Powel, príncipe de Dyfed, era señor de los
siete distritos de Dyfed.
Una vez, Powel estaba en Narberth, su palacio
principal, donde había sido preparada una fiesta para él; y con él, había una
gran hueste de hombres. Después de la primera comida, Powel se levantó a
pasear, y caminó hasta la cima de un promontorio que se elevaba sobre el
palacio, y que se llamaba Gorseth Arberth.
"Señor", le dijo un cortesano,
"hay una peculiar leyenda sobre ese promon-torio, que dice que quienquiera
que en él se siente no podrá de él levantarse sin, o bien recibir heridas o
golpes, o bien ver una maravilla".
"No hay miedo de recibir heridas o golpes
en medio de una hueste como ésta; pero, en cuanto a la maravilla, con mucho gusto
la vería. Por tanto, voy a sentarme en el promontorio."
Y allí se sentó. Y, mientras estaba sentado,
vio a una dama, sobre un enorme caballo tan blanco como la nieve, y con un
vestido de oro tan brillante como el sol, acercándose por la carretera que conducía
hasta aquellos lugares. El caballo, que se movía a paso lento y regular,
parecía dirigirse decidido hacia el promontorio.
"¡Ah! de mis hombres", gritó Powel,
"¿hay alguien entre vosotros que conozca a aquella dama?"
"Me temo que no, señor", dijeron
ellos, tras unos instantes de silencio.
"Id uno de vosotros hasta ella, para que
podamos saber quién es."
Y uno de ellos se levantó; y cuando estaba
alcanzando la carretera para salir a su encuentro, la dama pasó de largo, y él
la siguió tan rápidamente como pudo, pues iba a pie; y cuanto más rápido
avanzaba, más lejos estaba ella de él. Y cuando vio que no servía de nada
seguirla, regresó con Powel, y le dijo, "Señor, sería inútil para
cualquiera en este mundo tratar de seguirla a pie".
"Muy bien", dijo Powel, "vuelve
a palacio, monta el caballo más veloz y ve tras ella".
Y tomó un caballo y allá fue. Y llegó a una
llanura rasa y abierta, e hincó espuelas a su caballo; y cuanto más lo
apremiaba, más lejos se encontraba ella de él, por más que pareciera mantener
siempre el mismo paso que al principio. Y su caballo comenzó a desfallecer; y
cuando ya le fallaban las patas, regresó al lugar donde estaba Powel.
"Señor", dijo, "sería ocioso
para cualquiera seguir a aquella dama. No conozco un caballo en estos reinos
tan rápido como éste, y aún así ha sido en vano la persecución".
"En verdad", dijo Powel, "somos
víctimas de alguna ilusión aquí... Vayamos hacia el palacio". Y hasta el
palacio fueron, y allí pasaron el resto del día. Al día siguiente se
levantaron, y de un modo u otro lo pasaron hasta que llegó la hora de comer.
Después de la primera comida, dijo Powel: "Bien, iremos, el mismo grupo
que ayer, a la cima del promontorio. Tú", refiriéndose a uno de sus
hombres jóvenes, "ve y coje el caballo más rápido a campo abierto que
conozcas”.
Y así lo hizo el joven. Después fueron hasta
el promontorio, llevando el caballo con ellos. Y mientras estaban allí
sentados, divisa-ron a la dama, sobre el mismo caballo y con la misma
indumentaria que el día antesior, avanzar a lo largo de la misma carretera.
"Mirad", dijo Powel, "he aquí
la dama de ayer. Prepárate joven, para enterarte de quién es".
"Mi señor", dijo el jinete, "lo
haré con gran placer".
En seguida la dama llegó a su altura y el
joven montó su caballo; y, antes de que pudiera acomodarse en su silla, ella
pasó de largo, dejando, en un instante, un gran espacio entre los dos. Pero su
velocidad no era mayor de lo que había sido el día anterior. Entonces hizo a su
caballo marchar al paso, y pensó que, no obstante la lentitud con la que
marchaba su caballo, pronto la alcanzaría. Pero no lo logró: así que dio rienda
suelta a su caballo. Pero tampoco así se acercaba a ella más que cuando
marchaba al paso. Cuanto más apremiaba a su caballo, más lejos estaba ella de él,
aún cuando ella no cabalgaba más rápido que antes. Cuando comprendió que no
servía de nada seguirla, volvió al lugar donde estaba Powel.
