Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 3 de junio de 2012

Jack, el ladrón astuto

Tres hijos tenía un pobre gran­jero, hace mucho tiempo, y un día los tres se fueron en busca de fortuna. Los dos mayores eran hombres sensatos y traba­jadores; por el contrario el más joven, Jack, nunca hizo nada de utilidad en casa. Le entusias­maba perder el tiempo ponien­do trampas para conejos, y ras­treando liebres en la nieve, e inventando toda suerte de trucos divertidos, para molestar a la gente pri­mero, y provocar su risa después.
Los tres se separaron en un cruce de caminos, y Jack tomó el más solitario. El día era lluvioso, y a la caída de la noche, cuando se encontraba muy mojado y fatigado, llegó a una casa solitaria algo apartada de la carretera.
"¿Qué quieres?", le espetó una anciana legañosa, que estaba sentada junto al fuego.
"Cena y una cama, sin duda", dijo él.
"No lo tendrás", contestó ella.
"¿Qué me lo va a impedir?" preguntó él.
"Los dueños de la casa", dijo ella, "seis hom­bres honrados que suelen estar fuera hasta las tres o las cuatro de la mañana, y que si te encuentran aquí te pelarán vivo por menos de nada".
"Bien, creo", dijo Jack, "que su más que nada' no podría ser mucho peor. Vamos, dame algo de ese armario para que coma, porque yo me quedo. Que te pelen no es peor a que te cojan muerto de frío en una cuneta, o debajo de un árbol, en una noche como ésta".
La anciana amedrentada le dio una buena cena; y cuando se disponía a marcharse a la cama, le dijo que como dejase que alguno de los seis hombres honra­dos le molestase cuando volvieran a casa, ella se lamentaría por ello. Cuando se despertó por la mañana, había seis truhanes del peor aspecto de pie alrededor de su cama. Se apoyó sobre el codo, y les miró con gran desprecio.
¿Quién eres tú?", dijo el jefe, "y, ¿cuál es tu oficio?"
"Mi nombre", contestó, "es Señor Ladrón, y mi oficio ahora es encontrar aprendices y operarios. Si supiera que no sois malos, quizá os daría algunas lecciones".
Palabra que se sintieron algo acobardados, y el cabecilla dijo, "bien, levántate, y, después de desayu­nar, veremos quién va a ser el amo y quiénes los jornaleros".
Justo acababan de desayunar, cuando vieron a un granjero que llevaba una magnífica cabra al mercado. "¿Alguno de vosotros", preguntó Jack, "es capaz de robar esa cabra antes de que salgan del bosque, y sin la menor violencia?"
"Yo no podría hacerlo", contestaron a coro.
"Yo soy vuestro maestro", dijo Jack, "y yo lo haré".
Salió de la casa, cruzó a través de los árboles hasta donde la carretera hacía una curva, y puso su abarca derecha en medio de ésta. Entonces, corrió hasta la curva siguiente, y dejo allí su abarca izquierda, y fue a ocultarse.
Cuando el granjero vio la primera abarca, dijo para sí, "eso valdría algo si tuviera su pareja, pero sola no vale nada".
Y siguió su camino hasta que llegó a la segun­da abarca.
"¡Qué tonto he sido", se quejó, "por no coger la otra! Volveré por ella".
Y entonces ató la cabra a un arbolito del seto, y volvió sobre sus pasos. Pero Jack, que estaba detrás de un árbol, ya la tenía en su pie, y, cuando el hombre dobló la curva, cogió la segunda, desató a la cabra y se la llevó a través del bosque.
¡Demonios! el pobre hombre no pudo encontrar la primera abarca, y, cuando regresó al otro lugar, no estaba tampoco la segunda, ni la cabra.
"¡Mil rayos!", decía, "¿qué voy a hacer, después de prometer a Johanna que le compraría un chal? Sim­plemente tengo que ir y llevar otra bestia al mercado sin que nadie lo sepa. Para qué queremos más si Joan se entera de que he hecho el ridículo de esta manera".
