -respondió el viejo guinarú.
Palmoteo éste y al punto apareció una
tórtola gigantesca ensillada.
-Monta este corcel -ordenó el viejo.
Sakaye obedeció y el pájaro se elevó
hasta la cima de la alta montaña. Una vez allí, depositó a su jinete sobre una
enorme roca y desapareció.
Sakaye miró en derredor y vio una
choza amarilla. Esta choza era de oro puro.
Aproximóse y con asombro observó la
presencia de un anciano cuyos ojos eran tan grandes y amarillos como el sol de
mediodía.
Y divisó, cuando se dirigía hacia este
viejo, a lo lejos y por encima de él, el Universo entero, pues la montaña sobre
la cual se encontraba era la más alta de toda la tierra.
Muy cerca de este viejo de "los
ojos de sol" vio una gran cantidad de cráneos humanos esparcidos por el
suelo.
Preguntó al viejo de quién era la
choza de oro y quién había matado a los dueños de aquellos cráneos.
Preguntóle también por que razón un
hombre tan viejo como él se encontraba en un lugar tan espantoso, mayormente
cuando, según todas las apariencias, era el único ser que moraba en aquella
soledad altísima.
-Sakaye Macina -respondió el anciano-
yo soy el guardián de esta choza. Los que aquí habitan son yébem, devoradores
de hombres. ¡He aquí que tú estás en poder de ellos y no te escaparás! El padre
de ellos te ha encontrado en el mercado y te sedujo con la esperanza de poseer
el oro que te ofreció por un jornal. En consecuencia, espera aquí tu fin,
porque dentro de un instante caerás en sus manos, donde hallarás la muerte. Te
devorarán tan pronto el yébem que te ha encontrado esté de regreso. ¡Y no
tardará mucho!
-¿Tú también eres un devorador de
hombres? -preguntóle Sakaye.
-¿Yo? -exclamó el anciano- ¡No! Yo soy
un yébem, pero en ningún modo de los devoradores de hombres. Yo pertenezco a
otra raza diferente. Me obligan a permanecer aquí en virtud de un sortilegio
que me priva del uso de las piernas; a no ser por esto, hace mucho tiempo que
habría regresado al lado de los míos. Delante de la choza les sirvo de guardián
y me es imposible escapar.
-Muy bien, anciano. ¿Y dónde están en
este momento esos ogros propietarios de la choza de oro y dueños de tus
piernas?
-Están de caza y volverán al mismo
tiempo que su padre, a quien tú ya conoces.
-Entonces, ¿ahora no hay nadie en la
vivienda?
-Nadie, a excepción de unos yébem muy
jóvenes que se distraen jugando a las conchas.
-Entraré, pues, y me esconderé en
algún granero en espera de la noche para escapar.
-Te suplico que no hagas tal cosa
-gritó el viejo- Tú serías la causa de mi perdición, pues los yébem, a su
regreso, me matarían sin compasión al oler carne humana en su casa.
Sakaye, que sabía que el guinarú de
los "ojos de sol" no podía nada contra él, porque el sortilegio le
impedía el uso de las piernas, entró precipitada-mente, sin hacer caso de sus
advertencias y súplicas.
Al ver al intruso, los jóvenes yébem,
que estaban jugando y se habían quitado las alas para estar más desembarazados,
se asustaron y se metieron de un salto en un gran agujero que había en el
centro de la guarida. Pero tuvieron tiempo de recoger sus alas.
Tan sólo la hermana, una muchacha muy
jovencita, abandonó las suyas en la precipitación de la huida.
Cuando ella se encontró en medio de sus
hermanos, éstos le dijeron:
-Pequeña, has dejado tus alas a la
discreción del intruso. Anda por ellas, aunque ello te cueste la libertad.
Debes intentar recuperarlas, pues jamás se ha dado el caso de que una yébem
haya dejado sus alas en poder de un humano.
La joven yébem, a pesar de su espanto,
regresó a la choza y, dirigiéndose a Sakaye, le dijo:
-¡Humano, yo te suplico que me
devuelvas mis alas!
-Te las devolveré con una condición
-respondió el príncipe- Quiero que me lleves a mi pueblo.
-Te lo prometo -dijo ella.
Entonces Sakaye le devolvió las alas y
ella se las puso en lugar adecuado. Hecho esto, el príncipe montó sobre la
espalda de la joven yébem y voló tan alto, tan alto, que ya no podía distinguir
siquiera la tierra.
Ella lo depositó delante de la puerta
del palacio del rey y quiso, inmediatamente, regresar a la choza de la alta
cumbre, pero Sakaye la retuvo a la fuerza. Para lograrlo, le quitó las alas y
las escondió en los almacenes del rey.
Y acaeció luego, que la tomó por
esposa. Desposados, vivieron así algunos años, y la joven yébem dio a luz tres
hijos, todos derechos como un huso y lindos como flores.
A pesar de la alegría que ella sentía
de ser madre la yébem tenía el corazón apesadumbrado. Añoraba y sentía
nostalgia de la soledad de las altas cumbres.
Una noche, mientras su marido y sus
hijos dormían, se trans-formó en un ratoncillo y, por un diminuto agujero,
penetró en el almacén de su suegro el rey. Cogió las alas y se las ajustó a sus
hombros. Luego, volvió para buscar a sus hijos, los ocultó bajo sus alas y,
remontando el vuelo, se dirigió rauda hasta la montaña de sus amores.
009. Anónimo (africa)
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