"Señor", le dijo, "el caballo
no puede hacer más de lo que ya habéis visto".
"Ya veo, ciertamente, que no sirve de nada
que nadie trate de seguirla. Y por los cielos", agregó, "debe estar
tratando de dar algún encargo a alguien de esta llanura, si su prisa le
permitiese declararlo. Volvamos al palacio". Y al palacio fueron; y allí
pasaron la noche cantando y festejando.
El día siguiente discurrió en diversiones
hasta que llegó la hora del llantar. Y cuando ésta terminó, Powel repitió:
"¿Dónde está la hueste que ayer y el día anterior me acompañó a la cima
del promontorio?"
"Aquí estamos señor", contestaron.
"Vayamos a sentarnos a la colina",
ordenó él. "Y tú", le dijo al paje que atendía su cabalgadura,
"ensilla bien mi caballo, llévalo a la carretera, y trae también mis
espuelas".
Y así lo hizo el joven, y ellos fueron a
sentarse sobre el promon-torio. Y al poco tiempo, vieron a la dama venir por la
misma carre-tera, de la misma manera y al mismo paso.
"Joven", gritó Powel, "veo
venir a la dama; dame mi caballo". Y apenas lo había montado, cuando ella
le sobrepasó. Y él giró, y la siguió. Y dejó que su caballo saltara juguetonamente,
y pensó que al segundo o tercer paso la alcanzaría. Pero no logró aproximarse
más que al principio. Entonces puso al caballo a su máxima velocidad, pero todo
para comprobar la inutilidad de todo intento de seguirla. Entonces exclamó
Powel, "oh, doncella, en nombre de aquél a quien más quieras,
espérame".
"Esperaré con placer", contestó
ella, "y habría sido mejor para tu caballo si me lo hubieses pedido mucho
antes". Y la doncella se detuvo, dejó suelta la parte del tocado que
cubría su rostro, fijó sus ojos en él y comenzó a hablarle.
"Señora", preguntó él, "¿de
dónde vienes, y a dónde te diriges?"
"Viajo con una misión propia", dijo
ella. Entonces él sintió que la belleza de todas las doncellas, y de todas las
damas que él había visto, no era nada comparada con la suya.
"Señora", le preguntó,
"¿quieres contarme cuál es tu propósito?"
"Te lo diré", replicó ella. "Mi
principal misión era buscarte."
"Vaya", dijo Powel, "ésa es
para mí la más agradable misión que podía haberte traído. Y, ¿quieres decirme
quién eres?
"Te lo diré, señor. Yo soy Rhiannon, la
hija de Heveyth Hên, y se proponían darme un marido en contra de mi voluntad.
Pero yo no quiero tomar ningún marido; porque te amo a ti, y no me casaré con
nadie, a menos que tú me rechaces. Y he venido hasta aquí para escuchar tu
respuesta."
"Por los Cielos", dijo Powel,
"escucha, ésta es mi respuesta: si hubiera de escoger entre todas las
doncellas y damas del mundo, sin duda te escogería a ti"
"Si eso es lo que sientes", agregó
ella, "envía una petición para verme, antes de que me entreguen a
otro".
"Cuanto más pronto lo haga, más feliz me
sentiré", dijo Powel, "y dondequiera que digas, allí iré yo a
buscarte".
"Deseo que vengas a verme, en este día
dentro de doce meses, al palacio de Heveyth. Mandaré que sea preparado un
banquete, que esté listo para cuando tú vengas."
"Con gran alegría mantendré nuestra
cita", aseguró él.
"Señor", dijo ella, "deseo que
conserves tu salud y seas fiel a tu promesa. Ahora debo partir".
Y se separaron, y él regresó a donde estaban
sus huéspedes y su séquito. Y, a cada pregunta que los otros le hacían acerca
de la dama, él trataba de desviar el diálogo hacia otros temas.