Los ladrones estaban admiradísimos de la hazaña de Jack, y querían que les dijera cómo había hecho con el granjero, pero él no se lo contó.
Al cabo de un rato, vieron de nuevo al pobre hom­bre pasar llevando un soberbio carnero por el mis­mo camino.
"¿Quién se atreve a robar ese carnero", preguntó Jack, "antes de que salga del bosque, y sin usar rudeza alguna?".
"Yo no podría", dijo uno; "yo no podría", con­testó otro.
"Yo lo intentaré", aseguró Jack. "Dadme una buena cuerda."
El pobre granjero marchaba camino adelante, cuando vio a un hombre colgando de la rama de un árbol. "¡El Señor nos salve!", exclamó, "ese cadáver no estaba ahí hace una hora". Siguió cami-nando cosa de medio cuarto de milla, y encontró otro cadáver colgando sobre la carretera. "Dios nos libre de todo mal", gritó, "¿estaré en mi sano juicio?" Había otra curva como a la misma distancia, y justo detrás de ella colgaba un tercer cadáver. "¡Dios mío!", sollozó; "debo estar transtornado. ¿Qué puede haber hecho colgar a tres hombres tan cerca el uno del otro? No entiendo nada. Volveré a ver si los otros todavía están ahí".
Y ató el carnero a un arbolito, y volvió sobre sus pasos. Pero en cuanto hubo doblado la curva, el cadá­ver descendió y desató al carnero, y, a través del bos­que lo llevó a la casa de los ladrones. Podéis ima­ginaros cómo se sintió el pobre granjero cuando ni al ir ni al volver encontró vivo ni muerto alguno, ni tam­poco su carnero, ni la cuerda que lo ataba.
"¡Oh, día desafortunado!" "¿Qué va a decirme Joan ahora? ¡La mañana, la cabra y el carnero perdi­dos! Debo vender algo con lo que obtenga el precio del chal. Bien, el novillo gordo está en el prado cerca de aquí. Ella no me verá cogerlo."
¡Menuda fue la sorpresa de los ladrones cuando Jack apareció en el corral con el carnero! "Si haces otro truco como éste", dijo el capitán, "tendré que pasarte el mando a ti".
Pronto vieron al granjero pasar otra vez, llevando al novillo cebado en esta ocasión.
"¿Quién va a traer ese novillo aquí", dijo Jack, "y sin echar mano de la violencia?"
"Yo no podría", exclamó uno; "yo no podría", agregó otro.
"Yo lo intentaré", afirmó Jack, y allá fue de nuevo, internándose en el bosque.
El granjero estaba más o menos en el lugar donde había visto la primera abarca, cuando oyó el balido de una cabra a su derecha dentro del bosque.
Aguzó sus oídos, y entonces oyó balar a una oveja.
"iRepámpanos!", murmuró, "a lo mejor son las que he perdido". De nuevo volvióse a oír balidos y berridos. "Ahí están; tan seguro como un rifle", dijo. Ató su novillo a un arbolito que crecía en el seto, y se adentró en el bosque. Cuando estaba cerca del lugar de donde provenían los ruidos, los oyó delante de él, y comenzó a seguirlos. Al fin, cuando hubo recorrido una media milla desde el lugar donde había atado a la bestia, los sonidos se detuvieron completamente. Después de buscar y buscar hasta que se cansó, volvió por su novillo; pero ni la sombra de él quedaba allí, ni en ningún otro sitio por donde buscó.
Esta vez, cuando los ladrones vieron a Jack y a su presa entrar en el corral, no pudieron por menos de gritar, "iJack debe ser nuestro jefe!". Y durante el resto del día todo fue festejo y bebida en la mayor camaradería. Antes de irse a la cama, enseñaron aJack la cueva donde escondían su dinero y todos sus disfra­ces, y le juraron obediencia.