Y cuando hubo pasado un año, reunió a cien
caballeros bien equipados y, acompañado de ellos, se dirigió al palacio de
Heveyth Hén. Y cuando llegó al palacio, se recibió su venida con un gran
regocijo por la gran multitud que se consagró para recibirle, y se hicieron
grandes preparativos. Y la corte entera se puso a sus órdenes.
El gran salón del palacio había sido
maravillosamente adornado, y a él fueron todos a comer, y se sentaron de esta
manera: Heveyth Hên a un lado de Powel, y Rhiannon al otro; y los demás cada
cual de acuerdo a su rango. Y comieron, y festejaron, y conversaron los unos
con los otros. Mas al principio de la fiesta, después del banquete, entró un
joven alto, de pelo castaño rojizo y porte real, vestido con ropas de satén.
Cuando estuvo dentro del salón, saludó a Powel y sus compañeros.
"El saludo del cielo sea contigo",
dijo Powel. "Ven y siéntate con nosotros."
"No", replicó el desconocido,
"soy un demandante; y me limitaré a cumplir mi misión".
"Adelante pues, hazlo", dijo Powel.
"Señor", explicó el joven, "mi
misión va dirigida a ti; pues es para suplicarte un favor para lo que he venido".
"Cualquiera que sea ese favor, siempre
que esté dentro de mi capacidad, te lo concederé."
"Ah", comentó Rhiannon, "¿cómo
se te ha ocurrido dar esa respuesta?"
"¿No la ha dado acaso en presencia de
todos estos nobles?", preguntó el joven.
"Bien", dijo Powel, "¿cuál es
el favor que quieres pedir?"
"La dama que yo amo va ser tu novia esta
noche; vengo a pedírtela, junto con la fiesta y el banquete que se dan en este
lugar", replicó el joven desconocido.
Powel se quedó mudo, ante la respuesta que el
joven le había dado.
"Permanece en silencio tanto como
desees", dijo Rhiannon. "Nunca un hombre hizo peor uso de su
inteligencia que tú ahora."
"Señora", se excusó él, "yo no
sabía quién era".
"Pues ya ves; éste es el hombre a quien
iban a entregarme en contra de mi voluntad", dijo ella. "Es Gwawl, el
hijo de Clud, un hombre de gran poder y riquezas; y, puesto que le has dado la
palabra, otórgame a él, para que la vergüenza no caiga sobre ti."
"Señora", protestó, "no
comprendo tu respuesta. Jamás podría hacer lo que dices".
"Otórgame a él", repitió ella,
"y yo me las arreglaré para no ser nunca suya".
"¿De qué medios te vas a valer?",
preguntó Powel.
"En tu mano voy a poner esta pequeña
bolsa", dijo ella, y continuó, "cuidate de guardarla bien, y él te
pedirá el banquete y la fiesta, y los preparativos, que no están en tu poder.
Daré la fiesta a mis huéspedes y a mi séquito. Tal será tu respuesta respecto a
esto. Y, en lo que a mí se refiere, me comprometeré a ser su novia en tal noche
como ésta dentro de doce meses. Pero al final del año tú estarás aquí, y
traerás esta bolsa contigo. Dejarás a tus cien caballe-ros en aquel huerto, y
cuando él se encuentre en medio de la diversión y el festejo, entrarás tú solo,
vestido con ropas rasgadas, y llevando la bolsa en tu mano, y no pedirás nada
más que tu bolsa se llene de comida; y yo haré que, aunque toda la carne y
licor que hay en estos siete países sean metidos en ella, no esté ni un gramo
más llena que antes. Después de haber metido en ella una gran cantidad de alimento,
él te preguntará sin duda, si tu bolsa se llenará alguna vez. Entonces tú dirás
que nunca lo hará, hasta que un hombre de noble cuna y gran fortuna se levante
y presione la comida dentro de la bolsa con sus dos pies, repitiendo, `ya se ha
metido bastante'. "Y yo le haré ir y pisar la comida hacia el fondo de la
bolsa, y, cuando lo esté haciendo, tú volverás la bolsa, de manera que él quede
cabeza abajo, y pasarás un nudo alrededor de la boca de la bolsa. Llevarás
también un cuerno de viento colgado del cuello, y, tan pronto como le hayas
atado dentro de la bolsa, lo harás sonar, y eso será una señal entre tú y tus
caballeros. Y cuando ellos oigan el toque de cuerno, descenderán sobre el
palacio."