Una mañana, mientras estaban desayunando, una semana más tarde, le dijeron a Jack, "¿querrás cuidar hoy de la casa por nosotros, mientras estemos en la feria de Mochurry? Hace tanto tiempo que no echa­mos una cana al aire..., tú podrás tomar tu turno cuando quieras".
"No se hable más", contestó Jack, y se fueron. Después, preguntó Jack a la vieja ama de llaves, "¿te regalan algo alguna vez estos tipos?"
"¡Ah, jamás cayó esa breva!, pues no, en ver­dad, ni ocurrírseles."
"Bien, ven conmigo, y yo haré de ti una mujer rica."
Y la llevó a la cueva del tesoro; y mientras ella se perdía en éxtasis, examinando los montones de oro y plata, Jack llenó los bolsillos a más no poder; luego llenó una pequeña bolsa, y se fue, encerrando con llave a la vieja bruja, y dejando la llave en la cerradura. Después se vistió con ricas ropas, cogió la cabra, el carnero y el novillo, y los condujo, delante de él, a la casa del granjero.
Joan y su marido estaban en la puerta; y cuando vieron los animales, se cogieron las manos y rie­ron de alegría.
"¿Sabéis a quién pertenecen estas bestias, ve­cinos?"
"¡No lo vamos a saber! son muestras."
"Las encontré vagando por el bosque. ¿Es vuestra esa bolsa con diez guineas que cuelga del cuello de la cabra?"
"Pues no, palabra."
"Bueno, podéis quedárosla también como un regalo de la Provi-dencia; yo no la quiero."
"iQue el cielo os acompañe en vuestro camino, buen caballero!"
Jack siguió su viaje hasta que llegó a la casa de su padre, a la caída de la noche. Entró. "¡Dios salve a todo el mundo!"
"¡Dios os salve, señor!"
"¿Podrías darme alojamiento aquí por una no­che?"
"Oh, señor, nuestra casa no es apropiada para los gustos de un caballero como vos.
"Oh, pero, ¡caray! ¿ya no conoces a tu propio hijo?"
Todos abrieron bien los ojos, y casi se pegan, al reconocerle, por ver quién le abrazaba primero.
"Pero, Jack, hijo, ¿de dónde has sacado esas ropas tan finas?"
"Oh, pregúntame mejor de dónde he sacado todo este dinero", dijo él, vaciando sus bolsillos sobre la mesa.
Todos se asustaron al principio, pero cuando él les contó sus aventuras, se tranquilizaron y se fueron a la cama rebosantes de alegría.
"Padre", dijo Jack, a la mañana siguiente, "ve al patrón y dile que me gustaría casarme con su hi­ja”.
"iOh! no, pues tengo miedo de que me eche los perros detrás. Si me pregunta cómo has conseguido tu dinero, ¿qué le voy a decir?"
"Dile que soy maestro ladrón, y que no hay quien me iguale en los tres reinos; que valgo mil libras, y todas robadas a los más grandes canallas que hay en vida. Háblale cuando la señorita esté delante."
"Es un extraño mensaje el que me mandas llevar: me temo que la cosa no va a acabar bien."
El anciano estaba de vuelta a las dos horas.
"Bien, ¿qué noticias traes?"
"No muy buenas. La señorita no parecía nada dis­puesta: supongo que no es la primera vez que le has hablado; y el hacendado se ha reído, y ha dicho que tendrías que robar el ganso del asador de su cocina el próximo domingo, y que entonces ya vería."
"¡Oh! eso no será difícil, de todos modos."
Al domingo siguiente, el hacendado y toda su gente se encontra-ban reunidos en su cocina, y el ganso daba vueltas sobre el fuego. La puerta se abrió, y un viejo mendigo harapiento, con un gran morral a la espalda, asomó la cabeza tímidamente.
"¿Tendrá la señora algo para mí, cuando haya ter­minado la comida, señor?"