"Señor", interrumpió Gwawl, "es
justo que obtenga una respuesta a mi petición".
"Cuanto esté en mi poder de lo que me has
pedido, te lo daré", respondió Powel.
"Noble caballero", dijo Rhiannon,
"en cuanto a la fiesta y el banquete que aquí se dan, han sido preparados
para los hombres de Dyfed, y la corte, y los guerreros que están con nosotros.
Y no puedo consentir que éstos sean dados a ningún otro. Dentro de un año, a
partir de esta noche, será preparado un banquete para ti en este palacio, para
que yo pueda convertirme en tu novia".
Y así Gwawl regresó a sus posesiones, y Powel
también volvió a Dyfed. Y pasó otro año, y llegó el día señalado para la fiesta
en el palacio de Heveyth Hèn. Entonces, Gwawl, el hijo de Clud, partió en
dirección a la fiesta que se habría preparado para él, y, cuando llegó al palacio,
fue recibido con júbilo. También Powel, jefe de Annuvyn, llegó al huerto
cercano al palacio con sus cien caballeros, tal como le había ordenado
Rhiannon, llevando la bolsa consigo. Iba vestido con ropas bastas y rotas, y
llevaba en sus pies unas enormes sandalias toscas y viejas. Y cuando supo que
la fiesta que seguía al banquete había comenzado, se encaminó hacia el gran
salón, y, una vez allí, saludó a Gwawl, el hijo de Clud, y a toda la compañía,
hombres y mujeres.
¡Que el cielo te dé prosperidad!", le
saludó Gwawl, "iy te mande su saludo!"
"Señor", dijo Powel, "¡que el
cielo te recompense! Quisiera a pedirte un favor".
"Sea bienvenida tu petición y, si lo que
pides es justo, lo tendrás de todo corazón."
"Es algo justo", contestó él.
"No padezco sino de necesidad; y el favor que solicito es que esta pequeña
bolsa que ves, me sea llenada de carne."
"Petición razonable es", dijo Gwawl
"y con gran placer se te dará. Traedle comida".
Gran número de sirvientes acudieron, y
comenzaron a llenar la bolsa; pero, por más que metían y metían en ella, nunca
estaba más llena que al principio.
"Por mi alma", exclamó Gwawl,
"¿llegará esa bolsa a llenarse alguna vez?"
"No se llenará, declaro al Cielo",
dijo él, "por más que metáis en ella, hasta que uno que posea tierras y
dominios, y un gran tesoro, se levante y empuje hacia dentro con los dos pies
la comida que hay en la bolsa, y diga, `ya se ha metido bastante' ".
Entonces, Rhiannon le dijo a Gwawl, el hijo de
Clud, "levántate, rápido".
"Lo haré de buena gana", afirmó
éste. Y se levantó, e introdujo sus pies en la bolsa. Powel le dio la vuelta,
de modo que Gwawl se quedó en ella atrapado, y rápidamente la cerró, pasando un
nudo alrededor del cuello, e hizo sonar su cuerno. Y, al toque, todos sus
caballeros se lanzaron sobre el palacio, y prendieron a todos los huéspedes que
habían venido con Gwawl, y los metieron en prisión. Y Powel se despojó de sus
harapos, y de sus viejas sandalias, y de sus ajironados atavíos. Y, a medida
que iban entrando, cada uno de los primeros caballeros lanzaba un golpe sobre
la bolsa, y preguntaba, "¿qué hay ahí?"
"Un tejón", contestaban los demás. Y
de este modo jugaron todos, golpeando la bolsa, ahora con los pies, ahora con
un bastón. Y así siguieron mucho tiempo, pues cado uno, cuando entraba,
pregun-taba, a los anteriores "¿A qué juego estáis jugando?"
"Al juego del Tejón en la Bolsa ", le decían. E
inmediatamente se unía a los demás. Y fue entonces cuando se jugó por primera
vez al juego del Tejón en la
Bolsa , tal como ahora se conoce.