"Pues claro. En este momento me temo que no tenemos ni sitio para ti aquí; pero, siéntate un rato ahí, bajo el porche."
"¡Dios bendiga a vuestra familia, y a vos!"
Al poco alguien que estaba sentado cerca de la ventana gritó, "¡oh, señor! hay una enorme liebre corriendo como un demonio alrededor del patio. ¿Salimos y la atravesamos?"
"¡Atravesar a una liebre! cómo te iba a dejar hacerlo; siéntate donde estás."
La liebre se escapó, escabulléndose por el jardín; pero Jack, vestido con ropas de mendigo, dejó salir otra del morral.
"Oh, señor, ahí está otra vez merodeando. No puede escapar: démosle caza. La puerta de entrada está cerrada con llave desde dentro, y el Sr. Jack no podrá entrar."
"Estate quieto, te digo."
A los pocos minutos, volvió a gritar que la liebre todavía estaba allí, pero era la tercera que Jack aca­baba de dejar en libertad. Bien; aquí ya no pudieron resistir por más tiempo la tentación, y allá se lanzó todo hijo de madre, y el hacendado tras ellos, en su persecución.
"¿Queréis Queréis que dé vueltas al asador, señor, mien­tras van tras la liebrecilla?", preguntó el mendigo.
"Hazlo, y, por tu vida, no dejes que nadie entre."
"Palabra que no lo haré, descuidad de ello."
La tercera liebre consiguió escaparse tras las otras, y, cuando todos volvieron de la caza, no halla­ron ni al mendigo ni al ganso en la cocina.
"Maldito seas, Jack", exclamó el patrón, "me has vencido esta vez".
Y así cuando estaban pensando en hacer otra comida, vino un mensajero de parte del padre de Jack para invitarles a que cruzaran los campos, y compar­tiesen con ellos lo que la Providencia les había enviado. Y como aquella familia carecía de orgullo malsano, allá fueron, y comieron pavo asado, y buey asado, y su propio ganso asado; y el hacendado estuvo riéndose del truco hasta casi reventar el chaleco, y las finas ropas y buenas maneras de Jack no disminuye­ron en absoluto el interés que la joven ya sentía por él.
Mientras tomaban el ponche en torno a la vieja mesa de roble en el limpio y agradable cuarto de estar de suelo de tierra, habló el hacendado, "no puedes estar seguro de mi hija, Jack, hasta que robes mis seis caballos delante de los seis hombres que habrá, mañana por la noche, vigilándolos en el establo".
"Haré más que eso", agregó Jack, "por un mirada agradable de la señorita"; y las mejillas de la joven se pusieron más rojas que el fuego.
El lunes por la noche los seis caballos estaban en su establo, y un hombre encima de cada uno, y un buen vaso de whisky bajo la camisa de cada hombre, y la puerta abierta de par en par para Jack. Durante bas­tante tiempo estuvieron muy alegres, y bromeaban y cantaban, y se apenaban del pobre muchacho. Pero las horas iban pasando una tras otra, y el efecto del whisky perdía su fuerza, y comenzaron a temblar y a desear que llegase ya la mañana.
Una vieja bruja andrajosa con media docena de bolsas colgando de ella y barba de media pulgada de larga, apareció en la puerta.
"Ah, cristianos de buen corazón", suplicó, "¿me dejáis entrar y descansar sobre un montón de paja en algún ricón?; la vida se me va a helar dentro del cuerpo, si no me dais cobijo."
Ellos como no vieron ningún daño en ello, la per­mitieron pasar y ella se puso tan cómoda como pudo; en seguida la vieron sacar una gran botella negra y tomar un largo trago. La anciana tosió y se relamió sonoramente, pareció sentirse un poco más animada, mientras los hombres no podían quitarle la vista de encima.
"Buenos mozos", dijo ella "os ofrecería unas gotas de esto, pero no sé si vais a pensar que me tomo demasiadas libertades".