"Señor", dijo el hombre que había
dentro de la bolsa, "si sólo quisieras escucharme..., yo no merezco ser
muerto en una bolsa".
Y Heveyth Hén insistió, "Señor, él dice
la verdad. Es justo que le escuchéis; porque no merece esto".
"Ciertamente", aceptó Powel, "seguiré
tu consejo en lo que a él respecta".
"Escucha, éste es mi consejo", dijo
Rhiannon. "Tú estás ahora en una posición, en la cual te corresponde a ti
satisfacer a pretendientes y cantores: déjale unirse a ellos en tu lugar, y
tómale juramento de que nunca intentará vengarse por lo que se le ha hecho. Y
esto será suficiente castigo."
"Lo haré con gusto", dijo el hombre
de la bolsa.
"Y con placer lo aceptaré yo",
apostilló Powel, "puesto que es el consejo de Heveyth y Rhiannon".
"Tal es, pues, nuestro consejo",
respondieron ellos.
"Yo lo acepto", repitió Powell.
"Busca a tus fiadores."
"Nosotros lo seremos", dijo Heveyth,
"hasta que sus hombres se encuentren libres para responder por él". Y
con esto, fue liberado de la bolsa, y sus vasallos puestos en libertad.
"Demanda ahora a Gwawl sus garantías", dijo Heveyth; "nosotros
sabemos qué se le debe exigir". Y Heveyth enumeró sus garantías.
Gwawl dijo, "cierra tú mismo el
convenio".
"Me bastará que sea como Rhiannon ha
dicho", contestó Powel. Y sobre aquel convenio fueron juradas todas las
garantías.
"Verdaderamente, señor", dijo Gwawl,
"estoy grandemente heri-do, y tengo muchos cardenales. Necesito ser
curado; y con tu licen-cia, debo retirarme. Dejaré a mis nobles en mi lugar
para responder por mí de todo cuanto requieras de nosotros".
"Desde luego", dijo Powel,
"puedes retirarte". Y Gwawl se fue a sus posesiones.
Y el salón fue puesto en orden para Powel y
los hombres de su hueste, y para los del palacio también, y fueron a las mesas
y se sentaron. Y del mismo modo que se habían sentado doce meses antes, se
sentaron aquella noche. Y comieron y festejaron, y pasaron la noche con alegría
y tranquilidad.
Y a la mañana siguiente, al romper el día,
Rhiannon dijo, "mi señor, levántate y comienza a distribuir tus regalos
entre los canto-res. No rechaces a nadie que hoy reclame tu munificencia".
"Así será, de todo corazón",
respondió Powel, "tanto hoy como mañana, mientras la fiesta dure". Y
Powel se levantó y mandó que se hiciese el silencio, y solicitó de todos los cantores
y pretendientes que se mostrasen y señalaran qué regalos eran los que deseaban.
Y una vez hecho esto, la fiesta continuó, y a nadie le negó nada mientras ésta
duró. Mas cuando la fiesta hubo terminado, Powel dijo a Heveyth, "mi
señor, con tu permiso, mañana partiré para Dyfed".
"Por supuesto", exclamó Heveyth.
"iQue el cielo te dé prosperi-dad! Fija un tiempo para que Rhiannon vaya a
reunirse contigo."
Powel dijo, "partiremos juntos de
aquí".
"¿Así lo deseas, señor?", preguntó
Heveyth.
"Sí", respondió Powel.
Así pues, al día siguiente salieron hacia
Dyfed, y viajaron hasta el palacio de Narberth, donde les fue preparada una
fiesta en su honor. Y acudió a recibirles un gran número de altos jerarcas y de
las más nobles mujeres de aquellas tierras, y no hubo ninguna a quien Rhiannon
no obsequiase con algún rico regalo, tales como una pulsera, un anillo, o una
piedra preciosa. Y reinaron prósperamente sobre sus tierras durante aquel año y
los dos siguientes.
En el cuarto año les nació un hijo, y fueron
llamadas mujeres para cuidar del niño. Pero una noche, las mujeres se quedaron
dormidas, y lo mismo Rhiannon. Y cuando despertaron y miraron hacia el lugar
donde habían dejado al niño, ya no estaba allí. Las mujeres se asustaron; y,
poniéndose de acuerdo entre ellas, acusaron a Rhian-non de haber asesinado a su
niño delante de sus propios ojos.