"Oh, déjate de formalidades", cortó uno, "lo aceptamos, muchas gracias".
Entonces les dio la botella, y ellos la pasaron de uno a otro, y el último tuvo el detalle de dejar medio vaso en el fondo para la anciana. Todos le dieron las gracias, y le dijeron que era lo mejor que sus lenguas habían probado nunca.
"En verdad, hijos", aseguró ella, "soy yo quien está contenta de poder mostraros cómo os agradezco vuestra amabilidad al darme cobijo; aún tengo otro botellón, y, si queréis, podéis pasároslo también mientras yo me acabo lo que este hombre tan amable me ha dejado".
Bien; lo que habían bebido de la otra botella sólo había excitado su deseo de beber más, y, mientras el último de ellos llegaba al fondo de la segunda botella, el primero dormía como un piedra sobre la silla, por­que esta otra botella tenía una poción para dormir mezclada con el whisky. La bruja bajó a cada uno de los hombres y los dejó en el pesebre, o debajo de él, todos bien cómodos y calentitos; calzó con recios cal­cetines las patas de todos los caballos, y, sin hacer el menor ruido, los condujo hasta la cuadra de la casa de su padre.
Lo primero que el hacendado vio a la mañana siguiente fue a Jack cabalgando camino arriba, y cinco caballos más trotando detrás del que él mon­taba.
"¡Condenado seas, Jack!", chilló, "iy condenados sean los patanes que se dejaron engañar por ti!".
Fue al establo, y los pobres tipos se sintieron no poco abochor-nados, ¡cuando al cabo de mucho tiempo pudieron ser despertados en serio!
"Después de todo", se justificó el hacendado, cuando estaban sentados para el desayuno, "no ha sido tan gran hazaña engañar a semejantes bobos. Hoy estaré cabalgando por la pradera de una a tres, y si eres capaz de quitarme la bestia que montaré, habré de renocer que mereces ser mi yerno".
"Haría más que eso", dijo Jack, "por honor, aun­que el amor no entrase para nada en el asunto", y la muchacha ocultó su rostro tras su plato.
Pues señor, ocurrió que, según lo dicho, el hacen­dado estuvo cabalgando de un lado para otro y de aquí para allá, hasta que se cansó, pero Jack no dio señal alguna. Al fin, empezaba a pensar en volver a casa, cuando vio a uno de sus criados correr hacia él desde la casa como si estuviera loco.
"iOh, señor, señor", gritó, en cuanto pudo ser oído, "volad a casa, si queréis ver a la pobre señora viva! Yo corro a buscar al cirujano. Ha rodado dos tra­mos de escaleras abajo, y su cuello, o sus caderas, o sus dos brazos, se han roto, y no habla nada; dad gra­cias, si todavía la encontráis respirando. Volad a casa, tan rápido como podáis hacer correr a la bestia".
"Pero, ¿no sería mejor que cogieras tú el caballo? ¡Hay una milla y media hasta el cirujano!"
"Oh, como deseéis, señor. ¡Ay, qué desgracia! ¡nuestra querida señora; vivir para ver el día! ¡y su pobrecito cuerpo desfigurado como está!"
"¡Vamos, deja de gritar, y vé como el rayo! Oh, querida mía, querida mía, ¿no es esto una dura prueba?"
Salió disparado hacia casa como una furia, y se extrañó de no ver ajetreo alguno fuera de la casa; y cuando entró en el vestíbulo, y de ahí al salón, su mujer y su hija, que estaban cosiendo, lanzaron un grito de sobresalto al verle entrar tan desbocado, y con una mirada tan salvaje en su rostro.
"¡Oh, querida mía!", dijo, cuando pudo hablar, "¿Qué es lo que pasa? ¿Estás herida? ¿No te has caído por las escaleras? ¿Qué ha sucedido entonces? ¡Dime!"
"¿Por qué? No ha pasado nada en absoluto, gra­cias a Dios, desde que te fuiste a caballo. Por cierto ¿dónde lo has dejado?"