"Por piedad", exclamaba Rhiannon,
"el Señor Dios sabe todas las cosas. No me acuséis falsamente. Si me lo
decís por miedo, prometo ante el Cielo que os defenderé".
"En verdad", decían ellas, "por
nada de este mundo traeríamos el mal sobre nosotras mismas".
"Tened piedad", suplicaba Rhiannon,
"no vais a recibir ningún mal, por decir la verdad".
Mas, a pesar de todas sus palabras, duras o
delicadas, siempre recibía la misma respuesta de las mujeres.
Powel, el príncipe de Annuvyn, entre tanto se
despertó, y con él su corte y hueste. Y el suceso no pudo serle ocultado; y la
historía recorrió todo el país, y todos los nobles la escucharon. Entonces los
nobles acudieron a Powel, y le exigieron que repudiara a su esposa por el
terrible crimen que había cometido. Mas Powel les contestó una y otra vez que
no tenían razón alguna para pedirle tal cosa.
Entonces Rhiannon envió por los maestros y los
hombres sabios del mundo conocido que le convencieron de que era mejor hacer
penitencia que contender con las mujeres. Y la penitencia que sobre ella fue
impuesta consistió en permanecer en aquel palacio de Narberth hasta el término
de siete años, y en que cada día debería sentarse cerca de una barbacana que no
tenía entrada y contar su historia a todo aquél, de cuantos por allí pasaran,
que ella supusiese todavía no la conociera; y que debería ofrecerse a llevar
sobre su espalda a cuanto invitado o extranjero lo solicitara al interior del
palacio. Mas rara vez sucedió que alguno se lo permitiera. Y de este modo pasó
parte del año.
Por aquel tiempo era Teirnyon Twryv Vliant
señor de Gwent Is Coed; el mejor hombre, se decía, del mundo. A su casa
pertenecía una yegua, que ni yegua ni caballo había en todo el reino más bonita
que ella. Pues bien, todas las noches de cada primero de mayo paría, aunque
nadie sabía nunca qué era del potrillo.
Una noche, Teirnyon le habló así a su mujer:
"Esposa", le dijo, "es muy necio por nuestra parte que nuestra
yegua para cada año, y nosotros no conservemos ninguno de sus potrillos".
"¿Qué se puede hacer para
arreglarlo?", preguntó ella.
"Esta es noche del primero de mayo",
exclamó él. "Que la vengan-za del Cielo caiga sobre mí, si no descubro qué
o quién se lleva los potrillos."
Y tomando sus armas, se dispuso a vigilar toda
la noche. Al rato oyó un gran tumulto, y tras él vio cómo una garra, que
entraba por la ventana del establo, asía al potrillo por la crin. Entonces
Teirnyon desenvainó su espada, y, de un tajo, cortó aquel brazo por el codo: de
modo que aquella porción del brazo, junto con el potrillo, quedó en el establo
con él. Entonces oyó un bramido terrible que al poco se convirtió en gemido
lastimero. Y abrió la puerta, y salió disparado en la dirección del ruido, mas
no pudo ver la causa del sollozo debido a la oscuridad de la noche aunque
corrió tras ello y lo siguió mucho tiempo. Hasta que recordó que había dejado
la puerta del establo abierta, y regresó. Y vió que, junto a la puerta, había
un niño de pañales, envuelto en un manto de satén. Y tomó al niño, y observó
que era muy fuerte para la edad que parecía tener.
Entonces cerró la puerta, y volvió a la
habitación donde estaba su esposa. "Señora", le dijo, "¿estás
durmiendo?"
"No señor", contestó ella;
"estaba dormida, pero tu llegada me ha despertado".
"Mira, tengo un niño para ti, si tú lo
quieres", dijo él, "ya que nunca tuviste uno".
"Mi señor", exclamó ella, "¿qué
aventura es ésta?"
"Todo ha sido así", la tranquilizó
Teirnyon. Y le contó cómo había ocurrido.
"Mira, señor", dijo ella, "¿qué
clase de ropas envuelven a la criatura?"
"Un manto de satén", dijo él.
"Entonces es un niño de noble
linaje", respondió ella.
E hicieron que el niño fuera bautizado, y allí
mismo fue llevada a cabo la ceremonia. Y le dieron el nombre de Goldenlocks [1],
porque el pelo que crecía sobre su cabeza era tan amarillo como el oro. Y
criaron al niño en la corte, y cumplió un año. Y antes de que el año diera su
fin ya podía andar vigorosamente; y era más grande que un niño de tres, incluso
que uno de gran tamaño. Y el niño fue criado también un segundo año, y por
entonces ya era tan grande como uno de seis años. Y antes de terminar el
cuarto, sobornaba a los mozos para que le dejaran llevar a los caballos por
agua.
"Mi señor", le preguntó un día la
esposa a Tiernyon, "¿donde está el potro que salvaste en la noche que
encontraste al niño?"
"He encargado a los mozos de la cuadra
que lo cuiden", dijo él.
"¿No sería más apropiado, señor",
preguntó, "que lo mandases domar, y lo dieses al niño, considerando que,
en la misma noche en que tú encontraste al niño, el potro fue parido, y tú lo
salvaste?"
"No me opondré a tu deseo", afirmó
Teirnyon. "Te dejaré que le des el potro."
"Señor", replicó ella, "¡que el
Cielo te recompense! Se lo daré". Y regalaron aquel caballo al muchacho.
Luego ella se dirigió a los mozos y a todos aquellos que atendían a los
caballos, y les encomen-dó que tuviesen especial cuidado del potro, y lo
tuvieran bien domado para el tiempo en que el muchacho pudiese montarlo.
Y, mientras tales hechos tenían lugar,
llegaron a los oídos reales los rumores sobre Rhiannon y su castigo. Y Teirnyon
Twryv Vliant, movido por la compasión que sintió cuando oyó la historia de
Rhiannon y su castigo, preguntó a cuantos pudo sobre ella, hasta que hubo
escuchado a muchos de los extranjeros que llegaban a su corte. Entonces,
obsesionado por la triste historia, Teirnyon comenzó a reflexionar. Un día miró
más detenidamente que lo habitual al niño, y, mientras le miraba, le pareció que
nunca había observado una resemblanza tan grande entre padre e hijo, como la
que había entre el muchacho y Powel, el príncipe de Annuvyn. El semblante de
Powel era bien conocido para él, porque había sido, desde antiguo, uno de sus
seguidores. Y entonces empezó a sentirse apenado por el mal que había
ocasionado al retener consigo a un niño, siendo el hijo de otro hombre. Y en el
primer momento en que se encontró a solas con su mujer, le explicó que no era
justo retener al muchacho con ellos, y permitir que una dama tan excelente como
Rhiannon fuera castigada tan severamente por su causa, porque el niño era, sin
duda, el hijo de Powel, príncipe de Annuvyn. Y la mujer de Teirnyon terminó
asintiendo con él en que deberían enviar el niño a Powel.
"Y tres cosas, señor", dijo ella,
"ganaremos con ello: gracias y riquezas por liberar a Rhiannon de su
castigo, más el agradecimiento de Powel por cuidar de su hijo y devolvérselo; y
en tercer lugar, si el muchacho es de naturaleza gentil, será nuestro ahijado,
y hará por nosotros cuanto de bueno esté en su poder". Y así fue decidido;
de acuerdo a tales pensamientos.
Así que, sin perder más tiempo, al día
siguiente no bien hubo salido el sol, ya estaba Teirnyon equipado, con otros
dos caballeros en la plaza del castillo. Y el muchacho, el cuarto de la
compañía, iba con ellos, montando el caballo que Tieryon le había regalado.
Viajaron hacia Narberth, y no había pasado mucho tiempo cuando llegaron a aquel
lugar. Acercándose al palacio, vieron a Rhiannon sentada en la solitaria
barbacana.
Cuando pasaban frente a ella, gritó:
"Noble jefe, no des un paso más: yo os llevaré a cada uno de vosotros al
interior del palacio. Esta es mi penitencia por matar a mi propio hijo, y
devorarlo."