Sería difícil describir el estado en que se encontró por espacio de un cuarto de hora o así, entre la alegría de ver que nada había suce-dido a su esposa y la cólera hacia Jack, y no menos por la vergüenza de haber sido engañado. Entonces vio cómo la bestia subía por el camino, y un mocito montado a su silla con los pies en los estribos. El criado no apareció durante una semana; pues poco se preocupó de nada con las diez guineas de Jack en su bolsillo.
Jack no asomó la nariz hasta la mañana siguiente, y no tuvo muy buena recepción.
"Fue una jugada sucia la que me hiciste", le recri­minó el hacen-dado. "Nunca te perdonaré el susto que me diste. Pero estoy tan contento, sin embargo, que te dejaré hacer otra prueba. Si eres capaz de lle­varte la sábana de debajo de mi mujer y de mí esta noche, la boda puede llevarse a cabo mañana mismo."
"Lo intentaremos", dijo Jack, "pero si seguís rete­niendo a mi novia por más tiempo, os la robaré aun­que esté guardada por dragones de fuego".
Aquella noche, cuando el hacendado y su mujer estaban en la cama y la luna brillaba a través de la ven­tana, vieron una cabeza emergiendo por el marco para fisgar, y desapareciendo otra vez.
"Ese es Jack", musitó el hacendado; "le voy a asus­tar un poco", añadió, apuntando con una escopeta a la parte baja de la ventana.
"¡Oh, señor! querido", terció la esposa, "espero que no irás a disparar a ese bravo muchacho".
"Claro que no; no lo haría ni por un reino; no hay más que polvo en ella."
La cabeza subió, la escopeta se disparó, el cuerpo cayó desplomado, y se oyó un fuerte batacazo en el camino de grava.
"¡Oh, señor!", se lamentó la señora, "el pobre Jack está muerto o impedido de por vida".
"Espero que no", dijo el hacendado, y corrió esca­leras abajo. Sin pre-ocuparse de cerrar la puerta, abrió la verjilla y salió al jardín.
La mujer oyó la voz de su marido a la puerta de la habitación, antes de que tuviese tiempo de estar debajo de la ventana y volver, o al menos así lo pensó.
"iEsposa, esposa", gritó la voz desde la puerta, "la sábana, la sábana! No está muerto, creo, pero está sangrando como un cerdo. Debo tratar de limpiarlo como pueda, y conseguir a alguien para llevarlo conmigo".
Ella sacó de un tirón la sábana de la cama, y se la echó. Como un relámpago fue éste escaleras abajo, y, apenas había tenido tiempo de llegar al jardín, cuando ya estaba de vuelta, con su camisón, como había salido.
"¡Así te cuelguen, Jack", voceó, "canalla re­matado!"
"¿Canalla rematado?" preguntó ella, "¿acaso no está el pobre hombre todo cortado y magullado?"
"Poco me importaría que lo estuviese. ¿ Qué crees que era lo que estaba asomando y escondiendo la cabeza por la ventana, y cayó tan pesadamente al caminillo? Las ropas de un hombre rellenas de paja y un par de piedras."
"¿Y para qué querías la sábana hace un momento, que me dijiste que era para limpiar su sangre, si sólo era un muñeco de paja?"
"¡Sábana!, ¡mujer, yo no quería ninguna sá­bana!"
"Bien, la quisieras o no, yo te la arrojé cuando estabas ahí junto a la puerta."
"¡Oh, Jack, Jack, maldito tunante!" sollozó el hacendado, "es inútil luchar contigo. Pasaremos sin la sábana esta noche y mañana ten-dremos boda, para salir de una vez por todas de tantos problemas".
Así que se casaron, y Jack resultó ser un buen marido. Y el hacendado y su señora no se cansaron nunca de ensalzar a su yerno: "Jack, el Astuto Ladrón."

024 Anónimo (celta)

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