"Oh, bella dama", exclamó Teirnyon,
"no creas que voy a aceptar que me lleves sobre tu espalda".
"Ni yo tampoco", terció el muchacho.
"En efecto, alma mía", dijo
Teirnyon, "jamás lo permitiremos". Y continuaron todos juntos hacia
el palacio, y hubo un gran júbilo a su llegada, pues además había una fiesta
preparada en el palacio, porque Powel acababa de regresar de los confines de
Dyfed. Entraron en el salón y se lavaron, y Powel se alegró de ver a Teirnyon.
Y en este orden se sentaron: Teirnyon entre Powel y Rhiannon, y los dos
compañeros de Teirnyon al otro lado de Powel, con el muchacho entre ellos. Y
después de la comida, comenzaron la charla y los festejos. Y el discurso de
Teirnyon se refirió a la aventura de la yegua y el niño, y a cómo él y su
esposa habían criado y cuidado al niño como si fuera suyo.
"Y éste es tu hijo, señora", terminó
Teirnyon. "Y quien quiera que dijo aquella mentira respecto a ti, ha
obrado con maldad. Cuando me enteré de tu desgracia, me sentí apenado y triste.
Mas creo que no habrá nadie de toda esta hueste que no perciba que el muchacho
es el hijo verdadero de Powel", dijo Teirnyon.
"No hay ninguno", gritaron todos,
"que no esté seguro de ello".
"Declaro al Cielo", musitó Rhiannon,
"que, si esto es cierto, éste es el fin de mi pena".
"Señora", le dijo Pendaran Dyfed,
"bien has llamado a tu hijo Pryderi [2],
y bien podría él adoptar el nombre de Pryderi, hijo de Powel, príncipe de
Annuvyn".
"Pero", dijo Rhiannon, "¿no le
convendría mejor su propio nom-bre?"
"¿Qué nombre tiene?", preguntó
Pendaran Dyfed.
"Goldenlocks es el nombre que nosotros le
dimos", dijo Teirnyon.
"Pryderi será su nombre", repitió
Pendaran.
"Será más adecuado", concluyó la
cuestión Powel, "que el mucha-cho tome su nombre de la palabra que su
madre pronunció, cuando recibió la feliz nueva de su recuperación". Y así
fue determinado.
"Teirnyon", continuó Powel, "el
Cielo te recompense por haber criado al niño hasta este día, y, siendo de
gentil linaje, será justo que él te corresponda reconocidamente por ello".
"Mi señor", dijo Teirnyon, "fue
mi mujer quien lo crió, y no hay nadie en el mundo más afligido que ella al
tener que separarse de él. Haría bien el niño en guardar en su corazón el
recuerdo de todo lo que mi esposa y yo hemos hecho por él".
"Pongo al Cielo por testigo", dijo
Powel, "de que, mientras yo viva, te protegeré a ti y a tus posesiones, en
tanto que pueda preservar la mía propia. Y, cuando él tenga poder, lo hará aún
con más capacidad que yo. Y, si esta decisión es de tu agrado y del de mis
nobles, y ya que tú te has encargado de criarlo hasta el presente, lo
encomendaré a Pendaran Dyfed para que lo eduque a partir de ahora. Y los dos
seréis compañeros, y ambos seréis padres adoptivos para él".
"Es una buena decisión", convinieron
todos. Y el muchacho quedó encomendado a Pendaran Dyfed, y muchos nobles del
reino fueron enviados con él.
Así Teirnyon Twryv Vliant y sus compañeros
partieron hacia sus tierras y posesiones, con amor y alegría. Y no se fue éste
sin haberle sido ofrecidas las joyas más preciosas, y los más bellos corceles,
y los mejores perros; mas no quiso él tomar ninguno de ellos.
Y cada uno se quedó en sus dominios. Y
Pryderi, el hijo de Powel, príncipe de Annuvyn, fue educado con sumo cuidado,
como debía ser, para que se convirtiera con el tiempo en el joven más bello y
apuesto, y el más hábil en todos los juegos, de todo el reino. Y así pasaron
los años uno tras otro, hasta que la vida de Powel, el príncipe de Annuvyn,
llegó a su fin, y murió.
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